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domingo, 13 de abril de 2014

«Corazón de fábrica» -un documental de Ernesto Ardito y Virna Molina

La experiencia de la fábrica recuperada de Zenón es ejemplar. Forma parte de la historia de las luchas populares, de sus riesgos y dificultades, pero también de sus conquistas y logros.
 
Y, ante todo, nos enseña una experiencia de dignidad y resistencia, contra aquellos que han convertido el mundo en un desierto.
 
Este es uno de esos documentales imprescindibles para todos aquellos que quieren construir otro mundo posible.




lunes, 7 de abril de 2014

«Los negros» -Arturo Borra





Los negros

Negro villero, esclavo negro, negrito resentido, negro de mierda, sudaca, lacra negra, oscuro légamo, negro puto, negro que des...tiñe lo que toca, la pulcritud de una ciudad blanca, negro vegetal, negro de noche, carbón y selva, animal y sabana donde los antílopes son cazados como negros con redes para negros, como un pez negro que salta en la canoa antes que anochezca para que no caiga la noche más negra sobre la marea blanca.

Negro como agujero negro, mancha, pozo, negritud negrísima que te
opaca la risa clara.

De Figuras de la asfixia, Arturo Borra (Germanía, Alzira, 2012).

viernes, 14 de marzo de 2014

El fin de la apatía: las «marchas de la dignidad» o el futuro de la protesta





  
Caracterizar nuestra época a partir de la apatía colectiva reafirma la dificultad del análisis para dar cuenta de los límites de las prácticas sociales hegemónicas: omite sin más los movimientos subterráneos que –para seguir con la metáfora- podríamos describir como «sísmicos». Al menos en las condiciones actuales del sur europeo (aunque no solamente), hablar de mero conformismo, indiferencia moral o una suerte de somnolencia letárgica atribuida, en general, a las masas (de la que el analista estaría felizmente emancipado) no permite comprender la complejidad del presente ni, mucho menos, los conflictos sociales que no cesan de proliferar. Afirmar que nuestra actualidad es irreductible a esa caracterización, sin embargo, no habilita a suponer, en un arrebato optimista, que ese movimiento sea suficiente para derrumbar las bases históricas de una sociedad injusta o, de forma más acotada, para dinamitar la continuidad de unas políticas de estado radicalmente regresivas.

Nuestro análisis, por tanto, debe moverse en un terreno resbaladizo: entrela escalada autoritaria actual (ligada tanto a la reestructuración del estado español como a las mutaciones globales del capitalismo) y unas resistencias sociales fragmentarias pero no menos reales. Revueltas como la de Gamonal o la movilización permanente de la Marea Blanca en Madrid, en este punto, podrían estar marcando una nueva fase en las luchas sociales a nivel nacional. Aunque se trate de victorias pírricas, contribuyen a poner en crisis un cierto derrotismo moral extendido. La condicionalidad de esos ejemplos, a la vez, es innegable: nada garantiza que esa nueva fase tenga continuidad. Las «marchas de la dignidad» previstas para el 22 de marzo en Madrid, en la que confluirán diferentes movimientos sociales y sindicales contra los recortes y en defensa de los derechos colectivos, adquiere una peculiar relevancia: permitirá determinar si, en efecto, esas conquistas colectivas funcionan como «punto de lanzadera» de luchas populares más amplias (de carácter intersectorial y transversal) o si, por el contrario, quedan desactivadas como casos aislados.

Al menos en la práctica de esos movimientos sociales, la «ideología de la desmovilización» (resumida en tópicos referidos a la “inutilidad” de las protestas) ha sido acorralada. Como experiencias de resistencia, desmontan la falacia de la “fatalidad” o “inevitabilidad histórica” de las políticas actuales. No es que no haya alternativas al neoconservadurismo; sencillamente, no serán los poderes dominantes quienes las gestionen. Dicho en otros términos, sólo la presión social creciente puede obstruir una ofensiva manifiestamente antipopular, con escasos precedentes en España.

Aunque el autismo gubernamental sigue intacto, las luchas populares más recientes han mostrado una relativa eficacia política, producto de una erosión limitada pero efectiva de la legitimidad político-gubernamental. Constituyen prácticas ejemplares en cuanto han conseguido los objetivos primarios que se proponían: en el caso del movimiento vecinal de Gamonal, impedir la construcción de un boulevard que representaba la expropiación de los espacios públicos del barrio; en el caso de la Marea Blanca, la suspensión del proceso privatizador de la sanidad pública madrileña. Si bien se trata de logros precarios, constituyen un aprendizaje común al desafiar cierto inmovilismo despolitizado así como una dinámica discontinua de (auto)convocatorias “espontáneas”.

En conjunto, parecen estar revirtiendo cierto estado de desánimo colectivo. No menos importante en esta fase que se abre: muestra que, en determinadas coyunturas, la brutalidad de cargas policiales injustificadas, en vez de producir efectos disuasivos, puede desatar una espiral de enfrentamientos callejeros difíciles de predecir. Aunque a mi entender sería un error generalizar esa tácticade los movimientos sociales (independientemente a las consideraciones éticas que pudiéramos hacer al respecto), la frontera sacralizada (la “línea roja”) de la manifestación “pacífica” ha quedado perforada, por así decirlo, sin perder legitimidad social.

A pesar de la aversión moral manifiesta por todo el arco partidario a la “violencia” (de la que se sustrae, hipócritamente, la violencia policial e institucional), la interpretación dominante de los incidentes entre manifestantes y policía en Gamonal no ha sido la que venía siendo habitual: atribuir a unos “radicales infiltrados” toda la responsabilidad de la escena. Semejante interpretación, al menos en este caso, ha fracasado de forma rotunda, para dar lugar a otras líneas explicativas más complejas: la insatisfacción colectiva ante un plan de urbanización indeseado, el hartazgo ante la corrupción político-empresarial, las detenciones arbitrarias por parte de la policía o el carácter ilegítimo de las cargas policiales contra vecinos movilizados legítimamente por una causa común. Gamonal se plantea así como un síntoma de un malestar colectivo profundo que podría extenderse en otros territorios bajo la forma de la revuelta o el estallido social.

Por otra parte, en el caso de la Marea Blanca, las tácticas que se plantearon se han movido en dos dimensiones: articular las protestas continuas del personal sanitario con la anteposición de sucesivos recursos judiciales. La movilización permanente y las disputas en el terreno jurídico han mostrado su eficacia, frustrando un plan de privatización del sistema sanitario que se planteaba a sí mismo como irrevocable. En suma, por vías diferentes, arribamos a la misma conclusión: puesto que la eficacia política de las luchas populares no está garantizada por ningún medio en particular, forma parte de la lucha misma diversificar sus medios. La falta de garantías, lejos de ser un motivo para el desánimo, exige cada vez más apelar a medios de lucha diferentes y complementarios que resten previsibilidad a los propios movimientos. La posibilidad de la derrota, siempre vigente, puede contrarrestarse así a partir de la diversificación imaginativa de nuestras tácticas.

Recapitulemos, entonces, para desmontar algunos malentendidos. Por una parte, esos acontecimientos en particular y la proliferación de protestas públicas en todo el territorio español, podrían estar constatando el «fin de la apatía». Por otra parte, eso no significa que la cultura política hegemónica haya cambiado sustantivamente. La insatisfacción colectiva que se agudiza en el presente no equivale ni mucho menos a que se haya abolido la cultura consumista que sostiene la formación capitalista como tal sino, ante todo, que frente a las restricciones crecientes en el acceso al consumo (significado como desiderátum) la disconformidad social se incrementa. Tampoco significa que se haya traspasado una política de bienestar vallado, con su régimen de pequeños privilegios y unas condiciones de vida confinadas a los estados europeos de postguerra.

