miércoles, 16 de noviembre de 2011

...constante búsqueda...


...al poner sus pies en aquel lugar supo que podía llegar a ser un buen escondite...no es que estuviera huyendo...ni que quisiera perderse...tan solo buscaba un lugar tranquilo...uno de esos lugares a los que cuesta llegar...desconocido, salvaje y virgen...buscaba un lugar donde poder pensar...ordenar las ideas que habían sido desordenadas por vientos desfavorables...un lugar donde no ser cuestionada...sin exigencias ni tiempos medidos...un lugar donde fluir...donde oxigenarse...un lugar para ser...un lugar donde encontrarse sin ser encontrada...
...infinitos besos para vuestros bolsillos...

viernes, 11 de noviembre de 2011

El 15-M: Trabajo y Sindicalismo -Ángel Calle



"Creo que la confluencia y el mutuo apoyo entre sindicalismo laboral, social y ecopolítico podrían ser las coordenadas del sindicalismo libertario del siglo XXI. El 15 M es, en este sentido, una oportunidad para abrirse, reaprender, volverse aparentemente paradójico, identificarse y negar la hegemonía de una identidad."
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Ángel Calle Collado
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¿Es el 15 M un fenómeno “nuevo”?
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El 15 M supone una sedimentación de prácticas y discursos que, en nuestro país, podemos rastrear desde finales de los 90: las protestas desobedientes en tiempo de elecciones como en la consulta deuda del 2000 o el 13 de marzo de 2004; toda la crítica a la llamada globalización desde cumbres alternativas y foros sociales; el reclaim the streets convertido en toma la plaza; dinámicas de lucha social en clave de barrios que se revitalizan; o las más recientes convocatorias sistemáticas de protestas sobre temas concretos (V de Vivienda, Malestar, Juventud sin Futuro, frente al Plan Bolonia, etc.), base primera de la manifestación que se lanzara desde Democracia Real Ya.

