sábado, 18 de febrero de 2012

La criminalización de la protesta social: la escalada autoritaria en España



No hay política de ajuste que no implique, simultáneamente, como su contracara necesaria, una política represiva orientada a la domesticación de la protesta social. Al ineludible incremento de la conflictividad social ante decisiones radicalmente desequilibradas en la distribución de privilegios y perjuicios, el gobierno nacional arremete contra libertades cívicas como el derecho a manifestación y reunión. Medidas antipopulares como la reforma laboral, el brutal recorte del gasto social simultáneo al mantenimiento de los privilegios presupuestarios de la corona, la iglesia católica y las fuerzas armadas, la acentuación de un sistema fiscal regresivo, el retroceso en términos de derechos de las mujeres, la inhabilitación judicial de un juez emblemático como Garzón (por su investigación de crímenes de lesa humanidad y de una de las tantas tramas corruptas existentes) o el rescate público a la banca privada, entre otras medidas, tienen como corolario la instauración de un estado policial que se sustrae de las leyes de excepcionalidad que institucionaliza para actuar al margen de todo control democrático, generalizando la suspensión temporal de derechos en nombre de una situación de urgencia.
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En efecto, en nombre de esa urgencia, la derecha gubernamental española -presionada internamente por sus facciones más ultraconservadoras y a nivel externo por una unión europea cooptada por el poder financiero global- no tiene más respuesta ante las diversas demandas sociales que la criminalización de los participantes en las manifestaciones sociales y la usurpación policial del espacio público en nombre del orden social. El propio emplazamiento ideológico sitúa al partido gobernante en el dilema de cargar contra los manifestantes y atizar la indignación colectiva o de permitir su movilización y contrariar los deseos de una parte significativa de su electorado.
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La resolución al dilema no ha tardado demasiado en llegar: la apuesta por judicializar los conflictos sociales resulta clara. Que para esa tarea la policía se emplee a fondo, imputando a los manifestantes delitos de desorden público, resistencia y desobediencia a la autoridad (a pesar de las evidencias en sentido contrario), no debería hacernos perder de vista algo mucho más grave: no sólo que el aparato represivo estructurado durante el franquismo nunca fue desmontado sino que lo que está en curso es una política transversal en Europa, producto del desplazamiento de una variante social-demócrata más o menos benevolente del capitalismo a una variante neoliberal mucho más virulenta. 
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La adquisición millonaria de materiales antidisturbios ya hacía prever esta intensificación de las políticas represivas en España. Que enfrente estén miles de ciudadanos protestando (desde parados y estudiantes, pasando por políticos de izquierda y miembros de sindicatos minoritarios hasta trabajadores del sector público o jubilados) no parece conmover en lo más mínimo al nuevo bloque gobernante. La escalada autoritaria acaba de empezar. Bajo la supervisión de unas instituciones políticas europeas subordinadas a las oligarquías financieras, el partido gobernante tiene vía libre para proseguir la dirección que ya se figuraba en el anterior gobierno nacional: destruir los últimos restos del estado de bienestar, disciplinar a las clases trabajadoras y consolidar el gran capital financiero y empresarial.
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Erigido en mayoría absoluta por una ley electoral antidemocrática que suelda legalmente el bipartidismo como política de estado y a pesar de ser una primera minoría (recuérdese que el PP apenas obtuvo el 30 % de los votos del censo electoral), el gobierno actual sabe que las políticas de ajuste y el rescate de los agentes financieros no se producirá sin resistencias sociales relevantes. De ahí la decidida apuesta por criminalizar a los grupos y movimientos sociales contestatarios que ponen de manifiesto el malestar colectivo. Su objetivo político no es tanto suprimir de lo público las protestas sociales (objetivo que no puede sino fracasar estrepitosamente) sino domesticarlas, esto es, regular sus movimientos y encauzar sus apariciones, en suma, procurar controlar un devenir que, de otro modo, podría dar lugar a lo imprevisible, a la puesta en acto del fantasma de la revuelta o de lo que hay de excedente incontrolable en el acontecimiento.
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No es sólo un problema de arrogancia amparada en una mayoría parlamentaria (manifiesta por lo demás en cargas policiales tan desproporcionadas como torpes en la previsión de sus efectos negativos); lo que está en marcha es la construcción de un poder soberano para-estatal que consolide un modelo de acumulación basado en la concentración de la riqueza y en el disciplinamiento social. Que para ese fin se produzca una “movilización total” del bloque dominante no debería extrañar, empezando por el despliegue de una retórica cínica que recuerda las peores anticipaciones de Orwel en 1984: desde esa perspectiva, no hay vacilación alguna en presentar de forma invertida la reforma laboral como una “garantía de empleo”, la destitución vergonzosa de Garzón como un “ejemplo del estado de derecho”, el recorte (selectivo) como una “medida para preservar el estado de bienestar” o el salvataje de entidades bancarias privadas como una “defensa del interés general”. Que los portavoces de las clases dominantes insistan en la limitación del derecho de huelga sin el más mínimo pudor democrático forma parte de esta escalada autoritaria requerida para alterar la anatomía de una formación social capitalista habituada hasta fechas relativamente recientes a un régimen de pequeños privilegios (basado en la promesa de un acceso ilimitado al consumo). Que ese régimen se haya sostenido históricamente por la transferencia del malestar a los países periféricos, tal como la izquierda más lúcida viene anticipando desde hace décadas, no niega el carácter ilusorio de esa promesa. El endeudamiento crónico, el empobrecimiento extendido y la metamorfosis de los mercados de trabajo (arrojando a millones de personas al paro y sobreexplotando a tantos otros) hacen visible lo que en una fase previa operaba de forma latente; a saber, que el modelo de crecimiento capitalista estructuralmente presupone la desigualdad de clases y, en última instancia, la pauperización de franjas sociales cada vez más vastas.  