Precisamente porque las industrias culturales dominantes construyen deseos que reafirman la anatomía de la sociedad de mercado, la reducción forzada del consumo implica, como experiencia generalizada, la expansión de la insatisfacción. Nada de ello conduce por sí mismo a una transformación social profunda, sino que reafirma a lo sumo la intensificación de un deseo colectivo privado de su objeto. Por otra parte, si bien las restricciones en el acceso a los servicios públicos generan reivindicaciones ciudadanas que podrían considerarse de un signo político diferente al neoliberalismo, no suponen de forma necesariaun cuestionamiento de los privilegios asociados a un estado benefactor históricamente confinado a los países centrales (en detrimento de las periferias). Al fin de cuentas, las dudas persisten: ¿qué ocurriría con las protestas sociales si se reestableciera el nivel de consumo o de crecimiento previo al 2008, las cifras del desempleo se redujeran de forma drástica o se mantuvieran las prestaciones públicas instituidas?

Si la economía política del sacrificio produce estructuralmente una ingente masa humana como objeto sacrificable, ello implica, antes que una automática aceptación social, un cierto grado de conflictividad (que no es de por sí revolucionaria). Asumida esa conflictividad, el oficialismo se ha movido en dos frentes: procurar legitimar semejante economía política mediante un trabajo ideológico que significa la pauperización de la existencia como proceso inexorable y, simultáneamente, radicalizar una política represiva que implica cambios jurídicos de primer orden. De hecho, la misma expansión de la brechaentre deseos subjetivos y prácticas sociales, dentro del discurso hegemónico, es construida como “resultado natural” de un presunto “exceso” previo. Se trata, estrictamente, de un argumento de resignación. Bajo un discurso político semejante, ligado a una derecha recalcitrante que oculta sistemáticamente el poder decisivo que ejercen las elites económico-financieras y gubernamentales en la creación e imposición de las “reglas de juego”, la resignación es representada como destino y la servidumbre elevada a condición metafísica.

Sin embargo, es esa «política de la resignación» la que está en discusión, mostrando su inestabilidad como “evidencia de sentido común”. De forma manifiesta en España, diferentes grupos sociales están rompiendo esa jaula. Aunque el creciente inconformismo social queda reducido de forma habitual a la esfera privada, los ejemplos de Gamonal y la Marea Blanca pueden operar en el imaginario colectivo como un momento de inflexión, esto es, como el paso a una nueva fase en las luchas populares. No cabe descartar, entonces, que en esos acontecimientos políticos esté gestándose un futuro de la protesta mucho más fecundo desde un horizonte político transformador. De ahí la significación central de las «marchas de la dignidad» previstas: constituyen una iniciativa que procura articular un frentede lucha común que incluya y rebase las reivindicaciones sectoriales. Si la falta de articulación entre las luchas locales ha sido uno de los déficits principales de las protestas sociales en España hasta el momento, esta apuesta por la construcción de una cierta unidad política -en la multiplicidad de reivindicaciones- constituye un giro estratégico de primer orden. Para decirlo de otra forma: las «marchas de la dignidad» pueden ser la instancia articuladora necesaria para quienes no nos contentamos con un mundo social arrasado. Y, lo que no es menos importante, esas marchas permitirán determinar el grado de movilización popular tras los logros recientes. Es, ante todo, una pulseada decisiva e incierta: sin la consolidación de ese contrapoder popular el bloque hegemónico seguirá avanzando en lo que, en toda regla, puede calificarse como «política del saqueo».

La resultante de esa pulseada es impredecible. Las resistencias sociales son tan reales como el discurso hegemónico que significa lo actual como la consecuencia necesaria que habría que asumir tras un supuesto exceso (de consumo, de gasto, de deuda) por parte de la población, atribuido de forma cuasi-religiosa al “pecado originario” de “haber vivido por encima de sus posibilidades”. Según el énfasis que se haga, la perspectiva de análisis puede acentuar 1) la persistencia de un «sentido común» -como cristalización ideológica hegemónica- que representa la reconfiguración de la sociedad en curso como un “mal necesario” o 2) aquellas constelaciones de valores, sentidos y prácticas que dislocan esas construcciones hegemónicas y desafían los límites de lo posible. Las oscilaciones interpretativas (también, a menudo, contradicciones analíticas) con respecto al presente, que transitan del desencanto a la euforia o a la inversa, muestran que estamos en un umbral histórico donde no podemos dar nada por sentado: la incertidumbre política es nuestro punto de partida y la «crisis de hegemonía» una posibilidad que sobrevuela la actualidad, incluso si no vislumbramos un proyecto político alternativo consolidado que esté articulando las diversas insatisfacciones que proliferan a nivel colectivo.

Lo dicho, finalmente, supone que una interpretación crítica del presente necesita indagar no sólo en las claves culturales que legitiman una sociedad marcada por la desigualdad, la corrupción estructural y la restricción de las oportunidades sociales, sino también en aquellas prácticas político-culturales que ponen en crisis esa legitimidad, desafiando no sólo el conformismo sino también la resignación inoculadas. Si la actual desestructuración sistémica está produciendo un ensanchamiento de la apertura del presente, aprovechar esa apertura depende en buena medida de la construcción de un proyecto contrahegemónico por parte de los movimientos sociales con vocación transformadora.

No alcanza con que prolifere la insatisfacción, en tanto se siga deseando el mismo objeto y, sin embargo, nada impide a priori que esa insatisfacción no sea canalizada políticamente en la lucha por otras formas de sociedad. La apuesta es transformar el deseo colectivo, entonces, antes que perseguir la mera satisfacción de unos deseos consumistas e individualistas que no cuestionan en lo central el actual régimen hegemónico.

En suma, la crítica político-cultural del presente debe considerar la economía inestable del deseo y las identificaciones colectivas sobre las que se constituye. Demasiado a menudo pasamos por alto que también necesitamos incidir en esa dimensión de la subjetividad: todo proceso hegemónico se sustenta no sólo en la producción de unos sentidos determinados o en la configuración de determinadas relaciones de poder, sino también en una específica economía (política) del deseo. Estamos lejos de haber extraído las consecuencias teóricas centrales de esta premisa. Sobre todo, supone dejar a un lado un esquematismo inercial incapaz de leer el actual ensanchamiento de las oportunidades históricas. El futuro de la protestano es nada distinto a ese ensanchamiento. Sólo ahí puede residir nuestra esperanza agonística. Es responsabilidad colectiva convertir esa apertura en un nuevo inconformismo. Si la «in-dignación» es la negativa política ante el arrase, las «marchas de la dignidad» son el llamado común a construir la sociedad que no tenemos.



Arturo Borra






domingo, 5 de enero de 2014

La máquina de escribir de Víctor Silva Echeto

 
Hay máquinas de escribir que, puestas en marcha, adquieren un ritmo imparable. Las cintas que perforan multiplican planos de existencia, abren grietas en la repetición de los discursos. Como un pensamiento circular, esas máquinas críticas no cesan de interrogar diferentes aristas del presente sin detenerse en las fronteras disciplinarias que cercan el movimiento necesario de la escritura. La producción teórica de Víctor Silva Echeto forma parte de esas cintas maquínicas: agujerea las disciplinas del pensar, precisamente, para incidir en algunos de los debates más vigentes y candentes de la actualidad. Su reflexión teórica, en esta ocasión, se centra en la problemática de las identidades y su vínculo con la interculturalidad como horizonte político. Apenas hace falta decirlo: se trata de una problemática de suma relevancia no sólo en el campo especializado de las ciencias sociales sino en el terreno primario de nuestras sociedades contemporáneas.

Contra una visión esencializada de las identidades, Silva Echeto retoma la noción de la “comunicación intercultural” para pensar la zona intersticial donde las identidades en devenir -en su constitución conflictiva, precaria y cambiante- pueden dar lugar a procesos de negociación simbólica entre sus diferencias. En vez de ceder a resoluciones unilaterales y autoritarias, la interculturalidad aparece como una política articulatoria que, lejos de implicar un proceso de uniformización, pone en juego la producción de terceridades culturales. No se trata, en este sentido, de la anulación de una política del disenso, sino más bien de la producción de articulaciones interculturales que permitan ir más allá del “fundamentalismo” que habitualmente se le atribuye a los otros, así como del “racismo” y la “xenofobia” que menos habitualmente somos capaces de reconocer en nuestras sociedades, demasiado propensas a hacer pasar su etnocentrismo como pauta abstracta de universalidad.