Como sus predecesores, el 15 M mantiene y saca lustre a la “hipersensibilidad frente al poder”, propio de los Nuevos Movimientos Globales que se leen en la democracia radical como sustrato (horizontalidad, deliberación) y opción de crítica (democracias desde abajo). Las nuevas formas de protesta y movilización comparten en gran medida el lema zapatista de “los rebeldes se buscan”. Al afirmar rebeldía se afirma, elemento común a los Nuevos Movimientos Globales como el 15 M, que se aparcan debates dialécticos, en un intento de trascenderlos no de obviarlos, como el de reforma o revolución, vanguardia o masas, presente o futuro para afirmarse en dinámicas de encuentro, de antagonismos que contemplan operar fuera y operar dentro de los sistemas sociales criticados. Este y sinérgico es muy importante. Porque en la izquierda más clásica (marxismos y anarquismos), así como en los movimientos de la diversidad y la autonomía de los 70 (ecologismo, pacifismo, feminismo, okupación), el o era central y creaba disyuntivas: o eras de un bando o de otro, o afirmabas esta utopía y estas herramientas “revolucionarias” o afirmabas otras, o estabas o no estabas, etc. Y además, el añadido “se buscan” ha invitado a rebajar tensiones e incluso rencillas de viejos espacios, así como a reaprender códigos políticos y vitales. La idea de proceso está en el sustrato y el horizonte. Las construcciones son lentas pero, como dicen también en Chiapas, “porque vamos lejos”.
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¿Qué compone el 15 M?
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Bajo el 15 M se aúnan críticas materiales (precariedad, pacto del euro) y expresivas (lo llaman democracia y no lo es). Pero lo novedoso, lo catártico del 15 M, es su capacidad de atracción del descontento disperso, la facilidad para transformar la indignación en potencial de articulación desde la diversidad y su templanza para proponer procesos de participación y de protesta que no generan ansiedades en sus integrantes si no ilusión por iniciar una “segunda transición”, esta de carácter civil y sin pactos de élites de por medio.
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La convergencia emocional se da desde la cohesión del 15 M alrededor de tres patas de protesta, núcleos de acción y reflexión muy versátiles y, hasta ahora, de fuerte solidaridad entre sí. Se trata de los fenómenos toma la plaza (acampadas, reclama las calles); la estructura de Democracia Real Ya (como red virtual-localizada); y como elemento que se torna más masivo, las coordinadoras de barrios (comisiones, mesas, asambleas). Con sus ritmos y con sus contextos estos instrumentos componen una sinfonía inspirada en democracias desde abajo o emergentes.
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De esta manera, para los y las más jóvenes el 15 M es ante todo un proceso de socialización política en estas rebeldías. Y para las personas con más experiencia, es un espacio que suele reconocer las aportaciones, escuchar otros códigos y, por todo ello, permitir un encuentro intergeneracional e intercultural que no podía pensarse a principios del año dos mil, en pleno auge de las llamadas protestas “antiglobalización”.
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¿Qué relaciones existen entre el 15 M y el mundo del trabajo?
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El 15 M es un espacio muy heterogéneo donde la crítica expresiva y más establecida (queremos que funcione la democracia participativa) ha sido colocada (por activistas y por medios de comunicación) como banderín de enganche.
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Sin embargo, a poco que el 15 M ha pasado de desperezarse a ponerse en marcha, vemos que en su ruta se ha ido cruzando la agenda social como ejemplifican la convocatoria del 19 de Junio y el rechazo de la Europa eurocratizada; la presión sobre el Parlament de Catalunya cuando se estaba a punto de aprobar la llamada Ley omnibus plena de privatizaciones y recortes sociales; y también las acciones directas para impedir deshaucios que han tenido una fuerte repercusión social. ¿Ha entrado el trabajo en esta ruta abierta que va generando el “gobierno de los muchos” donde las vanguardias y las agendas preprogramadas generan rechazo? Pienso que sí, aunque también va a ritmo lento y en unas direcciones discursivas y organizativas que son, a su vez, una crítica implícita y constructiva a las formas de organización sindical más tradicionales.
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En primer lugar, la precariedad laboral y el desempleo están en el meollo del descontento que galvaniza el 15 M. Las acampadas se llenaron de descontentas que, infelizmente, disponían de tiempo suficiente: la precariedad laboral (empleo) y vital (acceso a vivienda) estaba ya recorriendo sus vidas. Más explícitamente, y aparte de las rutas de protestas sobre condiciones sociales y laborales que señalábamos anteriormente, ha habido una gran cantidad de discursos (manifiestos, trabajos en comisiones, textos de reflexión y debate) que han apuntalado las razones laborales de esta protesta. El manifiesto inicial de Democracia Real Ya establece un rechazo del “obsoleto y antinatural modelo económico” y apela, entre otras cosas, a la protección de derechos sociales básicos, en torno al trabajo o la vivienda. Aunque aún como propuestas abiertas, en la comisión de la acampada en Sol dedicada a temas de Economía se exigía “que se sometan a referéndum vinculante la última reforma laboral y de las pensiones”. Minoritarios espacios, en efecto, pero existen intentos de enlace alrededor del 15 M para “organizar la solidaridad con todos los trabajadores que están luchando contra despidos, EREs, cierres y recortes de salario y condiciones de trabajo”, como reza el II Encuentro de trabajadores y empresas en lucha que se organiza para el 2 de julio en Plaza Catalunya. También desde el 15 M surgen voces para componer una crítica no patriarcal del trabajo y del capitalismo. En comisiones de Feminismo y Feministas Indignadas se pone sobre la mesa la necesidad ir más allá del “trabajo mercantilizado”, y problematizar el conjunto de la reproducción y los cuidados sociales como parte de esa esfera laboral. Una esfera donde la mayor parte de dichos cuidados son invisibilizados y recaen sobre mujeres.
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Por último, las asambleas barriales han servido para el encuentro entre militancias más clásicas (vecinales, sindicales) y personas que buscaban canalizar su descontento, jóvenes y no tan jóvenes, aquella ciudadanía que “no encontraba” su sitio para manifestar una crítica social desde su entorno. Aquí han emergido propuestas más locales, como creación de huertos urbanos o equipamientos sociales. Pero también se ha conectado con ese sindicalismo más territorializado que ha estado detrás de las marchas del 19 J, ya que esta convocotoria, no lo olvidemos, surge de las asambleas de trabajadores y trabajadoras que se conformaron en la huelga general del 29 de septiembre. Si este encuentro permite otras sinergias, abrir debates sobre cuestiones de precariedad, trabajo y organización sindical, está aún por ver. Pero es un paso.
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Reconociendo obstáculos
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Los anteriores pasos no están exento de retos. Algunos de los más jóvenes tienen una crítica global al mundo del trabajo y encuentran en otros espacios de autogestión sus ganas de realizarse, compartir, luchar socialmente. No son mayoría, pero ciertamente son quienes están más en la dinámica de movilización más activa a escala de barrios en este 15 M. Ambos sectores (sindicalismo y mundo más situacionista) podrían coincidir en implantar un sindicalismo social que se abre a la organización de la crítica laboral desde los barrios, sea para intervenir localmente, sea para crear climas sociales favorables a intervenir desde los puestos de trabajo. También parte de crítica pasa del fondo hacia la formas. Se considera que las estructuras ejecutivistas del sindicalismo clásico es un impedimento para hacerse referente de una precariedad que reclama participación más directa y procesos de transformación social amplios. De ahí que en la comisión Laboral de Acampada Sol podamos leer un documento de discusión sobre representaciones laborales directas a través de un “sindicalismo sin sindicatos”. En las formas también, el hecho de organizaciones cargadas de memoria y culturas políticas propias que se ven como “equipos de rugby” cuando acuden organizadamente a estas asambleas, donde la frescura de quienes llevan menos tiempo, contrasta con las armaduras discursivas y simbólicas de las personas más veteranas. Lo cual no entra en contradicción con afirmar que el 15 M está plagado de espacios “que escuchan” y donde las propuestas más reflexionadas o veteranas tienen hueco, sean asambleas o espacios de formación.
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Mirando al interior del 15 M, este espacio tiene ante sí responsabilidades y retos propios en este tema de encontrar convergencias entre sus denuncias y un (nuevo) sindicalismo laboral. Temáticas vitales, como la vivienda, tienen una cabida fácil en las tres formas de acción de este espacio. El trabajo, no tanto. El toma la plaza es demasiado “líquido” o “efímero” como para plantear luchas sociales consistentes más allá de eventos puntuales. La dinámica on/off y de experimentación personal (my profile) del mundo facebook muestra aquí su dificultad para salir de la inestabilidad y la corrosión de vínculos que denuncia. Y el discurso de la precariedad en las calles es aún complaciente con las estructuras económicas que lo impulsan. Desde barrios existen experiencias positivas de articulación entre el 15 M y asambleas de trabajadores, pero aún precisaría de tiempo para impulsar un sindicalismo social; al margen de que la dinámica de corrosión de vínculos afecta también a barrios y pueblos, convertidos en almacenes de personas aisladas o que usan su vivienda para dormir y poco más.
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Por otro lado, las “viejas recetas” no son solución para tender puentes entre el 15 M y la crítica sindical. El lanzamiento de convocatorias muy en clave identitarias (sindicato convocante, manifiesto muy específico y cerrado, organización desde arriba y centralizada, acción muy programada), como encuentros de personas paradas, manifestaciones o marchas sindicales, no genera ni la ilusión ni la articulación que hay detrás de la cultura política del 15 M: rebeldía sin siglas (no autorreferencial), procesos antes que programas prediseñados, sinergias desde la calle que se convierte en ágora y no tanto desde lugares “fragmentados” como el trabajo o la crítica temática (material o expresiva o de relaciones con la naturaleza).
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Con todo, el 15 M y algunas voces que han planteado desde dentro una “huelga general” ha servido para fotografiar la pasividad de los grandes sindicatos. Pero el “gobierno de los muchos” no tomará decisiones en la línea de marchas, manifestaciones o huelgas si no entronca con sus raíces de apertura y democracia (radical), por más que en su interior se organicen corrientes políticas con métodos clásicos de articulación.
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¿Hay espacio para un sindicalismo libertario alrededor del 15 M?
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El mundo fordista facilitaba concentraciones obreras y emergencias sindicales. El mundo de los vínculos mercantilizados crea tribus sociales a través del consumo, deslegitima las reclamaciones colectivas de derechos sociales y dificulta que sedimenten lazos sociales entre los descontentos. La crítica sindical, por tanto, será crítica de esa corrosión de vínculos o no será. Y deberá hacerlo atendiendo a propuestas que den autonomía a quienes quieran (auto)organizarse. Cercanía en las decisiones y politización global de necesidades básicas serán elementos de nuevas formas sindicales. Pierden credibilidad aquellos sindicatos que operan sólo para trabajadores “fijos”, se encuentran al margen (personal o colectivamente) de procesos locales de lucha, y no mantienen propuestas globales de democratización desde abajo, dentro y fuera de las organizaciones.
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Por todo ello, atendiendo a algunas señas de identidad del sindicalismo libertario, parece que hay espacios y razones para la mutua permeabilidad. El sindicalismo libertario y el 15 M comparten su “hipersensibilidad frente al poder” y la propuesta de construir otros mundos desde abajo. Además, el 15 M parece que estará necesitado en el futuro de resolver cuestiones sobre cómo articularse en torno a otras problemáticas y otros actores. A poco que la crítica a la democracia vaya asentándose y tomando formas (diversas), algunas corrientes señalarán directamente temas de precariedad laboral (como hoy se señalan temas de vivienda) o de situación de la población inmigrante. De la capacidad y de la generosidad que manifiesten sindicatos de matriz libertaria para apoyar el desarrollo de estas corrientes dependerá, en gran parte, que en núcleos como toma la plaza o barrios, base fundamental del “gobierno de los muchos” en el 15 M, encuentre coherente y deseable profundizar en la crítica económica y laboral.
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Por otro lado, el 15 M también lanza interpelaciones a las propuestas de un sindicalismo alternativo, sea éste revolución o metamorfosis de las tradiciones más fordistas. Opino que, considerando el ascenso de estos Nuevos Movimientos Globales (internacionalistas, de mirada global a los problemas, con expresiones de democracia radical en su base), este sindicalismo libertario habría de configurarse alrededor de tres grandes frentes, de fuerte retroalimentación y solidaridad entre sí. En primer lugar, el sindicalismo laboral, propio de los lugares de trabajo donde pueden tejerse vínculos de descontento muy focalizados en torno a las condiciones laborales. El sindicalismo social, que toma el lugar de residencia como espacio viable para reconstruir vínculos entre descontentos, y que aborda la cuestión del trabajo como transversal así como localizada (empresas y relaciones económicas que se dan en el pueblo o barrio). Y por último, un sindicalismo ecopolítico, que genera organización social uniendo temas laborales con dinámicas de poder que están destruyendo la posibilidad de una vida (digna) en el mundo. Aquí hablamos de propuestas en clave antipatriarcal, con conciencia de especie (crítica medioambiental), en temas de dominación planetaria, etc.
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Creo que la confluencia y el mutuo apoyo entre sindicalismo laboral, social y ecopolítico podrían ser las coordenadas del sindicalismo libertario del siglo XXI. El 15 M es, en este sentido, una oportunidad para abrirse, reaprender, volverse aparentemente paradójico, identificarse y negar la hegemonía de una identidad. Las organizaciones deberán ser complejas y emergentes, aprendiendo continuamente desde abajo, desde los márgenes, o no conectarán con las nuevas culturas políticas.
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Ángel Calle Collado, CGT y editor de Democracia Radical (Icaria, 2011), artículo, publicado en Rojo y Negro 248, de julio-agosto 2011, que ensaya posibles líneas de proximidad entre el movimiento 15-M y el sindicalismo libertario.

