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lunes, 7 de abril de 2014

«Los negros» -Arturo Borra





Los negros

Negro villero, esclavo negro, negrito resentido, negro de mierda, sudaca, lacra negra, oscuro légamo, negro puto, negro que des...tiñe lo que toca, la pulcritud de una ciudad blanca, negro vegetal, negro de noche, carbón y selva, animal y sabana donde los antílopes son cazados como negros con redes para negros, como un pez negro que salta en la canoa antes que anochezca para que no caiga la noche más negra sobre la marea blanca.

Negro como agujero negro, mancha, pozo, negritud negrísima que te
opaca la risa clara.

De Figuras de la asfixia, Arturo Borra (Germanía, Alzira, 2012).

jueves, 3 de abril de 2014

«Los nadies», de Eduardo Galeano

Ayer hubo un linchamiento en Argentina. Hoy han evitado otro. Y las palizas comienzan a repetirse con estos pequeños ladrones, habituados a la violencia cotidiana: en sus barrios y en sus vidas. Vienen los que presumen ser ciudadanos ejemplares y asesinan al “pibe choro” de 18 años, llamando “justicia” a un nuevo acto de barbarie. Justifican así convertirse en asesinos. Y sí, ...es cierto que para esos pibes también la vida vale poco: la muerte se ha hecho parte de la normalidad. Precisamente por ello, lo ético es dejar de repetir el ritual diario del desprecio hacia la vida de los demás. Esta vez no fue una bala sino una patada. Pero da igual. Siguen siendo los “nadies”, dueños de nada, excluidos del sentido de justicia de los que se creen “alguien”.

A.B.


Los nadies

 Sueñan las pulgas con comprarse un perro y sueñan los nadies con salir de pobres, que algún mágico día llueva de pronto la buena suerte, que llueva a cántaros la buena suerte; pero la buena suerte no llueve ayer, ni hoy, ni mañana, ni nunca, ni en lloviznita cae del cielo la buena suerte, por mucho que los nadies la llamen y aunque les pique la mano izquierda, o se levanten con el pié derecho, o empiecen el año cambiando de escoba.
Los nadies: los hijos de los nadies, los dueños de nada.
Los nadies: los ningunos, los ninguneados, corriendo la liebre, muriendo la vida, jodidos, rejodidos:
Que no son, aunque sean.
Que no hablan idiomas, sino dialectos.
Que no profesan religiones, sino supersticiones.
Que no hacen arte, sino artesanía.
Que no practican cultura, sino folklore.
Que no son seres humanos, sino recursos humanos.
Que no tienen cara, sino brazos.
Que no tienen nombre, sino número.
Que no figuran en la historia universal, sino en la crónica roja de la prensa local.
Los nadies, que cuestan menos que la bala que los mata.
 
 
Eduardo Galeano

viernes, 21 de febrero de 2014

Políticas del vallado en España: el estigma de los cuerpos



 
Las noticias funestas con respecto a la gestión de fronteras en Europa y, en particular, en España, en la que participa la Agencia de Control Fronterizo Europeo (Frontex), no hacen más que multiplicarse. Tráfico y trata de personas, deportaciones ilegales (con las que lucran, entre otras, compañías como AirEuropa, Halcón Viajes o Travelplan [1]), naufragios con decenas o cientos de muertos (2), redadas policiales racistas (3), represión en las vallas (4), CIEs (5), entre otros abusos, constituyen vejaciones manifiestas  regulares a los derechos humanos de aquellos que los estados europeos producen como material desechable. La muerte reciente de 15 inmigrantes, objeto de una actuación policial que sólo cabe calificar de criminal, actualiza el fantasma del racismo y la xenofobia institucionalizadas. La muerte regular de personas en situación irregular no es nueva ni mucho menos: forma parte del control represivo de aquellos flujos migratorios que los gobiernos juzgan como “indeseables”. Demasiado a menudo se pasa por alto que ese control es efecto de una política migratoria no menos nefasta que ha dado un nuevo giro reaccionario y discriminatorio, restringiendo de forma tendencial las oportunidades de los sujetos migrantes regulares y criminalizando a los que se encuentran en situación irregular.
 
La enumeración de los crímenes perpetrados tanto por mafias organizadas como por autoridades públicas y empresas privadas colaboradoras no sólo nos instala en la ignominia moral más absoluta: institucionaliza la excepcionalidad como pauta de actuación con respecto a los colectivos más vulnerables, expuestos a una sociodisea tan dramática como evitable. Lo que los massmedia presentan como «trágico» -una suerte de mal inexorable, generado por fuerzas incontrolables-, no es otra cosa que el efecto de una política migratoria que se empecina en resolver por vía policial y militar lo que es un problema político-económico de primer orden, atinente tanto a los desequilibrios entre norte y sur como a las relaciones neocoloniales que Europa mantiene con respecto a las periferias del capitalismo. Es completamente previsible que esa política arroje de forma regular un saldo de “muertos” anónimos, parte habitual de ese paisaje vallado en que han convertido las fronteras.
 
Repasemos algunas aristas de este drama colectivo que afecta, principalmente, a los migrantes pobres, en contraposición a aquellos otros flujos provenientes del norte y el centro de Europa, de los desplazamientos de grupos de ejecutivos y profesionales de residencia temporal (habitualmente, de EEUU y la propia comunidad europea), inversores orientales o rusos con amplia capacidad adquisitiva. Por contraste, entre estos otros tipos de migración (repudiados por los gobiernos y sobreexplotados de forma habitual en el sector agrícola como mano de obra barata intensiva),  las restricciones no cesan de proliferar. No se trata solamente de una política de denegación de derechos de ciudadanía a miles de personas. Lo que estados como el español están obstruyendo de forma activa y deliberada es, lisa y llanamente, el cumplimiento de los derechos humanos; no ya el sujeto como ciudadano, sino en tanto que ser humano.
 
La ambigüedad de la Carta de Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano de 1789, modificada tras la segunda guerra mundial, ha sido señalada en diferentes ocasiones; para el caso, lo relevante es que esos inmigrantes no cuentan ni como ciudadanos ni como humanos. No está en juego solamente el derecho al trabajo, a la seguridad social o a la protección contra el paro forzoso y la enfermedad, entre otros, sino el deber de los estados de conceder a todos por igual y sin distinción una protección legal por medio de tribunales independientes, partiendo de la presunción de inocencia hasta que no se demuestre la culpabilidad. Todo ello, incluso, podría resumirse en el derecho más primario a una vida humana digna, diferenciada de la mera supervivencia.

Por lo demás, la hostilidad estatal hacia la inmigración irregular (aunque no solamente) no ha cesado de incrementarse en los últimos años, justificado por sus ejecutores por razones de seguridad y soberanía territorial. Incluso si aceptamos la necesidad de una “política de fronteras” determinada, el actual maltrato y abandono de estos grupos de seres humanos tiene como razón fundamental infundir pánico entre los que sueñan con acceder a territorio europeo, a menudo engañados por las mafias locales a cambio de unos miles de euros. Puesto que esos grupos son inmediatamente confinados en Centros de Internamiento y mayoritariamente deportados a sus países de origen, la brutalidad de la actual gestión de los controles fronterizos, en última instancia, sólo puede tener como objetivo el amedrentamiento de esa masa indigente de personas que vagan a la espera de una oportunidad siempre postergada, así como obtener el apoyo de una parte de la población, no siempre identificada de forma explícita con la derecha. Desde luego, no se trata meramente de un “exceso policial”, sino de una práctica institucionalizada que cuenta tanto con el respaldo del gobierno español como con la aquiescencia de las autoridades europeas, a pesar de algunas protestas tibias en sentido contrario por parte de la comisaria europea del interior.
 