Si la actual fase de la globalización capitalista no hace sino agravar las desigualdades históricas, repensar las identidades en disputa es una forma estratégica de preguntarse por la posibilidad misma de la convivencia humana, de la construcción de unos vínculos sociales que se desplacen del suprematismo ciego en el que parecemos entrampados o de un relativismo multiculturalista no menos pernicioso. El conflicto de las identidades. Comunicación e imágenes de la interculturalidad ahonda en esa dirección decisiva, en la que se juega nuestra actualidad. Al fin de cuentas, lo que en última instancia está en discusión no es otra cosa que el problema de nuestra responsabilidad ante el otro, esto es, el problema de la justicia, en tanto irresolución ético-política de primer orden.  Y, lo sabemos, la máquina de escribir de este intelectual crítico no elude la inminencia de una sociedad de la catástrofe. En vez de la asepsia del pensamiento disciplinado y disciplinario, su reflexión sigue aportando herramientas conceptuales y políticas para quienes no se conforman con sobrevivir en las jaulas del presente.

Arturo Borra

 

El libro completo aquí.
 
 
“El tema de la identidad se encuentra, hoy, en la agenda de investigadores sociales, de políticos, de artistas, periodistas y hasta de empresarios multinacionales. No es casual que, en plena crisis socio- económico-política, producto, entre otros fenómenos, de la globalización se retorne a la valoración de núcleos de pertenencias, pequeños o amplios. No obstante, muchas de esas narrativas, paradójicamente, en un mundo abierto, tienden a encerrarse en discursos e imágenes que, desde una visión binaria, se atrincheran en una posición sobre la identidad como rechazo al otro o a la diferencia cultural. 

Es, por todo lo indicado, que la comunicación intercultural, propone vías para actuar en diálogo y negociaciones entre las diferencias, aunque esto no implique anular el conflicto y los disensos. 

En las nuevas formas que adquiere la estética y sus tensas relaciones con lo político (los disensos), se subvierten las perspectivas cerradas y monolíticas sobre la identidad. El entre, los intersticios, los espacios liminales o tercero-espaciales, tensionan las relaciones binarias y las ponen en cuestionamiento. Las diferencias emergen desde esos terceros espacios, interrogando los discursos – muchas veces presente en los medios de comunicación- etnocéntricos que radicalizan el enfrentamiento entre unos (idénticos) y otros (diferentes). El desafío para la teoría social y cultural, aún es más, en esta etapa donde la visibilidad adquiere el esplendor de unas luces mediáticas que de tanto mirarlas pueden enceguecernos”.

Víctor Silva Echeto, El conflicto de las identidades. Comunicación e imágenes de la interculturalidad, Bellaterra : Institut de la Comunicació, Universitat Autònoma de Barcelona,  2013, pag. 87.
 
Para conocer su blog, aquí.
 
 
 
Victor Silva Echeto es Doctor en Literatura y Comunicación por la Universidad de Sevilla y Magíster en Comunicación por la Universidad Internacional de Andalucía. Licenciado en Ciencias de la Comunicación por la Universidad de la República Oriental del Uruguay (ROU) y en Periodismo por la Universidad de Sevilla, es investigador en la Facultad de Humanidades de la Universidad de Playa Ancha, y ha sido profesor invitado en la Pontificia Universidad Católica de San Pablo, en la Universidad de la ROU, en la Univ. de Sevilla y en las universidades chilenas de la Frontera de Temuco y Austral de Valdivia. Autor de Comunicación e Información Intercultural y coautor, junto con Rodrigo Browne Sartori, de Escrituras Híbridas y rizomáticas y Antropofagias. Las indisciplinas de la comunicación. Ha publicado numerosos artículos en revistas nacionales e internacionales de filosofía, comunicación y literatura y participa regularmente en diferentes eventos en el campo de la comunicación y los estudios culturales.

miércoles, 18 de diciembre de 2013

Una entrevista a Arcadi Oliveres de Eduardo Azumendi

Arcadi Oliveres, antes de entrar a una conferencia en Vitoria.
Arcadi Oliveres, antes de entrar a una conferencia en Vitoria.

Arcadi Oliveres (Barcelona, 1945) no puede reprimir la indignación cuando habla del actual sistema político y económico, de cómo se “dilapida” el dinero en ayudar a salvar bancos mientras se permite que miles de familias se hundan. Este profesor de Economía Aplicada de la Universidad Autónoma de Barcelona y presidente de la ONG Justicia y Pau ha participado en las jornadas sobre energía organizadas por la Plataforma Fracking Ez, en Vitoria. Además de hablar sobre la situación y las desigualdades energéticas Norte-Sur, Oliveres concedió una entrevista a El Diario Norte en la que aboga por “perder el miedo y rebelarse” contra el sistema político actual, al que considera enfermo y caldo de cultivo para la corrupción.  
 
Pregunta: Parece que eliminar las disfunciones de la crisis pasa por basar la economía en una menor rentabilidad y en un reparto más justo de la pobreza. ¿Estos preceptos son compatibles con el capitalismo?
Respuesta: No sé si son compatibles, pero sí sé que es absolutamente necesario para la humanidad. Si no es compatible, será el capitalismo el que tenga que desaparecer porque está en juego la supervivencia de la humanidad. Si el capitalismo no permite esta supervivencia, hagámosle desaparecer y dotémonos de un sistema que facilite la cobertura de necesidades básicas de la ciudadanía y el sostenimiento del planeta.
 
P. ¿Y cuál es la alternativa al sistema capitalista?
R. Nunca en la historia ha habido alternativas preparadas. Cuando desapareció el feudalismo y llegó el capitalismo no avisaron que a las doce terminaba uno y a las doce y un minuto comenzaba el otro. Se fueron cambiando las estructuras económicas, los señores feudales fueron perdiendo su poder, los burgueses de las ciudades lo fueron ganando. Nació el capitalismo comercial, después otro financiero e industrial. Y estamos en ese proceso hacia un capitalismo más humano que permita que la gente pueda cubrir sus necesidades.
 
P. Con más de seis millones de parados, ¿cómo es posible que no se produzca un estallido social?
R. Los medios de comunicación han metido el miedo a los ciudadanos y la gente todavía tiene el temor a perder las pequeñas cosas que le quedan. Si la historia de la humanidad hubiera funcionado así, nunca se hubiera progresado. Si los primeros objetores de conciencia al servicio militar no hubieran asumido la voluntad de ir tres años a la cárcel, el servicio militar seguiría vigente en la actualidad. Si las personas de color en Estados Unidos no se hubieran rebelado contra la discriminación racial, los negros todavía irían de pie en los autobuses. Nuestra obligación moral es perder el miedo y rebelarnos contra este sistema enfermo, caldo de cultivo para la corrupción y con políticos y bancos que tanto daño están haciendo.
 
P. ¿La desobediencia civil puede ser una forma de rebelión?
R. Sí, siempre que sea pacífica y no violenta. Hemos montado una plataforma con movimientos sociales y de izquierda para participar en las elecciones catalanas. Así, nos habremos quitado la mala conciencia de decir que hay que cambiar las cosas y no intentarlo.

P. ¿Está preparada la sociedad para ese movimiento?
R. Sí. Creo que ahora las circunstancias son muy favorables para que esto se emprenda. Se ha deteriorado tanto la situación que no hay otra alternativa. Le voy a contar un caso que ocurrió en Barcelona hace unos años. Cuando concluyó la guerra de Irak se formó un consorcio de 24 bancos a nivel mundial para captar fondos para su reconstrucción. ¿Curioso no? Que los que más han ayudado a destruir Irak ahora también se quieren lucrar con su reconstrucción. La Caixa formaba parte del consorcio y en Barcelona no gustó nada esa idea. Así que organizamos una campaña en tres fases. En la primera, repartimos pegatinas con el lema ‘La Caixa gana dinero con la sangre de los iraquíes’. En un segundo momento, un grupo de 80 voluntarios visitaron oficinas de la Caixa para entrevistarse con sus directores y preguntarles por Irak. Y la tercera fase consistió en que un grupo de 25 personas se acercaban en horas punta a las oficinas de la Caixa y se ponían a gritar que rompían sus cuentas con la entidad por su actitud en Irak. Al cabo de unas semanas, nos llamaron los responsables y nos pidieron que dejáramos la campaña. ¿A cambio de qué?, les preguntamos. Unos días más tarde abandonaron el consorcio. Siempre se puede conseguir que la sociedad secunde iniciativas organizadas de desobediencia civil, de respuesta al poder establecido.
 
