viernes, 2 de septiembre de 2011

Democracia y revuelta: la experiencia de ruptura del 15M





1) El estallido de lecturas

La proliferación de lecturas en torno al movimiento 15-M no se limita a una práctica especular, acotada a la voluntad -siempre fallida por lo demás- de reflejar un proceso social ya constituido. Es, más bien, un modo de construirlo en términos discursivos y, mediante su dimensión performativa, incidir en una direccionalidad política específica. De ahí la relevancia de las categorías interpretativas: recortan y especifican un modo concreto de inteligibilidad y, con ello, contribuyen a crear de modo determinado lo que interpretan.
 
Mientras algunos mass-media se apresuran a definir el movimiento como un sujeto juvenil reformista, otros enfatizan su condición revolucionaria (e incluso libertaria) y tampoco faltan quienes lo reducen a una reacción defensiva pequeño-burguesa. Dada la heterogeneidad del 15M esas lecturas encuentran parcialmente elementos que las corroboran, pero no siempre consideran una cierta ambivalencia política -como si de tratara de una identidad preconstituida o de un sujeto político uniforme- que, lejos de resultar un obstáculo, pone de manifiesto una temporalidad en la que la indefinición relativa es condición de existencia de un nuevo poder constituyente en el campo político español.

Destacar ese punto, por lo demás, no niega la premisa básica de esta reflexión: toda lectura, por el hecho mismo de arrojar luz en cierta dirección, traza su propia línea de sombra, lo que equivale a asumir la parcialidad del propio punto de partida, ni siquiera cancelado por un intento de totalización abierta. En ese sentido, como «objeto dinámico», el movimiento 15M rebasa cualquier lectura que pueda hacerse al respecto.

Dicho lo cual, hay suficientes elementos para suponer que si bien las ambigüedades que atraviesan este movimiento persistirán en el corto plazo, ello no excluye una progresiva construcción de equivalencias políticas entre sus elementos plurales. Desde una perspectiva estratégica que apueste por la internacionalización de la revuelta, el significante vacío (1) más apropiado para favorecer un encadenamiento de reivindicaciones diferenciales no es «democracia real ya» (DRY), «15M» o «acampados» sino el de «indignados»: traza un punto nodal en el que una multiplicidad de agentes sociales pueden sentirse incluidos, a pesar de unas diferencias ideológicas irreductibles y precisamente por su falta de anclaje a un grupo concreto. El carácter difuso de este significante, invocado como un límite para la construcción de una identidad reconocible, es más bien condición de existencia de su potencial expansión, no exenta de contradicciones y tensiones. Si “DRY” reenvía a una plataforma específica que no suscita identificación por parte de otros grupos participantes, y si tanto “15M” como “acampados” trazan referencias histórico-locales, la de “indignados” tiene la ventaja de rebasar cualquier espacio-tiempo local y ser apropiada por movimientos sociales diversos en múltiples lugares (lo que implica una deriva que no puede resolverse a priori). Aún así, puesto que dicho proceso de internacionalización es por el momento incierto e incipiente, me limitaré a reflexionar sobre el 15M como experiencia colectiva de ruptura.

Nada señala que la proliferación interpretativa sobre estos acontecimientos políticos no siga su curso meses después de las revueltas pacíficas que se produjeron en distintas ciudades españolas: desde una interpretación fascista que denuncia la debilidad del gobierno nacional y llama al desalojo policial inmediato de los “piojosos y perroflautas” (sic) de las plazas públicas (en nombre de la seguridad, el orden público y la salubridad de no se sabe qué damnificados) hasta una interpretación que enfatiza la dimensión revolucionaria de sus prácticas asamblearias y horizontales (marcadas por un anticapitalismo militante), pasando por quienes reconocen en ese movimiento un relevo generacional de grupos libertarios y ácratas aplastados brutalmente por un estado opresor o por quienes toman distancia de su presunto reformismo demócrata-burgués y su falta de radicalidad política.

Sin embargo, el discurso que tanto en los medios masivos de comunicación como en el sistema político institucional tiende a prevalecer es el de un “movimiento de jóvenes indignados” que, por una situación de crisis, está siendo afectado por las dificultades en el acceso a la vivienda y al empleo (más o menos cualificado). Dicho de otra manera: el discurso dominante liga la indignación a una reacción defensiva de una “juventud” acosada por el estrechamiento de sus oportunidades vitales que, en una actitud que oscila entre lo ejemplar y lo incívico (con supuestos conatos de violencia que mancharían su identidad, erosionando su legitimidad democrática), sale a las calles a reclamar que los escuchen (algo que, salvo algún partido de izquierda, no ha ocurrido en absoluto con respecto a los partidos mayoritarios, a pesar de algunos gestos demagógicos efectuados en ese sentido). En un giro nada inocente, se borra de esas luchas cualquier dimensión que conecte a los antagonismos de clase, construyéndose una categoría sociológica homogénea (“la juventud”) allí donde hay, más bien, una pluralidad de identidades sociopolíticas incontenibles.  

Ese discurso dominante no está exento de disputas. Las advertencias de algunos miembros de la casta política son claras y no por azar circulan acusaciones que señalan al 15M como un “movimiento totalitario” (sic) que ha traspasado “la línea roja” (sic) y actuado de forma “antidemocrática y violenta”, al decir de Artur Mas de CIU. No faltan escenas de políticos que se conciben como «víctimas» de unos actos de protesta que vulneran sus derechos o perturban el orden público. Alcanza recordar la legitimación por parte del exministro del interior Pérez Rubalcaba de la vergonzosa carga policial en Valencia el pasado jueves 9 de junio de 2011, alegando que no se podía tolerar la violencia (sin aportar la más mínima prueba de las supuestas agresiones a la policía por parte de los manifestantes). O, para remitirnos a un contexto más inmediato, a las justificaciones gubernamentales de las cargas policiales contra las marchas laicas en Madrid, simultáneas a la visita de la máxima autoridad católica. 

Tampoco resulta sorprendente, en ese contexto, que a medida que se sucedieron las semanas, la burguesía comercial afectada por las acampadas en Puerta del Sol haya mostrado su recelo, invocando pérdidas millonarias. (Dicho sea de paso, su posición presupone que en otras condiciones habrían obtenido millones de ganancia; pero si eso es cierto, ¿con qué credibilidad invocan de forma crónica la crisis para sumarse a los que exigen más “flexibilidad laboral”, esto es, nuevas precariedades para las clases trabajadoras?). No es de extrañar un creciente viraje de la “tolerancia” a la “reprobación” (que no es más que la contracara de la primera) por parte de estos sectores sociales. Su demanda creciente de uso de la fuerza policial para impedir la ocupación de espacios públicos que simbolizan al movimiento (especialmente la Plaza del Sol) es coherente con sus identificaciones de clase y su repudio a todo aquello que ponga en jaque su régimen de privilegios.

A pesar de esos estigmas y tachaduras, el movimiento en esta fase sigue suscitando «simpatías» mayoritarias (y uso deliberadamente este término para indicar una distancia efectiva entre las reivindicaciones del 15M y unas adhesiones recelosas de sumarse de forma abierta, descreída de sus posibilidades de cambio). El apoyo social al movimiento 15M sigue siendo tan amplio como inestable y no debe inducir a engaños. Que hasta la mujer más rica de España manifieste su apoyo resulta relativamente previsible, considerando la heterogeneidad radical del movimiento (recordemos que participan más de 200 plataformas ciudadanas) y la pluralidad de demandas que en más de una ocasión asumen direcciones diferentes. Salvando a los guardianes mediáticos de la oligarquía financiera y de la derecha política (encarnados de forma caricaturesca por el canal televisivo Intereconomía), lo que prima en los medios masivos es un discurso que oscila entre la benevolencia paternalista, el borrado escandaloso de su acontecer y unas advertencias recurrentes ante la posibilidad de que estos actos colectivos traspasen ciertos límites propios de la mentada “normalidad democrática”. Puesto que en este discurso la revuelta pacífica está asociada a los jóvenes se transita sin dificultad entre una actitud contemplativa –planteando como “razonable” el enojo para una generación privada de bienestar- y una actitud recelosa –las travesuras de juventud pueden terminar mal y más si se suman esos individuos peligrosos y desclasados, como caídos del cielo, llamados “antisistema”-.

Esas actitudes, desde luego, no son impedimento para que la cobertura informativa sea dispar, cambiante y alineada tanto al partido de gobierno como al establishment económico-financiero. Esa “cobertura” se hace fugaz cuando no puede directamente suprimirse, pero el sesgo discursivo es claro: se trata de un movimiento juvenil minoritario -de una dimensión indefinida: cientos o miles a lo sumo- que, en la medida que no alteren el “orden público”, sólo marginalmente forman parte de lo noticiable, de lo que la opinión publicada interpreta como públicamente relevante. Las mismas vulneraciones al estado de derecho por parte de sus presuntos defensores, esto es, por parte de las autoridades políticas y policiales, no parece ameritar ninguna crítica ni siquiera por parte de la cadena pública de televisión española (TVE), responsable de ofrecer un servicio público de información veraz y confiable. Cualquier consejo deontológico de periodistas independientes no dudaría en tachar a estos medios masivos como órganos sistemáticos de desinformación y por tanto, como instancias de nula credibilidad. Los responsables de su gestión, incluyendo los periodistas que contribuyen a estas actividades propagandísticas que empaquetan las noticias como mercancías a clientes ávidos de distracción, deberían responder al grave incumplimiento de sus deberes periodísticos, sin descartar sanciones de suspensión o inhabilitación profesionales en los casos más notables. La manipulación deliberada de videos en los que la violencia policial es invisibilizada por obra del montaje; la desatención de denuncias documentadas sobre policías infiltrados; la reproducción de informaciones no contrastadas con respecto a supuestas agresiones a la policía; el espacio televisivo marginal prestado a acontecimientos políticos locales de primera magnitud como el 15M; el sobredimensionamiento de actos de violencia callejera aislada; la descalificación y menosprecio mostrado hacia este movimiento democrático, entre otras cuestiones, justifican esta petición.
 
2) Hegemonía neoconservadora y 15M

¿Cómo se explica que no obstante ese apoyo social amplio un partido político como el PP haya arrasado en las elecciones municipales y autonómicas del 22-M? En otras palabras, ¿por qué fue posible su triunfo electoral a pesar de las simpatías suscitadas por un movimiento que desde el principio tomó distancia del bipartidismo?

En primer lugar, si se tiene en cuenta que el PP obtuvo aproximadamente alrededor de nueve millones de votos, de un total de 23 millones de votantes efectivos, la respuesta es clara: en la presente monarquía parlamentaria alcanza con ser primera minoría para gobernar. La paradoja de este tipo de "democracia representativa" es que está basada en que una primera minoría gobierne a todos alegando ser mayoría absoluta. Si el número de personas que optaron por la abstención es superior a los 11.000.000 de personas, la conclusión es que la mayoría considera que esta forma de democracia (“representativa”) no es suficiente para movilizar su energía política. Una democracia así concebida, sin embargo, tiene serios déficits democráticos. Que un partido político pueda gobernar con 3 millones menos de personas que los que reúne el electorado que no vota a ningún partido (33,77% de abstinencias, 1,70% de votos nulos y un 2, 54 % de votos en blanco) cuestiona la “representatividad” de esa primera minoría y más en general, la legitimidad del sistema electoral español que protege de forma antidemocrática el bipartidismo dominante.