Tras esa constatación diaria, otra vez una constatación más amplia: el estigma de los cuerpos negros va enlazado al estigma de los cuerpos pobres o, para decirlo en otros términos, “raza” y “clase” quedan soldados como parte de la experiencia colectiva del rechazo: racismo y clasismo se articulan en una política de estado que estigmatiza categorías enteras de seres humanos, un mercado capitalista mundializado que se desentiende de aquellos que quedan excluidos o marginados del consumo y una aprobación tácita y vergonzante de algunos sectores y grupos nacionales que no cabe subestimar, incluso cuando no disponemos de estadísticas al respecto (7).
 
En este contexto, ¿qué queda de la retórica multiculturalista de la “tolerancia”? ¿qué expectativas razonables podemos formarnos con respecto a la necesaria reversión de esa situación histórica a la que están sometidos aquellos que Fannon llamó alguna vez “condenados de la tierra”? ¿Qué hipocresía eurocéntrica podría mantener todavía el papel de Europa como guía moral y política de la humanidad, invocando una superioridad desmentida de forma persistente por este tipo de prácticas? ¿En nombre de qué política de seguridad puede sostenerse este abuso sistemático del que son objeto estas masas indigentes? ¿Qué anquilosamiento moral se ciñe sobre las poblaciones locales ante semejantes crímenes de estado? Y, lo que no es menos grave, ¿a qué peligroso umbral histórico nos estamos aproximando, allí donde la vida de los otros resulta cada vez más indiferente?
 

Arturo Borra
 
 

(1)      Remito a “Las deportaciones en vuelos especiales”, Eduardo Romero, en http://www.rebelion.org/noticia.php?id=178761.

(2)      Al respecto, puede consultarse “Las políticas migratorias siguen arrojando cadáveres al mar”, Pablo 'Pampa' Sainz Rodríguez, en https://www.diagonalperiodico.net/global/20098-politicas-migratorias-siguen-arrojando-cadaveres-al-mar.html

(3)      Ver “No es redada racista, es prevención de la delincuencia”, Ana Álvarez, en https://www.diagonalperiodico.net/global/no-es-redada-racista-es-prevencion-la-delincuencia.html

(4)      La entrevista "En la frontera la violencia estatal española y marroquí alcanza niveles intolerables" a José Palazón (presidente de la organización de derechos humanos Prodein) es elocuente al respecto. Puede consultarse en https://www.diagonalperiodico.net/global/la-frontera-la-violencia-estatal-espanola-y-marroqui-alcanza-niveles-intolerables.html

(5)      He abordado la problemática de los CIE en “Pequeños holocaustos cotidianos. Las consecuencias previsibles de los CIE”, disponible en http://www.rebelion.org/noticia.php?id=142052y en “Acerca de los Centros de Internamiento de Extranjeros. La política del encierro”, disponible en http://www.rebelion.org/noticia.php?id=131848.

(6)      Sobre este punto he reflexionado en “Operación «borrado». ¿Quién da cuenta del racismo y la xenofobia en España?”, en http://www.rebelion.org/noticia.php?id=133119

miércoles, 12 de febrero de 2014

lunes, 23 de diciembre de 2013

La privatización de la seguridad: guerra de clases y estado policial


 

 
Por si quedaban dudas: el neoconservadurismo hegemónico ha interpretado las luchas sociales mejor que una pseudoizquierda social-demócrata que daba por enterrados los espectros de Marx. Las interpreta como antagonismo predominantementede clase y prepara de forma meditada su respuesta a la escalada de conflictos que es de prever para los próximos años en España. Tanto la “Ley de seguridad ciudadana” como la “Ley de seguridad privada” (de inminente aprobación legislativa) constituyen uno de los episodios más virulentos a nivel nacional del proceso mundializado de conversión de ese antagonismo en una declaración de guerra total contra aquellos que ha reducido al rango de sobrantes humanos.
 

La «criminalización de la disidencia» ha dado un nuevo giro: castigar a aquellos grupos de activistas que no se conforman con presenciar dócilmente su propio sacrificio. A partir de ahora, no sólo el derecho a reunión y manifestación queda absolutamente restringido -a contramano de cualquier proyecto político democrático- sino que el sueño delirante de la privatización de la vidaalcanza un nuevo punto álgido: la transferencia parcial de las funciones de seguridad a empresas orientadas al lucro.
 

En breve, la vigilancia privada tendrá el poder de identificar y detener en la vía pública a personas consideradas “sospechosas”, tras obtener la autorización pertinente. El beneplácito de las clases propietarias es absoluto: podrán “descansar en paz”, contando con servicios de protección que responden a sus intereses de forma directa, tal como ya hacen los monumentales ejércitos privados que proliferan a nivel mundial. El estado policial es también ese estado que en nombre de circunstancias excepcionales enlaza de forma inextricable lo público y lo privado: trata el espacio colectivo como un espacio sometido a la arbitrariedad de un sujeto soberano, sustraído del escrutinio común. No es de extrañar que la transferencia parcial de esta función estatal indelegable se plantee como un paso fuera del debate público: forma parte de su lógica inescrutable.


Lo público como negocio privado -favorecido por un sistema corrupto de prebendas y privilegios- instaura la competencia entre las elites y el saqueo a los subalternos. Hay que insistir: más allá de la “oportunidad de negocios” para las 1500 empresas de seguridad privada operativas en territorio español (con una facturación actual de más de 3000 millones de euros al año), ¿en qué sentido podría beneficiarnos ser objeto de vigilancia permanente por su parte? No es sólo un problema de subcualificación evidente que debería alarmar a cualquier persona mínimamente precavida; implica ante todo que una de las partes asuma el rol de juez, esto es, que la burguesía sea erigida como guardián del bienestar colectivo, aunque más no sea mediante sus lacayos. Un elemental trabajo de indagación sobre las empresas de seguridad privada sería suficiente para persuadirnos del carácter radicalmente inadecuado de esta transferencia funcional; permitiría identificar lazos inocultables entre algunas de esas empresas y una ultraderecha racista, xenófoba y aporofóbica (1). ¿Qué ecuanimidad cabría esperar de esos sujetos en el ejercicio del poder de vigilancia, especialmente cuando se los autoriza a convertir a sus declarados enemigos en objeto?


La ruptura con respecto a la concepción formal de la policía como fuerza pública (sometida a controles institucionales) es patente, aunque esos controles ya sean laxos e insuficientes a la vista de la regularidad del abuso y la corrupción institucionalizada. El presunto «monopolio de la violencia legítima», reservado al aparato represivo de estado, queda suspendido y, con certeza, habilita una nueva fase política –no sólo en clave nacional- que deja muy atrás la ya endeble teoría neoliberal que lo inspira: ni siquiera pretende reservar al estado el rol subsidiario que doctrinalmente propone, relativo a “política fiscal”, “justicia” y “seguridad”, dentro de un sistema de “economía de mercado”. Para esta ideología tecnocrática ninguna frontera es sagrada, como no sea la expansión ilimitada del capital.


Así como el partido de gobierno ha consolidado una estructura tributaria completamente regresiva (gravando sobre las rentas de trabajo y reduciendo la presión fiscal sobre las rentas de capital) y ha instituido «tasas judiciales» que restringen el derecho de las clases medias y populares a utilizar de forma gratuita el sistema responsable de administrar “justicia” (en verdad: un sistema manifiestamente selectivo e injusto), ahora también menosprecia la seguridad de una parte mayoritaria de la ciudadanía. Lo que está en juego, desde luego, no es la «abolición del estado» sino su reconfiguración como institución política que asume de forma abierta su condición clasista, correlativa a un capitalismo globalitario gobernado por las grandes corporaciones trasnacionales (2).


El modelo de «estado-gendarme», por tanto, queda contradicho término a término por una política gubernamental que no hace sino agravar las brechas entre ricos y pobres, beneficiarios de un sistema judicial injusto y víctimas de la judicialización, perseguidores y perseguidos, en definitiva, opresores y oprimidos (incluso si denunciamos la complicidad objetiva entre unos y otros y eludimos cualquier forma de maniqueísmo moral que exalte las virtudes metafísicas de los segundos por sobre los primeros). La desigualdad entre ciudadanos de primera y de segunda no cesa de acrecentarse.


