jueves, 18 de agosto de 2011

Acerca de los Centros de Internamiento de Extranjeros: la política del encierro




a) El miedo como política


Instituir el miedo como política, la política del miedo, como modo de vinculación con los otros es el juego peligroso en el que se ha embarcado Europa. La tendencia a criminalizar a los inmigrantes («irregulares» en primera instancia) tiene como contracara la consolidación de un estado policial que gestiona la promesa de protección contra la presunta inseguridad que crecería por la presencia de esta masa humana marginal. 


Tras la agitación del miedo no sólo asoma el fantasma xenófobo y racista; sobrevuela también la amenaza explícita de los estados europeos hacia esos sujetos especialmente vulnerables que logran sobrevivir como no-ciudadanosen un país extranjero. El problema no se limita a una capitalización partidaria de unos miedos sociales cada vez más extendidos ni a la poderosa industria de la seguridad. Lademagogia política que capta millones de votos y el negocio del miedo que mueve millones de euros son dos factores centrales que sólo pueden crecer en condiciones en las que la mayoría de la población autóctona vive al otro como sujeto antagónico, no integrable, que usurpa un espacio que no le pertenecería por derecho (servicios sociales, sanidad, educación, empleo, vivienda).
 

Sería miope negar que, tras los discursos de la inseguridad y la mercantilización de sus presuntas soluciones, subyace una percepción social relativamente generalizada de un “descontrol” o “desequilibrio” en la gestión de la inmigración. Interpretada a menudo en clave de “invasión”, el tabique y el encierro como políticas aparecen como modos privilegiados de la solución invocada: no se trata ya sólo de hacer más rígidos los ingresos de inmigrantes (separados rigurosamente de los turistas ávidos de consumir paisajes que dejan ingentes ingresos a los diferentes sectores de la hostelería y de los jubilados comunitarios que no implican competencia laboral alguna), sino de hacer permanente el control, de extenderlo a estos colectivos, de ejercer una vigilancia discontinua en su acción pero constante en sus efectos. Ciertamente, en las «sociedades de control» los poderes policiales no ejercen de forma homogénea su vigilancia; siempre habrá, en un momento dado, zonas más sensibles y sujetos especialmente sospechosos. Por poner un ejemplo, un musulmán procedente de Medio Oriente, incluso con relativa independencia a su nivel de ingresos, será blanco permanente de este control invisible pero certero sobre los cuerpos.


En este contexto cultural, no alcanza con responder al alarmismo social en un nivel jurídico, señalando que cualquier extranjero que delinque ya es expulsado de España y de otros países de Europa, en consonancia al código penal y a la ley de extranjería actuales. En última instancia, lo que está en juego es la construcción discursiva de la equivalencia entre «inmigración» y «delincuencia». Los C.I.E. (centros de internamiento de extranjeros) al penalizar con el encierro a inmigrantes irregulares no hacen más que alimentar esta tendencia en aumento a construir la inmigración como portadora de una peligrosidad intrínseca. Dicho de otro modo: al convertir a los inmigrantes irregulares en objeto de encierro, se contribuye al menosprecio encubierto (cuando no abierto) cada vez más extendido hacia esos colectivos, uniformizados a partir de categorías jurídicas abstractas.


b) Sobre la situación de los CIE en España

¿Qué ocurre con los CIE diseminados tanto en territorio español como en más de 20 países de la Unión Europea desde 1985? El conocimiento públicamente disponible al respecto no deja lugar a dudas: los inmigrantes irregulares están confinados en esa zona indiscernible donde no hay privacidad ni acceso al espacio público, en nombre de una política de seguridad que institucionaliza de factola categoría del fuera del derecho (1).

Las denuncias ampliamente documentadas relativas a los CIE españoles (distribuidos en ciudades como Madrid, Valencia, Málaga, Barcelona, entre otras) se repiten desde hace varios años y están avaladas tanto por asociaciones y ONG (ACSUR, APDHA, AEDIDH, CEAR, Convivir Sin Racismo, Federación Estatal de Asociaciones de SOS Racismo, Fundación Acción Pro Derechos Humanos, Grupo Inmigrapenal, Médicos del Mundo, entre otros), como por entidades europeas, comisiones del Parlamento Europeo e instituciones españolas como la Defensoría del Pueblo o la Fiscalía General del Estado. Entre esas denuncias, cuentan las palizas y torturas a internos, los castigos colectivos arbitrarios, registros nocturnos, insultos racistas, traslados y deportaciones repentinas e injustificadas, atención sanitaria deficiente, falta de identificación de los funcionarios policiales, falta de recursos e infraestructura suficientes, por mencionar las más recurrentes, aunque no deberíamos olvidar -habida cuenta de su gravedad- denuncias más puntuales tales como tratar de forma indigna a una enferma de cáncer (2), o los abusos sexuales a una mujer de origen marroquí que luego fue extraditada, archivándose el caso contra el policía acusado (3). 