Una segunda consideración debe tomar en cuenta la factura o el desgaste sufrido por el actual partido de gobierno. A la baja representatividad del sistema político vigente hay que sumar el desgaste de un gobierno que no ha dudado en aplicar de forma oblicua el recetario neoliberal. Más que en clave de desempeño del partido de oposición (que augura una radicalización del neoconservadurismo), hay que leer la debacle del 22M como el costo electoral del giro político del partido gobernante. Aunque los efectos de erosión de la hegemonía neoconservadora son crecientes, lo antedicho no implica necesariamente que estemos asistiendo a un cambio político inminente. En todo caso, limitan dicho proceso hegemónico y remarcan las resistencias sociales que en el presente se están articulando.

La tensión política entre ese proceso y un apoyo difuso pero mayoritario al movimiento 15M señala, en tercer lugar, la amplitud de sus reivindicaciones. Esa amplitud posibilita que diferentes sectores y grupos se identifiquen si no con el conjunto de sus planteamientos, sí al menos con algunos de estos. En ese sentido, lo que confiere cierta unidad al movimiento 15-M no es la uniformidad identitaria ni el consenso político, sino más bien su antagonismo sostenido ante un sistema político, económico e institucional incapaz de dar una respuesta satisfactoria a las demandas de millones de ciudadanos.

Este antagonismo popular no sólo no está siendo desarticulado por la acción policial sino que es atizado con cada una de sus intervenciones. Si por un lado el actual gobierno nacional y algunos gobiernos autonómicos han optado por criminalizar la protesta social (al punto de penalizar a algunos de sus miembros, de infiltrar a la policía secreta dentro de algunas manifestaciones como es el caso de Barcelona y Valencia y de ordenar sucesivas cargas policiales injustificadas) en grados diversos y con algunas vacilaciones propias al cálculo de posibles efectos electorales negativos, por otro lado, el movimiento 15M se ha reafirmado con nuevas acciones de protesta y elaboración de propuestas tan concretas como factibles.

El fracaso de la política del miedo se atestigua en el fracaso del miedo a la política: incluso en pleno receso, las calles se han convertido en el escenario de una práctica política impensable hace escasos meses, cuando las estructuras institucionales (incluyendo partidos y sindicatos) pretendían ejercer el monopolio de la representación. La repolitización de las prácticas sociales abre brechas para una política radical, poniendo en jaque la despolitización propia de una sociedad del espectáculo. Al desprecio a la democracia que los sujetos políticos y económicos dominantes muestran, el movimiento 15M responde con una democratización radical de sus decisiones y una reconstitución del poder constituyente.

3) La erosión de la política espectacularizada

Aunque no dispongamos de ninguna racionalidad instantánea para determinar la condición revolucionaria de este movimiento de una vez para siempre (devenir-revolucionario no es una fatalidad histórica ni una necesidad trascendental), al menos sí podemos identificar en su interior algunas prácticas y significaciones emergentes que validan la idea de que estamos contribuyendo a la construcción de una cultura política incipiente que pone en cuestión lo que Debord interpretaba como la «espectacularidad» de lo social, esto es, su reducción a lo dado, en la que el ciudadano es producido como espectador de una escena predefinida. Dicho de otro modo: si vivimos en una sociedad del espectáculo (como “relación social entre las personas mediatizada por la imagen” [2]) posibilitada por una economía de la abundancia, la crisis de esta economía es también crisis de una subjetividad marcada por un proyecto político que justifica lo existente. A la “(…) libertad dictatorial del Mercado, atemperada por el reconocimiento de los Derechos del Hombre espectador” (3), el 15M contrapone otra escena que, estrictamente, no escenifica nada, sino que moviliza un inconsciente político revolucionario.

Nada de ello es motivo para una ilusión sobredimensionada: cuestionar la «mistificación burocrática» sólo es el primer paso para la invención de una sociedad postcapitalista que ponga en jaque la separación radical que estructura la espectacularización de lo social. Al optimismo de la voluntad hay que contrapesarle el recuerdo perturbador de un capitalismo que se reproduce incluso si ello significa la ruina continua de sus promesas y la destrucción diaria de cientos de miles de vidas.
 
Eso no es óbice para pensar esta intervención colectiva como una réplica que erosiona la escena sedimentada, abriendo un tiempo de repolitización de lo social, esto es, creando una aceleración histórica que abre como horizonte de posibilidad una transformación radical de la sociedad. Ahora bien, puesto que se trata de una posibilidad contingente entre otras, no hay ninguna razón para suponer que esa transformación será efectiva (ni, mucho menos, inmediata). La posibilidad de una restauración autoritaria del control resulta mucho más inminente y cierta. Es probable que, de no articularse a nivel internacional, el 15M sea crecientemente reprimido y, en consecuencia, esa posibilidad transformadora quede momentáneamente clausurada.

En el contexto de esa indeterminación relativa, puede afirmarse que al inmovilismo ciudadano le sobrevino un estallido pacífico pero activo de sujetos que luchan de forma apasionada contra el hundimiento resignado de sus esperanzas. Ante una política del espectáculo que pasiviza al sujeto, incluso justificando las decisiones como cuestiones técnicas ineludibles, el 15M replica a fuerza de indignación, resemantizando lo público como espacio de protesta y deliberación políticas. Con ello, interroga el sentido de lo público como mero espacio de circulación de mercancías o lugar de esparcimiento privado. Al deseo de dormir de una sociedad, el 15M responde con un deseo lúcido de soñar: no sólo cuestiona la especialización del poder y las jerarquías representativas, sino que cuestiona lo permitido. Forja lo posible contra una legalidad que tiende a anularlo en una red de relaciones de poder radicalmente desigual.

Insistamos en el punto: el 15-M -como sujeto político plural- no constituye, al menos momentáneamente, una configuración hegemónica alternativa; más bien, tiende a limitar la hegemonía cultural y política del neoconservadurismo, a la que contribuyen las fracciones dominadas de las clases dominantes (entre ellos, una intelligentia tecnocrática comprometida con el capital financiero y empresarial). La hegemonía del conservadurismo, aunque no ofrece perspectivas para una salida inmediata a la crisis estructural de legitimidad partidaria, hace previsible la victoria electoral del derechista PP y, menos coyunturalmente, el taponamiento en el corto plazo de un cambio sistémico. Puesto que el capitalismo necesita instaurar un régimen sacrificial para seguir reproduciéndose, una perspectiva de cambio revolucionario debe empezar erosionando las bases de ese régimen. En esa dirección, no sin tensiones políticas, parece estar avanzando el 15M.

4) Razones de las indignaciones

Referirnos a múltiples indignaciones, sin centro unitario, se ajusta más a los acontecimientos políticos que intentamos pensar, en tanto dislocaciones de un orden social parcialmente desestructurado. La pluralidad de insatisfacciones sociales resulta clara. Sin pretensiones de exhaustividad, hay que recordar las siguientes:

  • el autismo del sistema político ante demandas y necesidades de la sociedad civil, tanto a través del desentendimiento del bien común como de la privatización de empresas públicas rentables;
  • las falencias democráticas del sistema electoral español, en el que el voto de los ciudadanos no cuenta por igual según el partido del que se trate;
  • la política fiscal profundamente regresiva (que grava más a los que menos tienen y desgrava a la franja minoritaria que concentra las rentas y las propiedades);
  • la transferencia de pérdidas del sistema financiero a la ciudadanía y de recursos económicos de la ciudadanía al sistema financiero o, dicho en términos de clase, la expropiación manifiesta de las clases propietarias a las clases populares;     
  • el cinismo hipócrita de las estrategias de alianza del estado español, que no sólo deslegitima a nivel internacional cualquier alternativa política, sino que además destina fondos públicos para el sostenimiento de una política exterior belicista;
  • la desfinanciación cortoplacista de las instituciones educativas y culturales simultáneamente a la financiación de instituciones religiosas, militares y financieras;
  • la connivencia entre estado y sindicatos mayoritarios que no sólo han desmovilizado a sus afiliados, sino acordado graves recortes de derechos, como contrapartida de cuantiosas subvenciones;
  • la persistencia de un régimen monárquico anacrónico, que además de defender privilegios de nacimiento y títulos nobiliarios de tradición medieval, participa en negocios opacos, goza de inmunidad jurídica y está sustraída de la crítica pública;
  • la retórica gubernativa de la austeridad, que reclama sacrificios colectivos sin regular la abundancia privada de las oligarquías económicas ni penalizar de forma suficiente la corrupción política y empresarial;
  • la continuidad de los desahucios (más de 300000 familias sin vivienda mientras en España el saldo de viviendas vacías es de 700.000) y el aumento de la pobreza (más del 20% de la población total);
  • los ajustes y reformas laborales exigidos por las grandes empresas mientras distribuyen beneficios en un contexto donde el paro supera el 20% de la población activa;
  • la actuación delictiva e impune de la banca y agentes de bolsa, responsables centrales de la crisis financiera y principales beneficiarios de la misma, incluyendo una política de rescate financiada por el estado;
  • el subsidio millonario que el estado español, constitucionalmente declarado aconfesional, proporciona a la iglesia católica (más de 10.000 millones en 2010) mientras impone políticas de ajuste;
  • los órganos de un sistema judicial injusto, con tintes no sólo conservadores sino radicalmente autoritarios y clasistas;
  • las estrategias de desinformación y descalificación que los mass media han puesto en marcha para desactivar las protestas sociales, así como el control informativo férreo que fijan las principales agencias de información a nivel mundial como modo de perpetuación de lo existente;
  • la desigualdad institucionalizada entre inmigrantes y el resto de ciudadanos y la expansión del racismo y la xenofobia institucionalizadas;
  • el oligopolio ejercido por algunas corporaciones trasnacionales, incluso en sectores críticos como la alimentación y la farmacopea, instaurando un régimen de especulación indiferente a la supervivencia y a la hambruna de pueblos enteros;     
  • la resignación y sumisión que siguen gobernando nuestras prácticas cotidianas en el mundo laboral y político, así como la lentitud de respuestas colectivas críticamente articuladas.
En suma, no sólo está en cuestión un sistema político y económico basados en la mercadocracia y la plutocracia (tal como recuerdan algunas pancartas, como p.e. “esto no es una crisis, esto es una estafa”,  “democracia not found” o “no somos mercancías en manos de políticos y banqueros”), sino también una cultura del consumismo que ha declinado del “derecho de soñar” y, en general, a imaginar e instituir otro mundo social. En particular, está en cuestión una ética capitalista que instituye un vínculo instrumental y apropiativo con el otro, basada en la ambición de conquista y el dominio técnico del mundo, incluyendo el mundo social.

No todas estas indignaciones tienen la misma relevancia y, de hecho, en diferentes grupos las prioridades de unas sobre otras varían. No constituyen unideario, aunque es reconocible una perspectiva que podría unificarse en la crítica al capitalismo. Relevan asimismo una situación en la que unos agentes sociales se movilizan tras la búsqueda de otro mundo posible. De la articulación de esas insatisfacciones en un proyecto político contrahegemónico depende, en buena medida, su persistencia como movimiento emergente.


5) La brecha abierta por el 15M

Un acontecimiento político de esta magnitud es insoslayable para la vida pública. Como intervención histórica, marca unas modalidades singulares que reclaman mayor atención.

En primer lugar, la carencia de líderes que hace posible una función de liderazgo compartido. La presencia de portavoces rotativos resta importancia a la pugna de roles. En ese sentido, esa carencia constituye una condición para el ejercicio de una práctica asamblearia, en la que los intercambios están marcados por un principio efectivo de igualdad, más allá de las previsibles disputas por el protagonismo por parte de algunos de sus miembros.