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En cualquier caso, el sesgo autoritario de la derecha gobernante señala la debilidad de su poder hegemónico al momento de legitimar unos cambios que ya vienen predeterminados por los organismos de crédito internacional y sus portavoces comunitarios. El salvataje de la burguesía financiera y empresarial tiene como contrapartida la precarización no sólo del trabajo sino de las condiciones de vida de las clases populares y medias españolas, precedida por la marginación y discriminación laboral e institucional de la población inmigrante y refugiada. La destrucción de múltiples derechos económicos, sociales y culturales, las fuertes restricciones al acceso a los servicios públicos y la tendencia a su privatización (incluyendo la gestión de las pensiones, de la sanidad y de la educación terciaria), son otras tantas consecuencias necesarias de un sistema político cada vez más subordinado a los imperativos sistémicos. Que esa metamorfosis salvaje de la “sociedad” se haga en nombre del “interés público” no cambia las cosas. Como enfatiza Laclau, “la sociedad no existe” en tanto presunto orden unificado. Lo que persiste, más bien, es un tejido social escindido, en el que las clases dominantes han iniciado una ofensiva global sin precedentes. No cabe descartar que estemos llegando a un punto de no retorno, en el que la destrucción del medioambiente y la pauperización de las mayorías sociales se articula a la eliminación del considerado “excedente humano”, no sólo a través de guerras a medida del complejo industrial-militar trasnacional sino también a través de hambrunas locales, perfectamente evitables con controles mínimos sobre el sistema de especulación mundial.  
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Que ese punto de no retorno sea sistemáticamente desconocido por parte de los medios masivos de difusión, esto es, que las políticas informativas hegemónicas no sean sino otra forma de desinformación crónica, funcionales a un complejo mediático-empresarial cada vez más concentrado, es otro signo de la escalada autoritaria que aludíamos previamente. La crisis de legitimidad se transforma en planificación del engaño. Al neoliberalismo económico –lo sabemos al menos desde las dictaduras latinoamericanas de los 70- siempre le sentó bien la “mano dura”. El autoritarismo político y el neoconservadurismo cultural son sus mejores aliados. Que en España esas tradiciones remiten a la perversa herencia franquista no parece dejar mucho margen de duda, pero eso no es óbice para recordar que la dinámica político-económica rebasa esa herencia histórica y compromete al capitalismo en su fase actual, no sólo como modo de producción de excedentes sino también como modo de destrucción planetaria.
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Si lo que está en curso en una dimensión económica es una vertiginosa concentración de la riqueza social, lo que se hace manifiesto en el sistema político es, por usar la expresión de Rancière, un auténtico «odio a la democracia». Además de una afrenta radical contra las demandas de justicia, el nuevo (des)orden mundial ha activado una gigantesca máquina de trituración de vidas humanas, indiferente a cualquier regulación (o limitación) externa. Que esa máquina tenga sus beneficiarios concretos no niega el estado de descontrol en que se encuentra. Sus beneficiarios, en última instancia, no son más que engranajes o enganches atrapados en su funcionamiento maquínico.
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En última instancia, ante esa dinámica, ni siquiera la derecha más totalitaria se propone clausurar toda manifestación de disidencia. No podría conseguirlo aunque se empecinara. La lógica del terror es demasiado onerosa y, en consecuencia, está reservada para aquellos colectivos que el poder económico-financiero soberano dictamina como no “integrables” por otros medios. Cuando no alcanzan los golpes de mercado, se los complementa con un uso controlado de la violencia policial. Im-poner el miedo en los cuerpos, fijarlos a la cuadrícula de lo políticamente previsible, en suma, taponar su energía revolucionaria, son algunas de las tantas modalidades sistémicas de atemperar esa disidencia, asimilándola como parte de la representación (teatral) del “juego democrático” (reducido a la lógica de alternancia de las élites parlamentarias).
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En las condiciones del presente, resulta cada vez más plausible la tesis de que estamos viviendo en un umbral en el que las fronteras entre “estado democrático” y “estado totalitario” tienden a hacerse cada vez más difusas (lo que no significa que coincidan plenamente). Hay motivos más que razonables para sospechar que estamos internándonos en esa zona indiscernible donde “democracia” y “totalitarismo”, “autogobierno” y “dictadura”, ya no forman alternativas formales de una dicotomía política sino elementos de una conjunción sistémica. Podría incluso argumentarse que no se trata en absoluto de una conjunción sino de una fagocitación creciente del primer término por el segundo. Lo que está en peligro, en ambos casos, es el proyecto de una sociedad en el que la autonomía individual y colectiva no sea una mera pantalla de una sociedad administrada.
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Aunque este peligro no sea estrictamente novedoso, su intensificación presente en el contexto europeo quizás sea indicio de una ofensiva sin precedentes. A la política del miedo que quieren institucionalizar, la réplica de la izquierda radical no puede ser otra que la politización radical de las actuales formas institucionales. Ante la reestructuración del capitalismo nuestra apuesta debería ser la desestructuración de su hegemonía, haciendo visible su violencia cotidiana. Desafiar el miedo, en este punto,  deviene práctica de la disidencia.
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Arturo Borra