Como información probada, alcanza con señalar que las instalaciones de los CIE tienen graves problemas (incluyendo la falta de espacios íntimos), no se permite el acceso a las organizaciones sociales, no existen servicios sociales en la mayoría de los casos, no hay dependencias para enfermos, se usan discrecionalmente las celdas de aislamiento sin notificación sistemática al juez, se utiliza la sujeción con grilletes o esposas para los internos y, en algunos centros, la luz se mantiene encendida las 24 horas (4). A esas infraestructuras deficitarias, hay que sumar el incumplimiento habitual de normas como la revisión sanitaria de los internos, la disponibilidad de ropa, el uso de las llamadas telefónicas, la falta de asesoramiento legal, la falta de mediadores y traductores y la vulneración de derechos básicos. Siguiendo el informe de CEAR, se considera una “convicción probada” las torturas a internos dentro de algunos CIE, así como la ausencia de sistemas de identificación de los policías, la existencia de zonas grises en el sistema de video-control, la negativa a elaborar partes médicos y a documentar lesiones por parte del personal médico del centro. De forma igualmente corroborada, también se señala la imposibilidad de acceso directo del interno al juez o fiscal para expresar quejas o denuncias. Podrían señalarse otros tantos problemas, pero lo dicho es suficiente para que no sorprenda por qué a estos centros se los ha bautizado como “pequeños Guantánamos”.

Las crónicas denuncias de maltrato, insultos y humillaciones sufridas en los CIE (5) forman parte de esas regularidades vergonzantes que buena parte de la “ciudadanía” prefiere desconocer, no obstante la movilización de algunas ONG, plataformas sociales y asociaciones que luchan por su cierre inmediato (6). Contra esa voluntad de ceguera mayoritaria, hay que recordar que a esas denuncias se suman también continuas redadas policiales que tienden a naturalizar el racismo como principio de selección de posibles irregulares (7). El hecho de que autoridades de algunos CIE se hayan negado a visitas de control por parte de ONG implicadas (8) muestra a las claras no sólo la opacidad de su funcionamiento sino además la certeza por parte de quienes los gestionan de estar cometiendo una violación sistemática de los derechos que reglamentariamente se les confiere a los confinados. 

Las falencias y problemas gravísimos que afectan a los CIE son la punta del iceberg que compromete a las políticas de inmigración y asilo del estado español en su conjunto. No hay ningún azar tras estas realidades: son producto de una política del encierro que produce maltratos físicos y psíquicos por parte de quienes detentan el monopolio de la ley y la violencia. No se trata, sin embargo, de una tendencia local contrarrestada por fuerzas globales. Por el contrario, este maltrato hacia los más vulnerables es una política de estado, elaborada por gobiernos que presuntamente combaten la xenofobia y el racismo.

Más allá de las intencionalidades manifiestas, los efectos de esta política no dejan lugar a dudas: además de crear sujetos sometidos a un régimen de excepcionalidad sin garantías, crea las condiciones para que parte de los irregulares, tras el período máximo de retención, sean liberados con orden de expulsión, lo que equivale a vedarles toda posibilidad de acceder a una regularización posterior (y por extensión, de acceder a un permiso de trabajo). Objetos de un sistema de encierro, constituidos como sujetos delictivos –aunque sin las garantías de las cárceles ni personal competente para atender sus necesidades físicas, psíquicas y sociales-, los “internos” difícilmente quedan rehabilitados para afrontar una exterioridad no menos amenazante en las condiciones en que son devueltos. Los “sospechosos de siempre” son también los “eternos condenados”: “sudacas”, “negros”, “moros”, “amarillos”, parias sin país…


c) Los CIE como «campos»

Si cualquier «campo» (de internamiento, de  concentración, de exterminio), como espacio de excepción, se sitúa fuera del orden jurídico normalizado, apenas puede afirmarse con un mínimo de honestidad que el desprecio de las vidas que allí se produce de forma sistemática es un hecho accidental. Por implicación, los padecimientos de los internos de los CIE no es un mero incidente producto de algunos excesos policiales, más o menos aislados. Su estructura jurídica de excepción, da pie a que lo excepcional sea la regla: vejaciones, insultos, abusos de autoridad. Como «máquina letal» el maltrato no es transgresión de su funcionamiento, sino su puesta en práctica, en la que los sujetos son reducidos a cuerpos regulados a través de una violencia crónica, ejercida discrecionalmente por un poder policial soberano.