P. Usted ya ha buscado una fórmula para Cataluña, una plataforma que reúne a ciudadanos indignados y movimientos de izquierda con el que pretende participar en las próximas elecciones al Parlamento catalán.
R. Yo he creído en eso, pero puedo equivocarme. Hay tanta gente que protesta que sería positivo que se uniese. A la crítica le falta dimensión política para tirar hacia adelante. La izquierda debería aprender y preparar más este tipo de actuaciones, porque con la derecha es imposible ya que solo mira la cartera. Yo no pertenezco a ningún partido, por eso en Cataluña he planteado una fórmula de coalición electoral: movimientos sociales, personas individuales y corrientes de izquierda. Todos se han subsumido en una candidatura de protesta con vistas a las elecciones en Cataluña. Ya se han adherido más de 30.000 personas y hemos empezado por reuniones en pequeños grupos locales. Dentro de dos años celebraremos unas primarias para formalizar una candidatura. Así, nos habremos quitado la mala conciencia de decir que hay que cambiar las cosas y no intentarlo.

Entrevista extraída de aquí.
 
 

sábado, 23 de noviembre de 2013

La institucionalización del estado policial: «ley de seguridad ciudadana» y represión social

 
 


 
Al gobierno español no le bastaron las medidas jurídicas y policiales que ya a principios de 2012 barajaba para contener la movilización popular que, previsiblemente, sus políticas de ajuste perpetuo vienen generando desde entonces. Todo indica que en los próximos años no habrá cambio de dirección: la oligarquía gobernante continuará con sus prácticas de saqueo privado y estrangulamiento público, apadrinando el enriquecimiento ilícito de las clases dominantes y el empobrecimiento generalizado de las clases subalternas. En ese contexto, no es difícil anticipar que el arco de la conflictividad social se tensará más todavía. De ahí el nuevo movimiento anticipado del gobierno, preocupado por regular los movimientos sociales contestatarios y ocupado en el oneroso trabajo de destrucción de los restos del estado de bienestar, la reestructuración oligopólica del mercado capitalista y la restauración de una cultura tradicionalista y jerárquica.
 
La escalada autoritaria que se sucede desde hace varios años reafirma que la política represiva es la contraparte necesaria del neoconservadurismo. La inminente aprobación de la nueva “Ley de Seguridad Ciudadana”, en este sentido, debe interpretarse como un capítulo más de esa política. El planteamiento de ese proyecto de ley es claro: proscribir aquellos instrumentos de lucha popular que, virtualmente, se muestran más eficaces. Realizar convocatorias por medios digitales, participar en escarches, insultar a la policía, manifestarse frente a instituciones del estado o filmar las actuaciones policiales, entre otros actos, podrían ser considerados faltas graves o muy graves penalizadas con multas siderales. A partir de ese momento, la discrecionalidad de los poderes estatales quedará reasegurada por ley: una suerte de mordaza ciudadana que amplía la impunidad policial, blinda a las autoridades políticas ante las protestas, abre la puerta a la generalización de detenciones arbitrarias y a las identificaciones masivas y, en definitiva, penaliza a aquellos que manifiestan su disconformidad con respecto a las políticas oficiales.
 
No se trata de ninguna exageración. La gravedad institucional de esta iniciativa legislativa está fuera de duda. Y -lo que no es menos grave- es de temer que los posibles conatos de protesta ciudadana no sean suficientes para detener la deriva antidemocrática que implica. El respaldo inconmovible de una parte del electorado que permitió a la derecha neoconservadora el acceso al gobierno constituye un contrapeso retórico frente a los movimientos disidentes, sumidos en una fragmentación alarmante que es preciso revertir. La política de la fuerza se ampara en la tautología de invocar la fuerza (electoral) para hacer política (reaccionaria). Da lugar a la institucionalización del «estado policial»  (instaurando la excepcionalidad como norma de actuación). Con ello, cortocircuita el discurso dominante que presupone la condición democrática de nuestras sociedades. Ante semejante regresión histórica, los llamados a la conciliación son tan vacíos como indeseables.
 
Si la derecha mediática presenta esta iniciativa legal como una suma de rectificaciones y actualizaciones de una regulación “deficitaria” del derecho de manifestación (que favorecería el “vandalismo” o el “incivismo”), es tarea de la izquierda mostrar cómo detrás de esta intervención lo que se pone en jaque es la libertad de organizar y participar en acciones de protesta sin convertirse en objeto de una vigilancia permanente y un castigo siempre latente, sustraídos ellos mismos de cualquier control público.
 
Lejos de tratarse de una “sana tarea de administración de los límites” para garantizar la “normalidad democrática”, esta nueva regulación autoriza el uso discrecional de las fuerzas policiales y la limitación autoritaria del derecho de reunión y manifestación. No sólo cabe sospechar esa presunta “normalidad”, demasiado próxima a la regularidad del abuso. Lo relevante en ese contexto es la representación de la protesta como una “amenaza a la paz social”. El correlato de esa representación es concebir el «orden público» como un cementerio en el que no hay posibilidad de discrepancia. Construir esa discrepancia como “atentado” es la violencia misma de un sistema político que rebasa las fronteras nacionales: sanciona la censura ideológica como procedimiento de una (pseudo)democracia tutelada por los poderes económico-financieros trasnacionales más concentrados.
 
Por eso sería un error, desde este ángulo, leer la política de criminalización en clave exclusivamente local. Más bien, constituye una respuesta glocala una previsión técnica de los expertos del ajuste: es seguro que ciertos grupos no se limitarán a consentir sin más la nueva contracción de oportunidades sociales que afecta al capitalismo en su fase actual. La intensificación de la represión, por tanto, no es en absoluto un fenómeno territorialmente circunscripto. Los proyectos de control -dignos de ciencia ficción- no cesan de multiplicarse, incluyendo desde luego el espionaje masivo, la persecución de activistas o el asedio a los que conciben el periodismo como una actividad informativa esencialmente crítica con respecto a los poderes establecidos. Ante la mirada incrédula de quienes reducen estas prácticas para-legales a cuestiones de seguridad, la globalización del estado policial es cada vez más real. Augura una nueva era de control: una suerte de ciudad gótica que, para prevenirse de la “turba revolucionaria”, es gobernada por mafias organizadas que han instalado el crimen y la corrupción como parte normal de su funcionamiento.
 
En suma, el endurecimiento de las leyes jurídicas en España es síntoma de una transformación política mucho más vasta. La restricción globalizada de las libertades ciudadanas, sea bajo el pretexto de la lucha contra el Terror o de la defensa del Orden, continúa su curso totalitario. El umbral que estamos atravesando no parece uno más entre tantos. La pesadilla de una sociedad administrada -proyectada en una pantalla de plasma en la que hablan personajes inapelables-, tanto más consistencia adquiere cuanto más teme el espectro de una revuelta. En particular, esa pesadilla se hace más vívida cuando lo fáctico se convierte en ley. Armar la fuerza de derecho es la estrategia al uso. Doble constatación: el abuso de autoridad como práctica normalizada y la conversión del abuso en norma legalmente sancionada.
 
Esgrimiendo amenazas venideras, el capitalismo no cesa de expandir el campo de lo siniestro, incluyendo el abandono del que son víctimas millones de seres humanos. Es cierto que no basta la imposición del miedo a los cuerpos o la penalización de las conciencias disidentes para desmontar resistencias sociales más o menos estructuradas. Pero la ofensiva ideológica es nítida. Por otra parte, no cabe subestimar el poder de las clases dominantes para producir adhesiones colectivas, bajo la expansión de una cultura masiva que a la vez que pone el éxito económico en la cúspide, naturaliza la exclusión como parte del juego. La “democracia” reducida a un procedimiento de alternancia entre oligarquías parlamentarias convierte la participación en delito. Aunque entre ese sistema formal de representación y el totalitarismo pueden plantearse algunas diferencias relevantes, las fronteras entre uno y otro se hacen cada vez más confusas. Es claro que el objetivo de esas oligarquías no es salvaguardar la convivencia humana, sino restablecer el mandato de la obediencia: la no aceptación de la desigualdad normativizada se construye como reprobable. Y si las falsas promesas de la pertenencia auguran la posibilidad (siempre postergada) de participar en los restos de un festín obsceno, la maldición de la exclusión social también compromete, de antemano, una impugnación jurídico-policial. Por definición, los restos del sistema son sospechosos y objeto permanente de penalización: culpables metafísicos de su “fracaso” existencial.
 