¡Venga hombre, excusas las justas!

Tengo un cabreo encima que vamos, además es de esos cabreos que se van formando poco a poco a lo largo de una conversación y que son la consecuencia de esta. En este caso el origen de mi cabreo ha sido una conversación con mi maromen. Os pongo en antecedentes a ver qué opináis.

Yo vivo en una WG (Wohngemeinschaft, usea se piso compartido), somos 5 personas en total. Cuando yo me mude en mayo del año pasado eramos 3 chicos, una chica italiana y yo. Pues bien, resultó que la italiana era una tipeja de mucho cuidado con más cara que espalda. En verano hubo una conversación y ella consiguió pagar menos por su habitación a pesar de haber aceptado el precio inicial de esta. La habitación es la más grande todo el piso. Antes de mudarse la italana vivía en esa habiatción el compañero de piso número1 y paga lo mismo que pagaba la italiana al principio. Cuando tuvimos la conversación en verano el chico número 1 le dijo a ella que él había pagado ese precio durante dos años y la italiana le soltó de muy malas maneras que esa había sido su problema y no de ella, que a ella eso le daba igual. A mi me consta, porque me la ha dicho el propio chico número 1, que a él ese comentario le dolió.

En enero de fueron el chico número 2 y el número 3, la italana se fue a finales de enero. Yo he ayudado mucho a chico número uno roganizando las visitas para los futuros inquilinos, le he ayudado a preparar los contratos etc. Y le ofrecí mi apoyo y los pocos amigos que yo tenía en mayo del año pasado para que él no se sintiera tan solo, porque creedme, estaba más solo que la una. En definitva, he sido un apoyo para él y lo he hecho con gusto y sin recibir nada a cambio porque yo le consideraba amigo mío.

Aquí llega el conflicto: Hace tres semanas yo quise hacer un tipo de acuerdo escrito para que cuando él alquile mi habitación que esa persona nueva tenga el usufructo 6 meses y luego a mi se me pregunte si quiero volver a la habitación o no, lo de que sea escrito es una mera formalidad por si alguno de los nuevos compañeros de piso fuera también a convertirse en arrendatario del piso, para que quedara todo claro y no hubiera mal entendidos del tipo "es que yo dije... tú dijiste...". La cosa es que yo me quiero venir a vivir al piso de mi maromen con él, pero me da miedo que salga mal y verme en la calle. Creo que no tengo que recordaros lo mal que lo pasé buscando piso, por eso se me ocurrió lo del acuerdo. Pues el chico número uno en vez de tener narices y decirme "mira no lo hago por que no me sale de mis reales pelotas", estubo mareando la perdiz 20 minutos, hasta que al final me soltó la perla de " si sale mal con tu novio es tu problema, te buscas otro piso y punto". Para quitarle hierro dijo, "pero sabes que somos amigos".

¡Sí amigos por los cojones! Osea yo le echo una mano durante muchos meses y cuando yo le pido el favor de que cuando el alquile la habitación me pregunte si quiero volver al piso o no al de 6 meses, va y no lo hace...pues me parece mal, me parece muy mal.

Si excusa es que nadie alquila una habitación para 6 meses, cosa que no tiene ni pies ni cabeza porque muchiiiiiisima gente que venía a ver las habitaciones querían sólo 6 meses. En este caso no serían sólo 6 meses, esos 6 meses son prorrogables. Simplemente quería tener un seguro por si saliera mal.

¿Soy una exagerada o el chico número 1 no se ha portado bien?

viernes, 10 de febrero de 2012

Venirse abajo

Venirse abajo no es bueno hay que tratar de evitarlo. Dicen que al mal tiempo buena cara, dicen que si la vida te da limonos te hagas limonada...