La apuesta por la no-violencia, asimismo, aunque no impide una creciente represión policial y jurídica, sí la deslegitima socialmente. Ante la evidencia de un movimiento pacífico de protesta, las cargas contra éste son interpretadas mayoritariamente, con razón, como una vulneración del estado de derecho. Esa interpretación se transforma en un enérgico cuestionamiento a las actuaciones policiales y, en menor medida, a las decisiones estatales que le subyacen. Muestra las graves restricciones existentes que impiden un ejercicio democrático como la protesta, en la que todo ciudadano sea considerado, de forma concreta, como un sujeto de pleno derecho. La ideología ilustrada del ciudadano libre e igual queda jaqueada por un estado que se limita a administrar unos privilegios de clase y a obturar, de forma ilegítima, la práctica del disenso. Aunque dicha apuesta evita un mayor descrédito mediático, es probable que la violencia policial sistemática pueda generar, en algunos sectores minoritarios dentro del movimiento, estallidos efímeros de violencia callejera.

En tercer lugar, la modalidad asamblearia y desjerarquizada que estructura las prácticas comunicacionales al interior  del movimiento, a la par de posibilitar la construcción de propuestas con consensos mínimos (no necesariamente unanimidades),  pone serios límites a cualquier intento de cooptación por parte de los partidos políticos tradicionales. Al evitar la designación de interlocutores fijos, el movimiento se protege simultáneamente de la criminalización de los que asumen de manera rotativa una función de liderazgo e impide pactos a espaldas de sus mayorías. De esta manera, se sostiene un proceso deliberativo que permite la creación de lineamientos de acción y reivindicaciones colectivas sujetas a la crítica colectiva, sin compromisos asumidos de forma unilateral.

Un cuarto componente, ligado al precedente, es la persistencia en una alternativa extrapartidaria, que limita la asimilación sistémica. Si bien esta situación habilita que partidos políticos de izquierda puedan apropiarse de forma legítima de sus propuestas, la autoexclusión de la lógica partidaria constituye al movimiento en un factor permanente de presión, central en cualquier sociedad que se precie de democrática. Instaura con ello un órgano no-institucional de control que fiscaliza las decisiones gubernamentales y visibiliza políticas y acciones claramente antipopulares. En pocas palabras, contribuye a materializar un modelo de democracia participativa, necesaria en sistemas parlamentarios que, de forma cada vez más notoria, se subordinan a los intereses particulares de los poderes económico-financieros establecidos.

También hay que mencionar la creciente capacidad de autoorganización y autoconvocatoria del movimiento, contrariamente a las profecías de la derecha autoritaria. La coordinación horizontal y la acción descentralizada han mostrado su eficacia cuando se utilizan de forma imaginativa y con la lucidez que aportan sus participantes. La constitución de comisiones específicas, para atender necesidades diferentes, en tanto ha evitado la compartimentación, ha probado ser un método eficaz cuando se articula en asambleas generales, convocadas de forma rápida y con importantes niveles de participación.
La elaboración de elementos para un discurso crítico es otro aporte relevante del 15M. En dicha elaboración pueden rastrearse elementos de una «poética de la revuelta» que conjuga de forma creativa un ideario heredado de la izquierda, unas demandas coyunturales nacidas de la insatisfacción de algunos sectores sociales y unos modos expresivos que incluyen desde la poesía al graffiti, pasando por la creación de pancartas (plagadas de humor, crítica incisiva e interpelación directa) como por el uso de recursos teatrales (como el mimo) y la implicación del cuerpo en la protesta.
 
En ese sentido, constituye una dimensión central del 15M el despliegue de una política del cuerpo en el que la sensibilidad es reconstituida para hacer posible una proximidad con el otro, negada por la productivización del cuerpo. A pesar de la burla o el sarcasmo que estas prácticas propias a una nueva sensibilidad han despertado incluso entre sectores de la izquierda tradicional, inciden en una dimensión fundamental de la vida social: la proxémicaque, en nuestra sociedad, tiende a quedar confinada al círculo de la intimidad. Reactivar un cuerpo próximo es, también, apuesta por otros vínculos sociales, en los que el erotismo, la fraternidad y el mutuo reconocimiento no aparezcan como elementos recluidos en una intimidad acorralada sino como dimensión estructurante de lo humano.
En estrecha conexión a lo precedente, aparece en este horizonte una ecología política, ligada no sólo a la reivindicación de los derechos de la naturaleza (absolutamente menospreciados en la política clásica), sino también al derecho a sentirse parte de esa naturaleza maltratada. Si bien algunos grupos han reenviado esas reivindicaciones a un ámbito místico-religioso, son comunes a una sensibilidad social que interpreta la destrucción del medio ambiente como un asunto político de primer orden, en tanto afecta no sólo la vida en común sino la posibilidad misma de supervivencia del género humano.

Aunque la búsqueda de unanimidad ha trabado en varias ocasiones el desarrollo de propuestas que rebasen una lógica de mínimos, siendo un límite que puede y debe superarse, el 15M a través de su estructura asamblearia ha encarnado una alternativa política en la que la pluralidad ideológica no sólo no es vivida como amenaza, sino como condición de una democracia participativa. Contra la disciplina partidaria que llama al alineamiento en bloque, el 15M muestra una opción políticamente relevante y factible: hacer de la pluralidad no un elemento residual que debe permutarse por una unidad, sino  un componente irreductible y central en el proceso de toma de decisiones. Aunque eventualmente ensombrecido por un eclecticismo de corto alcance, y a condición de no convertirse en relativismo, un cierto pluralismo crítico es parte irrenunciable del proceso de radicalización democrática. Esa pluralidad diferencial es condición de posibilidad de la construcción de unas equivalencias discursivas que, efectivamente, apuesten por una construcción contrahegemónica.

El uso de las tecnologías de la información y la comunicación, en particular, de las llamadas “redes y medios sociales” así como de telefonía móvil (como medio fotográfico y audiovisual instantáneo) también es destacable, especialmente por el uso estratégico que miembros del 15M han hecho para burlar o erosionar el bloqueo informativo propiciado por los principales medios masivos de comunicación. Así como los medios no son neutrales con respecto a las finalidades, también puede decirse que las finalidades no son independientes a los medios. Sin esas tecnologías, algunas peculiaridades de estas luchas sociales y políticas no serían siquiera posibles. Desde luego, es un error atribuir un protagonismo desmedido a estas tecnologías, pero el poder de convocatoria y organización descentralizada que han posibilitado es un factor estratégico a considerar.

Finalmente, y sin pretensiones de exhaustividad, también hay que mencionar la participación persistente de una multiplicidad de plataformas en la que preocupaciones tan diversas como las referidas a la vivienda o a la defensa de la inmigración han constituido focos específicos de acción. Forma parte de esta historia por venir la historia de sus conquistas.


6) El porvenir de una revuelta

Ya he enfatizado la importancia de no sobrevaluar las especificidades que el 15M activa ni subestimar los riesgos a los que se expone (desde la asimilación sistémica hasta la disgregación sectaria, la jerarquización de sus grupos, la institucionalización de sus demandas, la indistinción generalizante en sus cuestionamientos o el desvanecimiento de sus reivindicaciones más radicales). Es cierto que el movimiento 15M no ha cambiado de forma estructural el actual estado de cosas: no alteró la hegemonía política de la derecha -consolidada tras la debacle sonora del PSOE-. Tampoco detuvo las reformas laborales y constitucionales en curso, ni generó cambios significativos en la banca. Ni siquiera ha logrado que los actores dominantesdel sistema político institucional mostraran la más mínima apertura ante sus demandas plurales, aunque sí lo haya conseguido en partidos como Izquierda Unida y otros partidos locales. Por el contrario, en los dos partidos mayoritarios generó una clara condena por parte del PP y un gesto entre vacilante y represivo del PSOE, a pesar de su retórica demagógica.

En vez de concluir, de lo que se trata es de no prejuzgar el devenir contingente del 15M. Si hablar de «revolución» es más una declaración de intenciones que una realidad, de ahí no se deriva que sea ilusorio referirse a un movimiento que puede devenir-revolucionario. Hay suficientes dimensiones para señalar que está configurándose en esa dirección, sin por ello negar los riesgos que implica la presencia minoritaria de algunos grupos de derecha, ciertos reclamos acotados a un ideario reformista, los componentes teológicos y místicos de algunas de sus identidades, el riesgo de fragmentación interna por disputas de poder o el fantasma de una impugnación indiscriminada de lo político y lo sindical, por poner algunos casos.

Decir que el 15M no cambió nada es falaz. No sólo porque quebró un inmovilismo político apenas interrumpido por alguna huelga aislada con tintes fúnebres, sino también porque instaló como eje de debate público cuestiones apenas debatibles pocos meses atrás, como por ejemplo la reforma del sistema electoral, la relación entre estado y economía (incluyendo la banca) o la relación entre religión, medios de comunicación y estado. Además de esos debates, las intervenciones del movimiento han logrado conquistas puntuales: detener varios desahucios, bloquear las redadas policiales a inmigrantes irregulares, frenar la expulsión de un inmigrante irregular encerrado en un CIE y reflotar la aprobación de la ley patrimonial  (meses antes archivada). En términos más generales, ha logrado un nivel de movilización colectiva sin precedentes en la última década en España, a excepción de las manifestaciones contra la guerra de Irak. Nada de ello conduce a confundir un principio activo de cambio con conquistas sociales e institucionales efectivas. Entre un deseo revolucionario y una sociedad revolucionada hay una distancia radical que sólo la práctica política (no necesaria ni principalmente partidaria) puede mitigar.

Hay múltiples razones para suponer que las indignaciones del presente no se desactivarán en el corto plazo. Las condiciones que han producido esta revuelta pacífica siguen inalteradas. En El porvenir de una revuelta (4), Kristeva apunta: “(…) la revuelta permanente es este reiterado cuestionamiento de sí, de todo y de nada, que aparentemente ya no tiene razón de ser” (op.cit., p. 10).  En el contexto presente, hasta la apariencia de lo injustificado se desvanece. La revuelta tiene múltiples razones de ser.

Un proceso revolucionario, sin ese autocuestionamiento permanente, sólo puede conducir a una nueva forma de ceguera. Rebelarse contra los poderes establecidos constituye un acto de dignidad cuando esos poderes no sólo coartan la libertad de crítica, sino cuando impiden la creación de formas de vida que no se limiten a la mera supervivencia. Ello supone dejar de confinar lo «imaginario» al campo de lo ilusorio, para reconsiderarlo como el tejido significativo que nos permite concebir e instituir otras formas de vinculación social. Forma parte de nuestros desafíos participar en la construcción de un imaginario político que no se agote en la vida concebida como una competición -en la que sólo cuenta el goce privado- sino que apueste por una forma de vida en la que nuestros semejantes deben tener un lugar central y decisivo. En esa apuesta se juega, sin más, nuestro porvenir compartido.

Arturo Borra, 1 de septiembre de 2011



(1) Para profundizar en esta categoría, se puede consultar Laclau, Ernesto, Misticismo, retórica y política, Fondo de Cultura Económica, Buenos Aires, 2006 y Laclau, Ernesto, Emancipación y diferencia, Ariel, Argentina, 1996.

(2) Debord, Guy, La sociedad del espectáculo, Pretextos, Valencia, 2003, p. 38.

(3) Debord, Guy, op.cit., p. 35.

(4) Kristeva, Julia, El porvenir de la revuelta, Seix Barral, Barcelona, 2000.





lunes, 29 de agosto de 2011

Será que no es el momento

Cuando alguien quiere algo tiene que pelear por ello, a mi esas cosas que vienen rodadas y porque sí me huelen raro. A veces está bien tener gratas sorpresas de cosas que no esperamos, pero si vienen así, de la nada y sale todo muy rodado a mi me huele a chamusquina, será que yo siempre he tenido que pelear mucho para todo.