Es en ese campo en el que se hace inteligible el proyecto neoconservador hegemónico. Lejos de agotarse en la disputa por el sentido de lo público o el reparto de la riqueza, ese proyecto apuesta a consagrar con fuerza de ley la cadena jerárquica de autoridad. De ahí la transformación cultural profunda que implica, en particular, el abandono del ideal mismo de la «sociedad» como «comunidad de semejantes» y de los valores y prácticas que lo sostienen. La restauración de las jerarquías y la proliferación de desigualdades son planteadas no ya como déficits a corregir, sino como normas que suplementan aquel ideal malogrado en diversas experiencias históricas. Lo que antaño se juzgaba como injusticia es formulado desde esta perspectiva como parte inevitable de la competencia ilimitada en que quieren convertir la existencia. Laconcentración de poder económico, en vez de ser condenada como un desequilibrio a corregir mediante la intervención estatal, es legitimada como parte del juego de la “libre iniciativa privada”. La impunidad de los poderosos no es sino la consagración de este enlace espurio entre riqueza y legitimidad: la burguesía es declarada a priori inocente; puesto que es exitosa no puede ser culpable. La falacia se institucionaliza como sistema judicial radicalmente clasista: los damnificados son inculpados por los delitos que otros cometieron. No les basta borrar las huellas del crimen perpetrado; también se proponen invertirlo, imputando a las víctimas y desplegando un aparato de control que incumple las normas jurídicas que aplica a los otros.
 
 


 
La movilización total del bloque hegemónico significa, ante todo, una declaración de guerra a las clases populares y medias, aunque esa guerra no suponga de forma invariante la eliminación directa del otro. Habitualmente, alcanza con derrotarlo en una dimensión moral e intelectual: que acepte lo existente como el mejor de los mundos posibles o, al menos, que se resigne ante su supuesta inevitabilidad. Sorprenderse del impudor cínico de sus portavoces es vano. Seguirán dando por sentado, a pesar de la evidente contradicción de los términos, que la “naturaleza” de la sociedad es la desigualdad. Dentrode esta lógica, lo que no se acepta voluntariamente ha de ser aceptado de manera forzosa mediante la coacción policial y judicial.
 
La democracia devaluada se hace manifiesta como inversión suprema: la violencia es proclamada como derecho. Invocando la razón de estado (cada vez más, la razón de mercado) la irracionalidad de la injusticia no hace sino expandirse. Seguirán experimentando con los límites de la “sociedad” convertida en laboratorio: no es dado conocer su grado de resistencia hasta que no se pone a prueba su “umbral de tolerancia”. Dicho en otros términos: hasta que no se indaga en su capacidad para soportar lo insoportable. Claro que en esa “sociedad” no se distribuyen de forma aleatoria las carencias y privilegios: la economía política del sacrificio, a la vez que amplía de forma permanente el círculo de seres humanos potencialmente sacrificables, exime a sus principales mentores.
 
A nivel nacional, las condiciones en que se despliegan las actuales luchas distan de ser favorables, en tanto las asimetrías de poder no cesan de agravarse. Que el gobierno logre amordazar a aquellos grupos políticamente más activos no es una fatalidad, sino producto (relativamente incierto) de una pugna. La situación de partida es inequívoca: el partido gobernante cuenta no sólo con el apoyo de un sistema judicial dominado por una mayoría conservadora o una fuerza policial obediente sino también con el respaldo de las oligarquías económico-financieras, el beneplácito de la troika europea y la connivencia vergonzante de una parte nada menor de la ciudadanía.
 
Seguir denunciando la criminalización de la protesta social no alcanza si no es complementada con fuertes réplicas colectivas, desplegadas de forma simultánea en diversos frentes, desde la interposición de recursos jurídicos hasta la participación crítica en los medios masivos de comunicación, sin olvidar instrumentos como la movilización social permanente, la generalización de la desobediencia civil, las huelgas generales o las huelgas de consumo, entre otros. Aunque las resistencias locales a ofensivas globales resulten insuficientes, constituyen un momento insoslayable.
 
El objetivo de domesticar la protesta social sólo puede ser revertido mediante la articulación de diferentes luchas sociales. Que algo similar pudiera producirse no depende de la espontaneidad de los movimientos sino de la construcción de un proyecto colectivo de otro signo político. Que semejante proyecto se insinúe en el horizonte actual dista de ser algo evidente: forma parte de nuestras irresoluciones más apremiantes.
 
 
Arturo Borra

viernes, 20 de septiembre de 2013

Noticias antiguas sobre la interculturalidad que no fue: reflexiones sobre el espacio universitario español


 
1. Crisis de financiación y universidad pública

 
El estrangulamiento económico de la universidad pública española es manifiesto. En una dimensión económica, la política universitaria del gobierno nacional podría resumirse en una estrategia de creciente restricción en el acceso a los grados superiores y en la precarización de la plantilla docente, especialmente, en lo que atañe a profesores asociados contratados por plazos de tiempo cada vez más restringidos y en peores condiciones salariales. Es precisamente esta política la que conduce a una crisis de financiación que pone en riesgo un modelo universitario inclusivo, plural y abierto, de por sí amenazado por un sistema de becas cada vez más excluyente y en general, por el encarecimiento de las tasas universitarias que contradicen un (no menos devaluado) principio de gratuidad de la enseñanza (único compatible con la apuesta por una universidad para todo/as). La transferencia de saberes fundamentales a los postgrados no hace sino acentuar una política que privatiza las oportunidades formativas y consolida un modelo universitario elitista, más orientado a la satisfacción de las necesidades profesionales de las empresas que a la formación de sujetos críticos que participan en la construcción social del presente.
 

En una situación semejante, la crisis de financiación estatal conlleva la búsqueda de financiación privada, tanto mediante inversiones de capital privado como del arancelamiento de una parte significativa de la oferta académica. Ninguna de las dos alternativas de financiación son neutras: institucionalizan la enseñanza superior como una mercancía cultural de elite, destinada a la provisión de saberes técnicos para la mejora de la gestión del capitalismo. La inclusión de la universidad española en el Plan Bolonia forma parte de una apuesta global orientada a la impugnación de una educación crítico-reflexiva que ponga en discusión la función primordialmente tecno-económica de los sujetos educativos.
 

En conjunto, el propósito de este estrangulamiento no puede ser otro que la privatización de la universidad y la implantación de un modelo de calidad educativa ligada a parámetros de eficiencia y rentabilidad más que de excelencia académica. La estrategia de selección económica del alumnado, junto a la inversión privada, se han convertido en métodos preferentes para afianzar la alianza entre mercado y universidad, favoreciendo el acceso de aquellos grupos sociales que de antemano ya están alineados a un proyecto de sociedad de mercado. Otra vez, la centralización dogmática de la “economía de mercado” tiene como contracara la pretensión de reducir la universidad a un espacio de adoctrinamiento neoconservador y de adiestramiento profesional. Así, tras una política de financiación lo que se pone en juego es algo más grave aun: el tipo de saberes que produce (y debe producir) la universidad y la legitimidad misma de la academia como espacio de cuestionamiento de lo heredado.
 