Ya no me quedan ganas de poner buena cara y no me apetece tomar limonada, ¡estoy cansada!

Estoy muy cansada, muchos días estudiando, muchos nervios por los examanes.
Estoy cansada de buscar trabajo, de presentar el currículum y de recibir un no. Estoy harta de tener que esperar.

No me queda más narices que seguir teniendo paciencia, pero manda...que las cosas lleguen cuando una está ya desesperado...

jueves, 2 de febrero de 2012

Diez preguntas sobre el anarquismo: una entrevista a Antonio Méndez Rubio de Arturo Borra


1. Al menos en la Europa de la última década algunos movimientos sociales –tal como ocurre con el movimiento 15-M- han reactivado de forma más visible un cierto espíritu libertario. ¿Qué factores inciden en este retorno del anarquismo? De forma inversa: ¿por qué ese espíritu libertario no cuenta con apoyos sociales más amplios?

Puede tratarse de un retorno de lo reprimido, de lo prohibido. La “conciencia social” (tanto en su variante micro-cotidiana de “sentido común” como en la más macro-mediática de “opinión pública”) trabaja inercialmente con vistas a una insensibilización, una amnesia y una ceguera con respecto a las necesidades de libertad e igualdad que históricamente ha defendido el “espíritu libertario”. Especialmente en España (pero no sólo) este rastro es un rastro de desmemoria y de sangre, de muerte, pero ante todo es un rastro espectral, desaparecido. Es comprensible que poca gente esté dispuesta a seguirlo. Y es comprensible que quienes nos empeñamos en seguirlo consideremos seriamente la opción de reconstruirlo asimismo de una forma silenciosa y espectral.


2. Admitamos que no hay garantías para la promesa de otro mundo posible. En esas condiciones de incertidumbre, ¿cómo movilizar a diferentes sujetos colectivos en la construcción de un porvenir deseado? 

La pregunta puede ser preguntada, a su vez, en la medida en que puede presuponer que hay sujetos activos y sujetos pasivos, y que los primeros deben tener la responsabilidad o la obligación de movilizar a los segundos porque aquéllos saben que éstos deben moverse y hacia dónde. Demasiado esquemático. Quizá sea urgente reconsiderar qué llamamos “acción”, y quizá no sea absurdo averiguar si mucho de lo que llamamos “pasividad” pueden ser formas nuevas de atención y redefinición crítica de la vida, a la vez que mucho de lo que llamamos “acción” pueden ser solo modos encubiertos de una cobardía no asumida. Sería también demasiado esquemático generalizar aquí, pero una mirada particular sobre este punto puede ser más urgente de lo que parece. Igual de urgente podría ser aprender a reconocer en qué medida estamos todavía sujetos a la idea de “sujeto” y esa sujeción, en lugar de impulsarnos hacia la exploración de nuevas tácticas, nos conduce a una reproducción ensimismada de códigos y conductas.

3. La frontera entre marxismo heterodoxo y anarquismo no siempre resulta nítida, aunque sus diferencias con respecto al estado son conocidas. En este punto, ¿qué puede aportar ese discurso marxista al movimiento libertario? 

Seguramente el marxismo ha desarrollado una crítica más afilada con respecto al funcionamiento de la economía política y su relación con las dinámicas ideológicas del capitalismo moderno. Mientras tanto, el anarquismo confía más claramente en defender la necesidad de ir “a la revolución por la cultura”, por decirlo con el inquietante título de Javier Navarro, y en contraste con el cliché del ácrata violento. Como sugería Manuel Sacristán, el marxismo hace aportaciones en el espacio de la “realidad” que pueden y deben completarse con las que el anarquismo hace en el espacio del “deseo”. Sería una suerte que esos cruces dejaran de ser utópicos, o exóticos, o al menos tan infrecuentes como lo han sido desde la II Internacional.

4. ¿De qué forma podría concebirse la transición desde los actuales estados-nación a una sociedad sin estado, dando por sentado que los grupos hegemónicos ya despliegan todos los medios disponibles –sin excluir la violencia- para retener su régimen de privilegios? ¿Cómo se regularían los conflictos tanto en la vida pública como privada en esa sociedad autogobernada? 

La respuesta a cómo se autorregularía una nueva sociedad debería darla justamente esa nueva sociedad una vez hubiera construido condiciones mínimas de igualdad y libertad. En ese momento puede incluso que ya no pudiera hablarse de “la sociedad” con el absolutismo panóptico del que abusamos hoy. Que dichas condiciones, por otra parte, nos resulten todavía casi imposibles de imaginar puede no ser una limitación de dicha hipótesis revolucionaria sino de la mentalidad actualmente dominante.

5. Uno de los reproches más repetidos con respecto a la izquierda es su dificultad de construir frentes de lucha en común. ¿Qué responsabilidades históricas tiene el anarquismo en la fragmentación de esos movimientos que buscan activamente una transformación social radical? 