La gente que me conoce ya lo sabe, y la gente que no me conoce mucho lo puede intuir. Soy terca como una mula, soy muy cabezota y no me doy por vencida fácilmente. Para convencerme de algo hacen falta buenos argumentos, razones de peso. Eso del "porque sí, porque yo lo digo y punto" a mi no me vale. Mi padre dice que tengo mucho de iconoclasta. Es que eso de " la marecida autoridad de fulanito", no me convence como suena. ¿Por que es merecida? ¿Quién le da esa autoridad? Vamos, que a veces me paso las normas por donde quiero y mando a cierto tipo de mandamases a chupar ajos.

Si después de mucho esfuerzo, las cosas no salen, será que no es el momento. Esta es a la conclusión a la que llego después de pelear con uñas y dientes para poder seguir estudiando aquí, y sólo haberme encontrado problemas. Será, que simplemente no toca.

jueves, 18 de agosto de 2011

Mi nueva uni alemana

Me han dado la plaza en una de las unis de Berlín, de la otra uni, la HU aún no sé nada porque tardan mucho más en procesar todas las solicitudes y no lo tienen informatizado, con lo cual no puedes ver el estado de tu solicitud.

Mi nueva uni es la FU. Ni que decir tiene que estoy que aún no me lo creo de contenta y orgullosa porque conseguir una plaza en una uni de Berlín no es cosa fácil. El martes me llegó la carta de la uni diciendome que la plaza era mía y explicando la cantidad de papeles que hay que entregar para formalizar todo. Pero no cantemos victoria tan rápidamente, resulta que tengo que hacer un examen de inglés la semana que viene. ¡Vaya susto! Yo no me lo esperaba la verdad. Lo que más me ha sorprendido es el hecho de que el examen sea la semana que viene, ahí  corriendo, ¡a lo loco! :S

Veremos por dónde van saliendo los tiros, porque además del examen de inglés, tengo que conseguir que me libreren de hacer el examen de nivelación de alemán, que curiosamente cuesta 150 euritos. Claro, la gente quiere hacer caja y no están por la labor de liberarme.

Que pase todo esto ya y puedo tener ya la confirmación definitiva de la plaza...

Democracia y revuelta: apuntes sobre una política insumisa



La extensión de las revueltas recientes no sólo por el norte africano sino también por Medio Oriente y el sur de Europa, ha enfatizado nuestra percepción de que lo imprevisible forma parte de nuestras vidas cotidianas. Lo imprevisible del acontecimiento es también esa dimensión incontrolable y compleja de la vida social que quisieran conjurar los poderes. Esos poderes, sin embargo, son impotentes ante lo que no pueden predecir. Apenas hay que señalar que cada acontecimiento no se deja reducir a los precedentes. Como irrupción de una singularidad, pone en juego nuestras incertidumbres. No sabemos, por tanto, cuál será el desenlace de esta historia. Ni siquiera si hay desenlace para esta historia singular de las revueltas. 

Podemos, a lo sumo, procurar prever lo imprevisible. Alguien podría advertir a los gobiernos occidentales: en algún momento (indeterminable), si siguen con sus políticas de ajuste, producirán respuestas colectivas diferentes a las habituales; si siguen con sus políticas de terror, activarán una explosión no menos terrible de violencia; si siguen con sus políticas de destrucción sistemática del planeta desatarán fuerzas naturales descomunales… El condicional podría extenderse a diversas políticas gubernamentales, pero también a las actuaciones de distintos agentes privados: desde los banqueros hasta la burguesía empresarial. Lo decisivo, sin embargo, es que ese condicional nunca opera de forma mecánica. Lo imprevisible condicionado, entonces, irrumpe como acontecimiento.

El 15-M muestra que lo imprevisible está aconteciendo bajo la forma de una movilización colectiva ligada a varias plataformas ciudadanas, tales como “Democracia real ya”. Con esa movilización social, lo que se reactiva es el sentido de lo que constituye la democracia, poniendo en cuestión el discurso hegemónico que la identifica con la mera alternancia de los dos partidos políticos mayoritarios en el gobierno. Dicho de otro modo: mientras que para unos la «democracia» es significada como un procedimiento para el recambio de oligarquías políticas marcadas por el bipartidismo, para otros no puede ser sino el derecho a decidir sobre aquellas políticas que los afectan de forma directa e indirecta.

Cualquier interpretación que reduzca el 15-M a una reacción económica se equivoca. Porque pone en evidencia no sólo la persistencia de problemas económicos que afectan a una parte mayoritaria de la población sino también una respuesta política ante los responsables de la crisis que siguen siendo beneficiarios de la misma. Distante a cualquier forma de determinismo simple, además de carencias económicas graves, lo que irrumpe de forma insoslayable es la indignación moral ante un sistema político-económico radicalmente injusto y una articulación discursiva de esas insatisfacciones (bajo la plataforma que lidera de forma anónima y descentralizada este proceso). En suma: el hartazgo ante un estado de situación inaceptable, que incluye la corrupción extendida en diversos campos institucionales, los recortes sociales sucesivos, el paro sostenido, la concentración de la renta, el rescate público a la banca, la falta de representatividad, la restricción de la participación ciudadana, la complicidad mediática y el cinismo al por mayor, sin olvidar la ausencia de un proyecto político de raigambre popular por parte de los partidos políticos mayoritarios, por mencionar sólo algunas cuestiones.

El “hambre” -lo sabemos bien los latinoamericanos- no conduce necesariamente a una revuelta -y no digamos ya un proceso revolucionario-. Sólo en condiciones concretas puede movilizarnos colectivamente; en particular, cuando se agudiza la percepción de unas injusticias y unos contrastes sociales. Es lo que sentimos estos días. Como decía Thompson, también existe una "economía moral de la plebe" que cuestiona cualquier determinismo unilateral.

La indignación moral de una parte de la ciudadanía es insoslayable. Si como señala Ranciere, el “pueblo” es lo que falta (diferenciado, en este caso, de “población”), este tipo de prácticas sociales está constituyéndolo: la población se convierte en agente político. No sabemos adónde conducirá este proceso; no podemos saberlo, porque lo imprevisible es irreductible. Algunos temores propios miran a la Argentina de 2002: tras la revuelta popular y las prácticas asamblearias a las que dio lugar, los sucesivos gobiernos apostaron por una restauración neoconservadora que, además de mantener la concentración del poder político-económico, desactivó en cierta medida a una ciudadanía movilizada. Pero el temor no puede ni debe inmovilizarnos. Puesto que lo conocido es este naufragio colectivo, nuestras esperanzas no pueden sino mirar a la incertidumbre.

Para las versiones dominantes de los medios masivos todas estas aristas quedan minimizadas, cuando no reducidas a meras fantasmagorías. En particular, los medios televisivos llegan tarde al acontecimiento, cuando su notoriedad pública impide seguir ocultándolo. Y -lo que no deja de ser menos grave- cuando llegan, intentan reencauzarlo dentro del orden previsible de lo noticiable. Las deficiencias democráticas en el campo mediático se hacen manifiestas en el silenciamiento inicial de uno de los acontecimientos políticos más importantes en la España del ajuste. Pero también en su rechazo al exceso de sentido que esos acontecimientos producen, procurando fijar de antemano sus alcances y límites, encausar las energías colectivas, conjurar todo componente imprevisible que ponga en riesgo el presente orden social. La banalización y simplificación de las demandas y cuestionamientos del 15-M es también un intento de ahuyentar cualquier fantasma político radical, esto es, todo aquello que no se conforme con reformas internas al capitalismo o con una ingeniería social gradual gestionada por expertos, en coordinación con los “representantes” políticos. Y si bien no toda versión cae en la burda estigmatización de los manifestantes (acusándolos de “antisistemas”), el posicionamiento dominante sigue produciéndose desde una retórica moderada y moderadora, equivalente a la de un juez imparcial, que pretende determinar los alcances de la legitimidad de la protesta y circunscribirlos a una juventud decepcionada. Dicho de otra manera: el tratamiento informativo hegemónico desconoce la fuerza singular del 15-M, procurando reencauzarlo dentro de un discurso reformista capaz de ser gestionado desde las instituciones políticas existentes. 

A pesar de consenso mortífero de los medios masivos en omitir este exceso indomesticable del acontecimiento, su fuerza de disenso ha estallado a nivel público. La proliferación de imágenes y mensajes producidos a partir de las tecnologías informativas y comunicacionales en manos de los manifestantes ha puesto en evidencia esa mala complicidad mediática, mostrando sus intereses corporativos: evitar que esas oligarquías políticas y los poderes económico-financieros concentrados, sean jaqueados. Queda por escribir la crónica de lo que no fue (para los medios de comunicación): la construcción de un espacio social en el que los seres humanos no sean tratados como “mercancía” en manos de políticos y banqueros corruptos sino ciudadanos con derecho a decidir por sí mismos la política que desean.

La convergencia de sectores sociales heterogéneos –irreductibles a una franja de edad- en reivindicaciones comunes está produciendo una protesta de creciente magnitud. Si, como decía Camus, la rebelión es condición de la libertad, lo que esas protestas están produciendo es un nuevo espacio ciudadano para el ejercicio de una forma de democracia en la que el sujeto no se desentiende de la responsabilidad de construir y transformar el mundo social. En otros términos, estos sujetos colectivos están experimentando una práctica de libertad que favorece la (re)construcción de una cultura política participativa y que tiene como escenario la ciudad. Al permitir la confluencia con otros ciudadanos en un espacio público, reinventan la ciudadanía, no ya bajo la forma institucionalizada de la delegación, sino bajo la modalidad de la participación directa. Los sin parte toman parte en una experiencia democrática que sólo tramposamente se puede ligar a los “ímpetus de la juventud”, incluso si su base social estuviera mayoritariamente conformada por sectores juveniles.

No sabemos en qué derivará el 15-M. La prohibición de las concentraciones por parte de la junta electoral general, aunque pueda disuadir a una minoría, probablemente acrecentará la fuerza de este movimiento social. Aun si la decisión gubernamental fuera reprimir policialmente -en nombre de una legalidad que desprecia la justicia- a los manifestantes, el acontecimiento está en marcha. Cada intento de sofocarlo no puede más que activar nuevas resistencias. Que esas resistencias pueden doblegarse a fuerza de represión no niega que el costo político de acciones de ese tipo sea demasiado alto para gobiernos que presumen actuar acorde al estado de derecho. No cabe descartar una situación en la que una actuación policial de ese tipo desencadene incidentes de gravedad.

El callejón sin salida para las autoridades gubernamentales en su conjunto es claro: no frenar esta protesta social favorecería su consolidación y una creciente articulación de demandas y reivindicaciones que podrían jaquear, al menos potencialmente, la actual estructura del estado y del mercado; frenarla, por el contrario, implicaría otra forma de visibilidad, en la que son suspendidos hasta los derechos más básicos que el “procedimiento democrático” debe garantizar, como es la libertad de reunión y manifestación. La prohibición ahonda en este callejón: si permite las manifestaciones incumple con la ley que debe garantizar un estado de derecho; si las impide a través de la intervención policial, no respeta esas libertades constitucionales y también vulnera dicho estado.