Segunda intentona para la práctica

Y os comenté que tengo que hacer una práctica obligatoria, sin ella no puedo licenciarme. Para que la práctica sea convalidada mi coordinadora del departamento de literatura tiene que dar el visto bueno, es decir, no vale hacer una práctica que no tenga nada que ver con tus estudios. Es más, la práctica tiene que estar orientada hacia tú asignatura principal, en mi caso, literatura alemana.

Se supone que yo puedo escoger en qué periodo de la literatura me gustaría centrarme. Yo he decidido centrarme en el medievo. Es un aspecto de la literatura alemana que me parece muy interesantes y que desgraciadamente suele caer en el olvido en favor de la literatura alemana más moderna.

En la XXX tiene un deparatemento que se ocupa del periodo medieval de la literatura, trabajan con textos de ese periodo. A mi me interesa hacer la práctica en la XXX porque es una institución con renombre y poque cuentan con expertos en la materia y gente que sabe lo que hace. Habrá gente que piense que podría hacer la practica en cualquier otra institución. Sí que pordría hacerla, pero no quiero. No he peleado lo que peleado para llegar donde estoy ahora mismo, como para hacer la práctica en cualquie empresa o institución. No me da la gana!

El lunes a las 10 de la manana tengo la cita para hablar con los jefes del departamento de mediavistica de la XXX. Ya me han avisado de que tienen serios problemas de espacio y de que en principio se niegan a coger a nadie en prácticas para lo que queda de ano ni para el 2012, así que es un "ahora o nunca".

 Veremos cómo acaba la historia, espero poder escriros el lunes que me han dado la práctica...
Son muchos los proyectos que tengo entre manos y espero que vayan saliendo todos poco a poco. Ya os contaré!

martes, 8 de noviembre de 2011

...he elegido caminar hacia el infinito...



...en un camino lleno de bifurcaciones...las inclemencias del tiempo obstaculizando el ritmo...siempre concentrada en el objetivo...hay tramos en los que sigo la senda, otros me salgo de las líneas marcadas...mis sentidos se nutren de cuanto encuentro a mi paso...me vacío para volver a llenarme...y libremente elijo...elijo caminar hacia el infinito...

...infinitos besos de bolsillo...

«Ocupemos el futuro» -Noam Chomsky



Pronunciar una conferencia Howard Zinn es una experiencia agridulce para mí. Lamento que él no esté aquí para tomar parte y revigorizar a un movimiento que hubiera sido el sueño de su vida. En efecto, él puso buena parte de sus fundamentos.

Si los lazos y las asociaciones que se están estableciendo en estos notables eventos pueden sostenerse durante el largo y difícil periodo que les espera –la victoria nunca llega pronto–, las protestas de Occupy podrían representar un momento significativo en la historia estadounidense.

Nunca había visto nada como el movimiento Occupy, ni en tamaño ni en carácter. Occupy está tratando de crear comunidades cooperativas que bien podrían ser la base para las organizaciones permanentes que se necesitarán para superar las barreras por venir y la reacción en contra que ya se está produciendo.

Que el movimiento Occupy no tenga precedentes es algo que parece apropiado, pues esta es una era sin precedentes, no sólo en estos momentos, sino desde los años setenta.

Los años setenta fueron decisivos para EEUU. Desde que se creó el país, este ha tenido una sociedad en desarrollo, no siempre en el mejor sentido, pero con un avance general hacia la industrialización y la riqueza.

Aun en los periodos más sombríos, la expectativa era que el progreso habría de continuar. Apenas tengo la edad necesaria para recordar la Gran Depresión. A mediados de los años treinta, aunque la situación objetiva era mucho más dura que hoy, el espíritu era bastante diferente. Se estaba organizando un movimiento obrero militante –con el Congreso de Organizaciones Industriales (CIO) y otros– y los trabajadores organizaban huelgas con plantones, a un paso de tomar las fábricas y manejarlas ellos mismos.

Debido a las presiones populares, se aprobó la legislación del New Deal. La sensación que prevalecía era que saldríamos de esos tiempos difíciles.

Ahora hay una sensación de desesperanza y a veces de desesperación. Esto es algo bastante nuevo en nuestra historia. En los años treinta, los trabajadores podían prever que los empleos regresarían. Ahora, los trabajadores de manufactura, con un desempleo prácticamente al mismo nivel que durante la Gran Depresión, saben que, de persistir las políticas actuales, esos empleos habrán desaparecido para siempre.