Al menos en el caso de la revolución libertaria en 1936 los imperativos de disciplina, centralización y unificación de la lucha vinieron más del comunismo que seguía (y se financiaba según) el comunismo soviético (o “de partido” o “de estado”…) que de los movimientos anarcosindicalistas y libertarios. Quizá se les debería dirigir la pregunta a quienes hoy se identifican como herederos de aquel comunismo autoritario. Lo único seguro es que sólo ellos (como el Marx de la II Internacional) pueden explicar por qué, para seguir avanzando, necesitan detentar el monopolio operativo de la “Izquierda”. 

6. ¿Por qué deberíamos renunciar a abrir un frente de lucha también (aunque no solamente) en las instituciones del estado, considerando que sus políticas nos afectan de forma directa? ¿Qué posibilidades reales hay de articular «representación parlamentaria» y «democracia directa»?

La concepción representativa de la democracia está ligada históricamente a la aparición y las ansiedades derivadas de la sociedad de masas en Occidente, que a su vez es un producto de lo que conocemos bajo el eufemismo de “revolución industrial”. Apurando el razonamiento, de manera abiertamente polémica, se podría decir que el gobierno representativo en su sentido moderno es una necesidad ante todo mercantil, que se ve respaldada en un momento dado por un movimiento obrero que se la juega en la implantación de ese nuevo sistema económico, y que ve en ese parlamentarismo un cierto avance con respecto a las condiciones de barbarie en que la vida de la gente había transcurrido durante siglos. Pero confundir eso con democracia es un error lógico y táctico. Han hecho falta en torno a doscientos años para que incluso la “clase obrera” (no me refiero fundamentalmente aquí a los sindicatos más importantes) se recuerde lo que al principio le resultaba evidente: que ese pacto no se sostiene y ya no implica un avance sino una regresión a todos los niveles. La resistencia debería entonces darse también a todos los niveles, incluyendo las instituciones del estado, o incluso anteponiéndolas a otras donde la intervención social o pública es aún más difícil, al menos por ahora.

7. Una lectura habitual de la célebre expresión “pasar del gobierno de los hombres a la administración de las cosas” es que ese pasaje equivale a una clausura de lo político, esto es, a una sociedad reconciliada, libre de antagonismos. En caso que resulte válida esa lectura, ¿hasta qué punto no se reintroduce un principio teológico en la historia humana, esto es, una dimensión mesiánica en la que el Otro es plenamente integrado a la comunidad?

La administración de las cosas, y por tanto de “los hombres” como si fueran cosas, es una descripción exacta de lo que hoy tenemos como realidad establecida, es decir, una política (o antipolítica) de gestión instrumental, una cosificación de las ilusiones y del querer-vivir, y una sociedad a la que se le ha expropiado la posibilidad (la condición creativa, poética) de ser lo que quiera ser.

8. En algunas variantes ácratas, de modo similar a lo que ocurre en el liberalismo, la noción de «poder», circunscripta al estado, es concebida en términos negativos y represivos. Ahora bien, ¿qué implica desistir de toda forma de poder? ¿Qué puede hacer el antipoder ante poderes imperiales globales, despreocupados de la injusticia cotidiana y de la violencia que ejercen sobre millones de seres humanos? 

Un antipoder, por usar el término que usa Holloway, no significa por fuerza una renuncia a toda forma de poder. Eso sería una ingenuidad imperdonable. Significa más bien un espacio (o espaciamiento) donde el poder se redistribuye primando las necesidades del poder-para (“potentia”) sobre las exigencias del poder-sobre (“auctoritas”). Tal vez lo único, o lo primero que aún puede-hacer un “antipoder” sea trabajar (de forma no necesariamente reconocible) por crear las condiciones que hagan posible un cambio revolucionario, pues estas condiciones aún no se dan y afirmarlas apresuradamente puede ser más un síntoma de estrés que otra cosa. Por muy legítimo y comprensible que sea este estrés, convendría a lo mejor reconsiderar (si se puede) el dicho popular árabe: “quien tiene prisa ya está en el cementerio”.

9. La abolición de todo principio de jerarquía a menudo choca contra el reclamo de autoridad por parte de una subjetividad que con Guattari podemos denominar «capitalística». ¿Cuáles serían los espacios estratégicos fundamentales para cambiar esa subjetividad dominante y qué papel deberían jugar los intelectuales en este proceso de cambio?