Más allá de la dimensión jurídica, la prohibición no detendrá la movilización social en marcha, porque acrecienta los motivos y razones que la han activado. Mientras un ya desacreditado gobierno nacional seguirá moviéndose de forma vacilante –al menos, ante las inminentes elecciones- entre la simpatía y el llamado al orden, los problemas que han lanzado a miles de personas a las calles siguen intactos. En conjunto, dichas irresoluciones desbordan las fronteras de los estados-nación. Comprometen no sólo al mundo occidental sino al capitalismo mundializado: la pésima distribución del excedente, la creciente desigualdad de las rentas, el carácter regresivo de la estructura tributaria, las relaciones de fuerzas asimétricas entre unos capitales trasnacionalizados que quieren incrementar su rentabilidad como sea -incluso si para ello hay que invertir en industria bélica, en investigación farmacéutica que experimenta en el tercer mundo o en bonos de deuda con efectos catastróficos en los países afectados- y unos salarios paupérrimos que van en baja por la irrupción descontrolada de mano de obra esclava o casi esclava en economías “emergentes”, el deterioro y descrédito crecientes ante el sindicalismo mayoritario, los privilegios de la casta política, la desregulación de los mercados financieros, etc. Por si fuera poco, el paro, la pobreza y la exclusión social van en aumento, agravados por la corrupción estructural, el deterioro de un sistema institucional y judicial en manos de una derecha recalcitrante y paleolítica (respaldada por los sectores más reaccionarios de la iglesia católica) o, por referirnos a una dimensión más amplia, la violación de los derechos humanos a escala planetaria en nombre de una política de seguridad que no duda en apelar a estrategias como el asesinato selectivo o la creación de guerras como salida para las industrias bélicas y reconstructivas. El diagnóstico resulta desolador, pero las grietas no dejan de multiplicarse.

Lo que está en juego no es solamente el “neoliberalismo”, incluso si no hubiera una clara consciencia de ello por parte de muchos de los que participamos en el 15-M. Lo que estamos padeciendo es la voracidad de un capitalismo mundializado que deglute todo. Sin metáfora, se está comiendo el planeta, incluyendo una parte ingente de la humanidad. Es un asunto de economía política, no tanto de economía a secas. Este sistema estalla por dentro, produciendo de forma cíclica sus crisis de superproducción y sus ejércitos de parados y precarios. En la economía globalizada del capitalismo van a seguir cayendo pueblos. La lección de estos años es que cualquiera puede ser el próximo "sacrificado”.

A nuestro pesar, España se parece cada vez más a otras regiones empobrecidas del mundo (con las que a menudo ha mantenido una soberana indiferencia). El saqueo oculto es notorio. No por azar desde hace tiempo este gobierno que presume de políticas sociales progresivas está aplicando políticas de ajuste propias del neoconservadurismo más duro y apenas hace falta recordar que la oposición parlamentaría más importante tiene como ideario explícito ese recetario. Los responsables de la crisis son también sus principales beneficiarios y los que nos han saqueado son premiados con triunfos electorales o puestos de trabajo bien remunerados. Los que predican con medidas legislativas regresivas son los mismos que proponen no recortarse pensiones a sí mismos; los que piden austeridad tienen ganancias millonarias; los que piden nuevos sacrificios no dudan en excluirse de esas peticiones y los que controlan nuestras economías familiares los que bloquean cualquier ley de transparencia pública. No sólo es penoso: es delictivo.

Europa se incendia y no cabe descartar que -con variantes- en la presente década participemos en más de una revuelta y quizás alguna revolución (como la ocurrida en Islandia). Hasta el Banco Mundial, prototipo absoluto de la insensibilidad, ha advertido de la extensión de la miseria en el mundo: "Niveles peligrosos de pobreza" llama ahora al hundimiento colectivo. Pero atendiendo a su historial, quizás deberíamos decir: lo que interpretan como “peligrosos” son esos estados que incitan a una revuelta que está latiendo en distintas partes del mundo.

La rebelión, en estas condiciones, es un acto de dignidad: la única esperanza política para los condenados. Más que nunca necesitamos un giro político que apueste por la redistribución de la riqueza, por el control del poder financiero, la limitación a los capitales, el respeto al medio ambiente, la inclusión de la diversidad social, la igualación de las condiciones materiales y culturales de vida, en suma, la institución de una democracia radicalizada, que subvierta los resortes de la sociedad actual. Técnicamente no faltan recursos; lo que falta es voluntad política para regular los desequilibrios y liberar una democracia secuestrada.

El M-15 no es (al menos no de forma invariante) un proyecto anticapitalista. La respetabilidad mediática que va adquiriendo este movimiento es directamente proporcional a su moderación y encauzamiento dentro de las estructuras existentes. De hecho, cualquier vestigio de radicalidad, sin dudas, es y será repudiado por quienes encarnan el establishment mediático, económico y político. Y sin embargo, quizás en esa radicalización democrática pueda residir su promesa. No caben idealizaciones ni triunfalismos, mucho menos, en una fase inicial como la que vivimos. Habrá que atravesar experiencias de dificultad más graves aun y elaborar estrategias de acción que nos permitan caminar hacia un horizonte político transformador.

El 15-M tampoco es reductible a un ideario. No faltarán quienes lo condenen por su falta de unidad ideológica o su falta de cohesión política. Pero ahí está su riqueza y sus desafíos. En construir desde la multiplicidad –y puede que hoy esa forma de construir sea revolucionaria, especialmente si se atiende al historial dogmático, jerárquico y autoritario de algunas prácticas políticas que se (auto)identificaron como “izquierda revolucionaria”-. Como reclamo colectivo contra un sistema político y económico corrompido y antipopular, pone de manifiesto una disconformidad que fecundará múltiples sentidos, abrirá diferentes frentes críticos, nutrirá prácticas sociales autónomas. En ese devenir se juega su valor y su fortaleza.

Siempre cabe preguntar: ¿vamos a desistir de un proyecto político global -por mínimo, inestable y provisorio que fuera-? ¿No necesitamos pensar en modos de producir transformaciones en las configuraciones de poder mayor? Si el capitalismo es un dispositivo de conjunto, que produce efectos de totalización, ¿no deberíamos intentar destotalizarlo desde una pluralidad de líneas de fuga, como primer desplazamiento necesario? ¿No deberíamos, complementariamente, producir proyectos que apuesten a reinventar nuestras sociedades? En ese punto, el trabajo de articulación política me parece irrenunciable. Pero el resultado no es nada fuera de los modos en que se produce. Lo valioso de este acontecer es también el aprendizaje colectivo en la experiencia de autoorganización, en el desarrollo de debates críticos, en suma, en las prácticas horizontales que hace posible. La construcción de un horizonte de sentido compartido puede hacerse a través de la deliberación, del estar ahí, de ensayar nuevas respuestas para responder a nuevas realidades. Nada está resuelto y esa apertura es también nuestra promesa y nuestro riesgo.

En esta lucha no cabe excluir lo utópico, entendido precisamente como espacio de multiplicidades, lugar de articulación de una pluralidad de prácticas resistenciales que carecen de un centro de poder unitario. La utopía, más que diagrama definitivo de una sociedad reconciliada, aparece en este contexto como un horizonte de deseos colectivos que pujan por subvertir lo presente. Ese horizonte no se confunde con bellas idealidades, ni tiene contenidos definitivos: es apuesta por otro porvenir que debemos construir y reconstruir de forma permanente en nuestras prácticas. Ese es el trabajo pendiente e imprescindible que el 15-M está contribuyendo a hacer.

Más allá de los razonables interrogantes que un acontecimiento plantea, no deberíamos perder de vista la oportunidad histórica que abre. Lo político es irreductible a unas instituciones del estado cada vez más distante de la sociedad civil o a un sistema de partidos que desde hace décadas está afectado por una escasa credibilidad. Remite, más bien, a lo que instituimos como sociedad, a lo que nos damos en común. Siempre merodea el riesgo de una restauración del control, de no poder estructurar unas luchas a largo plazo, de desistir ante las dificultades o vencerse ante las decepciones. Es lo que alentarán no sólo a nivel local sino también las potencias imperiales que miran con incredulidad y recelo esta internacionalización de la revuelta.

Contra esa voluntad de control, nuestra tarea más crucial es respaldar este acontecimiento en el que lo político se constituye como insumisión ante unas autoridades gubernamentales que han perdido, para algunos de nosotros, todo crédito. Cada uno de nosotros puede nutrir con ideas un proceso limitado pero abierto a un cierto potencial revolucionario. Puede, también, apostar por que estas resistencias colectivas heterogéneas se articulen más allá de la inminencia de las elecciones. Por sobre todo, cada uno puede estar ahí, apostando por la construcción de una democracia radical que no se disipe como las promesas oficiales de darnos lo que sistemáticamente nos han negado. 

21 de mayo de 2011, Arturo Borra

La discriminación en el mercado laboral español: crisis capitalista y dualización social



a) El derrumbe de la explicación meritocrática

¿Por qué un temporero inmigrante gana 15 € diarios (en una jornada de 12 horas de trabajo de recolección de cítricos) y los cabos, casi todos de origen nacional, cuadriplican su salario? ¿Por qué un profesor extranjero no puede acceder ni participar en pie de igualdad con profesores locales en las instituciones educativas, a pesar que en ocasiones disponen de una trayectoria institucional más relevante y unos perfiles intelectuales comparativamente mejores? ¿Qué lugar tienen los diversos profesionales procedentes de diferentes regiones del mundo en el mapa económico de España, incluyendo las administraciones públicas y los órganos sindicales? ¿Por qué la mayoría de las grandes cadenas comerciales no contratan a inmigrantes en general o les reservan puestos de trabajo de baja cualificación? ¿Qué porcentaje de directivos de procedencia extranjera hay en las empresas españolas? ¿Cuál es la tasa de temporalidad comparativa entre autóctonos y extranjeros? En suma, ¿por qué el mercado laboral español plantea una desigualdad radical entre trabajadores locales y trabajadores inmigrantes  (cualificados o no), incluyendo las diferencias salariales en puestos de trabajo similares?
Partiendo de la premisa de que existen múltiples formas de discriminación, incluyendo la «discriminación múltiple» (p.e. una mujer musulmana de procedencia africana mayor a 45 años), señalemos que además de la segregación por motivos de raza, etnia o nacionalidad, se plantean otras formas discriminatorias por género, edad, clase u orientación sexual. Es claro que esas otras formas siguen vigentes y consolidadas en los mercados laborales, aunque en este trabajo me contentaré con distinguir entre población local y extranjera para mostrar la clara desigualdad existente entre ambos.

No se trata, por supuesto, de una afirmación novedosa, pero es parte de nuestra tarea crítica documentar estas asimetrías que ponen radicalmente en cuestión la apertura política de la globalización capitalista y la injusticia que gobierna las relaciones sociales y económicas actuales. La labor de cuestionamiento de nuestra realidad histórico-social no tiene su justificación en una supuesta “originalidad” autoral (una búsqueda bastante repetida por cierto), sino en la convicción de que sólo un trabajo técnico pormenorizado puede desmontar las falacias conceptuales que contribuyen a sostener dicha realidad, entre otras cuestiones, por el desempeño de una intelligentia tecnocrática. Avancemos, pues, en esa dirección.
A los efectos de dar cuenta de la desigualdad laboral suele invocarse con frecuencia la «explicación meritocrática»: las diferencias en las condiciones de trabajo responderían tanto a una cuestión de competencias y formación («aptitudes») como a una cuestión de disposición para el trabajo («actitudes»). Si las diferencias aptitudinales ameritarían una desigualdad salarial, por su parte, las diferencias actitudinales (el “esfuerzo” efectuado por cada quien para “conseguir algo en la vida”) justificarían la desigualdad en el acceso a puestos jerárquicos de trabajo. La movilidad ascendente, disponible para todos, sólo estaría dada para aquellos dispuestos a “competir duro” por el logro de sus objetivos en el mundo laboral. Si los inmigrantes no ocupan puestos de mayor responsabilidad y jerarquía sería, según esta perspectiva, por su “retraso cultural” (cuando no su “incultura”), su “falta de formación” (si no de “educación”) y, tampoco faltan variantes que avanzan hasta invocar “pereza crónica” y la correlativa incapacidad de asumir “grandes responsabilidades” por parte de los (in)migrantes. Por supuesto, esta explicación se retacea a sí misma para no resultar inverosímil y grotesca. Se invocará de forma parcial pero, en general, se mantendrá el principio de mérito que justifica las desigualdades económicas en nombre de un diferencial de esfuerzo, tenacidad y cualificación en condiciones de partida presuntamente igualitarias.