Ese cambio en la perspectiva estadounidense ha evolucionado desde los años setenta. En un cambio de dirección, varios siglos de industrialización se convirtieron en desindustrialización. Claro, la manufactura siguió, pero en el extranjero; algo muy lucrativo para las empresas, pero nocivo para la fuerza de trabajo.

La economía se centró en las finanzas. Las instituciones financieras se expandieron enormemente. Se aceleró el círculo vicioso entre finanzas y política. La riqueza se concentraba cada vez más en el sector financiero. Los políticos, ante los altos costes de las campañas, se hundieron más profundamente en los bolsillos de quienes los apoyaban con dinero.

Y, a su vez, los políticos los favorecieron con políticas beneficiosas para Wall Street: desregulación, cambios fiscales y relajamiento de las reglas de administración corporativa, lo cual intensificó el círculo vicioso. El colapso era inevitable.

En 2008, el Gobierno salió una vez más al rescate de empresas de Wall Street que supuestamente eran demasiado grandes para quebrar, con dirigentes demasiado grandes para ser encarcelados.


Ahora, para la décima parte del 1% de la población que más se benefició de todos estos años de codicia y engaños, todo está muy bien.


En 2005, Citigroup –que, por cierto, ha sido objeto en repetidas ocasiones de rescates por parte del Gobierno– vio en el lujo una oportunidad de crecimiento. El banco distribuyó un folleto para inversionistas en el que los invitaba a poner su dinero en algo llamado el índice de la plutonomía, que identificaba las acciones de las compañías que atienden al mercado de lujo.


“El mundo está dividido en dos bloques: la plutonomía y el resto”, resumió Citigroup. “EEUU, Gran Bretaña y Canadá son las plutonomías clave: las economías impulsadas por el lujo”.

En cuanto a los no ricos, a veces se los llama “la periferia”: el proletariado que lleva una existencia precaria en la periferia de la sociedad. Esa periferia, sin embargo, se ha convertido en una proporción sustancial de la población de EEUU y otros países.

Así, tenemos la plutonomía y el precariado: el 1% y el 99%, como lo ve el movimiento Occupy. No son cifras literales, pero sí es la imagen exacta.

El cambio histórico en la confianza popular en el futuro es un reflejo de tendencias que podrían ser irreversibles. Las protestas de Occupy son la primera reacción popular importante que podría cambiar esa dinámica.

Me he ceñido a los asuntos internos. Pero hay dos peligrosos acontecimientos en la arena internacional que opacan todo lo demás.

Por primera vez en la historia, hay amenazas reales a la supervivencia de la especie humana. Desde 1945 hemos tenido armas nucleares y parece un milagro que hayamos sobrevivido. Pero las políticas del Gobierno de Barack Obama y sus aliados están fomentando la escalada.

La otra amenaza, claro, es la catástrofe ambiental. Por fin, prácticamente todos los países del mundo están tomando medidas para hacer algo al respecto. Pero EEUU está avanzando hacia atrás. Un sistema de propaganda, reconocido abiertamente por la comunidad empresarial, declara que el cambio climático es un engaño de los liberales. ¿Por qué habríamos de prestarles atención a estos científicos?

Si continúa esta intransigencia en el país más rico y poderoso del mundo, no podremos evitar la catástrofe.
Debe hacerse algo, de una manera disciplinada y sostenida. Y pronto. No será fácil avanzar. Es inevitable que haya dificultades y fracasos. Pero a menos que el proceso que está ocurriendo aquí y en otras partes del país y de todo el mundo continúe creciendo y se convierta en una fuerza importante de la sociedad y la política, las posibilidades de un futuro decente serán exiguas.

No se pueden lanzar iniciativas significativas sin una base popular amplia y activa. Es necesario salir por todo el país y hacerle entender a la gente de qué se trata el movimiento Occupy; qué puede hacer cada quién y qué consecuencias tendría no hacer nada.

Organizar una base así implica educación y activismo. Educar a la gente no significa decirle en qué creer: significa aprender de ella y con ella.

Karl Marx dijo: “La tarea no es sólo entender el mundo, sino transformarlo”. Una variante que conviene tener en cuenta es que, si queremos cambiar el mundo, más nos vale entenderlo. Eso no significa escuchar una charla o leer un libro, si bien eso a veces ayuda. Se aprende al participar. Se aprende de los demás. Se aprende de la gente a la que se quiere organizar. Todos tenemos que alcanzar conocimientos y experiencias para formular e implementar ideas.

El aspecto más digno de entusiasmo del movimiento Occupy es la construcción de vínculos que se está dando por todas partes. Si pueden mantenerse y expandirse, el movimiento Occupy podrá dedicarse a campañas destinadas a poner a la sociedad en una trayectoria más humana.

N.Ch.

[Este artículo está adaptado de una charla de Noam Chomsky en el campamento Occupy Boston como parte de una serie de conferencias en memoria de Howard Zinn (historiador, activista y autor de A People’s History of the United States)].

jueves, 3 de noviembre de 2011

Mándeme usted un Email (Post Cabreo)

Acabo de llevar a casa de la XXX, se supone que iba para hablar de esa supuesta práctica que me iban a dar, una práctica maravillosa, entre 80 y 320 horas de trabajo no remunerado y sin seguro médico ni cotizando,¡una verdadera maravilla!. Porque claro, lo que quiere hacer alguien al que le falta poco para licenciarse es hacer un montón de horas de trabajo no pagado y encima teniendo que dar las gracias.

Mejor explico la situación desde el principio. Mi maromen (con el que ya llevo un año felizmente, pero esto va en otro post) ha estado preguntando a la gente que conoce y que deben tener algo de idea acerca de hacer unas prácticas en la XXX. Se lo pintaron tan bien, que parecía que iba a salir hoy con la lista de tareas como prácticante.

Llegados a este punto de la historia, no tengo claro si a mi maromen sus compañeros de trabajo, que reitero están en el proyecto en el que se supone yo haría la práctica, se lo han pintado demasiado bien sin haberse informado como deberían antes, o si por el contrario ha sido mi maromen quien me lo ha vendido todo envuelto con un lazo rosa....¡Tengo un cabreo monumenta!

Me da igual si han sido los compañeros de mi maromen o él mismo, pero deberían de pensarse las cosas un poco más antes de decirle a nadie que parece que todo va sobre ruedas y que en teoria es facilísimo conseguir la práctica.