Ahora bien, ¿cómo es posible que una persona que no ha cometido ningún delito pueda ser encerrada en nombre de un “estado de derecho” más o menos espectral? ¿Qué clase de racismo y xenofobia institucionalizados permiten legalmente que algunos seres humanos sean recluidos por una falta administrativa como es el caso de estar indocumentado?  Incluso si las condiciones e infraestructura de los CIE fueran las apropiadas, el proceder mismo es indefendible: si cometer una falta administrativa es razón suficiente para ser recluido, entonces, la amplia mayoría de la población debería estarlo (y no hablemos ya de los imputados por delitos de gravedad como la corrupción, el tráfico de influencias, el cohecho, asociación ilícita, etc.).


¿Debemos concluir, entonces, que el racismo se pone en práctica de forma selectiva, especialmente con los desposeídos? La pregunta es puramente retórica: en última instancia, sólo podemos explicar estas prácticas en las que están implicados los estados europeos no sólo a partir de prejuicios xenófobos y racistas, sino también de un clasismo radical que adquiere estatuto jurídico en las “fianzas”. Paradójicamente, nuestro régimen político permite que unos imputados por delitos graves estén en libertad si tienen poder para pagar su fianza y a su vez sujetos que han cometido faltas administrativas estén encerrados por no disponer de recursos económicos suficientes para su defensa.


La conclusión que se deduce es que lo que vale para ciertos colectivos no vale para todos, esto es, el trato de excepcionalidad que se aplica a los inmigrantes irregulares, de generalizarse, nos instala en una situación totalitaria en la que las faltas administrativas son tratadas como delitos jurídicos. Desde luego, la gravedad de esta regularidad de la excepción no disminuye por afectar a menos personas (en este caso, “no-ciudadanos”) sino que la (mal)disimula. Porque el procedimiento sigue siendo arbitrario y no hace más que reafirmar un doble rasero de los estados europeos en los que los derechos humanos son desechados en cuanto el ser humano no es ciudadano. Se plantea así una dualización perversa: al reconocimiento de los derechos de ciudadanía se le superpone una denegación de tales derechos a los no-ciudadanos.


Sostener que la institución policial es racista no es ninguna acusación desmesurada; sin embargo, cuando se intentan borrar las huellas de sus prácticas el problema se agrava, porque se da un cariz institucional a ese racismo, indiscutiblemente enlazado a un clasismo de larga data. Es precisamente ese ocultamiento cínico lo que desde hace varios años el estado español ha instalado como moneda de cambio, constituyendo a sujetos irregulares en ilegales, esto es, objetos de persecución y encierro. Que esta práctica estatal se considere “normal” no hace sino agravar el problema: señala el grado de patologización de las estructuras sociales e institucionales en las que mal vivimos.

                                                                                                         
 Arturo Borra



Para firmar la iniciativa: "Que el derecho no se detenga a la puerta de los CIE", aquí. 


(1) Según el Ministerio del Interior de España, la detención –con una duración máxima de 60 días- procede “en casos de denegación de entrada, devolución, inicio de expediente sancionador por el procedimiento preferente y expulsión” a “petición del instructor del procedimiento, del responsable de la unidad de extranjería del Cuerpo Nacional de Policía ante la que se presente el detenido o de la autoridad gubernativa que hubiera acordado dicha detención” (http://www.mir.es/SGACAVT/extranje/regimen_general/centro.html).



(4) Me remito al informe hasta el momento más sistemático que existe al respecto:  “Situación de los centros de internamiento para extranjeros en España” (informe técnico realizado por la Comisión Españolade Ayuda al Refugiado (CEAR) en el marco del estudio europeo DEVAS). http://www.icam.es/docs/ficheros/200912110006_6_1.pdf

(5) Estas denuncias son de conocimiento público. Al respecto, puede consultarse:
http://www.publico.es/127183/muros-opacos-centros-de-internamiento-para-sin-papeles

(6) La campaña por el cierre de los CIE puede seguirse aquí: http://ciesno.wordpress.com/

(7) Con respecto a las redadas policiales, puede consultarse la nota “Acoso policial contra los inmigrantes” en http://www.diagonalperiodico.net/Acoso-policial-contra-los.html