El poco tiempo que le queda de vida a la “clase intelectual” podría dedicarlo a deslimitar su práctica, tanto en el sentido epistemológico o disciplinar(io) como en el sentido más inmediatamente político, es decir, a abrir su intervención (inter-venir como venir al “entre”, entrar) en/hacia una politización radical e incondicional. En ese pulso intersticial o liminar está ya inscrita la cuestión del espacio y, por tanto, de “los espacios estratégicos”. En un mundo que, como insinúa Sloterdijk, tiende a eliminar todo exterior, es previsible, a corto plazo, un proyecto de eliminación del espacio (y del tiempo). De ahí que más que “nuevos espacios” en un territorio donde el espacio se está perdiendo como tal pueda ser más eficaz la exploración de nuevas formas de “espaciamiento”, de abrir el espacio, de perforarlo y hacerlo respirable. Salir, por ejemplo, de la monología televisiva para entrar en la interacción de internet pero en clave de hipervisibilidad o exhibicionismo parece salir del fuego para meterse en la sartén. Como pasa en ciertos alardes de activismo, es como si el afán de remar y remar como sea nos aplazara la opción de darnos cuenta de que quizá estamos envarados en el desierto, que remar ayuda incluso a hundirnos más en la arena, y que estamos dejando para no se sabe cuándo la posibilidad de que haya que cargar entre todos con la barca y emprender la travesía hacia un lugar del que aún no sabemos mucho, o que sencillamente tengamos que destrozar la barca para hacer con las tablas otra cosa. El apunte de Adorno sobre que lo menos que se puede hacer en el infierno es hacer sitio para que el otro respire me parece un aviso de inminencia, todavía no del todo asumido por la voluntad indiscriminada no tanto de despejar y transformar como de ocupar y acaparar espacios a toda costa.  

10. La actual arremetida del capitalismo mundializado, facilitada por la institucionalización del estado de excepción, parece estar conduciéndonos a un punto de no retorno en el que el desastre ecológico y social es una posibilidad cierta, nada remota. ¿Cómo reinventar las luchas libertarias en el siglo XXI, considerando esta dinámica económico-política que nos enfrenta a una situación inédita en nuestra historia?

No hay retorno, en efecto, ya no somos Ulises. Y esto tanto para unos como para otros, estemos donde estemos. Así que el avance se abre también tanto para quienes defienden el “statu quo” como para quienes lo cuestionan desde distintos ángulos. Precisamente porque el espacio se ha resquebrajado y abierto de una forma singularmente nueva, crítica, ahora las opciones se abren y reinventan también sin límite. Todos somos por una vez tan extras como protagonistas. Porque todo está en juego, y eso no se podía decir con la misma claridad en otros momentos o contextos. Un fascismo de baja intensidad produce un holocausto de baja intensidad, y reclama, entre otras cosas, una lucha de intensidad máxima.

miércoles, 1 de febrero de 2012

Callos en los codos

Creo que ya os lo comenté, pero por si acaso no lo hice lo repito, que ya que una tiene fama de ser repetitiva, habrá que sacarle partido. Estoy de exámenes, bueno de exámenes propiamente dicho aún no, ya que empiezan en dos semanas. Vamos,que ahora es la época pre-examen. Época en la que en las farmacias de dispara la venta de cremas antiampollas y collosidades. Es la época en la que toca hincar codos, y claro, estos se resienten.

Después de meter horas delante de los apuntes, una va notando ciertas cosas, ciertas deficiencias. Estas pueden ser materiales o mentales. Empezaré por las más fáciles, las materiales:

Esa silla que compré por 7 leuros en el Poco D. en negro, super genial porque ocupa poco y para estar sentada un rato frente al ordenador no te muele demasiado la columna vertebral, se ha convertido en una silla de tortura. No es que me machaque sólo la columna, es que, en el pac de machacamiento vienen también incluídos los riñones y las piernas.

Hojas sucias: Para hacer ejercicios de repaso o tomar apuntes en sucio, no utilizo folios blancos porque me parece un derroche, prefiero utilizar hojas sucias, hojas que ya han sido utilizadas por una cara pero que aún les queda la otra mitad libre. Bueno pues, da igual que yo creyera tener una cantidad ingente de hojas, estas se han volatilizado, han desaparecido, no están. Creo que en el hecho de que hayan desaparecido ha influído el hecho de que llevo 4 días haciendo los mismo puñeteros ejercicios de lingüística. ¡Que hartura!

Ahora toca el turno de las deficiencias mentales. No os preocupéis, esta parte es la más corta de explicar y para mi la más difícil de entender. ¡No me entra! ¿Por qué narices tiene que hacer tantas X, T, N y G en las pseudoecuaciones lingüísticas? Y sobre todo, ¿por qué narices las tenemos que aprender? A mi que me lo explique alguien, porque no lo entiendo, es sufrir para nada...

¡Para que luego digan que la vida del estudiante en buena! Que me pregunte a mi en estos momentos.

martes, 24 de enero de 2012

Ocho preguntas sobre el anarquismo: una entrevista a Enrique Falcón de Arturo Borra




1) Al menos en la Europa de la última década algunos movimientos sociales –tal como ocurre con el movimiento 15-M- han reactivado de forma más visible un cierto espíritu libertario. ¿Qué factores inciden en este retorno del anarquismo? De forma inversa: ¿por qué ese espíritu libertario no cuenta con apoyos sociales más amplios?