Yo no puedo oir "uyss eso sale seguro, no te preocupes, que están cogiendo gente para hacer prácticas constantemente" y al estar en el despacho de la jefa oir un "uysss puess si es que ahora misssmo no nosss hace falta a nadie, ya si esssso me manda usted un email" porque evidentemente tengo que utilizar  is mejores dotes de actriz para que la vieja pelleja esa no note mi cara de absoluto desconcierto, o como diriamos en mi pueblo, la cara de gilipollas que se ma quedao

miércoles, 26 de octubre de 2011

La educación pública a debate (II): por una pedagogía crítica

 
I. Dos concepciones educativas en disputa

Dentro del ámbito educativo, especialmente en el campo universitario, resulta previsible la creciente incertidumbre con respecto a las posibilidades profesionales de los egresados, en el contexto de mercados de trabajo en crisis. Es típico, en ese punto, que la incertidumbre quiera ser reducida con la exigencia tramposa que se traduce en “más práctica y menos teoría”. Y es tramposa porque en nombre del “pragmatismo” se identifica el pensamiento crítico con un ejercicio carente de valor, cuando es, por el contrario, condición para concebir otras alternativas sociales y políticas más justas e igualitarias. Si el culto a lo dado favorece a los sujetos privilegiados del presente, atenerse a las prácticas profesionales actuales es aceptar de forma ciega la servidumbre intelectual.

En esa situación, algunas preguntas se hacen recurrentes: ¿qué responsabilidades y oportunidades tienen los profesionales egresados, especialmente aquellos perfiles ligados a las ciencias sociales? ¿Es posible obtener un trabajo remunerado que coincida con las expectativas y aspiraciones profesionales y personales? ¿Debería ajustarse la formación teórica y técnica a las demandas de potenciales empleadores?
Los profetas del mercado pretenden que esos interrogantes tienen su mejor respuesta en una simple claudicación del pensamiento: aceptar sin más el credo de que este mundo es el mejor de los posibles y, por tanto, que todos estos embrollos se disuelven si se acepta la configuración sociolaboral existente. Quienes descreemos radicalmente del credo de la autorregulación de los mercados y de su justicia inherente no tenemos más camino que proponer un proyecto de ciudadanía inclusivo y democrático, aunque el término "ciudadanía" esté en el tapete como tantos otros, no sólo por tratarse de un concepto ambivalente, sino porque oculta la realidad más primaria de las clases sociales.

Si bien más adelante volveré sobre ese término, quisiera detenerme sobre dos discursos pedagógicos que, en el presente, parecen instalarse, respectivamente, como las únicas perspectivas en disputa, especialmente en el ámbito universitario. El primero de ellos plantea que los sujetos educativos, especialmente los egresados universitarios, desde las ingenierías a las humanidades y las ciencias sociales, deben limitarse a desempeñar una labor técnica, propia de especialistas en determinado dominio de saber científico. Se trata de un planteamiento que concibe a la universidad –«pública» sólo para las clases propietarias, lo que es un oxímoron- como un espacio de producción de expertos. A este continente ideológico podemos identificarlo con el «profesionalismo», en tanto pretende fijar una relación puramente técnica con el mundo laboral, en la que el sujeto se representa como neutral con respecto a las finalidades políticas. Eso explica que sea infrecuente, dentro de esta perspectiva, la alusión al bien común, a la responsabilidad pública de los intelectuales, al desarrollo de las capacidades reflexivas y críticas, al desarrollo cultural y social o al compromiso con los intereses sociales mayoritarios. La mención excepcional de estas dimensiones extraeconómicas no debería inducir a engaño, no sólo porque se trata de mera demagogia, sino porque no constituye más que un elemento lateral dentro de una retórica privatista que liga el bienestar al crecimiento empresarial.

La funcionalidad económica de este discurso es clara: se apunta a fabricar individuos políticamente inactivos o, como suele decirse, de aportar “recursos humanos” cualificados al sistema económico, esto es, de producir mano de obra calificada que responda de forma acrítica a los intereses de las organizaciones privadas, reducidas de forma sospechosa a la actual lógica de la empresa, esto es, a una invariante institución capitalista.

Una segunda perspectiva, que opera de forma menos consensuada pero que a menudo se invoca como la única alternativa crítica, sostiene punto a punto lo contrario: la universidad debe apuntar, por sobre cualquier otra prioridad, a la excelencia académica, a la producción de conocimiento científico y filosófico y a lo que en, en una terminología equívoca, se insiste en remitir a la “investigación básica”. El modelo de sujeto que de ello resulta es un «sujeto puro» (independiente a la experiencia histórica), ligado a una concepción del conocimiento abstracto, desvinculado del mundo de los intereses prácticos. Esta configuración puede denominarse «academicismo» por una doble razón: primero, considera la academia como centro exclusivo de la producción intelectual y, segundo, plantea la supremacía de la teoría por sobre la práctica, desconociendo por “inauténtico” el compromiso –a mi entender, ineludible- de la educación universitaria en la construcción de un mundo social más justo.

Para despejar un malentendido: el academicismo no consiste en defender la centralidad del conocimiento; de maneras distintas, lo hacen todas las posiciones en disputa. La especificidad radica en la finalidad abstracta que le asigna tanto a la enseñanza como a la investigación; a saber, acumular saberes eruditos, sin ningún vínculo explícito con lo extra-académico. La investigación “desinteresada” de la verdad, en verdad, está planteando un interés encubierto por producir discursos despolitizados. En otras palabras, se celebra la teoría como una construcción válida en sí misma. Por eso también el academicismo se ha planteado como «teoricismo», una celebración del pensamiento a secas, más allá de su valor práctico y de su capacidad de dar cuenta de algo que no sea el pensar mismo. Aunque en el campo económico esta posición es denostada, dentro del campo educativo -especialmente del campo universitario- parece la más consensuada al momento de replicar al profesionalismo.

El academicismo, sin embargo, no desborda lo que Horkheimer llamaba «teoría tradicional»: una visión que se pretende depurada de interés y desatiende, así, los intereses vitales que entran en juego en la producción teórica. Desplazarse hacia el campo de una «teoría crítica», en este sentido, supone reflexionar por los intereses cognoscitivos que están presentes en la práctica pedagógica e investigativa. Más concretamente, desconoce nuestros compromisos prácticos y en particular, nuestra eventual implicación en un horizonte emancipatorio. En este punto, más que un interés puramente técnico o teórico, lo que nos interesa es la producción de conocimientos y valores en el marco de una educación orientada a la autonomía.

Si el límite más pronunciado del profesionalismo es el carácter puramente instrumental que le asigna al campo educativo, la perspectiva academicista recae en una forma de idealismo, abstrayendo los saberes de sus condiciones de existencia y, por ende, denegando su implicación ética y política. Se desentiende así del horizonte de intervención al que habilita la producción de conocimientos específicos y reafirma una más vasta tendencia al auto-encierro de los intelectuales, al desentendimiento de realidades sociales drásticas en la que dicha producción se inscribe. La despreocupación por lo que es simultánea e indivisiblemente intelectual y político deriva en indiferencia ante la injusticia y penuria cotidianas. La actual proliferación de objetos teóricos auto-referenciados, constituidos en discursos especializados en las minucias de las disciplinas científicas es un claro indicio de que este horizonte academicista sigue teniendo una cierta importancia residual en el ámbito académico.