La presunta complementariedad y subordinación funcional que contemplaría la nueva norma no es más que una falsa declaración de intenciones. Abre algunas preguntas insistentes, una vez que nos deshacemos del mito de la armonía espontánea entre lo individual y lo colectivo o, si se prefiere, de la mano invisible que reconduce el egoísmo hacia el bien común: ¿en qué sentido podrían considerarse “complementarios” los intereses privados y la seguridad pública? ¿A quiénes responderá, en última instancia, esta nueva guardia? ¿Qué protocolos de actuación se prevén ante el surgimiento de conflictos de intereses entre esas empresas y otros particulares? ¿Qué normas y sanciones se estipulan para evitar el abuso de autoridad (habitual por lo demás en los cuerpos policiales)? ¿Cómo y quiénes supervisarán el cumplimiento efectivo de las nuevas normativas del sector?  En cualquier caso, el negocio está servido: no es difícil advertir que su rentabilidad depende directamente de la producción serial de sospechosos y la correlativa expansión de servicios securitarios, incluso si ello supone una nueva afrenta a los derechos civiles. El sentido de una política de seguridad semejante, sin embargo, no se agota ahí. Las medidas en cuestión apuntan a blindar a las clases propietarias de los efectos de la desigualdad radical, generalizando el control policial sobre las clases subalternas. El aumento de la desprotección de las mayorías frente a los matones a sueldo de siempre (al viejo estilo cowboys) trabajando para las patronales en una ciudad sin ley está reasegurado.


Como ya es habitual en España, los portavoces gubernamentales del poder económico-financiero concentrado no muestran el más mínimo reparo en seguir arremetiendo contra una democracia de por sí devaluada. El remate de lo público y la exaltación de la iniciativa privada constituyen, sin embargo, sólo la punta del iceberg de un proceso político, cultural y económico más vasto que sólo puede detenerse mediante la articulación de resistencias colectivas sistemáticas y organizadas. La aceleración de ese proceso es signo de nuestra debilidad política. El miedo a perder lo que no se tiene es cómplice de una expropiación sin precedentes de lo público-estatal. Si, en nombre de la autoconservación, los guardianes del orden quieren domesticar lo que hay de imprevisible en la vida social, es nuestra tarea luchar para que ese impulso indomesticable no quede enjaulado como mera supervivencia.

Arturo Borra

 

(1)       El caso más flagrante quizás sea el de la empresa de seguridad valenciana “Levantina”, asociada estrechamente al partido ultraderechista “España 2000”. Al respecto, véase “El negocio de seguridad privada de la ultraderecha”, de Antonio Maestre, en http://www.lamarea.com/2013/12/11/la-ley-de-seguridad-privada-permitira-al-partido-ultra-espana-2000-ejercer-como-policia/
 

(2)       Es razonable que esa reconfiguración histórica del estado reactive debates en la izquierda en torno al mismo sentido y legitimidad de las estructuras estatales fundamentales, incluyendo el debate en torno a la posibilidad misma de una policía sujeta a mandatos democráticos básicos.

miércoles, 18 de diciembre de 2013

Una entrevista a Arcadi Oliveres de Eduardo Azumendi

Arcadi Oliveres, antes de entrar a una conferencia en Vitoria.
Arcadi Oliveres, antes de entrar a una conferencia en Vitoria.

Arcadi Oliveres (Barcelona, 1945) no puede reprimir la indignación cuando habla del actual sistema político y económico, de cómo se “dilapida” el dinero en ayudar a salvar bancos mientras se permite que miles de familias se hundan. Este profesor de Economía Aplicada de la Universidad Autónoma de Barcelona y presidente de la ONG Justicia y Pau ha participado en las jornadas sobre energía organizadas por la Plataforma Fracking Ez, en Vitoria. Además de hablar sobre la situación y las desigualdades energéticas Norte-Sur, Oliveres concedió una entrevista a El Diario Norte en la que aboga por “perder el miedo y rebelarse” contra el sistema político actual, al que considera enfermo y caldo de cultivo para la corrupción.  
 
Pregunta: Parece que eliminar las disfunciones de la crisis pasa por basar la economía en una menor rentabilidad y en un reparto más justo de la pobreza. ¿Estos preceptos son compatibles con el capitalismo?
Respuesta: No sé si son compatibles, pero sí sé que es absolutamente necesario para la humanidad. Si no es compatible, será el capitalismo el que tenga que desaparecer porque está en juego la supervivencia de la humanidad. Si el capitalismo no permite esta supervivencia, hagámosle desaparecer y dotémonos de un sistema que facilite la cobertura de necesidades básicas de la ciudadanía y el sostenimiento del planeta.
 
P. ¿Y cuál es la alternativa al sistema capitalista?
R. Nunca en la historia ha habido alternativas preparadas. Cuando desapareció el feudalismo y llegó el capitalismo no avisaron que a las doce terminaba uno y a las doce y un minuto comenzaba el otro. Se fueron cambiando las estructuras económicas, los señores feudales fueron perdiendo su poder, los burgueses de las ciudades lo fueron ganando. Nació el capitalismo comercial, después otro financiero e industrial. Y estamos en ese proceso hacia un capitalismo más humano que permita que la gente pueda cubrir sus necesidades.
 
P. Con más de seis millones de parados, ¿cómo es posible que no se produzca un estallido social?
R. Los medios de comunicación han metido el miedo a los ciudadanos y la gente todavía tiene el temor a perder las pequeñas cosas que le quedan. Si la historia de la humanidad hubiera funcionado así, nunca se hubiera progresado. Si los primeros objetores de conciencia al servicio militar no hubieran asumido la voluntad de ir tres años a la cárcel, el servicio militar seguiría vigente en la actualidad. Si las personas de color en Estados Unidos no se hubieran rebelado contra la discriminación racial, los negros todavía irían de pie en los autobuses. Nuestra obligación moral es perder el miedo y rebelarnos contra este sistema enfermo, caldo de cultivo para la corrupción y con políticos y bancos que tanto daño están haciendo.
 
P. ¿La desobediencia civil puede ser una forma de rebelión?
R. Sí, siempre que sea pacífica y no violenta. Hemos montado una plataforma con movimientos sociales y de izquierda para participar en las elecciones catalanas. Así, nos habremos quitado la mala conciencia de decir que hay que cambiar las cosas y no intentarlo.

P. ¿Está preparada la sociedad para ese movimiento?
R. Sí. Creo que ahora las circunstancias son muy favorables para que esto se emprenda. Se ha deteriorado tanto la situación que no hay otra alternativa. Le voy a contar un caso que ocurrió en Barcelona hace unos años. Cuando concluyó la guerra de Irak se formó un consorcio de 24 bancos a nivel mundial para captar fondos para su reconstrucción. ¿Curioso no? Que los que más han ayudado a destruir Irak ahora también se quieren lucrar con su reconstrucción. La Caixa formaba parte del consorcio y en Barcelona no gustó nada esa idea. Así que organizamos una campaña en tres fases. En la primera, repartimos pegatinas con el lema ‘La Caixa gana dinero con la sangre de los iraquíes’. En un segundo momento, un grupo de 80 voluntarios visitaron oficinas de la Caixa para entrevistarse con sus directores y preguntarles por Irak. Y la tercera fase consistió en que un grupo de 25 personas se acercaban en horas punta a las oficinas de la Caixa y se ponían a gritar que rompían sus cuentas con la entidad por su actitud en Irak. Al cabo de unas semanas, nos llamaron los responsables y nos pidieron que dejáramos la campaña. ¿A cambio de qué?, les preguntamos. Unos días más tarde abandonaron el consorcio. Siempre se puede conseguir que la sociedad secunde iniciativas organizadas de desobediencia civil, de respuesta al poder establecido.
 