Más allá de un proyecto de bienestar cercado: refugiados y desplazados en el mundo


 -I-

El 20 de junio de 2011 se conmemoró el Sexagenario Día Mundial del Refugiado, como forma de recordar la drástica realidad que padecen más de 43 millones de personas forzadas a desplazarse de sus lugares de origen, aunque jurídicamente apenas 15 millones cuenten con la protección internacional en condición de «refugiadas». Según la Convención de Ginebra, «refugiada» es la persona que sufre algún tipo de persecución por motivos de raza, religión, nacionalidad, pertenencia a un determinado grupo social u opiniones políticas. A esos motivos hay sumar recientemente la orientación sexual como factor de persecución. En términos más concretos: un refugiado es una persona obligada a desplazarse fuera de su país o su ciudad natal, al peligrar su vida o su integridad física y psíquica. Ninguno de nosotros debería permanecer indiferente a esos desplazamientos forzosos. Europa los conoce bien: los ha sufrido en varias ocasiones, especialmente en el siglo XX, incluyendo el éxodo de millones de españolas y españoles a otros países de Europa y América Latina.

El “olvido”, sin embargo, merodea al estado español. En 2009, a pesar del aumento del número de personas refugiadas y desplazadas, en España apenas se solicitaron 3000 peticiones de protección, un 33% menos que en 2008. Esta cifra –la más baja que se conoce en España desde que existen estadísticas al respecto- señala una restricción grave del derecho de asilo. Al número ya reducido de peticiones, hay que sumar el hecho de que cada 100 solicitudes de asilo, sólo 3 se admiten a trámite. Eso equivale a decir que apenas el 3% de las personas que solicitan asilo tienen alguna posibilidad de obtener la condición de refugiada en territorio español (1).

La conclusión es inequívoca: el estado español está implementando una política de asilo de signo claramente restrictivo, que desconoce de hecho la realidad de cientos de miles de personas desplazadas de forma obligada. Las consecuencias de estas restricciones son múltiples. La primera es que la amplia mayoría de personas desplazadas no acceden a ningún tipo de protección internacional, pasando a formar parte del ejército de inmigrantes irregulares que subsisten malamente en la economía sumergida española, siempre y cuando no sean confinados en un CIE (Centro de Internamiento de Extranjeros), recluidos en campos de desplazados… o, en una medida que no sabemos, expulsados a los mismos países donde sus vidas peligran. La segunda consecuencia, no menos drástica: al impedir los accesos legales a esta masa de personas desplazadas, se crean las condiciones propicias para que las redes de tráfico y trata de personas se instalen como realidades paralelas a los ya mermados estados de bienestar. Que estas redes mafiosas viven de la extrema vulnerabilidad de estas personas para lucrar (violando los derechos humanos más elementales) ya lo sabemos. Lo que es menos evidente es que esa “industria” se nutra de las políticas de control de fronteras cada vez más rígidas e impermeables.

La historia de los refugiados y desplazados se repite en el presente, bajo formas diversas, en numerosos países. Según ACNUR, la lista está encabezada por Afganistán, Irak, Afganistán, Somalia, R. D. Congo, Myanmar, Colombia, Sudán, Vietnam, Eritrea y Serbia, sin contabilizar los 5 millones de refugiados palestinos. A esa lista hay que sumar los desplazados de Costa de Marfil, Libia, Túnez, Siria… y la lista se modifica cada vez que, en algún rincón ignoto del planeta, reaparecen los conflictos armados, las guerras interétnicas, las teocracias, las dictaduras militares y, en definitiva, la supresión de libertades fundamentales. Borrar de nuestra memoria esa historia sangrante no ayuda en absoluto a solucionar este drama colectivo.

La política de avestruz que la Unión Europea ha asumido no sólo es vergonzante: agrava el problema, entre otras cuestiones, porque de un plumazo convierte a esos cientos de miles de personas en “inmigrantes irregulares” susceptibles de expulsión y repatriación, privados de todo acceso a la ciudadanía y, por tanto, excluidos de derechos básicos tales como el derecho a trabajar o a disponer de una atención sanitaria satisfactoria.


-II-


A pesar de los prejuicios extendidos en esta materia, las personas refugiadas tienen serias dificultades de acceder a la protección internacional en los países industrializados: sólo el 20% es acogida por estas naciones. Eso significa que cuatro de cada cinco damnificados o bien deambulan por países económicamente subdesarrollados (improbablemente, en “vías de desarrollo”) o bien terminan en algún campo de desplazados en condiciones infrahumanas.