En ambos casos, un supuesto purismo económico –es decir, la defensa de un intelectual-experto en el mercado económico- y un supuesto purismo teórico –ese otro experto de la abstracción intelectual en el mercado académico- obstaculizan la necesaria “contaminación” de los sujetos intelectuales como agentes que intervienen en la construcción del mundo histórico concreto. La noción de «contaminación», sin embargo, connota un estado segundo en relación con una presunta “pureza originaria”. Pero esta pureza originaria es un mito: cada uno de los discursos mencionados son producto de posicionamientos políticos que nacen de específicas relaciones de sentido y no pueden sustraerse de hibridaciones constitutivas. Vinculados a nuestros intereses primarios (ligados al mundo de la vida), no se trata de depurar los discursos, sino de objetivarlos, es decir, remitirlos a sus condiciones de producción para conocer su posición específica en un campo de lucha simbólica. Todo el lenguaje de la pureza y de las esencias no hace más que convertir en necesidad lo que es efecto de una decisión política: instituir de un modo determinado la educación pública.

En tanto toda identidad es relacional, esto es, en tanto toda posición de sujeto se constituye a partir de un sistema diferencial (para decirlo con Laclau y Mouffe), el desnivelamiento es constitutivo y no podemos ya reclamar de forma válida una separación radical entre saber y poder o educación y política. A pesar de sus críticas a la mercantilización del conocimiento, el academicismo no escapa a la pretendida separación entre lo “intelectual” y lo “político”: consagra la erudición, basada en la exhaustividad del especialista y, no con menos frecuencia, en sus polémicas con adversarios satisfechos de sus pequeños universos intelectuales. (Eso es evidente en algunos casos y las tendencias estetizantes o moralizantes que suelen atravesar a este tipo de posiciones intelectuales son indicio de ello).

Dicho lo cual, lo que hay que elucidar son las finalidades que asignamos, de derecho, a la educación pública. Distinguir en el campo universitario entre «investigación», lo que se ha dado en llamar de forma equívoca «extensión» y el campo de la «docencia» no esclarece demasiado: ninguna de esas actividades constituye una finalidad en sí misma. Lo relevante es preguntamos para qué queremos conocer, para qué queremos formar y para qué queremos interactuar con otros sectores sociales. Formular de forma crítica los objetivos de conocimiento es poner en suspenso la evidencia atribuida a esas actividades, remitiendo esas finalidades a contextos históricos concretos.

Debemos, por tanto, remitirnos a la formación social específica que es condición de existencia de toda educación. En tanto compleja red de relaciones de poder y sentido entre diferentes clases y grupos sociales, una formación social es irreductible a un conjunto de individuos atomizados. La pretensión de ser apolítico –y esa pretensión es común al academicismo y al profesionalismo- no hace más que ocultar las disputas simbólicas y económicas que se producen en las prácticas instituyentes, sin poner en cuestión en lo más mínimo la voluntad de maximizar el beneficio económico e intelectual.

La implicación profunda de estos discursos tan despolitizados (1) como políticos consiste en centrar el mercado económico e intelectual como instancia de validez: la aceptabilidad de nuestro trabajo (profesional, teórico) dependería en última instancia -desde estas perspectivas- de que nuestros empleadores y nuestros pares valoren nuestras concepciones y realizaciones. Tras una retórica purista o liberal, ponen el acento en el nivel de la demanda. Incluso si se alega que el academicismo no es necesariamente individualista el pasaje al colectivismo no resuelve nada: se puede sostener que la comunidad universitaria sólo puede lograr la excelencia académica sobre la base de un trabajo colectivo y, sin embargo, la idea de una separación entre lo académico y lo político sigue manteniéndose. En otras palabras, no se plantea ninguna articulación constitutiva con la formación social como su condición de posibilidad (2).


II- El profesionalismo como neoconservadurismo

Si en la actualidad el profesionalismo aparece como el modelo educativo socialmente más valorado, ello se debe, en primer lugar, a que es correlativo al neoconservadurismo como configuración hegemónica. Avanzar en su crítica sistemática forma parte de las luchas teórico-políticas que necesitamos para contribuir a erosionar el orden social actual. Puesto que las ideas constituyen fuerzas materiales la crítica al modelo profesionalista resulta prioritaria desde una dimensión estratégica.

En el contexto actual, el academicismo es una forma de retirada ante el modelo educativo dominante: constituye una réplica elitista desfasada (3). Por contra, el profesionalismo es la punta de lanza del neoliberalismo, que reduce la libertad de cátedra a la sujeción a los imperativos sistémicos. El eslogan de la libertad de mercado se materializa en un mercado de la libertad: es libre quien paga, quien tiene poder para pagar sus elecciones. Ese eslogan, sin embargo, apenas describe el núcleo de este programa que ya nada tiene de nuevo y que requiere, sin embargo, ser diferenciado del liberalismo decimonónico. La apología del “mercado de la competencia perfecta” o de la “libre competencia” –y lo sabemos tras experiencias históricas funestas- tiene como contracara la desprotección de ciudadanos “pobres” –sistemáticamente relegados al lugar de no-ciudadanos o de ciudadanos de segunda mano-, la desocupación de trabajadores manuales –“no calificados”- desplazados por las nuevas tecnologías de la producción y la marginación de los sectores sociales que están sujetos a las fluctuaciones estructurales de la economía capitalista, por circunscribirnos a una dimensión económica, la explotación de los trabajadores –manuales e intelectuales- y la subocupación de millones de personas que siguen empobrecidas. No menos central resulta la exclusión escolar de una masa social que no puede acceder a un servicio semiprivatizado, la muerte extendida de poblaciones enteras, víctimas de los señores de la guerra y la industria del crimen, el desentendimiento de las franjas sociales que no encajan en la población económicamente activa, la destrucción medioambiental, entre otras cuestiones de primer orden. Dentro de la eficacia del neoliberalismo –como ideología legitimatoria del capitalismo- no debemos excluir la represión más o menos brutal a movimientos sociales de signo diverso, desde altermundistas a indignados.

De forma específica, las consecuencias sobre el campo educativo de esas políticas neoliberales es inequívoco: acentuar la desigualdad social y laboral, instrumentalizar la producción de conocimiento en función de la rentabilidad privada y, en suma, aumentar la producción de sujetos profesionales que no cuestionan el mundo histórico en el que participan, aceptando el orden existente como el único posible.


III- Inserción profesional y ciudadanía

Volvamos sobre la «inserción profesional» reenviando este eje a las condiciones sociales que hacen posible que uno hable, de forma sospechosa, de “profesionales” y no sencillamente de “trabajadores”. De hecho, dentro de la moderna división social del trabajo, los trabajadores intelectuales apenas se reconocen formando parte de ese continente y no es de extrañar que se arroguen a menudo el derecho a situarse en otra categoría socio-laboral.