No es preciso hacer una contrastación empírica rigurosa para saber que dicha explicación se desploma no bien se comprueba la existencia de empleos idénticos en una misma empresa que varían su salario según la condición del empleado, así como en las promociones o ascensos laborales, inclinados favorablemente hacia los empleados locales. Invocar un diferencial de esfuerzos se parece al discurso de algunos líderes políticos que quieren explicar las asimetrías de poder político-económico de los países-miembro de la Unión Europea sosteniendo que algunas naciones (las del Sur) tienen que hacer mejor los deberes (reducir salarios, recortar derechos y mejorar la productividad) para parecerse a las del esmerado Norte. O, para introducir una perspectiva histórica, dicha explicación podría con ironía retrotraerse a las leyendas sobre la “displicencia” de los indígenas con que los conquistadores justificaban su sometimiento, mientras apuraban con trabajos forzosos el expolio.

Me abstendré de ahondar en esas direcciones. El desplazamiento migratorio por factores económicos ya es una muestra suficiente para acreditar la voluntad de trabajo de esa masa marginal que, con frecuencia, es arrojada fuera de sus contextos geográficos en busca de oportunidades laborales. La cuestión, sin embargo, no se resuelve ahí. También podría invocarse la tasa de actividad de personas extranjeras (en proporción, significativamente superior a la autóctona). No seremos nosotros quienes se refugien en una nebulosa intencionalidad para determinar los factores de este diferencial.

b) La discriminación en cifras

El punto más crucial para rebatir esta perspectiva es el análisis comparativo de cualificación. Según datos aportados por el INEM, la formación de la población inmigrante es similar a la de la población local. Que el propio sistema estadístico oficial sea quien elabore estos datos evita cualquier sospecha de un enfoque sesgado de la cuestión (al menos, de un enfoque especialmente favorable ante los fenómenos inmigratorios). Dicho lo cual, es claro que la diferencia porcentual de más de un 13% entre parados locales y extranjeros (1) no responde a problemas de «empleabilidad», sino a una clara preferencia por los trabajadores locales, que sufren en menor medida los efectos del paro. Asimismo, también sabemos que alrededor del 80 % de los trabajadores extranjeros está ocupado en 6 sectores de la economía de baja cualificación (hostelería, servicio doméstico, comercio minorista, agricultura, industria y construcción). Ya hemos señalado que dicho confinamiento sectorial no obedece a problemas formativos, sino lisa y llanamente a la discriminación directa e indirecta que sufren estos colectivos.  

En síntesis, tanto por el mayor porcentaje de parados (la tasa de paro entre inmigrantes es del 32 %), por los puestos de trabajo que ocupan dichos trabajadores (empleos subcualificados y de baja cualificación), por la alta temporalidad de su inserción y por el nivel de retribución, muestran una discriminación flagrante, relativamente conocida y que, sin embargo, no suscita mayor escándalo. La conclusión no puede ser otra: en el mercado laboral español se ha naturalizado la sobreexplotación de los inmigrantes (un plus a la ya deplorable explotación laboral de los trabajadores locales) y, con ello, se suma una variante más de la discriminación laboral que sepulta cualquier idea de «igualdad» material en el acceso a oportunidades laborales.

Aunque la información proporcionada es una prueba suficiente para hablar de discriminación laboral entre trabajadores locales y extranjeros, el problema es demasiado grave para no hacer un esfuerzo adicional para documentar la situación.  Prosigamos, entonces, con otros datos relevantes, aportados por el “Informe de inmigración y mercado laboral 2010”(2). La población trabajadora inmigrada tiene tasas de temporalidad “muy superiores” (pág. 19) a las de la población autóctona. “Al finalizar 2009, la tasa de paro para el conjunto de la población fue del 18,8%, pero para los españoles fue del 16,8% y para los extranjeros del 29,7%.” (pág. 156).

No obstante la crisis económica, en los trabajadores españoles no se ha interrumpido el proceso de movilidad ascendente, mientras que en el caso de los inmigrantes no están beneficiados en las mejoras en su distribución por categorías (pág. 158). A pesar de los prejuicios que enfatizan la condición amenazante del trabajador inmigrante con respecto a los españoles, no ha habido sustitución de los segundos por los primeros: “En casi todas las ocupaciones en las que los españoles pierden ocupados, también los pierden los extranjeros” (pág. 158).

Hasta en el último informe anual se señala este agujero negro: “Apenas existen estudios que hayan determinado con rigor la discriminación que sufren los trabajadores extranjeros en el mercado laboral, pero hay indicios claros de que tal discriminación existe. Por el momento, la discriminación no ha merecido una atención especial en el proceso de inserción laboral de la población inmigrada, porque la simple legalización de tal inserción ha sido prioritaria. Ahora, sin embargo, combatir la discriminación es ya asunto inaplazable y ello demanda, en primer lugar, cierto aprendizaje para detectarla y calibrarla. La lucha contra la discriminación requiere una vigilancia específica que comienza por el acceso al trabajo, asegurando que se cumple el principio de igualdad de oportunidades y sigue con las condiciones laborales y los procesos de promoción interna en las empresas. La discriminación en algunos casos puede ser burda, pero en otros es muy sutil, y es por ello por lo que no puede ser detectada ni corregida sin mecanismos específicos establecidos a tal efecto” (pág. 160).
En esa escasez de estudios al respecto, habría que remontarse más de una década para hallar algún informe pionero, en el que se hacía un relevamiento empírico del campo empresarial español, como es el caso de La discriminación laboral a los trabajadores inmigrantes en España, del Colectivo IOE: M. Angel de Prada, W. Actis, C. Pereda y R. Pérez Molina (3). Lamentablemente, su información está desactualizada y no contamos con ningún estudio similar en el presente. Sólo indirectamente podemos inferir que la “discriminación de intensidad notable” (sic) que detectaban los investigadores con respecto al colectivo de marroquíes (la población estudiada) no sólo no ha desaparecido, sino que se ha agravado.
Aunque la discriminación laboral por motivos de raza, etnia o nacionalidad se trata de un hecho probado, es difícil prever si el estado español desarrollará planes específicos para corregir estas tendencias negativas, más allá del “Proyecto de Ley Integral para la Igualdad de Trato y la no Discriminación” (pendiente de aprobación), tan necesario como insuficiente. El giro hacia la derecha del gobierno español y la inminente consolidación del neoconservadurismo como formación hegemónica permiten anticipar un pronóstico negativo: es probable que la discriminación laboral en los próximos años se agudice, al punto de hacerse endémica, sin avances significativos en la «gestión de la diversidad» dentro de las empresas y las instituciones en general.

c) Discriminación y capitalismo

Paradójicamente, aunque el ciclo migratorio ha cambiado (su ritmo no sólo se ha desacelerado notablemente y puede producirse un saldo negativo en los próximos años, como ya está ocurriendo en algunas comunidades autónomas) la ola xenófoba y racista ha aumentado en los últimos tres años (4). A esa ola ha contribuido el propio estado español (entre otras cuestiones, criminalizando a los inmigrantes irregulares, restringiendo con cierta discrecionalidad legal el acceso y permanencia a trabajadores regulares, taponando los mecanismos de regularización y asilo y, en general, invisibilizando el problema del racismo y la xenofobia). No obstante lo dicho, sería apresurado suponer que la discriminación opera de forma indiscriminada en las estructuras del estado. Antes que un rechazo general a los trabajadores inmigrantes, sus políticas han optado por mecanismos selectivos (p.e. la tarjeta azul) que permitan discriminar categorías de trabajadores requeridos de otras consideradas prescindibles, en previsión a las necesidades instrumentales de mano de obra, sostenibilidad de la seguridad social, ingresos fiscales y crecimiento demográfico, entre otras razones.

La resultante de esta combinación explosiva de crisis económica, cultura hegemónica crecientemente xenófoba y racista y políticas de estado restrictivas es la producción de un proletariado periféricoque atiende -a bajo costo y con derechos mermados- las demandas fluctuantes del sistema productivo, sin el más mínimo respeto de un principio de igualdad y trato no discriminatorio. Trabajos de mala calidad, mal remunerados, de baja cualificación (habitualmente, subcualificados según los perfiles competenciales de los trabajadores), sin posibilidades reales de promoción y con alta temporalidad son las características de los puestos laborales que se ofertan a inmigrantes desde el mercado. Ni siquiera el  desaprovechamiento de sus capacidades por parte del sistema productivo ha frenado esta práctica de trato desfavorable a una parte de la población residente en el país, presuntamente ciudadanos de pleno derecho pero tratados en verdad como ciudadanos de segunda mano. No debería sorprender la aparición más o menos mediata de brotes de indignación de colectivos específicos: son producto de una inclusión subordinada y precarizada en el mercado laboral, cuando no directamente de la exclusión del sistema económico, facilitada en cierta medida, por la utilización generalizada de tecnologías de la producción.

En última instancia, no se trata de un problema local. La discriminación abierta y encubierta es, en verdad, propiciada por la “mano invisible” de los mercados capitalistas que, a fuerza de desregulación, tiene vía libre para explotar a mano de obra más vulnerable y apostar por una reducción salarial general. Puesto que no media regulación suficiente al respecto, la inmigración laboral constituye fuerza sobre-explotable (habida cuenta de la explotación habitual de los trabajadores, cualquiera sea su origen) y por otro, usada como chivo expiatorio de la crisis, poniendo a distancia la responsabilidad de las empresas en el propio estancamiento económico. Responsabilizar al eslabón más débil de la cadena de producción tiene sus beneficios secundarios: no enfrentarse con aquellos agentes más poderosos de los que depende, en cierta medida, la propia subsistencia. Para establecer un símil, la situación es similar a cuando se acusa a una mujer maltratada de ser la responsable de su maltrato. Si bien el menosprecio hacia los sujetos más vulnerables no es sino una renegación de la situación temida para sí mismo, además de confundir el blanco, prepara las condiciones para la expansión de una práctica de cuño totalitario.

En síntesis, aunque podría leerse un cierto “cosmopolitismo del capital”, siempre y cuando sea funcional a su propia rentabilidad, por otra parte no debería llamarnos a engaño: la discriminación interna al mercado es garante de salarios bajos y de procesos de precarización laboral que reducen costos a fuerza de incrementar el malestar colectivo. La contratación de trabajadores inmigrantes no sólo presiona para una caída salarial general, sino también para el deterioro de las condiciones de trabajo en su conjunto. Tal como Marx señaló,  los parados constituyen un “ejército de reserva” que limita los niveles salariales y, como tal, son condición de existencia de la producción de plusvalía. Como complemento, un “ejército de irregulares” participa en la economía sumergida o en los sectores más precarios de la economía formal, posibilitando la vulneración absoluta o relativa, respectivamente, de derechos laborales básicos y consolidando el disciplinamiento del nuevo proletariado fragmentado. Es necesario insistir en el punto: lo que en este contexto de «metamorfosis del trabajo» (5) está en juego no es sólo la posibilidad real de negociación colectiva, sino la calidad misma del trabajo. La degradación en ese mundo, desde luego, es inseparable al deterioro de las condiciones sociales de vida, lo que no deja de ser una razón de más para consolidar unas luchas políticas y unas resistencias colectivas. 