La creciente reticencia, cuando no hostilidad, de las sociedades y estados europeos hacia los refugiados, atizada por la fábrica de estereotipos que circulan en los medios de comunicación, contrasta con su presunta defensa incondicional de los derechos humanos. En particular, la política europea de asilo entierra la historia de sus sociedades ligadas a movimientos forzados. Lo que es igualmente grave: anticipa un porvenir en el que los «muros blancos» terminan siendo la realidad más consistente.

Si, por lo demás, los estados europeos (y estadounidense) buscaran la democratización de países gobernados despóticamente, sea apoyando revueltas populares o incluso interviniendo de forma militar, tal como ocurre en Libia, ¿cómo pueden desentenderse de uno de sus efectos inmediatos, como es la diáspora forzosa de miles de personas que quieren salvar sus vidas? En el terreno, la preocupación de Unión Europea es menos por el fenómeno que por sus efectos: asegurarse que no llegue ninguna “avalancha” a sus costas. Y si llega, dosificarla por la cuadrícula del vallado policial. Los que logran atravesar esa cuadrícula, desde luego, no tienen demasiadas garantías. Con suerte, se estará en ese irrisorio porcentaje del 3% a los que se les acepta a trámite la solicitud de asilo; con algo menos de suerte, terminará formando parte de la cuadrilla de “indocumentados” que no sólo están expuestos a una segura sobreexplotación laboral, sino también a una nueva criminalización: ser uno más de los “sin papeles” susceptibles de ser confinados hasta 18 meses en un centro de internamiento, según dicta la “directiva de retorno de los inmigrantes” (conocida como “directiva de la vergüenza”), aprobada en 2008 (2).

Volvamos, sin embargo, a los que quedan en el camino. A los cientos de miles que terminan en los campos de refugiados. Para formularlo con una pregunta tan penosa como necesaria: ¿cuál es la distancia que separa los campos de refugiados de los campos de concentración? No sugiero, desde luego, que sean idénticos. Sin embargo, si consideramos que en ambos casos se produce la suspensión temporal de derechos básicos, la privación de libertades no menos básicas, así como el hacinamiento y la precariedad material, la brecha se reduce de forma escandalosa.

Quizás debamos tomar más en serio lo que sugiere Agamben sobre la filiación entre campos de internamiento, campos de concentración y campos de exterminio. Incluso si planteáramos que no hay una línea de continuidad inexorable entre unos y otros, es innegable que en los tres espacios se constituyen espacios de control en los que el sujeto, al ser estigmatizado, está bajo sospecha permanente. Hasta el nazismo alegó como motivo de estos campos la necesidad de una “custodia protectora”, esto es, el desarrollo de una policía preventiva con independencia a cualquier contenido penal significativo que pudiera imputársele a una persona (3). Sin negar la existencia de especificidades irreductibles, en el interior de cualquiera de esos campos -tal como Hannah Arendt advirtió hace décadas en referencia al «totalitarismo»-  “todo es posible” a plena luz del día. Si esto es cierto, no estamos tan lejos como quisiéramos de un «núcleo totalitario» en el corazón mismo de las democracias parlamentarias de Europa y EEUU.

Pero, ¿no eran precisamente esas potencias las garantes últimas de un régimen que iba a protegernos, precisamente, del riesgo totalitario? En la economía binaria del discurso hegemónico ese núcleo totalitario no puede ser concebido: es un “impensable” que no impide la producción de experiencias como Auschwitz, Guantánamo o. de forma más próxima, los C.I.E. Puede que no haya un encadenamiento necesario entre estas experiencias, pero incluso si no lo hubiera, la mácula de cualquiera de estas variantes sobre una formación social democrática es tan inaceptable como indeleble.

Lo dicho, por lo demás, tampoco niega la distinción entre «democracia» y «totalitarismo». Más bien, socava las bases de un discurso hegemónico que se representa como encarnación plena de un régimen político democrático, amenazado de hecho tanto por los estados policiales como por los mercados económico-financieros que se desentienden del excedente de refugiados y desplazados que han fabricado.

-III-

Para explicar esta situación inaceptable, no es preciso poner el énfasis en la «mala fe» -o alguna otra falta ética- de los agentes estatales y económicos. Con lo que nos enfrentamos, en última instancia, es con la incapacidad crónica de las políticas europeas para dar una solución global a un problema que, sin lugar a dudas, los países industrializados han contribuido a crear. La realidad-límite de los refugiados pone de manifiesto el fracaso radical de los organismos internacionales –en particular, la Unión Europea, EEUU y la ONU- para dar una respuesta efectiva a un fenómeno de masas. La existencia de organizaciones humanitarias (compensando parcialmente las carencias de una gestión policial de estos flujos de personas) no refuta lo dicho; por el contrario, es producto de la constatación más directa de este fracaso.