Si quieres que te diga la verdad, yo no percibo un especial “regreso del anarquismo”, ni siquiera queriéndolo observar a través de la experiencia colectiva con que entendemos el 15-M. Me imagino que desde esta apreciación habría que hablar entonces de la crisis del keynesianismo en occidente, de la caída del régimen soviético, de la rendición de los estados nacionales a las familias más ricas y a los mercados, o de la incompatibilidad acuciante que existe entre expansión capitalista y naturaleza.

Es cierto que el “No nos representan” del 15-M podría hacernos pensar en esa supuesta vuelta del anarquismo. Sin embargo, hay dos hechos que podrían llevarnos a repensar esto con otros matices. El primero es que ese mismo movimiento también se alimenta de elementos propiamente socialdemócratas que no estarían del todo dentro de sus supuestas filiaciones libertarias. En segundo lugar, sería quizá deshonesto pensar en un “regreso del anarquismo” cuando las prácticas sociales del movimiento libertario vienen de bien largo, desde hace décadas, expresándose históricamente en diferentes circunstancias concretas.

Existe además un tercer hecho sobre el que creo no podemos pasar de puntillas una vez entrados en este nuevo ciclo histórico. El aparente desmantelamiento actual del estado en manos de la voracidad de los mercados pareciera correr paralelo a un regreso del anarquismo, cuando estoy más que convencido que no es más que un espejismo cuidadosamente tramado: el estado, en fin, sigue siendo hoy una de las mejores instituciones con las que poder canalizar los intereses de clase de los más poderosos. El parlamentarismo con el que se pretende legitimar ese estado “recortado” no hace más que actualizar la necesidad de prácticas sociales reivindicadas desde hace tiempo por el mundo libertario. Y ese mundo no podrá recibir apoyos sociales más amplios mientras se siga creyendo que, ante las llamadas “fuerzas del mercado”, es imprescindible apuntalar la arquitectura de lo estatal.

Es decir, en el actual estado de cosas la pregunta que cabría hacerse es: ¿hasta cuándo seguiremos creyendo que la “la fuerza de nuestros votos” cambiará de veras la actual alianza entre estado y mercado? ¿Cuántas catástrofes seremos capaces de acumular para desvelar por fin el rostro actual que se enmascara en ese espejismo de pactos?


2) Admitamos que no hay garantías para la promesa de otro mundo posible. En esas condiciones de incertidumbre, ¿cómo movilizar a diferentes sujetos colectivos en la construcción de un porvenir deseado?

Tenemos un pánico tremendo a ser auténticamente libres y, al mismo tiempo, somos más que conscientes de que ese miedo existe, tanto en nosotros como en nuestra propia biografía de educación y formación. Lo realmente complicado es desear empoderarnos de nuestra historia, y hacerlo en común. Precisamente la experiencia acumulada del anarquismo nos muestra cómo se ha podido vencer esa lógica de encierro y de dejación de nuestra propia libertad: un hombre o una mujer diciendo “No” es un hombre y una mujer “posibles”, claro que sí. Si no nos creemos eso, deberíamos entregarnos ya a la resignación que se nos predica, a la destrucción mutua, o al fascismo.

Las prácticas compartidas de liberación (bien reales en nuestra historia y lejos del misticismo de la conversión individual) alimentan esa posibilidad común de resistencias y desobediencia, allí donde se ejercen, y son precisamente esas prácticas sociales (el anarquismo, creo, es más una práctica social viva que una teoría meticulosamente preestablecida) las que nos pueden demostrar que no es un absurdo “educarnos” desde otras lógicas posibles. Sé que aquí deberíamos sacar algo de artillería de los manuales de antropología, pero reconozco que yo me manejo muy mal con la teoría; con la palabra poética en la mano (quizá me desenvuelva algo mejor ahí) quise expresar esto mismo, no hace mucho tiempo, con este poema, por si sirve de algo:


           CANCIÓN DEL LEVANTADO

No adoptes nunca el nombre que te dé la policía
No acerques tu caricia a la piel del invasor
No comas de su trigo, no bebas más su leche
No dejes que tu alberca la vuelvan lodazal

No esperes casi nada de su magistratura
No reces en su lengua, no bailes con sus ropas
No pierdas nunca el agua que duerme a los guardianes
Ni alojes en su boca la sal de tu sabor

No guardes en el sótano más bombas incendiarias
No firmes con tu letra los presagios del poder
No tiendas más cadáveres en la comisaría
No esperes nunca nada de la voz del ataúd

No entregues tu camisa a ninguno de sus bancos
Ni viertas en tu vientre el pozal de una bandera
No lleves a tu amigo a los pies del impostor

No dejes que su lengua fructifique tras tu casa

No dejes a tus hijos,

no permitas a tus hijos
correr por su jardín.