Inscribir estos procesos de separación entre trabajadores en el contexto de una economía mundial gobernada por la acumulación de capital es básico si queremos comprender lo que ocurre. Y esa acumulación nos deriva a preguntarnos por una organización social del trabajo en el que la educación superior dominante tiene notoriedad por contribuir, técnicamente, a reproducir el modelo actual de acumulación, sostenido en relaciones sociales de explotación. La necesidad satisfecha de elites cualificadas, en esta fase histórica del capitalismo, hace prescindente para las clases propietarias la educación pública, especialmente en sus niveles superiores. Las políticas neoliberales son consecuentes con esta necesidad: transfieren como negocio la formación superior a centros privados y, con ello, seleccionan las fracciones de clase que relevarán a las elites dominantes actuales.

La desfinanciación de la educación pública, por tanto, no responde a una coyuntura restrictiva, aunque se invoque como su justificación evidente. Si bien la crisis del estado de bienestar no es nueva, se acelera con la impronta crecientemente aceptada del neoliberalismo. Si éste es peculiarmente predador, se debe a que en su prohibición de toda forma de regulación económica, permite que los agentes más poderosos se apropien de forma ilegítima de la riqueza socialmente producida. En vez de luchar por distribución justa de los ingresos y la renta, perpetúa ese dispositivo selectivo que es el “mercado libre” y excluye por principio a quienes no disponen de poder económico para participar en ese “mercado de la libertad” (4). Para fortuna nuestra, la “utopía” neoliberal (más bien: una distopía radical) no se ha concretizado en toda su magnitud. Existen resistencias relativamente organizadas y hay indicios de que esas resistencias sociales pueden confluir en luchas políticas mayores.

El fatalismo cínico de ese discurso es inocultable: por un lado, pretende que no hay alternativas políticas sino meramente necesidades históricas inexorables; por otro, enfatiza su pesimismo antropológico: puesto que “la naturaleza humana es egoísta”, lo único que cabe es tomar medidas que resulten lo menos perjudiciales posibles y subsanen los males más notorios. Ya conocemos cuáles serían esas medidas: la “mano invisible del mercado”, la ley de la oferta y la demanda sin interferencias, intervenciones estatales mínimas (limitadas a servicios que ninguna iniciativa privada estaría dispuesta a asumir) y dar rienda suelta a la fórmula del laissez faire, laissez passer.
 
Sin embargo, no tenemos por qué aceptar sin más la tesis de una “naturaleza humana” ni, mucho menos, concebida como esencialmente egoísta. Como ardid teórico, permite justificarlo todo, a condición de aceptar una presunta inmutabilidad y necesidad de la especie humana, que tornaría ilusoria cualquier tentativa de cambio social. Llamativamente, a pesar de insistir en la naturaleza egoísta del ser humano, no se ha tomado el trabajo de explicar por qué tanto en términos biológicos como en términos culturales no sólo los individuos sino también las sociedades han mutado de forma más o menos radical.

En síntesis, la tesis de la «naturaleza humana» -por definición extra-histórica- condena a una fatalidad deshistorizada las penurias de millones de sujetos humanos concretos, expoliados por mercados oligopólicos que, a través de sus voceros oficiales, se llaman a sí mismos “libres”. Y en cierto sentido lo son: son libres de explotar, de elaborar las leyes más convenientes para ellos, de conseguir desgravaciones impositivas directamente proporcionales a su nivel de ingresos, de fabricar productos que dañan de forma irreparable nuestro contexto ecológico, de producir elites hipercualificadas y masas descalificadas, dinero y miseria, en suma, una lucha naturalizada por la apropiación privada de la producción social de la riqueza.

Esa apropiación, en tanto actualmente se basa en la expropiación, no es automática sino que requiere, por así decirlo, un trabajo intelectual tanto de legitimación como de producción de métodos y herramientas de dirección y gestión que permitan organizar de forma jerárquica el capital y subordinar la fuerza de trabajo. En esa producción, una vez más, ejercen un papel fundamental aquellos intelectuales orgánicos que defienden a nivel técnico lo que no es más que una versión elaborada de la explotación laboral. Hablar de méritos y talento para explicar las desigualdades presentes es tan burdo como hablar de paz cuando diariamente se fabrican guerras.

Todas estas “fatalidades”, desde luego, son evitables. Incluso si no fuéramos capaces de evitarlas nosotros, eso no negaría que forman parte de un proceso histórico-social contingente y, como tal, reversible (lo que no da lugar a ningún facilismo). Sólo cuando se sostienen fundamentos extrasociales de lo social podemos creer que el mundo actual es algo dado e inevitable. Responde, más bien, a un proyecto político que tiene como objetivo central el enriquecimiento de unas elites y, como consecuencia, el empobrecimiento de las mayorías sociales. Para ese objetivo, los responsables principales de este estado de cosas no dudan en tachar de irresponsables a los intelectuales que consideran que este mundo no es el mejor de los posibles.

Hay que apresurarse a señalar, por lo demás, que la pauta de comparación para sostener qué es mejor y qué es peor no es sólo la historia efectiva o la imaginación pura, sino una historia futurible, que podemos imaginar razonablemente, de forma situada. Eso no implica ninguna idealidad pura, sino que tiene anclaje a realidades locales. Esa «memoria anticipada» -a la que se referían algunos teóricos frankfurtianos- es la que nos permite afirmar que una sociedad igualitaria y autónoma, en la que los sujetos educativos son formados como ciudadanos en una cultura democrática y pública, es mejor que una en la que son instruidos en la obediencia, esto es, conformados en una cultura autoritaria y privatizada.

En ese contexto también los trabajadores intelectuales que llamamos profesionales tienen oportunidades para intervenir en instituciones públicas y privadas en vistas al cambio social (evaluados en términos político-culturales y no sólo en términos económicos). Pero difícilmente podremos producir esos cambios deseables sin una educación pública que eduque en una ciudadanía en común o, como decía Paulo Freire en una terminología que a más de uno le produce urticaria, en una «pedagogía de la liberación». Esa ciudadanía supone construir al ser humano, ante todo, como sujeto político. Aunque la categoría de «ciudadanía» tiene una innegable ambigüedad –por tratar a sujetos desiguales como iguales, borrando de un plumazo la realidad primaria de las clases sociales-, por otro lado permite pensar en esa dimensión en común que necesitamos construir para que la igualdad política y económica sea efectiva.