Mientras no cambiemos las condiciones de sufrimiento y persecución en las que viven esos millones de personas, lo que una fecha conmemorativa nos recuerda no es más que nuestra actual incapacidad para impedir que “todo sea posible” a la luz del día. Duplicar nuestros esfuerzos para dar notoriedad pública a esta realidad injusta -en la que un ejército invisible debe abandonar sus hogares, sus patrias, sus gentes, con la incertidumbre a cuestas y el dolor del destierro- es un primer paso, insuficiente y necesario. Insuficiente, desde luego, porque la notoriedad pública no necesariamente se traduce en políticas transformadoras de esas injusticias. Necesario, asimismo, porque a pesar del incremento en número total de desplazados y refugiados en el mundo, la visibilidad de esta problemática no ha aumentado en nuestras sociedades europeas.

Lo que es peor: los discursos y prácticas racistas, xenófobas y discriminatorias en los últimos años se han propagado de forma alarmante, en consonancia a una crisis económica grave, pero también a una crisis ético-política en la que la actitud dominante es soltar la mano a los otros, reducidos a “deshechos” de los derechos humanos. Alguien nos recordará con razón que sustraernos del sufrimiento de los demás presagia que otros se desentenderán, a su debido momento, de nuestro propio sufrimiento. El punto decisivo, sin embargo, no es defender una «política de reciprocidad» en nombre de esa anticipación negativa, sino de reivindicar la solidaridad y la justicia como valores universales que tenemos que respetar más allá de las conveniencias coyunturales.

Pretender resolver problemas globales con soluciones locales no es otra cosa que querer apagar un incendio con gasolina. Del mismo modo, construir nuevos campos de internamiento no revierte en absoluto la proliferación de sujetos humanos fuera de campo (en el sentido cinematográfico del término), excluidos de toda ciudadanía. La consecuencia de esta exclusión es grave: impedir que esos sujetos puedan vivir más allá de los umbrales de supervivencia.


En ese sentido, el día mundial del refugiado es más que una conmemoración: es una oportunidad para reflexionar sobre esta injusticia histórica y hacer un llamamiento a cambiar ese núcleo inaceptable. El proyecto del bienestar cercado, rodeado de muros, está destinado al desastre. No podemos ser dignos mientras otros padecen una vida indigna. Apenas somos conscientes de la travesía que emprenden aquellos que ya no tienen lugar. Comprender esa travesía es mirar lo desapercibido, en particular, a quienes se embarcan en una aventura donde se está dispuesto a dar la muerte por otra vida. Conmemorar el día de los refugiados, para que no se convierta en un gesto hipócrita, debería ser también un grito colectivo, grito que no puede silenciarse incluso si no se lo escucha, porque detrás están los cuerpos despojados que lo sostienen. Es ese grito lo que nos interpela en el centro de nuestra responsabilidad política y ética.

Porque –hay que recordarlo- nuestras sociedades opulentas crecen bajo la sombra de miles de “vidas desperdiciadas” como lanza con dureza Zygmunt Bauman: “(…) la nueva plenitud del planeta significa, en esencia, una aguda crisis de la industria de eliminación de residuos humanos. Mientras que la producción de residuos humanos persiste en sus avances y alcanza nuevas cotas, en el planeta escasean los vertederos y el instrumental para el reciclaje de residuos” (4).

La realidad de los refugiados debe analizarse no sólo teniendo en cuenta las crecientes desigualdades Norte-Sur o la inadecuación de las políticas de asilo predominantes, sino también con el análisis de los actuales vertederos humanos que el “primer mundo” produce, convirtiendo una multitud des-rostrada en recurso superfluo. Paradójicamente, esa referencia al otro contribuye a interrogar ese nosotros del que formamos parte, en la responsabilidad de lo que sabemos y de lo que preferimos no saber para evitar la responsabilidad que tenemos ante los demás. A esa responsabilidad infinita con el otro Emanuel Levinas lo llamaba «justicia».