P. Usted ya ha buscado una fórmula para Cataluña, una plataforma que reúne a ciudadanos indignados y movimientos de izquierda con el que pretende participar en las próximas elecciones al Parlamento catalán.
R. Yo he creído en eso, pero puedo equivocarme. Hay tanta gente que protesta que sería positivo que se uniese. A la crítica le falta dimensión política para tirar hacia adelante. La izquierda debería aprender y preparar más este tipo de actuaciones, porque con la derecha es imposible ya que solo mira la cartera. Yo no pertenezco a ningún partido, por eso en Cataluña he planteado una fórmula de coalición electoral: movimientos sociales, personas individuales y corrientes de izquierda. Todos se han subsumido en una candidatura de protesta con vistas a las elecciones en Cataluña. Ya se han adherido más de 30.000 personas y hemos empezado por reuniones en pequeños grupos locales. Dentro de dos años celebraremos unas primarias para formalizar una candidatura. Así, nos habremos quitado la mala conciencia de decir que hay que cambiar las cosas y no intentarlo.

Entrevista extraída de aquí.
 
 

miércoles, 6 de noviembre de 2013

Algunas preguntas sobre la protesta social en España


 
 
Las expectativas de una creciente articulación de las resistencias populares, tras la explosión participativa en 2011 ligada al movimiento 15-M, parecen frustradas. A pesar de las numerosas manifestaciones colectivas (en defensa de la sanidad o la educación públicas, las pensiones o el derecho a la interrupción del embarazo y, en general, la defensa de determinadas conquistas históricas), no hay demasiados indicios que nos permitan prever una confluencia de “mareas” (verdes, blancas, violetas u otras).

 
La desarticulación entre estas protestas sigue siendo una evidencia abrumadora. El trabajo a nivel barrial y vecinal del despotenciado movimiento 15-M, aunque valioso, tampoco debería exagerarse: contribuye a construir una cultura cotidiana diferente y, sin embargo, al menos en el corto plazo, no parece que vaya a desembocar en una reconfiguración política radical que pueda actualizar el fantasma de una revuelta (policial y jurídicamente conjurada) ni, mucho menos, de un proceso de transformación social radical.

 
Dicho de forma sintética: a pesar de una escalada neoconservadora sin precedentes en España, impulsada por un aparato gubernamental corrupto y desacreditado, el grado de coordinación de las clases populares y medias en sus acciones de protesta es bajo y son, predominantemente, de carácter defensivo. Atenazadas por una política de amedrentamiento, dichas clases son tratadas como enfermos terminales a los que sólo resta aplicarles una terapia de electroshock para garantizar que no seguirán moviéndose después de muertos.
 

La estrategia del miedo (1), sin embargo, apuntalada por un proceso de criminalización de la disidencia, no es suficiente para explicar esta situación de fragmentación sectorial. La perplejidad y la resignación, pero más centralmente, la falta de un proyecto contrahegemónico, han conformado un blindaje sólido contra la posibilidad de lo (que hoy anuncian como) imposible.

 
Contra todos los pronósticos, la estafa del “rescate bancario”, el creciente endeudamiento público (200.000 millones de euros solamente en 2012), el saqueo de las prestaciones públicas, la consolidación de una estructura tributaria regresiva, los recortes de los servicios públicos, el desangre de los desahucios o los escándalos de corrupción estructural de los partidos de gobierno, por mencionar sólo algunas cuestiones, no han supuesto una radicalización de los conflictos sociales. Las manifestaciones se repiten como un coro de fondo: discontinuo, disfórico, improvisado, más o menos previsible. A pesar de las 36232 manifestaciones que se produjeron en los primeros diez meses de 2012 en España (2), que duplican las de 2011, las políticas que las motivaron no han cambiado en lo más mínimo.
 

La multiplicación de protestas públicas sectoriales se asemejan a una solución de desesperación: moverse sin saber dónde. No extrañan los reproches a esta hiperactividad que no oculta su falta de auto-reflexividad: los manotazos de ahogado nunca salvaron al ahogado. Dicho de otro modo: las catarsis colectivas no garantizan en lo más mínimo el cumplimiento de sus reivindicaciones.

 
Un repaso somero y esquemático puede ayudarnos a clarificar la cuestión. En el terreno de la educación pública las réplicas por parte de las comunidades afectadas son en “efecto diferido”: se despliegan a otra velocidad que la política oficial. Ni siquiera los movimientos estudiantiles han conseguido movilizarse de forma permanente, siendo como son uno de los colectivos más perjudicados tanto por el nuevo sistema de becas y tasas educativas como por un modelo de enseñanza impuesto parcialmente a nivel europeo y otro tanto por una política educativa retrógrada, fuera de toda consulta democrática. Las mareas docentes que se producen en algunos territorios revelan por su parte la inacción en otros territorios y, en conjunto, muestran la carencia de un plan de luchas, más o menos organizado y compartido. Y si esto vale para los profesores del ciclo primario y secundario, ni siquiera puede sostenerse con respecto al profesorado universitario, sumido en un letargo del que no parece despertarse.

 
Los sindicatos mayoritarios -amordazados por lo que el estado les adeuda y acorralados por una paulatina deslegitimación de la que son co-responsables- brillan por su ausencia. Ni siquiera han asomado la cabeza en los últimos meses, cuando se avecinan nuevas privatizaciones y un auténtico saqueo a las pensiones. No lo han hecho antes ni lo harán ahora. Demasiados comprometidos con el actual sistema de subvenciones estatales, su credibilidad ha quedado dinamitada, especialmente de cara a aquellos movimientos sociales y sindicales que han rechazado por espurias las negociaciones tripartitas con el gobierno nacional y la CEOE, representantes de los intereses económicos más concentrados.

 
Por su parte, es innegable que el activismo de la PAH ha evitado un número importante de desahucios, aunque su victoria sigue siendo pírrica mientras no logre la sanción de una nueva ley hipotecaria que contemple, de mínimo, la dación en pago. La mayoría automática de las iniciativas legislativas del PP como partido de gobierno bloquea esa posibilidad y las esperanzas cifradas a nivel europeo siguen siendo inciertas. Entretanto, el problema de la vivienda no hace sino aumentar, produciendo estragos en los afectados, incluyendo la expansión de los “sin techo”.

 
La “suerte” de la sanidad en vías de privatización sigue abierta precisamente por la combatividad del personal sanitario, especialmente en la comunidad de Madrid, que ha complementado la movilización con la interposición de sucesivos recursos judiciales. Es esa pulseada a muerte en varios frentes lo que está ralentizando el proceso privatizador. También jubilados y pensionistas como los afectados por las preferentes reclaman un lugar dentro del mapa de las protestas sociales. Sus logros están vinculados tanto a sus manifestaciones periódicas como a los fallos judiciales en los que incidieron favorablemente.
 

La enumeración de protestas locales puede extenderse de un modo casi exasperante: farmacias que cierran sus puertas por impagos por parte de los gobiernos autonómicos, familias con personas dependientes que han dejado de percibir la prestación correspondiente, plataformas para el cierre de los CIE, marchas contra las redadas policiales racistas, etc.
 

El malestar social es nítido. Las escenas que producen esos estados de ánimo colectivos son diversas, incluyendo el aumento de suicidios, de la violencia familiar y de género o las drogodependencias. Los “brotes verdes” que oficialmente proclaman son, simultáneamente, tierra seca para millones de familias sumidas en una desesperada falta de horizonte. El autismo autoritario y cínico del gobierno nacional y autonómico no juega a los dados: hace tiempo ha asumido que la contrapartida de su apuesta política era el azar de las protestas reducidas a una liturgia. Y, lo saben perfectamente, a menos que aparezca algo disruptivo -heterogéneo con respecto a lo que viene dándose en las protestas actuales- seguirán haciendo lo que ya han decidido hacer: reconfigurar de forma radical la sociedad española, a pesar de las resistencias que indudablemente suscita.
 

Por su parte, los discursos dominantes que circulan en los massmedia han tomado partido representando las movilizaciones populares como un ritual trivial, más o menos inocuo, parte de la “normalidad democrática”. Aunque no siempre tengan como objetivo desalentar la protesta, su construcción discursiva como escena cotidiana rutinizada y rutinaria, tiende a desactivar su carácter político: en vez de leerse como síntoma de una deslegitimación gubernamental, en tiempo récord, estas prácticas son planteadas como parte del orden establecido.