A ese modelo de (hiper)especialización profesionalista, orientada a la formación de expertos, no cabe una réplica academicista que se limita a acentuar el autoencierro de los sujetos universitarios, reafirmando su distancia social con respecto a otros grupos y sectores sociales (usados a menudo por la derecha para atacar la autonomía universitaria con respecto a los imperativos del mercado). La arremetida contra la universidad pública por parte de las políticas educativas neoliberales y la consiguiente reivindicación de su función central en la formación de una ciudadanía crítica, sin embargo, no debería impedir una reflexión profunda acerca de las estructuras universitarias que, en el presente, perpetúan específicas formas de desigualdad, restringen la democracia interna y reproducen modelos de autoridad reverencial que no podemos sino cuestionar. Del mismo modo en que la crisis de financiación intensifica la dualización laboral entre funcionarios docentes y docentes contratados, es pertinente interrogarnos acerca de otras dualidades preexistentes, en particular, entre estas categorías docentes y aquellos sujetos que, por factores que hay que elucidar, están tendencialmenteexcluidos de la docencia universitaria en España.
 

Aunque existan otros ejes de desigualdad, empezando por las asimetrías de género, en la presente reflexión me centraré en la desigualdad sustentada por una razón de procedencia. Específicamente, procuraré determinar el grado y características de la participación del profesorado extranjero (con residencia legal en España) en el sistema universitario, en tanto pilar básico para evaluar el grado de clausura o apertura de estas instituciones educativas.
 

La tesis que sustenta las presentes reflexiones es que no hay interculturalidad posible sin un tejido institucional que de lugar efectivo a las diferencias tanto en los procesos de decisión como en las prácticas (para el caso, educativas) que construyen una determinada formación social. Las retóricas de la diferencia, en este sentido, deben ser confrontadas en el terreno primario de la historia que contribuyen a construir y las desigualdades sobre las que intervienen en sentidos diversos. En clave política, cabe preguntar sobre la relación entre esas retóricas y unas estructuras institucionales en las que las desigualdades no son un mero remanente del pasado, sino uno de sus rasgos persistentes.
 

2. La estructura del profesorado universitario en España

 
Tomando los últimos datos disponibles del Instituto Nacional de Estadística, en el curso 2010-2011 de la universidad pública española, participaron 102.378 profesores (11,5% catedráticos, 37,2% titulares y el 30,0% asociados y el 21,4 % ayudantes, contratados doctores, colaboradores y eméritos), del cual el 49,1% es personal funcionario (1). Aunque dicha información precisa que sólo el 38,7% de dicho profesorado está constituido por mujeres (haciendo visible la desigualdad de género), no hay datos sobre el número e importancia relativa del profesorado inmigrante y refugiado, así como de extranjeros nacionalizados. Por su parte, el último informe “Datos y Cifras del Sistema Universitario Español (SUE)” del Ministerio de Educación, Cultura y Deporte señala unas cifras ligeramente superiores (2), aunque las omisiones referidas se mantienen.
 

Si bien dentro de la universidad pública participan 616 profesores visitantes, no estamos en condiciones de determinar su procedencia o su nacionalidad (3). Tampoco se especifica si en las otras categorías docentes participan profesores de procedencia extranjera, como podría ser el caso de colaboradores, ayudantes doctores, contratados doctores, personal investigador u otros. En suma, por esta vía, resulta imposible determinar el nivel de participación del profesorado extranjero en la universidad pública española. Lo que resulta más significativo: ni siquiera remontándonos a la “Encuesta Nacionalde Inmigrantes 2007: una monografía” (4), estamos en condiciones de mejorar nuestro conocimiento al respecto.

 
En cuanto a los datos ministeriales, la información que disponemos es selectiva y sólo incluye referencias al “Programa de movilidad del profesorado de máster y doctorado” en la que han participado más de 3000 personas. En ese respecto, el informe especifica la procedencia de los participantes: “La mayor parte de los beneficiarios de este programa son profesores con nacionalidad española o de algún país miembro de la UE 27” (5). Más adelante, precisa las nacionalidades de los beneficiarios del programa de movilidad tanto en doctorados como en másteres oficiales respectivamente: España (23,9 % / 35,5%), UE-27 (49,4 %/ 45,2%), EEUU y Canadá (11,6%/ 8,7%), América Latina y Caribe (9,2 % / 6.1%), Asia y Oceanía (2,3%/ 1,4%), Resto de Europa (3,4%/ 2,9%) y África (0,1% /0,3 %). Solamente España, EEUU y Canadá se aproximan al 60% del total. Por supuesto, cabría preguntarse qué representa, por ejemplo, el 0,1 % de África en términos absolutos. Aunque la información no lo detalla, cabe deducir que de todo el continente africano ha participado solamente una persona en dicho programa de movilidad. En otros términos: el número de beneficiarios extracomunitarios, procedentes de países periféricos, es notoriamente bajo.
 

Si procuramos analizar la estructura general del profesorado, la información disponible se centra en la distribución por sexo y edad del profesorado, así como en su nivel de estudios y otras variables de las que queda rigurosamente excluida cualquier referencia a su procedencia. La constatación no deja de ser sorprendente: si por una parte, las estadísticas oficiales ofrecen un mapa detallado de la estructura del alumnado -en la que se especifican, entre otras cuestiones, las diferentes nacionalidades de los y las alumnos/as-, por otra parte, no ocurre nada equivalente con respecto a la estructura del profesorado.
 

Dada esta diferencia, resulta plausible preguntarse por las razones por las cuales las instancias oficiales consideran no pertinente este tipo de información en un caso y pertinente en otro. A menos que existiera alguna cláusula legal que impidiera la incorporación laboral de profesores y profesoras de otros países en el sistema universitario español, que tornaría superflua dicha información, esta omisión no parece justificada.
 

3. El régimen del profesorado en el sistema universitario español
 

Examinemos de forma sucinta el régimen de profesorado del sistema universitario, regulado principalmente a base de real decretos, leyes orgánicas y los propios estatutos de las universidades (además de reglamentaciones de orden inferior). Por un lado, en el real decreto 898/1985 (6) el artículo 1 del “Título I” establece que el profesorado de las universidades está constituido por diferentes cuerpos de “funcionarios docentes” (catedráticos y profesores titulares tanto universitarios como de escuelas universitarias).  El “Título II” refiere, por otro lado, a “profesores contratados” (profesores asociados, visitantes y eméritos). No bien queremos determinar quiénes pueden ser “funcionarios docentes” se nos remite a la “Ley orgánica de reforma universitaria (LRU)” (7), lo que no permite despejar nuestra duda, dado que en dicha ley sólo se especifican requisitos legales, académicos y de edad, pero no de nacionalidad.
 

Con todo, en tanto se trata de una clase específica de «funcionariado», es de suponer que los extranjeros residentes extracomunitarios no están habilitados legalmente para presentarse como “funcionarios docentes”, esto es, para ser profesores catedráticos o titulares. El “Título II”, por su parte, no deja lugar a dudas: el inciso 3 del artículo 20 lo señala de forma expresa: “3. Los profesores asociados podrán ser de nacionalidad española o extranjera y habrán de reunir los requisitos que puedan establecer los Estatutos de la Universidad”. A nuestros fines, no necesitamos ahondar en esos estatutos. Formalmente, no hay impedimentos para acceder como profesor/a contratado/a en lo que atañe a personas de otras nacionalidades, independientemente del grado de dificultad (comparativamente mayor al profesorado nativo) que implica cumplir con los requisitos generales y específicos de las convocatorias (en particular, homologación de títulos, documentos acreditativos expedidos en países de origen, conocimiento de la lengua autonómica en algunos casos, etc.).  
 

Tras este breve examen, la pregunta que nos hacíamos se hace más relevante, máxime en un país como España en el que la población inmigrante representa más del 15% del total. Puesto que en un nivel normativo dicha población no está excluida del acceso a la función docente (aunque de forma restringida), esta falta de registro no sólo resulta injustificable, sino que además nutre la sospecha de que el profesorado universitario migrante y refugiado es considerado por las autoridades públicas como estadísticamente irrelevante. Lo dicho incluso podría desplazarse a un nivel más primario: estos grupos no cuentan en términos estadísticos porque su participación efectiva dentro de la institución universitaria sería de carácter excepcional. Habida cuenta de esta situación de excepcionalidad, esto es, de la exclusión que se produce tendencialmente de estos colectivos, no constituiría siquiera una categoría significativa.
 