Puesto que no hay neutralidad posible, tomar parte por los “sin-parte” es enfrentar, en primer lugar, el miedo ante otros sujetos culturales, construidos de forma reduccionista -desde una perspectiva etnocéntrica- como “barbarie”. A ese prejuicio hay que replicar con Todorov: “El miedo a los bárbaros es lo que amenaza con convertirnos en bárbaros” (5). A pesar de los repudios, del otro lado, no hay más que sujetos semejantes, demandando lo que les han usurpado. Contra toda naturalización de ese sufrimiento anónimo, tenemos que recordar que ninguna de estas situaciones, que han convertido lo excepcional en norma, es inevitable. Y puesto que no cedemos a la amnesia que termina haciendo del naufragio de muchos el espectáculo de pocos, no podemos sino volver a preguntar: ¿cómo gestionamos nuestra disconformidad para que esta geografía de la fractura no sea nuestra última residencia?
Arturo Borra 


(1) Para un análisis de la política de asilo en España, puede consultarse el “Informe Refugiados CEAR 2010”, disponible en http://issuu.com/movicecapesp/docs/cearnforme2010  
(2) Conviene recordar que la Comisión Europea en la directiva mencionada, a la par de “unificar” las regulaciones sobre inmigración ilegal, endureció sus condiciones de retención, ampliando el tiempo de confinamiento de las personas en situación irregular. Puede consultarse el texto completo de la “Resolución legislativa del Parlamento Europeo, de 18 junio de 2008, sobre la propuesta de Directiva del Parlamento Europeo y del Consejo relativa a procedimientos y normas comunes en los Estados miembros para el retorno de los nacionales de terceros países que se encuentren ilegalmente en su territorio”, en http://register.consilium.europa.eu/pdf/es/08/st03/st03653-re03.es08.pdf  
(3) Agamben, G., Medios sin fin, Pretextos, Valencia, 2010, p. 27 y siguientes. Con rotundidad, señala Agamben: “El campo es el espacio que se abre cuando el estado de excepción empieza a convertirse en regla. En él el estado de excepción, que era esencialmente una suspensión temporal del orden jurídico, adquiere un sustrato espacial permanente que como tal, se mantiene, sin embargo, de forma constante fuera del orden jurídico normal” (op.cit., p. 38).
(4) Bauman, Z., Vidas desperdiciadas, Debate, España, 2008, p.17.
(5) Todorov, T., El miedo a los bárbaros, Galaxia Gutenberg, España, 2008, p.18.

viernes, 12 de agosto de 2011

Las cosas de palacio...

Eso ya lo sabemos todos, las cosas de palacio van despacio. Es así, en todas partes te marean con los papeles que hay que entregar y tardan mucho en dar una resolución, pero es que este país me parece que está empezando a llevarse la palma.

Yo, muy absurdamente creía que en Alemania no había problemas, tú entregas tus cosas, esperas un poco y listo. Pero nooooo, ¡que va! aqauí son la cosa más inflexible que he visto yo en la vida. Para la tramitación de la plaza en la universidad como estudiante regular, es decir, dejando de ser Erasmus, no he tenido más que problemas, además de no querer aceptar mi solicitud, porque decían no cumplía los requisitos necesarios al no tener la forma que ellos esperaban.

Aquí no te informan de nada, claro esperan a que sea tarde y no puedas reclamar en caso de que no estés de acuerdo con la resolución. Además de hacerte esperar un montón, ¡se equivocan! Acabo de mirar mi perfil en internet para ver qué datos tienen mios, y resulta que se han equivocado y en vez de tramitar mi solicitud para el segundo ciclo en la universidad, los están tramitando cómo si yo quisiera empezar de cero, vamos, sin tener en cuenta los que ya he hecho en España. ¡¡¡Apaga y vamonos!!!

martes, 9 de agosto de 2011

Criticar por criticar

Yo siempre he creído que la crítica constructiva es alguno bueno, puede ayudarnos a ver fallos o errores que nosotros mismo no vemos o que no los percibimos como tal. Ese tipo de critica está bien, a ver, a todos nos puede molestar ser criticados, porque queramos que no, es ver un fallo, reconocerlo y se supone que intentar cambiarlo.

Hay otro tipo de crítica que yo considero mala, es que lo que todo el mundo llama crítica destructiva. Con este tipo de crítica no se busca solucionar un problema o mejorar algo, lo que se busca es dannar a la persona o gente que comete algo que a los ojos de los demás es un fallo.

Lo que más me toca la moral es la gente que creyendo saber, no tienen ni punnetera idea y critican porque sí, a lo loco, sin saber, sin pensar, sin conocimiento de causa. Lo peor de todo, es que este tipo de "criticadores" suelen ser bastante maestro liendre, de estos que todo sabe pero nada entiende.