 
La conclusión provisoria que cabe apuntar es que en esta repetición de protestas sectoriales algo está fracasando de manera estrepitosa. Las políticas neoconservadoras que están arrasando la vida de millones de ciudadanos siguen su curso indiferente. La escalada contra los derechos sociales, económicos, culturales y políticos obtenidos en las últimas décadas no está siendo revertida en absoluto. La fragmentación social persiste y la calle –por no decir la “plaza”- no está provocando los cambios que se suponía iba a precipitar. El mismo sentido de las protestas públicas está en discusión y no faltan voces discordantes que advierten sobre una cierta naturalización de esas manifestaciones como parte de la vida cotidiana, reduciendo la lucha política a una escena más dentro del espectáculo global en el que sobrevivimos. Por su parte, el discurso oficial ni por asomo se plantea que esas demandas populares deben ser atendidas y gestionadas de forma democrática.
 

Llegados a este punto, la pregunta insiste: ¿qué eficacia política están teniendo las protestas sociales, una vez que reconocemos simultáneamente su necesidad y su insuficiencia? Si, a pesar de las numerosas movilizaciones de los últimos años, las políticas gubernamentales no han hecho más que agravar las desigualdades y la transferencia de recursos públicos a las élites financieras, ¿hasta qué punto no precisamos, desde un horizonte político antagónico, construir estrategias de lucha que rebasen el momento predominantemente defensivo al que parecen confinadas las protestas actuales? Y, lo que es más decisivo aun: ¿en qué medida podemos imaginar un giro político a partir de la articulación de diferentes sujetos en torno a otro proyecto de sociedad? ¿Cuáles son los límites de las clases populares y medias ante el desastre que se precipita sobre sus narices? Para decirlo de una forma más concisa: ¿hasta cuándo soportaremos este ultraje sistémico y sistemático sin convertir la indignación en una rebelión continua en diferentes dimensiones de nuestras vidas?

Arturo Borra  


(1)      He analizado este proceso en “La criminalización de la protesta social. La escalada autoritaria en España”, en http://www.rebelion.org/noticia.php?id=144938.

lunes, 5 de agosto de 2013

Las noticias más censuradas de 2012: Proyecto Censura






 



6. 147 corporaciones controlan la economía del mundo

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7. 2012: Año internacional de las cooperativas


7. 2012: Año internacional de las cooperativasNaciones Unidas declaró a 2012 como año internacional de las cooperativas, que mantendrían activas en el mundo a casi mil millones personas como miembros o dueños cooperativos. Según la ONU, la cooperativa será el modelo de empresa de más rápido crecimiento del planeta en 2025 y asegura que las cooperativas de trabajadores-propietarios prevén una distribución [...]

8. Crímenes de guerra de OTAN en Libia


8. Crímenes de guerra de OTAN en LibiaLa Organización Tratado Atlántico Norte (OTAN) justificó su intervención en Libia invocando “principios humanitarios”, pero ahora se conocen sus acciones catastróficas para los seres humanos, como la destrucción por bombardeo en julio 2011 de la principal instalación de abastecimiento de agua potable en ese país, que abastecía, aproximadamente, al 70 por ciento de la población [...]

9. HOY: Esclavitud en prisiones de EEUU


9. HOY: Esclavitud en prisiones de EEUUEEUU  tiene al menos el 5 por ciento de la población de mundo, pero sus prisiones mantienen a más del 25 por ciento de toda la gente encarcelada del planeta. Muchos de estos presos trabajan por 23 centavos de dólar por hora, o tarifas similares, en cárceles privadas contratadas por la oficina de prisiones UNICOR, [...]

jueves, 1 de agosto de 2013

Crisis, corrupción y capitalismo



1. La metáfora médica

Si el planeta se ha convertido en un vasto campo de experimentación de las corporaciones y de los poderes financieros trasnacionales, España por su parte se ha constituido en un laboratorio de las políticas neoconservadoras más agresivas, bautizadas de forma eufemística como “políticas de saneamiento”. El gobierno español, sin embargo, no tiene exclusividad ni siquiera en la aplicación de este recetario que pretende salvar a los pacientes matándolos. Grecia, Italia, Portugal, Irlanda y Chipre forman parte de este listado de damnificados que probablemente seguirá aumentando en nombre de la restitución de una presunta “salud perdida”.

La metáfora médica, sin embargo, nada dice sobre los «criterios de salud» que presupone esta política de ajuste infinito: dar por bueno el “diagnóstico” oficial y plantear una “terapia de choque” a las poblaciones como forma de resolver una crisis sistémica que no han creado en absoluto. En otras palabras: semejante metáfora acepta sin más que el neoconservadurismo podría restablecer la “salud” del capitalismo, como si ambos términos no fueran parte de la “enfermedad”. Los médicos, en este caso, se parecen a comerciales de una farmacéutica multinacional que, en vez de limitarse a vender sus productos, no dudan en experimentar con los “pacientes” (evaluando el grado de resistencia colectiva al tratamiento y sus posibles “efectos secundarios”), así como en apelar a “medios persuasivos” (desde los reclamos mediáticos hasta la policía misma) cuando éstos no aceptan de buena gana que les extirpen sus órganos junto al cáncer que les han diagnosticado.

El discurso médico, extrapolado al campo político, oculta lo decisivo: una economía globalizada que para perpetuar un régimen de privilegios no duda en sacrificar a millones de seres humanos, sea mediante diversos procesos de marginación sistémica, sea mediante mecanismos de eliminación más o menos directa. La troika misma (BCE, CE y FMI) puede ser interpretada como la consolidación de los métodos de estrangulamiento ya conocidos y padecidos en América Latina a partir de la década de los 70, instrumentados entonces por las dictaduras militares. De hecho, sus prescripciones no cesan de propagarse bajo amenaza de muerte: la reforma laboral y previsional, el recorte de las prestaciones públicas, el proceso de privatizaciones, la reducción salarial, el salvataje estatal del sistema financiero, la reducción del déficit, el incremento de los impuestos indirectos o el pago de los intereses de la deuda, entre otros, serían instrumentos de obligatoria obediencia si España pretende “sanear su economía”. No hacerlo sería, según esa misma lógica, el colapso o la bancarrota.

Por supuesto que podríamos preguntarnos si no es precisamente esa serie de prescripciones lo que está produciendo la actual crisis sistémica, esto es, la reestructuración radical del capitalismo y su escandalosa transferencia de riqueza a los grandes grupos económicos y financieros trasnacionales. Hay buenas razones para suponer que ese es el caso, a condición de admitir simultáneamente que se trata de «prescripciones» en tanto y en cuanto los estados nacionales las reconocen como tales.

Interpretar este proceso como «pérdida de soberanía», aunque retiene lo que hay de coactivo en estos organismos internacionales, no deja de tener un momento engañoso: pierde de vista la complicidad objetiva de los estados con respecto a esas prescripciones orientadas a la «desregulación de los mercados», esto es, a la supresión de las restricciones al capital privado y la promoción de medidas que favorezcan las condiciones de su rentabilidad. En el nuevo (des)orden mundial, sin embargo, no todo es impuesto. El neoconservadurismo como agencia política no se limita a acatar unos mandatos económicos centralizados; a nivel nacional, despliega algunas iniciativas relativamente autónomas con respecto a esos mandatos: la financiación millonaria al clero católico y el apoyo activo a sus grupos más ortodoxos y reaccionarios, la defensa entusiasta de una monarquía desacreditada, el elitismo educativo y la creciente exclusión de las clases populares y medias del sistema universitario, el arrase medioambiental y el modelo de urbanización salvaje, el asalto ideológico a los medios públicos de comunicación, la desfinanciación de la investigación científica y la producción artística, las políticas de criminalización de movimientos sociales, la consolidación del control ejecutivo sobre el sistema judicial, la amnistía fiscal de los grandes evasores, la arremetida contra los derechos de las mujeres y de los inmigrantes, la política de desahucios (cuestionada incluso por la Comisión Europea) y, en general, la regresión en términos de derechos sociales, económicos, políticos y culturales.