Aunque se suela invocar la crisis como factor central de la discriminación, dicha percepción es errada: esta práctica discriminatoria claramente le preexiste y la crisis no ha hecho más que agudizarla. Se trata de una perversión intrínseca al capitalismo: sin discriminación, esto es, sin construir categorías socioeconómicas que sostengan la desigualdad efectiva entre trabajadores, la relación de fuerzas entre clases tendería a equilibrarse (en términos relativos) y las exigencias colectivas podrían estructurarse con mayor eficacia. Desde una perspectiva extraeconómica, el antagonismo entre trabajadores locales y extranjeros quiebra el mutuo reconocimiento necesario para construir unos intereses y demandas comunes, esto es, una (com)unidad de lucha. Sin esa unidad estratégicamente construida, el antagonismo con las clases dominantes queda, si no desactivado, sí al menos desenfocado.

Si por un lado la globalización capitalista garantiza flujos desregulados de capital, por otro, regula fuertemente los movimientos migratorios, en concordancia a las necesidades del capital trasnacionalizado (lo que equivale a decir: según sus territorializaciones y desterritorializaciones continuas). La dualización entre trabajadores extranjeros y locales forma parte de una estratificación social más vasta que el capitalismo produce entre trabajadores diferentes. En última instancia, es un movimiento complementario de la tendencia a la concentración monopólica: si por una parte el sistema procede por concentración (de capital), por otra parte, necesita operar por dispersión o división (de la fuerza de trabajo). En ese escenario, no cabe descartar en absoluto la producción de un excedente de mano de obra técnicamente prescindible, tanto desde la perspectiva de la producción como del consumo (habida cuenta de su ínfima participación en el mismo). Dicho de forma brutal: el capitalismo, en esta fase, produce un «sobrante» estructural de personas que son condenadas a la marginación social. Ni siquiera las requiere como recambio social a una de por sí amplia clase trabajadora que busca en la formación técnica el paracaídas que ralentice la caída o, en otras palabras, el desarrollo de competencias que disminuya los riesgos de la precarización laboral. En esta dimensión de la problemática, aunque a menudo el miedo al paro termine significando esta disyuntiva como primaria, no nos enfrentamos a la simple alternativa entre trabajo y no-trabajo sino a algo mucho más complejo y difícil: la reconstitución del «trabajo» reducido a «empleo», más o menos inestable y precario, vaciado de cualquier significación vital estructurante. Semejante metamorfosis, desde luego, requiere una elucidación independiente y desborda la reflexión aquí acotada a ciertas formas de discriminación laboral.

En cualquier caso, las crisis sistémicas forman parte del ciclo económico del capitalismo: construir categorías –trabajo intelectual y manual, cualificado y no cualificado, fijo y temporal, jerárquico o subordinado, etc.-, esto es, discriminar según criterios identitarios, forma parte de sus técnicas de dominación de una fuerza de trabajo que no está asegurada de por sí y que produce resistencias más o menos articuladas, según cambiantes relaciones de poder. No por azar la retórica de la «productividad» impregna los discursos empresariales y gubernamentales, como un modo de aumentar la rentabilidad y construir mecanismos de distinción entre los trabajadores categorizados. Pero precisamente porque detrás de esa fuerza lo que hay son sujetos humanos concretos, con sus añoranzas y su sufrimiento, es nuestra tarea cuestionar de raíz las estructuras colectivas e institucionales que sostienen y reproducen las desigualdades en aumento. 


Arturo Borra


(1) Me remito a los últimos datos de la EPA:   http://www.ine.es/daco/daco42/daco4211/epa0211.pdf

(2) Dicho informe puede consultarse en:

(3) Dicho informe puede consultarse aquí:
http://www.ilo.org/public/english/protection/migrant/download/imp/imp09s.pdf

(4) Para esta cuestión, remito al artículo donde me ocupé de esta cuestión: "Operación borrado: ¿Quién da cuenta del racismo y la xenofobia en España".


(5) Los trabajos de André Gorz (La metamorfosis del trabajo, Sistema, Madrid, 1997) y Benjamin Coriat (El taller y el cronómetro. Ensayo sobre el taylorismo, el fordismo y la producción en masa, Siglo XXI, Madrid, 1993) resultan especialmente esclarecedores al respecto.

Operación «borrado»: ¿quién da cuenta del racismo y la xenofobia en España?



a) La invisibilidad de una problemática

Aunque decir que no conocemos la situación del racismo y la xenofobia en España sea una exageración, no es un asunto menor que no exista ninguna publicación de datos estadísticos oficiales relativos a denuncias y procesos penales de delitos racistas en territorio español. Semejante operación de borrado es una cuestión de primer orden, porque pone en juego, precisamente, la posibilidad de una convivencia intercultural satisfactoria.

La aproximación a esta problemática dista de ser sencilla, empezando por la propia delimitación de lo que constituye una práctica racista o xenófoba. En segundo lugar, las fuentes, precisamente por ser plurales, también implican algunas variaciones en lo que conceptualizan bajo estas categorías. Entre esas fuentes hay que tomar en consideración los informes anuales elaborados por el Observatorio Español del Racismo y la Xenofobia, dependiente de la Dirección Generalde Integración de los Inmigrantes y los informes elaborados por diferentes entidades sociales: entre algunos otros, el “Informe Raxen” (del Movimiento contra la Intolerancia), el informe “El racismo en el estado español” (de SOS Racismo), y el “Informe de Derechos Humanos” (de Amnistía Internacional). En conjunto, constituyen materiales imprescindibles para disponer de una aproximación diagnóstica –confiable aunque limitada- a una de las cuestiones más dramáticas en nuestro presente, esto es, para reconstruir un “mapa de la cuestión” sobre racismo y xenofobia en España.

Apenas hace falta decir que una problemática como el racismo y la xenofobia, más que remitirse a unas abstractas constantes antropológicas, debe reenviarse a las condiciones materiales del capitalismo avanzado, donde millones de personas son arrojados fuera de sus comunidades locales ante las fluctuaciones de los mercados de trabajo globales. En ese contexto, se producen asimismo respuestas sociales defensivas y retrógradas ante lo que algunos grupos sociales perciben como amenazas externas a sus formas de vida o sus condiciones de trabajo. La migración, sin embargo, no es reductible a una cuestión económica: simultáneamente, se producen reagrupamientos familiares, una creciente movilidad cultural y desplazamientos forzosos en masa.

En esas condiciones, es claro que estamos ante un problema político de primer orden. La extensión del racismo y la xenofobia exigen un debate público pendiente, que constituye una deuda estructural de cualquier sociedad que se autoconsidere democrática. Salvo excepciones en sentido contrario, reclama por parte de los agentes políticos, económicos e institucionales un grado de implicación radicalmente distinto al que muestran en el presente. No se trata sólo de indiferencia o reticencia; también asistimos al creciente uso demagógico de ciertos tópicos y prejuicios sedimentados sobre la inmigración en discursos de tinte xenófobo y racista y, en última instancia, a una cierta connivencia con consecuencias imprevisibles.   


b) Dos iniciativas abiertas

Como punto de partida hay que constatar la escasa difusión pública de información cualitativa y cuantitativa –cuando la hay- sobre casos de racismo y xenofobia, reforzado por un sistema judicial que no sólo tiende a desestimar las denuncias sino que además sólo de forma excepcional aplica la agravante de motivación racista contenida en el código penal. La falta de notoriedad pública no es un mero descuido o una omisión inocente: es una forma de borrar una problemática de la agenda pública, esto es, un modo de minimizar estos problemas graves y recurrentes tanto en el contexto nacional como mundial.

A pesar de las denuncias crónicas contra la falta de implicación del estado español en la lucha contra el racismo y la xenofobia, la pasividad estatal ante estos delitos persiste en el presente: el estado español no ha desplegado ni despliega los medios necesarios para transformar una situación en la que el racismo y la xenofobia en sus múltiples formas han crecido de forma indudable.

Doble problema entonces: 1) la carencia de información estadística oficial sobre este tipo de delitos y la falta de notoriedad pública de la información oficial relativa a racismo y xenofobia y 2) la falta de actuaciones en múltiples frentes que combatan de forma eficaz estas actitudes y prácticas en sectores sociales que desbordan la categoría de la “ultraderecha”, aunque sus rasgos criminales la tornen especialmente peligrosa y, por tanto, susceptible de medidas especiales inmediatas.

En síntesis, a pesar de la relevancia de ese doble problema en la vida democrática, la actual política de estado mantiene su opacidad informativa, reforzada con la obstrucción judicial y policial a la investigación de este tipo de delitos de odio. Ni siquiera los lazos entre ultraderecha y terrorismo de pequeña escala han modificado este bloqueo informativo que forma parte de las verdades (vergonzantes) de estado. Que a la fecha sigan considerándose las agresiones de este tipo como delitos comunes reafirma una permisividad estatal que hay que seguir cuestionando.

La reciente aprobación (27 de mayo de 2011), en el Consejo de Ministros, del “Proyecto de Ley Integral para la Igualdad de Trato y la no Discriminación” -pendiente todavía de discusión y aprobación parlamentaria- es producto de esos cuestionamientos recurrentes y de presiones constantes de sectores e instituciones de la sociedad civil. Dicho proyecto constituye una innovación jurídica relevante en un contexto donde las obligaciones de los poderes públicos al respecto siguen incumpliéndose. En particular, la obligación de promover las condiciones y remover los obstáculos para que la igualdad del individuo y de los grupos en los que se integra sea real y efectiva sigue constituyendo una deuda persistente del estado español: forma parte de los déficits democráticos que afectan a la sociedad en su conjunto.

Aunque es improbable que dicho proyecto de ley resuelva por sí solo la discriminación instalada tanto a nivel social como institucional, no deja de ser un paso valioso y necesario entre tanto inmovilismo. Con todo, en la medida en que esas prácticas sociales e institucionales se reproduzcan, no hay razones para no seguir incidiendo sobre unas demandas de justicia insatisfechas, así como en la demanda de visibilizar una problemática públicamente relegada. Las irresoluciones persisten desde luego. Por seguir incidiendo en la producción de información oficial sobre casos de racismo y xenofobia: si bien el proyecto mencionado contempla la elaboración de estudios y estadísticas al respecto (1) no deja de suscitar interrogantes el hecho de que sean las fuerzas y cuerpos de seguridad quienes deban recabar los datos sobre “el componente discriminatorio de las denuncias cursadas” y deban procesarlos “en los correspondientes sistemas estadísticos de seguridad” (Artículo 34, Inciso 2), habida cuenta del “componente discriminatorio” omnipresente en dichas fuerzas y cuerpos. Seguramente, sin planes de formación y supervisión efectivos destinados a la policía, los obstáculos a la producción de “sistemas estadísticos” válidos serán múltiples.

Por su parte, el despliegue del proyecto “Red Antena” (Red de Centros de atención a víctimas de discriminación por origen racial o étnico), iniciado en 2009 y del que forman parte diferentes ONG (2) no hace sino ratificar lo dicho: la necesidad de desplegar dispositivos públicos que permitan conocer y atacar estos problemas en toda su magnitud. Se trata sin dudas de una iniciativa intersectorial valiosa, en la que cabe prever la producción de información sobre casos de discriminación a nivel nacional, aunque sus logros hasta el presente sean escasos. Es demasiado pronto para saber si esta red contribuirá a corregir efectivamente estas falencias diagnósticas y contribuye a desarrollar intervenciones antidiscriminatorias eficaces.