No obstante, incluso si dicha omisión se explicara en términos metodológicos, el efecto que produce no parece ser otro que el de bloquear cualquier investigación al respecto. ¿Por qué dejaría de ser relevante el conocimiento (no sólo estadístico) del nivel de participación del profesorado universitario extranjero en el sistema universitario español? Es de suponer que dicho conocimiento permitiría evaluar la necesidad de reformular la política universitaria vigente considerando la inclusión de esos grupos, acorde a un principio de no discriminación (8).
 

En términos más generales: el tipo de conocimientos que producen las instituciones oficiales dista de ser satisfactorio en este aspecto. Políticamente, invisibilizan la presencia o ausencia de estos colectivos en el sistema universitario, así como su posición eventual dentro de dicho sistema, impidiendo evaluar el grado de apertura institucional hacia el exterior.
 

4. Más allá de las estadísticas
 

Tampoco las estadísticas de empleo subsanan esta cuestión. Si consultamos, por ejemplo, los “Anuarios de inmigración” proporcionados por el Observatorio Permanente de Inmigración, no obtenemos resultados más precisos (9). Si bien se especifican los grandes sectores en los que la población extranjera residente se desempeña con sus correspondientes permisos de trabajo, las referencias siguen siendo genéricas. Así, dentro de “servicios”, se incluyen “Actividades profesionales, científicas y técnicas” y “Educación”, lo que no permite extraer ninguna información específica válida. Las estadísticas del Servicio Público de Empleo (SEPE) no mejoran esta incógnita: distribuyen las cifras del empleo por sector, sexo y edad, sin precisar la cantidad y tipo de contratos de extranjeros residentes en la educación universitaria (10).
 

En síntesis, la vía estadística es, en este caso, una vía muerta. La información pública disponible no permite conocer el grado de inserción real del profesorado extranjero residente en el sistema universitario español, incluso cuando formalmente están habilitados a participar en este tipo de actividad. Ni siquiera permite determinar cuántas personas inmigrantes y refugiadas con titulación superior homologada estarían en situación de acceder potencialmenteal sistema universitario. Por lo demás, la creencia de que entre los más de 5.500.000 de inmigrantes no hay perfiles habilitados para ese fin es completamente insostenible, a la luz de diversas investigaciones realizadas. 
 

Por citar sólo una fuente (Moreno Fuentes y Bruquetas Callejo, 2011: 41 [11]), las conclusiones al respecto son rotundas:
 

La bibliografía que estudia los vínculos entre nivel educativo y migración muestra cómo aquellos que deciden emigrar se encuentran generalmente entre los mejor educados de su sociedad de origen (Beauchemin y González, 2010).

Las razones para ello son claras. Emigrar constituye una apuesta difícil y onerosa en todo tipo de capitales (económico, cultural, relacional, social, etc.). Los potenciales emigrantes más educados se encuentran más preparados para hacer frente a dichos costes. Esto implica que, aunque un determinado colectivo inmigrante tenga un nivel educativo relativamente bajo en comparación con la población autóctona de la sociedad receptora, generalmente constituye, sin embargo, una selección de los más formados de su lugar de origen. A partir de los datos recogidos por la ENI de 2007 podemos analizar los perfiles educativos de los diferentes colectivos extranjeros residentes en España y compararlos con los de la población autóctona.

Así, podemos observar que el único colectivo extranjero que presenta un perfil educativo más bajo que el de la población autóctona es el de los inmigrantes procedentes del continente africano, ya que la proporción de los que tienen un nivel de educación primaria o inferior dobla a la de los españoles, y los que tienen algún tipo de estudio superior son la mitad que en la población autóctona. Con distintos equilibrios entre los diferentes niveles educativos, todos los demás colectivos extranjeros muestran un perfil de mayor nivel formativo que los españoles.

 

Si bien podríamos discutir la equiparación entre «educación» y «nivel de escolarización», lo interesante aquí es la puesta en cuestión del estereotipo de una inmigración de baja cualificación o no cualificada. Por el contrario, dicha investigación permite constatar que existe una franja relevante de inmigrantes con estudios superiores que oscila, según el continente, entre valores mínimos del 8% y valores máximos del 30%.

 

Concluyamos, pues, que la falta de especificación de la posición relativa del profesorado universitario extranjero en el sistema universitario responde a un diseño estadístico ajustado a objetivos de conocimiento más ligados al control de los flujos migratorios que a su inclusión igualitaria en las instituciones universitarias. El interés técnico de este sujeto de conocimiento está orientado principalmente tanto i) a la relación de la inmigración con mercados de trabajo de baja cualificación con escasez de mano de obra nativa como ii) a la relación de este colectivo con el sistema de prestaciones públicas, especialmente en lo atinente a su sostenibilidad económica.
 

El supuesto tácito de esas investigaciones podría formularse del siguiente modo: la universidad no constituye un espacio significativo de inserción laboral para personal docente de otras procedencias. La «clausura institucional» de este espacio parece ser una premisa omnipresente: no sólo no forma parte de las problematizaciones de este tipo de investigación sino que tampoco constituye una preocupación de las políticas de estado y, por extensión, de la política universitaria. Más que una simple omisión, reafirma la escasa atención que las llamadas «políticas de integración» han prestado a la inserción laboral de extranjeros residentes acreditados en puestos relacionados a la docencia universitaria, a pesar de los profundos cambios socioculturales que los fenómenos migratorios han producido en la sociedad española, especialmente en las últimas dos décadas.

 

5. Subalternidad e interculturalidad
 

Aunque existe una bibliografía especializada relativamente extensa que nos permite reflexionar sobre los diversos modelos de gestión de la pluralidad cultural (12), el vínculo efectivo que se plantea entre la institución universitaria española y profesores extranjeros residentes sigue estando marcado por la opacidad.
 

Como ocurre con otros sectores laborales, la posición tendencialmente subalterna de estos colectivos sociales (salvando algunas elites profesionales) tampoco parece estar en entredicho en el campo universitario. La idea de que la universidad pública constituye un espacio participativo, plural y abierto al exterior, vinculada a la universalización del saber, aunque forma parte de un imaginario progresista, no tiene ninguna correlación con las políticas universitarias vigentes. Como otros espacios sociales, el sistema universitario forma parte de los espacios de producción de hegemonía y no hay razones válidas para sustraer su dinámica de las prácticas sociales e institucionales que sostienen las condiciones del presente.
 

Paradójicamente, desde principios de milenio, las propuestas relacionadas a una «pedagogía de la interculturalidad» no han cesado de proliferar dentro del campo universitario, bajo la forma de postgrados, seminarios, jornadas y bibliografía teórica y metodológica abundantes. No deja de ser legítimo preguntarse si esa pedagogía no exigiría como una de sus dimensiones centrales la inclusión de los otros no sólo como objetos pedagógicos sino también como sujetos de la enseñanza. ¿Cómo podría, en efecto, defenderse una política de la interculturalidad sin resolver desigualdades múltiples, en este caso, provocadas por la procedencia?
 

El acceso igualitario a la docencia universitaria, independientemente a la “raza”, etnia, nacionalidad o grupo social, entre otras diferencias, forma parte de la problemática más amplia de la pluralidad cultural. Si bien lo expuesto nos permite sospechar la coherencia entre una retórica culturalmente pluralista y una práctica universitaria excluyente, ello no conduce necesariamente a la invalidación de los discursos de la interculturalidad, que constituyen una apertura significativa, sino más bien al cuestionamiento de una inconsecuencia persistente en la “gestión” de esa interculturalidad que abre la vía a indagar en las posibles ambigüedades teóricas de este proyecto.
 

Para que la «problemática de la interculturalidad» no quede reducida a una mera cuestión académica más o menos prestigiosa, ha de ser elaborada y debatida desde una multiplicidad de posiciones de enunciación. Difícilmente ello pueda producirse sin la inclusión institucional de los otros como sujetos del discurso teórico y pedagógico. Sólo esa pluralidad efectiva puede promover el descentramiento de las diferentes posiciones enunciativas, condición necesaria aunque insuficiente para la producción de una sociedad intercultural. En suma, es la ruptura de la subalternidad intelectual lo que hace posible que un proyecto intercultural tenga un sentido que desborde lo académico.
 