Lo anterior invita a preguntarse si la «infra-regulación económica» (esto es, el déficit normativo que agrava las desigualdades socioeconómicas presentadas como “economía de libre mercado”) no tiene como contraparte necesaria una «sobre-regulación político-cultural» inédita, esto es, una multiplicación de codificaciones restrictivas en lo que atañe a la configuración de nuestras formas de vida, de las instituciones públicas y privadas y de los modos en que construimos la convivencia humana. Porque, una vez más, no se trata sólo del despliegue del aparato represivo del estado o de una escalada autoritaria sin precedentes inmediatos; es la sedimentación de una cultura hegemónica que, simultáneamente, legitima la obtención fraudulenta de riqueza y la exhibición distintiva de poder, reafirma un cierto tradicionalismo jerárquico (como fuente de autoridad que pretende restablecer de forma reverencial) y consagra las desigualdades en nombre de una concepción individualista y meritocrática de la sociedad (1).

2. Crisis y corrupción

Afirmar que la causa de la crisis es la corrupción política (2) es una coartada ideológica que deja intacto el dogma de que, si no fuera por esas irregularidades ético-jurídicas, el capitalismo podría constituir una alternativa “saludable”, honesta y justa. Sin embargo, abogar por un “giro ético de la política” es radicalmente insuficiente: no sólo no basta la honestidad, sino que es preciso un giro político radical tan improbable como necesario.

Por lo demás, la coartada que estigmatiza lo público en general y capitaliza el descrédito de la política profesional es invocada de forma regular para justificar un proceso de privatizaciones que, presuntamente, subsanaría la corrupción estatal. Incluso si dicha corrupción fuera planteada como justificativo de una política reformista (destinada a hacer “transparentes” las reglas de juego y reestablecer la “buena marcha de la economía”) el dogma se mantiene: la tesis de un capitalismo de libre competencia en el que todos los jugadores aceptarían las mismas reglas de juego, como si las tendencias monopólicas del capital privado no comprometieran ya la eliminación estratégica de los sujetos competidores por cualquier medio.

Las actuaciones de las grandes corporaciones trasnacionales al margen de las legislaciones nacionales vigentes, con la complicidad de las autoridades públicas, es cada vez más manifiesto. La corrupción forma parte de sus tácticas de posicionamiento de mercado y ampliación de sus cuotas de participación. A menos que demos a esa categoría un contenido especialmente restringido, la cleptocraciaestá institucionalizada y rebasa de forma evidente la esfera estatal: no constituye una “perversión” con respecto a una pauta de rectitud diferente, sino que es el modo regular de funcionamiento de la economía-mundo y las democracias parlamentarias actuales.

Para contrastar una afirmación semejante resulta plausible apelar a los informes de Transparencia Internacional, obtenidos mediante la mayor encuesta de opinión pública sobre corrupción a nivel mundial. Los resultados son lapidarios: el pago de sobornos es “una práctica generalizada” de las empresas hacia las autoridades públicas o hacia otras empresas para la obtención de favores (3), especialmente en el sector de obras públicas y construcción, del sector petrolero o del gas. Los avances efectuados con respecto a 2008 son en su abrumadora mayoría inferiores al 2 % (4). Si bien los niveles de corrupción sistémica varían significativamente según los países, su omnipresencia variable y modulada en diferentes sectores e instituciones a nivel mundial está fuera de discusión. En España, si la percepción de corrupción en los partidos políticos es 4,4 (siendo 1 “Nada corrupto” y 5 “Muy corrupto”), en el sector privado es de 3,3 (5).

En términos cualitativos: la corrupción percibida afecta de forma abrumadora tanto al sector público como privado, aunque en menor proporción. Las prácticas de corrupción (y la opacidad que le es inherente) no sólo no son excepcionales, sino que constituyen una regularidad estructural para la obtención de favores y prerrogativas que vulneran un principio de igualdad. La corrupción percibida, sin embargo, no agota una práctica multifacética, a menudo indemostrable, que incluye puertas giratorias, evasión fiscal, donaciones ilegales, trato de favor, leyes especiales, comisiones especiales, nepotismo, lobbies, quiebras fraudulentas, extorsión, préstamos blandos, adjudicaciones de obras y licitaciones públicas, etc. En esa práctica transversal participan directivos y gerentes, operadores bursátiles, sindicalistas, juristas y abogados, economistas, periodistas, clérigos, policías y un sinnúmero de profesionales. La ingeniería de la corrupción organizada es, a menudo, estadísticamente invisible: representa la argamasa de un sistema económico, político y cultural que acepta como regla de juego infringir las reglas cuando se trata de obtención de beneficios privados.

3. Corrupción y capitalismo

Suponer que las autoridades europeas tienen como objetivo impedir la corrupción gubernamental es como mínimo una ingenuidad; a lo sumo, su propósito consiste más bien en regular las prácticas corruptas para que no sobrepasen ciertos límites que podrían dificultar la obtención de los resultados previstos.

La corrupción del partido gobernante en España, en este sentido, no perturba el proyecto político hegemónico -del que la troika no es sino uno de sus portavoces privilegiados-: es una de sus condiciones de realización. Sin esa corrupción, difícilmente podría explicarse cómo distintos gobiernos nacionales implementan unas políticas públicas manifiestamenteantipopulares, que tienen como claros beneficiarios a las mismas oligarquías económico-financieras que las impulsan. Resulta inverosímil alegar que dichos gobiernos no saben lo que están haciendo: el enriquecimiento ilegal de sus miembros lo desmiente rotundamente.

Admitamos la hipótesis de que cierta derecha honesta no constituye un oxímoron o una contradicción entre los términos. En tal caso, tendríamos dos alternativas teóricas que en principio podrían dar cuenta de estas políticas antipopulares: (i) o bien la distinción misma entre oligarquías económico-financieras y poderes gubernamentales es inválida, siendo los segundos meros portavoces de los primeros, movidos por intereses económicos similares, (ii) o bien la distinción se mantiene y la identificación entre estos grupos es de carácter estrictamente ideológico, más allá de su pertenencia de clase, poniéndose en disputa el sentido mismo de «lo popular»: lo que para nosotrossignifica una clara afrenta al bienestar colectivo sería para ellos un modo de defenderlo.

Aunque a priori las dos alternativas teóricas son posibles, en términos históricos este tipo de políticas ha estado asociado a prácticas de corrupción persistentes, esto es, a la obtención ilegítima de beneficios y favores privados por parte de los miembros del gobierno en cuestión. En síntesis, si bien estas prácticas no son patrimonio exclusivo de una ideología política determinada (y ni siquiera de un sistema en particular), la subordinación de las elites gobernantes a los poderes económico-financieros ha estado ligada -y sigue ligada- a un amplio sistema de prebendas y dádivas. De forma más general, un capitalismo sin corrupción es un contrasentido. Al respecto, cabe preguntarse si este tipo de prácticas no es constitutivo de toda estructura económica, política y cultural que se sostenga de hecho sobre la desigualdad. Aunqueno pretendo resolver semejante cuestión, algunos argumentos aquí esbozados sugieren esa dirección.

Lo antedicho, en cambio, sí permite dar cuenta de la falta de pronunciamientos públicos por parte de la troika con respecto a la corrupción, especialmente en los países del sur europeo. Como he procurado argumentar, al actual «bloque histórico» (6) le basta que los PIIGS no se desvíen de los recetarios prescritos más allá de ciertos márgenes previstos. A esos países no se les pide más transparencia democrática sino obediencia a la metafísica del mercado. Para el poder hegemónico, la opacidad es su modo de existencia: la corrupción sólo podría convertirse en un boomerang si pusiera en jaque la resignación de una parte significativa de los que padecen el ajuste.