Desde que estoy en Alemania he hoy criticar a los Alemanes (ojo, no todos son así) sobre todos los temas posibles, sobre todos los fallos que se cometen en Europa y sobre todo les he visto y oído poner a caldo a los países del sur de Europa, entre ellos como no, Espanna.

Para lo que sepáis alemán os dejo una muestra de esta sabiduría criticona germana

sábado, 6 de agosto de 2011

De vuelta al infiernos, digo a España

Habrá a quien le suene exagerado, habrá quien diga que soy una melodramática, sin embargo, es así como yo lo veo. Aquí no dan su brazo a torcer ni atienden a razones. Nos mandan de un sitio para otro, contándonos cada vez una milonga distinta. Después de dar más vueltas que una noria, me ha quedado claro que mis papeles no van a llegar a la facultad de la HU, donde deberían de ser estudiados, y donde tiene lugar la convalidación de las asignaturas cursadas en España.

Me veo volviendome a España por lo menos cuatro meses. Económicamente mi ruina total, porque aquí apurando pero llego a fin de mes, además con el trabajo en la dietética, más algo que tengo ahorrado, más lo que algún mes podrían darme mis padres, podría quedarme aquí. En España ni tengo, ni tendré trabajo y el hecho de acabar la carrera allí me cuesta un dinero que no tengo, y que desgraciadamente no voy a tener, porque tal y como está el patio dudo mucho que vaya a encontrar cualquier tipo de trabajo.

Sólo me queda dar las gracias  toda la gentuza de uni assist y a la oficina de admisión de la HU. Sepan ustedes que me mandan al infierno. Espero que tengan la concienca muy intranquila y que no puedan dormir por las noches, porque desde luego, son ustedes calaña.

lunes, 1 de agosto de 2011

Amenazando con volver...


"...lo admito: ¡Me gusta tocar las narices!..."

Infinitos besos de bolsillo

jueves, 28 de julio de 2011

Racismo I

Este es un tema que de verdad no quería llegar a tocar, o por lo menos no de manera tan seria. Sí que pensaba que cuando me pasara alguna cosa relativa al tema la contaría, pero más a modo de anecdota que como queja o reivindicación. Un comentario más en la linea de "játeto estos teutones que raricos que son" y no en tono de "no me puedo creer que me traten así por venir del sur de E·uropa"

Según el diccionario online de la RAE racismo es:  Doctrina antropológica o política basada en este sentimiento y que en ocasiones ha motivado la persecución de un grupo étnico considerado como inferior.

Marco en negrita las últimas 3 palabras porque reflejan perfectamente la realidad a la que me quiero referir. Mira que no me es fácil, que preferiría hacer tres comentarios chorras al respecto y reirme sobre ello.Pero no puedo, es que ya me está llegando tanto que me influye y hace que incluso mi manera de pensar cambie y que me cuestione ciertas cosas que yo tenía como seguras. ¿Merece la pena luchar por quedarse en un lugar en el que siempre que pueden te recuerdan que no eres de los suyos, que no perteneces a ese lugar?


Yo ilusa de mi, pensaba "Yo racismo no viviré, porque yo soy Española, yo he tenido la suerte de nacer en el primer mundo, y soy europea,yo de eso no...no...no, lo conozco"


Yo siempre he dicho, que a mi me da igual, raza, color, religión, de dónde se viene o a dónde se va, siempre que la persona sea buena y tenga intención de trabajar y de integrarse, por supuesto todos tenemos derecho a preservar nuestra identidad. Siempre he creído que la gente que emigra a otro país buscando un futuro mejor que en el que su propio país le espera es digna de admiración. Esas personas tiene unos derechos, pero también unas obligaciones. Siempre he creído que quien venga a trabajar, a estudiar, a formar parte de un país y así enriquecerlo será bienvenida. Personas que pretendan vivir del estado de bienestar creado por otros, que trabajaron para ello, deben marcharse y si ellas mismas no se marchan deben de ser echadas sin contemplaciones ni miramientos.


Siempre he creído que a toda buena persona, con buena voluntad, con ganas de trabajar, de estudiar, de por supuesto, hablar el idioma bien, le iría bien. Creía que esa persona sería vista como persona y no como nacionalidad. Creía que sería respetada y valorada, no sólo como persona de plenos derechos, si no como persona que se está esforzando en aprender e integrarse.

Pues va a ser que me equivocaba. Da igual cuan buena persona seas, cuanto empeño tengas en mejorar y en integrarte, a esta gente no le vale de nada. No van a dejar de verte como una nacionalidad.