 
IV- Por una pedagogía crítica

Resituando en estas condiciones la problemática educativa resulta claro que no estamos abogando por abandonar un proceso de relativa especialización teórica, sino por articular de forma crítica esas especializaciones con otros conocimientos que hacen a la definición de un horizonte abierto y multidimensional, favoreciendo la inscripción de las prácticas profesionales y académicas dentro de proyectos políticos (aunque no partidarios) más amplios. Del mismo modo, tampoco se trata de renunciar a una educación pública profesionalmente habilitante, sino más bien de cuestionar la búsqueda del beneficio económico como objetivo profesional central.

En suma, se trata de producir sujetos críticos, capaces de intervenir en múltiples procesos institucionales. Como consecuencia, el objetivo de la educación pública superior se desplaza de la experticia y la erudición hacia la producción de un saber y unos valores situados que permitan apuntalar una ciudadanía crítica. En ese sentido, no hay nada semejante a una «neutralidad profesional»: en su posición de trabajadores intelectuales pueden contribuir a cambiar (o reproducir) una realidad histórica. Desnaturalizar el neoliberalismo es una posibilidad concreta de esa «pedagogía crítica» por la que abogamos y que en este trabajo no puedo más que mencionar. Sostener que no hay espacio para esa educación es resignar lo deseable en nombre de una servidumbre programada.

Reconocer que las intervenciones profesionales tienen una dimensión política irreductible –aún cuando ciertos profesionales hagan política inconsciente al predicar que son apolíticos-, abre el campo de oportunidades históricas de transformación de los espacios regulados en los que participamos. En ese punto, la lucha por la radicalización de la democracia significa también igualación en el acceso al poder simbólico por parte de diferentes clases sociales.

Si el profesionalismo se desentiende de los efectos negativos que los mismos profesionales generan, no por ello basta “tomar conciencia” para evitar dichos efectos: el punto de mira, una vez más, son las prácticas sociales. Politizar nuestras labores profesionales es, también, usar los márgenes de libertad para que la libertad no quede marginada dentro del sistema económico o reducida a libertad de consumo. Puesto que la formación profesional, terciaria y universitaria es por excelencia el dispositivo de producción de trabajadores especializados, necesitamos indagar más en la importancia relativa que tienen las instituciones educativas públicas tanto en la construcción de un sujeto que sostiene la actual hegemonía neoliberal como en su capacidad crítica para producir alternativas deseables y factibles.

Si cuestionamos el academicismo junto a cierto profesionalismo mercantilista ello se debe en primer orden a la constatación de que estas posiciones desconocen su carácter instituyente. No hay neutralidad en este intento desesperado por recluirse en una academia que se quiere purificada de interés; tampoco hay neutralidad en la desmedida preocupación por el cálculo de la medida económica. La figura del experto, considerado "políticamente inactivo" es tan falaz como la figura del erudito como "investigador desinteresado". En ambos casos, se produce una funcionalización del sujeto educativo: el experto deviene especialista del ajuste, el erudito en agente que se desentiende del mundo social.

Vivimos en un mundo social tecnocrático y luchar contra ese mundo es una decisión en primer lugar política. Subvertir la asimetría de las relaciones actuales de poder es también luchar por lo que Gramsci llamaba «hegemonía alternativa». Eso no es dar por sentado el carácter conclusivo de ese proceso alternativo, sino más bien, trazar una referencia en devenir de un lugar deseado, que apueste decididamente por un proyecto de autonomía individual y colectiva.

No caben dudas de que la educación pública tiene un papel central dentro de ese proceso hegemónico. Como complemento, tenemos que reinterrogar nuestro vínculo concreto con el mercado y nuestra condición de profesionales, reocupando una ciudadanía vacante. Reiventarnos en ese sentido es cuestionar la idea meritocrática de que los lugares son ocupados naturalmente por los mejores. Con ello seguiremos luchando contra esa ideología funcional que proclama la muerte de las ideologías, contra la histórica aunque efímera idea de un fin de la historia, la absolutista idea de que todo es relativo –a excepción de la propia posición-, contra el autoritario pensamiento que sostiene que sólo hay un único pensamiento, o la falsa profecía de que ya no existe la izquierda o la derecha sino un nuevo pensamiento de la moderación conservadora. El pragmatismo condena el futuro a la ceguera; es una mala teoría que reniega de su carácter teórico y quiere convertirse en acción inmediata, sin mediación, sin teoría.

Mostrar la contingencia del presente abre camino a iniciativas individuales y colectivas para transformar las políticas institucionales vigentes, para revalorizar las micropolíticas y apostar por su articulación en luchas mayores. Crear igualdad ciudadana implica un compromiso político que supere las retóricas electoralistas y los discursos que proclaman que las alternativas no son alternativas sino abismos, entregados a la profecía de lo inevitable que el cinismo contemporáneo instala como realidad efectiva.

También los profesionales participan en la naturalización y reactivación del imaginario social que estructura nuestras prácticas sociales. Pueden, por tanto, contribuir a perpetuar o subvertir este orden social. Si siempre tomamos decisiones, lo más razonable será procurar esclarecer sus implicaciones tanto técnicas como sociales. La lucha contra el academicismo y el economicismo son parte de una pugna en la que se nos juega una forma de vida colectiva.

Somos partícipes en la producción social de nuestras condiciones sociales de existencia y no se trata de sustituir el rostro de nuestros amos por otros nuevos sino de cuestionar radicalmente la política de autoridad que gobierna las academias y los mercados. En esa pluralidad de frentes, poner la educación a debate equivale, sin más, a interrogarse acerca de otras subjetivaciones deseables, capaces de desafiar el imperio de la economía.


Arturo Borra


(1) La proclama del apoliticismo no es más que una buena manera de ocultar que, lo queramos o no, cualquier agente social tiene responsabilidades específicas e irreductibles en la institución efectiva de la sociedad, incluso cuando hay un proceso de desentendimiento de lo común, acorde a una ética exitista.

(2) Aunque el discurso neoliberal descalifique un planteamiento teórico por considerarlo político, es claro que ninguna perspectiva conceptual puede sustraerse de esa dimensión, como no sea a través de estrategias denegatorias. Apenas hace falta señalar que esa retórica antipolítica se sustrae de todo trabajo argumentativo. En ese sentido, tenemos que distinguir entre la evaluación crítica de diferentes argumentaciones de aquello que, en un momento dado, tiene un nivel mayor de legitimación social. En este punto, aunque es indudable que el profesionalismo cuenta con mayor legitimación social, su validez es dudosa.

(3) Incluso si se lo invoca como réplica ante la hegemonía neoliberal –en la resistencia política a ser asimilados a un mercado económico capitalista-, no por ello deja de ser menos reactiva. Más bien, sigue siendo funcional, en tanto mantiene la complicidad con respecto a las desigualdades culturales que contribuyen a producir las clases sociales. La producción de un sistema institucional de distinción produce tanto “intelectuales consagrados” como trabajadores intelectuales subalternizados.