No cabe descartar, pues, algún movimiento forzoso ante la “hipótesis” de una presión colectiva creciente: la crisis de legitimidad podría llevar más allá de esos márgenes previstos y, con ello, obligar a los mandatarios a tener que alterar de forma drástica sus proyecciones de recortes públicos y capitalización privada. En la rueda del sacrificio, siempre puede sustituirse a algún presidente más o menos inepto e inmoral a cambio de que las políticas del saqueo se mantengan. Que algo similar ocurra depende de la presión colectiva que pueda ejercerse mediante la movilización social. Aunque no tenemos demasiadas razones para ser optimistas, la evidencia de una corrupción omnipresente en las estructuras de poder constituye una nueva oportunidad para revitalizar la promesa de otro mundo.

Arturo Borra


1) Identificar esa cultura hegemónica con sus indiscutibles elementos «nacional-catolicistas» siempre corre el riesgo de impedir analizar el entrecruzamiento entre esos elementos y otros componentes heterogéneos, mucho más extendidos a nivel mundial, como por ejemplo, la xenofobia y el racismo, la primacía de una ética cínica, la apología del pragmatismo, o el descrédito con respecto a otras alternativas históricas. En cualquier caso, se trata de elementos diferenciados que aparecen articulados al «nacional-catolicismo» manifiesto en diferentes decisiones del actual gobierno español, desde la nueva ley de fertilización asistida (que excluye a madres solteras y lesbianas) hasta las nuevas regulaciones previstas para la interrupción del embarazo.

2) Aunque no cabe subestimar el perjuicio económico que la corrupción política produce, atribuirle fuerza causal en el actual descalabro económico es inverosímil: este tipo de prácticas es una constante sistémica, aunque desde luego, no sea exclusiva al capitalismo contemporáneo. Estratagemas así desconocen sin más la responsabilidad central del sistema financiero mundial (y, a nivel nacional, del mercado de la construcción y el sector inmobiliario) en la producción de la coyuntura actual.

3) En el I.F.S. (índice de fuentes de sobornos) de 2011, las conclusiones del informe son inequívocas: “En la encuesta, diversos líderes de empresas internacionales indicaron que existe una práctica generalizada de pago de sobornos a funcionarios públicos por parte de empresas con el fin de, por ejemplo, conseguir la adjudicación de licitaciones públicas, evitar el cumplimiento de reglamentaciones, agilizar procesos gubernamentales o influir en la determinación de políticas”, en   http://www.transparencia.org.es/INDICES_FUENTES_DE_SOBORNO/INDICE%20DE%20FUENTES%20DE%20SOBORNO%202011/ASPECTOS_MÁS_DESTACADOS_%20IFS_2011.pdf

4)http://www.transparencia.org.es/INDICES_FUENTES_DE_SOBORNO/INDICE%20DE%20FUENTES%20DE%20SOBORNO%202011/Tabla%20comparación%20IFS%202011%20y%202008.pdf

5)http://www.transparencia.org.es/BAROMETRO_GLOBAL/Barómetro_Global_2013/Tabla%20sintética%20Barómetro%202013.pdf

6) Si bien Gramsci utilizó la noción de «bloque histórico» para referirse primordialmente a las alianzas de clase, en un sentido amplio «bloque» alude aquí a un tejido de alianzas inestables entre sujetos sociales relativamente heterogéneos que participan en la construcción de hegemonía. Dichas alianzas son condición de existencia de cualquier articulación hegemónica. Hay articulación precisamente porque el bloque histórico mismo es inestable y está atravesado por conflictos.


jueves, 18 de julio de 2013

Resistencias ante el presente: cuatro notas sobre el sujeto

 
1. En la extensa entrevista audiovisual El abecedario de Gilles Deleuze (1988), producida y realizada por Pierre André Boutang, se le formula al autor la siguiente pregunta, refiriéndose a algunas figuras intelectuales (artistas, filósofos y científicos): “¿A qué resisten exactamente?”. Deleuze en su respuesta se encarga de matizar que no se trata invariablementede «resistencia». La posición ambigua de las ciencias en el actual contexto no parece ocultable, aunque sean muchos y muchas aquellos que resisten “(…) al arrastre y a los deseos de la opinión corriente, a todo ese dominio de interrogación imbécil”. Por su parte, también el arte [aunque mejor sería decir cierto arte] consiste “(…) en liberar la vida que el hombre ha encarcelado”.

 
La ecuación sería la siguiente: crear –en el sentido radical del término- es resistir. Citando a Primo Levi (superviviente de los campos de exterminio nazi), Deleuze señala que uno de los motivos del arte y el pensamiento es una “cierta vergüenza a ser un hombre”. No se refiere al tópico de que “todos somos asesinos”. La idea de una «culpabilidad colectiva» disuelve responsabilidades desiguales. Incluso si admitiéramos algún grado de complicidad con lo existente, ello no niega niveles asimétricos de responsabilidad en la construcción social del presente. Semejante generalización sería una confusión burda entre víctimas y verdugos. La vergüenza de ser humano, con todo, persiste incluso entre las víctimas del nazismo: vergüenza por que algo semejante al exterminio haya sido posible para otros humanos; vergüenza de por haber transigido ante lo que esos otros hacían: “No me he convertido en verdugo, pero he transigido bastante para haber sobrevivido”. Y, en tercer lugar, vergüenza por haber sobrevivido “yo” y no cualquier otro.
 

Reformulemos, pues, la afirmación de Deleuze en nuestro contexto discursivo: la creación intelectual puede devenir una forma específica de resistencia, esto es, un modo de afrontar la vergüenza que sentimos. Por lo demás, no tenemos por qué confinar la «creación» al campo artístico o al campo intelectual, aun si reclamáramos a sus participantes responsabilidades específicas en la actual configuración social. Podemos resistir creando otras posibilidades en cualquier campo de la actividad humana, al menos, en cuanto nos salimos de “ese dominio de interrogación imbécil” en el que habitualmente nos movemos. Así planteadas las cosas, no sólo no deberíamos dar por descontada esa resistencia -intelectual, ética o política- sino que sería preciso dar cuenta, simultáneamente, de otras respuestas sociales marcadas por la resignación, el conformismo y la indiferencia ante las atrocidades que se repiten en el presente.
 

2. La objeción es previsible: puede que esas víctimas se hayan sentido avergonzadas ante lo que (les) ocurrió. Pero, al fin de cuentas, los campos de exterminio son cosa del pasado, algo ignominioso que ha quedado atrás y que no nos atañe directamente. No bien mencionemos los CIE, los campos de refugiados, Guantánamo, las cárceles secretas de la CIA, nos replicarán que no es lo mismo. Si procuramos nombrar las vejaciones del presente –torturas, asesinatos selectivos o en masa, atentados, persecuciones ideológicas, guerras imperiales, espionaje masivo, etc.- insistirán en que, a pesar de todo, hoy se las condena de forma rotunda a diferencia de otros tiempos.

 
Es cierto que podríamos replicar que esa condena moral universal no existe o que es completamente insuficiente. El problema, sin embargo, es mucho más grave: además de persistir la «lógica del campo» (1), tras las variaciones fenomenológicas, la fuerza de lo atroz mantiene su vigor. Lanzados a este círculo de supervivencia, incluso lo mortífero –esto es, males sociales endémicos como la desnutrición infantil y las hambrunas, la destrucción medioambiental, el desempleo y la explotación, la marginación social y la pobreza, el incremento de las asimetrías de poder, etc.- termina siendo minimizado no sólo por los poderes estatales, mediáticos y económicos, sino también por buena parte de la propia ciudadanía, atrapada por el pánico a perder lo que (no) tiene. La globalización de la catástrofe convierte los pequeños desastres diarios en riesgos presuntamente inevitables de la vida. Puestosen la lógica binaria de la vida o la muerte, sobrevivir podría resultar para muchos un mal menor. Naturalizada la exclusión social, el problema suele quedar reducido a quiénes son los que quedan fuera, sin reparar siquiera en que se puede estar “dentro” de modos diferentes, incluyendo esos modos que excluyen la posibilidad de otra vida.