Aunque la tarea sea difícil de dimensionar, debería formar parte de esas intervenciones, una reestructuración del propio aparato militar y policial español. La hipótesis justificada de que el aparato represivo montado en el período franquista sigue parcialmente activo décadas después no debería sorprender a nadie (y no sólo en lo referido al derecho de estas minorías, sino también en lo referido al respeto de los derechos humanos en todos los casos [3]). El cambio requerido, sin embargo, es ampliamente mayor: supone una revisión radical tanto del sistema político-judicial -en el que las rémoras autoritarias siguen operativas- como de las instituciones educativas, sanitarias, sindicales, religiosas, mediáticas y empresariales que han naturalizado, en cierta medida, la discriminación del otro.

En suma, en una formación social como la presente, que acentúa los procesos de normalización, la diversidad sociocultural es vivida (¿mayoritariamente?) como amenaza de lo propio o riesgo de autodisolución. Subestimar la dimensión de este problema más que una negligencia es un acto de absoluta irresponsabilidad: deja vía libre a un deseo irreconocido de supremacía que da lugar al fascismo. 


(c) Un mapa de la cuestión

Ninguna política de integración social puede ser efectiva sin un diagnóstico sistemático al respecto. Lo que es peor: ninguna política antidiscriminatoria puede ser mínimamente acertada sin un debido conocimiento acerca del mapa de la cuestión. Laoperación de borrado no suprime el problema, pero evita que adquiera notoriedad pública. Que esa operación no pueda eliminar las huellas reales de unas prácticas de segregación/ inferiorización de otros colectivos no niega su eficacia: impide que se conozca su verdadera magnitud, sus ramificaciones e implicaciones profundas, contribuyendo a su reproducción.

Si bien las estrategias oficiales pasan por recluir la cuestión en una ultraderecha minoritaria que “tolera” de varias maneras, dichas estrategias son falaces, en tanto minimizan retóricamente lo que amenaza con magnificarse en nuestra realidad social. El problema no se restringe desde luego a España: “Los crímenes de odio se han convertido en un fenómeno frecuente en muchos Estados participantes. Pero, por desgracia, la escasez de datos sobre estos delitos hace que sea difícil evaluar el verdadero alcance y la naturaleza del problema” (Informe Raxen 2010, pág. 92). En cualquier caso, el aumento de este “populismo neofascista europeo” es una conclusión corroborada. Nada señala que esta ofensiva racista y xenófoba (incluyendo la islamofobia, la gitanofobia y el antisemitismo) que recorre Europa vaya a detenerse en los próximos años, como no sea con un giro de las políticas públicas comunes.

Para el caso, me limitaré a repasar, de forma somera, lo que sabemos sobre esta situación en España. El conocimiento reducido sobre delitosdirigidos contra colectivos como inmigrantes, indigentes, homosexuales y prostitutas se lo debemos principalmente a los informes de la Red Europea de Información sobre Racismo y Xenofobia (RAXEN). En total, dicha red contabiliza unos 4000 casos de agresiones racistas al año distribuidas por todas las comunidades autónomas, propiciadas por miembros de la nueva ultraderecha, aunque dichos datos distan de dar cuenta de la magnitud del problema y no estén confirmados oficialmente (4). No hay dudas que los delitos de este tipo son significativamente más numerosos que los registrados, lo que significa que en España, cada día, al menos 10 personas sufren una agresión física o verbal por motivos de raza, etnia o nacionalidad (sin contar los que son víctimas de la homofobia, el sexismo y la aporofobia). A ello hay que sumar las más de 200 webs xenófobas que funcionan en territorio español, 23 conciertos racistas durante 2009, más de 10.000 ultras y neonazis y al menos 80 personas asesinadas desde 1992, víctimas del odio (5). Los más de 100000 votos que obtuvo la ultraderecha en las elecciones autonómicas y municipales del 22 de mayo señalan que se trata de una fuerza política activa y en ascenso.

Por lo demás, el Informe Racismo 2010 (6) de la DGII, desde una perspectiva conceptual más amplia y no circunscripta a actos delictivos sino en general a las actitudes de la población española, nos permite hacer una lectura más extensiva al respecto. Las conclusiones no son alentadoras. A pesar de la desaceleración de los flujos migratorios debido a la crisis económica, “(…) la percepción valorativa de la presencia inmigratoria se mantiene en parecidos niveles a los de 2008 (con un 46% de encuestados autóctonos que consideran “excesivo” el número de inmigrantes en España)” (pág. 359). Asimismo, un 42% considera que las leyes inmigratorias son “demasiado tolerantes” y un 32% “más bien tolerantes” (pág. 68), lo que en conjunto señala que 6 de cada 10 españoles consideran que las leyes (juzgadas por la mayoría como “muy permisivas”) deben endurecerse. Por otra parte, 4 de cada 10 encuestados considera que deben expulsarse a los inmigrantes en paro (pág. 359), y 2 de cada 3 considera que debe haber, especialmente en el ámbito laboral, preferencia de los nacionales frente a los foráneos. “A los inmigrantes se les sigue viendo como el colectivo más protegido, que perciben más de lo que aportan, que acaparan las ayudas escolares (aunque algo menos las sanitarias). Al igual que se les sigue atribuyendo responsabilidad en el deterioro de la calidad de la atención sanitaria y de la educación. Imágenes estereotípicas que, lejos de aminorarse, se han consolidado en este último año” (págs. 360-361). Finalmente, el informe señala que el 36% de los 2.836 encuestados en 2009 quedan clasificados como “reacios a la inmigración”, un 35% como “tolerantes” y el 29% como “ambivalentes”. En conjunto, aunque desde 2008 se han estabilizado estas tendencias, los resultados son muy preocupantes. El 64% de la población, en diferentes grados, no sólo no muestra una actitud de apertura hacia la inmigración sino que, en medidas variables, considera que la desigualdad entre nacionales y foráneos es legítima.

Ahora bien, ¿no es precisamente ese principio de desigualdad, esto es, la creencia etnocéntrica en la propia superioridad, lo que está en la base de todo acto discriminatorio, incluso si no asumiera formas manifiestamente violentas? Aunque hay muchas aristas para indagar al respecto, la sospecha de que el racismo y la xenofobia más o menos abiertos (según nos desplacemos en el arco político hasta la ultraderecha) forman parte de la cultura hegemónica española tiene cada vez un anclaje empírico más nítido.

Ante la afirmación de que el estado español ha dado algunos pasos para mejorar la convivencia igualitaria entre nacionales y foráneos y mitigar una discriminación que opera en todos los ámbitos (desde lo laboral hasta lo educativo), no tenemos más remedio que replicar: cuando se está al borde del abismo, dar un paso adelante no sólo es una obligación política básica sino también una forma de no despeñarse. Puesto que España es uno de los países europeos menos comprometidos con estas luchas, transformar esa situación inicial es apremiante (7). Dicho de forma más rotunda: puesto que “(…) el estado español se encuentra entre los cuatro únicos países de la UE que no tienen un órgano nacional de igualdad que publique datos estadísticos sobre denuncias de racismo” (Informe 2010 SOS Racismo, pág. 233/234 [8]), no hay razones para no seguir exigiendo la modificación de facto de esas falencias graves.

Por lo demás, son las propias políticas de estado las que cabe cuestionar de forma radical, empezando por su política de asilo restrictiva, sus políticas de detención y deportación y su política migratoria en conjunto, que tiende a criminalizar a los inmigrantes irregulares, a instalar y a refrenar las vías para la regularización (a partir de una nueva ley de extranjería que endurece las condiciones de acceso y estancia en España). Por tanto, es el propio estado quien debe rendir cuenta de su propia contribución activa a este mapa de xenofobia y racismo social e institucional y, en particular, a la legitimación de la desigualdad entre ciudadanos de distintas procedencias. Es esa legitimación política y jurídica la que habilita, asimismo, a negar siquiera el estatuto de “ciudadano” a cientos de miles de personas irregulares que sobreviven en la economía sumergida (de la sobreexplotación). 

En ese sentido, para que ese camino no se convierta en una aporía, los cambios institucionales deben empezar por una nueva visibilidad de la problemática. Dar cuenta del racismo y la xenofobia supone, en primer lugar, informar a la población de una realidad social que amenaza en convertirse en hegemónica. Es, asimismo, responder ante el Otro, asumir una responsabilidad y un compromiso en la erradicación de estos problemas endémicos que se agravan con la crisis. Recluiresa problemática en la ultraderecha es una estrategia tranquilizadora, que tiende a desconocer a una masa creciente de personas que por motivos raciales, étnicos y culturales considera legítima la desigualdad, aunque no necesariamente lo manifieste de forma expresa o no esté dispuesta a asumir de manera abierta todas las consecuencias de esa consideración.

Eso no niega, desde luego, las resistencias activas que diferentes sujetos colectivos ponen en acto: desde un tejido asociativo más o menos heterogéneo hasta grupos de activistas de derechos humanos y otros movimientos ciudadanos que perciben en este imaginario suprematista el retorno del fascismo. En esas luchas democráticas está cifrada nuestra esperanza política, en unas condiciones histórico-sociales que encarnan, probablemente, una de las peores regresiones europeas tras el 45´.



Arturo Borra



(1) Ver aquí. El inciso 1 del artículo 34 de dicho proyecto de ley incluye la producción de información al respecto: “1. Al objeto de hacer efectivas las disposiciones contenidas en esta Ley y en la legislación específica en materia de igualdad de trato y no discriminación, los poderes públicos deberán introducir en la elaboración de sus estudios, memorias o estadísticas, siempre que se refieran o afecten a aspectos relacionados con la igualdad de trato, los indicadores y procedimientos que permitan el conocimiento de las causas, extensión, evolución, naturaleza y efectos de la discriminación por razón de las causas previstas en esta Ley”. Queda pendiente evaluar metodológicamente las herramientas diagnósticas desplegadas, así como los logros conseguidos en este nivel de actuación, requisito indispensable para el desarrollo de políticas públicas que favorezcan la integración social e institucional y penalicen las prácticas discriminatorias.

(2) Ver aquí.

(3) El incumplimiento de los DDHH por parte del estado español es múltiple y ha sido denunciado por Amnistía Internacional: denuncias de tortura, restricción del derecho de asilo, aplicación del régimen de incomunicación a ciertos colectivos de presos, protección inadecuada ante la violencia de género y la trata de personas, escasos avances en la investigación del franquismo, medidas insuficientes ante el racismo, entre otros. Al respecto, Amnistía Internacional, Informe de derechos humanos 2010, pág. 179.

(4) Al respecto, el director de Amnistía Internacional en España, Esteban Beltrán, en 2008 señalaba: "¿Cómo es posible que en el Reino Unido se documenten oficialmente 50.000 ataques racistas al año y en España la Guardia Civilregistre entre 10 y 20 casos y la Policía Nacional entre 80 y 100?". Su conclusión, que no cabe más que ratificar en el contexto presente, es que  España es de los países europeos más rezagados en las luchas contra estas formas de discriminación (ver aquí)

(5) El informe completo puede consultarse en http://www.movimientocontralaintolerancia.com/html/raxen/raxen.asp

(6) El informe puede consultarse aquí.

(7) Para graficar lo dicho remito al lector al documental español elaborado en 2011 “Ojos que no ven” (http://youtu.be/y7CytqYLHQY).