Si bien la opacidad estadística no permite determinar si ese descentramiento se está produciendo y en qué medida, hay razones para suponer que los obstáculos institucionales para una política intercultural son persistentes y no han cesado de crecer. Las mismas propuestas pedagógicas que hacen pensable ese camino están afectadas por la crisis de financiación estatal de la universidad pública. En este sentido, la posibilidad de una pedagogía desde lo intercultural se parece cada vez más a un proyecto remoto, cuando no a una mera veleidad.  
 

Determinar la “apertura universitaria” por la disposición intelectual, política y ética de los sujetos académicos es, cuando menos, unidimensional. Como cuestión fáctica, también está ligada a la estructura del profesorado. La misma noción de «claustro» para referirse a la comunidad docente no deja de ser sintomática: en términos etimológicos, expresa ante todo un «cierre» y comparte su raíz con «clausura». En cualquier caso, difícilmente podría entenderse la apertura como no sea mediante la recuperación institucional de experiencias pedagógicas e investigativas ligadas no sólo a narrativas de la alteridad, sino también a la participación efectiva de esos otros, capaces de contribuir a la producción de una sociedad intercultural. Entretanto, las declaraciones al respecto se asemejan más a un artículo de fe que a un vínculo simétrico con otros sujetos culturales.  
 

6. En la encrucijada
 

No cabe subestimar las iniciativas individuales o grupales orientadas a la erosión de lo que hemos llamado «clausura institucional». Sin embargo, seguirán resultando insuficientes mientras las desigualdades que aquí planteamos no sean transformadas a nivel institucional. Como problema público de primer orden, las serias deficiencias del estado español al momento de desarrollar una política de igualdad exigen un giro decisivo. La discriminación institucionalizada -bajo leyes restrictivas, trato desigual, trabas burocráticas o invisibilización de otros colectivos sociales- no es a pesar del estado español, sino efecto de sus intervenciones, en tanto garante de unos privilegios institucionales.
 

La estratificación de las ciudadanías que coexisten en España es una realidad social inocultable. Que dentro de las universidades públicas ese proceso sea menos visible no debería extrañarnos. Choca con uno de sus ethosmás influyentes: la ética de la hospitalidad que marca algunas de sus mejores tradiciones intelectuales. En este punto, nos encontramos en la siguiente encrucijada: o reivindicamos una política interculturalista que promueva la construcción de condiciones igualitarias en una sociedad plural o cedemos a la tolerancia multiculturalista que bajo la retórica de la diferencia encubre la rígida jerarquización que se produce entre configuraciones culturales distintas.
 

Aunque esta «clausura institucional» de la universidad pública no sea exclusiva a España, es nuestra tarea documentar los modos en que se produce en cada contexto. Luego de dos décadas de sucesivas olas migratorias de importancia y de un verdadero estallido de discursos aperturistas, no deja de ser significativo no sólo que no se hayan producido cambios favorables para la inclusión igualitaria a nivel institucional de estos colectivos, sino que hayamos ingresado en un período más regresivo aun, donde el mismo profesorado universitario nacional (por no hablar de las comunidades científicas) se ven empujados a migrar en busca de las oportunidades que la política educativa vigente les niega a nivel nacional.
 

A pesar de lo dicho, es erróneo suponer que las «membranas institucionales» son producto de la actual crisis económica. Por el contrario, se trata de una regulación implícita de larga duración. Responde a una constelación jurídica, política e ideológica ligada, en particular, a la historia de la universidad. Aunque trazar esa historia rebasa este trabajo, la historia del profesorado como claustro y la emergencia de la institución universitaria en la Alta Edad Media podrían ser su punto de partida, sin desconocer el lugar central de los estados-nación modernos en la construcción de fronteras entre la propia comunidad imaginada y los “extranjeros”, poniendo en juego la cuestión decisiva de la pertenencia y la exclusión. Entérminos específicos, la configuración social y cultural del campus universitario resulta impensable sin la referencia al blindaje etnocéntrico que las autoridades coloniales han efectuado a lo largo de la historia moderna. El efecto duradero de ese blindaje es la producción de una membrana jurídico-institucional que separa el interior del exterior e inhabilita al Otro como sujeto pedagógico.  
 

Dadas esas condiciones, los discursos de la interculturalidad corren el riesgo de hacerse huecos o, más precisamente, de convertirse en una mercancía cultural de elite, siendo su fuerza histórica y su base institucional débiles. Hacer visibles los obstáculos socio-institucionales presentes al momento de institucionalizarla, sin embargo, es un modo específico de su reivindicación. Forma parte de ese gesto concreto el llamar la atención sobre una legislación restrictiva y unas dificultades de acceso que la invisibilidad estadística de los colectivos de inmigrantes y refugiados no hace sino agravar.
 

La buena nueva que hace más de una década se celebró como «interculturalidad» es también la historia de una posibilidad si no reprimida sí al menos neutralizada en sus efectos subversivos potenciales, incluyendo la reestructuración del campo universitario. Pero como ocurre con otras problemáticas de interés teórico y político, luego de desmembrar al niño no cabe denunciar que no camina. La apertura teórica ligada a algunas propuestas interculturales se ha topado con escollos serios, tanto político-institucionales como económicos y culturales. No cabe separar la defensa de la universidad pública –lo que en ella persiste en tanto proyecto dialógico y crítico- del cuestionamiento de ciertas pautas de organización que segregan a específicos sujetos sociales. Desde el rescate de determinadas prácticas universitarias (pedagógicas e investigativas) que participan en tradiciones intelectuales y políticas que apuestan por una sociedad igualitaria, autónoma y justa, nuestra opción es señalar aquello que, en sus estructuras, responde a una lógica antagónica. Es desde esas tradiciones específicas por las que la crítica institucional se hace pertinente y evita que la defensa de la universidad pública se convierta en una simple apología de los privilegios.
 

Arturo Borra
 

Notas:


(2)     El informe “Datos y Cifras del Sistema Universitario Español (SUE)” puede consultarse en http://www.mecd.gob.es/prensa-mecd/dms/mecd/prensa-mecd/actualidad/2013/01/20130118-datos-univer/2012-2013-datos-cifras.pdf



(5)     “Datos y Cifras del Sistema Universitario Español (SUE)”, op.cit., p. 52.

(6)     En particular, remito al “REAL DECRETO 898/1985, de 30 de abril, sobre régimen del profesorado universitario, modificado por los Reales Decretos 1200/1986, 554/1991 y 70/2000”, en http://www.uv.es/pdi/NormvaProfLeg/RD898-1985_.pdf

(7)     La ley orgánica de reforma universitaria data de 1983 y ha sido modificada posteriormente. Puede consultarse en :http://www.ual.es/Universidad/CCOO/Normativa/GESTION%20UNIVERSITARIA/TEMA%201/LEY%20ORGANICA%20DE%20REFORMA%20UNIVERSITARIA.pdf 

(8)     He trabajado sobre algunas formas de desigualdad en “Migración y mercados de trabajo en España” en http://www.rebelion.org/noticia.php?id=167293y “La discriminación en el mercado laboral español. Crisis capitalista y dualización social” en http://www.rebelion.org/noticia.php?id=133998.

(9)     Dichos anuarios, por demás, están actualizados sólo hasta 2009. El último anuario puede consultarse en: http://extranjeros.empleo.gob.es/es/ObservatorioPermanenteInmigracion/Anuarios/Anuario2009.html


(11) Francisco Javier Moreno Fuentes y María Bruquetas Callejo (2011): “Inmigración y Estado de bienestar en España” (2011, Fundación La Caixa, España. La versión electrónica puede consultarse en http://obrasocial.lacaixa.es/StaticFiles/StaticFiles/670e2a8ee75bf210VgnVCM1000000e8cf10aRCRD/es/vol31_es.pdf

(12) Al respecto, puede consultarse Francisco Colom (1998): Razones de identidad. Pluralismo cultural e integración política, Anthropos, Barcelona, Ana María López Sala (2005): Inmigrantes y Estados: la respuesta política ante la cuestión migratoria, .Anthropos, Barcelona y VVAA (2007): Diccionario de relaciones interculturales. Diversidad y Globalización, Complutense, Madrid.