 
Situados en una perspectiva histórica, esta naturalización muestra una diferencia sustantiva: hasta tiempos relativamente recientes, las sociedades europeas mantenían intacta la ilusión de que todo ese horror innombrable estaba demasiado lejos para afectarlas. Lo atroz es lo que ocurría con el Otro, por no decir que, según esa percepción dominante, lo atroz era el Otro a secas. Pero también esa ilusión ha estallado: la otredad es parte de la mismidad. Los males se multiplican de manera irrefrenable en las propias periferias europeas. En la proliferación de la miseria, la estafa planificada, la transferencia de recursos públicos a las elites empresariales y bancarias, el latrocinio monumental propiciado por la alianza entre sistema político y sistema económico-financiero, la primacía de una cultura cínica que claudica en sus compromisos inclusivos a la vez que exacerba su individualismo hedonista.

 
Lo atroz quizás ya no puede nombrarse de forma exhaustiva. Escapa al concepto. No por exceso de profundidad sino por multiplicación de facetas, por su existencia banal y extendida. La enumeración falla. Siempre hay más. Lo relevante es la matriz que produce esas atrocidades en las que vivimos. Las que a fuerza de repetición dejan de escandalizar, las que se instalan como parte estable de un capitalismo en ruinas, que se reproduce haciendo estragos, abatiendo ingentes masas sociales de las que cada cual, de forma más ilusoria que real, se autoexcluye, como si estuviéramos a salvo en el reparto de las desigualdades.

 
 
3. Resistir es crear otras posibilidades vitales: convertir la vergüenza en un sentimiento revolucionario que nos permita dejar de transigir, esto es, no ceder a la política de resignación que hegemoniza nuestro presente. Por eso la indignación no puede bastar si no deviene rebelión. Mucho menos la queja privada que, además de pasivizar al sujeto, permite de manera indefinida su coexistencia con el malque lo aqueja. Desafiar esa resignación es movilizar nuestra energía política. Articular frentes de lucha en común en torno a proyectos colectivos que pongan en crisis la formación capitalista misma (y no sólo su variante neoconservadora).

 
La vergüenza es parte de nuestra experiencia social. No hemos hecho más que otros para evitar la maquinaria del sacrificio. No somos verdugos, pero permitimos que ellos sigan haciéndolo. Llámese saqueo visible, crimen organizado, expolio, corrupción sistémica, impunidad. Claro que no bien queremos identificar ese “ellos”, los rostros también se hacen múltiples. No están del otro lado. Ni lejos. No es una cuestión irrelevante si preguntamos a cada cual qué está haciendo (qué estamos haciendo) para no permitir lo atroz. Para no conformarnos con estar dentro, aunque se trate de un mal-estar, de una presencia al límite de lo presente. En particular, ante el déficit de reflexión en torno a lo que Bourdieu llama especialistas en el manejode los capitales simbólicos, resulta de vital importancia preguntarse qué están haciendo esos sujetos para no comportarse como verdugos. Puesto que los «intelectuales» no constituyen una categoría independiente y autónoma de individuos, sino que pertenecen a grupos sociales determinados, no sólo no es lícito presuponer su participación en prácticas sociales transformadoras, sino que también exige indagar cómo participan en la producción de hegemonía.


Para decirlo de un modo inclusivo: ante la ofensiva radical del capitalismo financiero, ¿qué estamos haciendo los sujetos académicos, científicos, artísticos y filosóficos? ¿Cómo resistimos, si lo hacemos, quienes participamos en el trabajo intelectual, incluyendo a los periodistas como supuestos “profesionales de la (des)información”? Las preguntas no se detienen ahí: ¿qué ocurre con los millones de trabajadores y trabajadoras, con los parados y paradas, con los movimientos estudiantiles, con los movimientos de gays, lesbianas, bisexuales y transexuales, con los diferentes sindicatos, los colectivos inmigrantes y refugiados, en suma, con los cientos de miles de humanos afectados por una política de lo atroz?

 
4. Sería un error suponer que la baja participación en las protestas públicas responde sola o principalmente a la desafección ciudadana, la despolitización y el escepticismo ante manifestaciones colectivas desoídas de forma sistemática por gobiernos autistas o el apoyo vergonzante a las actuales direcciones gubernamentales. No hay por qué descartar algo más desconcertante: la perplejidad extendida ante una «política de shock» globalitaria que no cesa de expandirse.

 
No es preciso disociar esas dimensiones. Probablemente, el irregular nivel de movilización sea síntoma de unos consensos mayoritarios erosionados pero persistentes y, simultáneamente, de una perplejidad política de los que, de formas diferenciadas, somos damnificados. ¿No es precisamente ese estado de ánimo colectivo lo que bloquea la articulación crítica de una práctica política radical, con fuerza suficiente para poner en crisis la hegemonía actual? ¿No habría incluso que ir más allá de lo que es inmediatamente reconocido como «político», para desplazarse al análisis crítico de nuestras formas colectivas de vida?

 
Tal vez sea preciso insistir en el punto: nadie escapa de ese estado como no sea mediante un trabajo (auto)crítico que nunca está asegurado. Dicho de otra manera, no hay posibilidad de rebelión sin el cuestionamiento radical del mundo, de nuestras formas de existencia y de nosotros mismos. Todavía seguiría siendo una mera coartada si a ese espectro de la crítica no le exigiéramos la encarnación en una práctica social transformadora. Ante la vergüenza de nuestracomplicidad que la crítica hace manifiesta, nos queda la posibilidad del acto: la creación de una praxis colectiva que interrumpa su permisividad, incluso aquella que se justifica teóricamente.

 
No se trata, en este sentido, de un llamado simple a la acción. No todo activismo es de por sí mejor. De forma complementaria, la tesis marxiana de la autodestrucción del capitalismo a partir de las contradicciones de su ley de desarrollo histórico es, de mínima, dudosa. No hay nada que indique que la formación capitalista no pueda reproducirse en medio de los escombros, incluso si ello supusiera una mutación histórica radical a partir de la institucionalización de una gobernanza supranacional sustraída a los poderes democráticos. En última instancia, la condición de existencia de nuestra formación social es la producción de un mundo arruinado en el que sobreabundancia y carencia coexisten.

En ese contexto, reflexionar sobre nuestras posibilidades de acción y su articulación con otras prácticas a nivel global se convierte en una necesidad política de primer orden. Es parte de nuestra responsabilidad ante una exigencia de justicia. No basta cuestionar las actuales estructuras políticas, económicas y culturales si no cuestionamos, simultáneamente, a los «sujetos» individuales y colectivos que las sostienen. Cuestionar ciertas teorías del sujeto, entonces, no habilita a clausurar la reflexión en torno a éste. El sujeto no es un mero soporte pasivo de estructuras cerradas, sino «agente» que participa en la reproducción/ transformación del presente. Demasiado a menudo olvidamos -a pesar de algunos filósofos- que no sólo la historia nos hace sino que también nosotros hacemos la historia efectiva. La concepción (objetivista) de una «historia sin sujeto» se limita a invertir el idealismo (subjetivista) de un «sujeto sin historia», pero no permite subvertir a los «sujetos históricos» que, en condiciones materiales específicas, plantean una relación determinada con lo que heredan. Incluso si fuéramos “moscas atrapadas en una telaraña”, nuestro deseo de salir no perdería fuerza.

La vergüenza sigue ahí. “Estamos auto-divididos, auto-alienados, somos esquizoides. Nosotros los-que-gritamos somos también nosotros-los-que-consentimos” (2). La vergüenza de consentir es también la que nos incita a gritar. Precisamente porque las grietas de la realidad social son cada vez más numerosas, es a nosotros a quienes atañe convertir esos gritos colectivos en nuevas intervenciones históricas que nos lleven más allá de la desolación del presente.

 

 Arturo Borra

 
(1) Para un análisis obre la «lógica del campo» puede consultarse Giorgio Agamben, Medios sin fin, Pretextos, Valencia, 2010.
 

(2) Holloway, John, Cambiar el mundo sin tomar el poder, El Viejo Topo, España, 2002, p. 201.