Valdría entonces el poemita de marras. O, mejor aún, aquello que solía repetir nuestro Fermín Salvochea: «Los pobres son los más y tienen la razón y la fuerza de su parte. ¿Qué necesitan para vencer? Solamente quererla».

3) La frontera entre marxismo heterodoxo y anarquismo no siempre resulta nítida, aunque sus diferencias con respecto al estado son conocidas. En este punto, ¿qué puede aportar ese discurso marxista al movimiento libertario?


Las fronteras entre esos dos mundos –el “marxista” y el “libertario”– son más nítidas y cerradas en la teoría que lo que en realidad ocurre en las calles, donde el transvase de intuiciones y prácticas es más fluido de lo que cabría imaginar. Dicho esto, y reconocida la transfusión recíproca entre esos dos discursos (¿realmente son solamente dos?), la pregunta a lo mejor no sería tanto cuáles podrían ser las mejores aportaciones del marxismo al anarquismo (o a la inversa), sino qué aportan ambos, y cada uno, en el frente de las resistencias comunes al sistema de poder actual, cómo cuestionarlo de manera más eficaz y visible.

En todo caso, se me ocurre que de un marxista un buen anarquista podría aprender algunas cosas acerca de la gestión de la fuerza; y que, de un modo inverso, de un anarquista un buen marxista podría aprender también alguna cosa acerca de la gestión de las decisiones verdaderamente colectivas.


4) ¿De qué forma podría concebirse la transición desde los actuales estados-nación a una sociedad sin estado, dando por sentado que los grupos hegemónicos ya despliegan todos los medios disponibles –sin excluir la violencia- para retener su régimen de privilegios? ¿Cómo se regularían los conflictos tanto en la vida pública como privada en esa sociedad autogobernada?


Sería muy ingenuo dar una respuesta sencilla a esa pregunta cuando ni siquiera está del todo claro que aún estemos manejándonos en las coordenadas de los estados-nación. Lo cierto es que asistimos a un despliegue asombroso del capitalismo en el que este necesita tanto del “político clientelista” (que se siente cómodo en los entresijos de las administraciones nacionales) como del “tecnócrata” (especialmente hábil cuando se maneja en las redes más globalizadas de los mercados financieros).

En cualquiera de los dos casos, ambos se han estado apoyando sobre un acto general de dejación por parte de las poblaciones gobernadas, y ese acto les confiere a ambos un enorme poder de continuidad y legitimidad. No es otra cosa que una especie de pacto delegacionista por el que transvasamos sobre el político nuestras propias capacidades de decisión (acerca de qué prioridades políticas hay que tomar en cada momento) y, en caso de fracasar aquel, nuestra propia capacidad de movilizar ideas (acerca de cómo se vuelven efectivas sus formas concretas de organización social).

Lo que todavía me parece aún más preocupante es si deberemos esperar la emergencia (hablo de Europa) de una tercera “figura delegada”, la del político caudillista, a la que el capital no dudará en recurrir en caso de que incluso el tecnócrata también resulte insuficiente. ¿También entonces la gente delegará en él su propia capacidad de fuerza, en un nada improbable escenario de sociedades administradas según corte fascista?

Creo que es precisamente sobre esa continua acta de delegaciones sobre la que deberíamos actuar, dinamitando nuestro miedo a la libertad y deslegitimando toda práctica con que la gente renuncia a su empoderamiento en tanto ciudadanos. Es decir, dejar de delegar en los extraños (el político clientelista de siempre, el tecnócrata de ahora, el caudillo de pasado mañana) nuestra decisión, nuestra creatividad y hasta nuestra propia fuerza. De otra manera seguiremos asistiendo a cómo el capital moviliza sus propios intereses (que no son, ni de lejos, los de la ciudadanía) a partir de esa triple dejación.

En fin: a ese “No nos representan” debería seguir la recuperación de espacios comunes –lo más autogobernados posibles– de decisión colectiva, los presupuestos participativos, la banca ciudadana, los tribunales populares para los conflictos del ámbito común, el control sobre el armamento nacional, la territorialización sostenible de nuestros recursos, la socialización de todo medio de producción, la mesura sobre la productividad y el consumo, la emergencia de las asambleas locales, y todas cuantas prácticas de empoderamiento horizontal sea capaz la gente de movilizar libremente. Pese a ello, mucho me temo que tras el “No nos representan” nos podamos llegar a contentar con la conquista de alguna que otra reforma electoral, con Sarkozy celebrando ahora una Tasa Tobin, o con una ciberdemocracia tipo Facebook (esas “plataformas simpáticas para seducir a millones de usuarios a los que colocar publicidad personalizada”, ha escrito Isaac Rosa en su última novela), ... y que ahí se quede todo.


5) Uno de los reproches más repetidos con respecto a la izquierda es su dificultad de construir frentes de lucha en común. ¿Qué responsabilidades históricas tiene el anarquismo en la fragmentación de esos movimientos que buscan activamente una transformación social radical?


Seguramente que muchas, como también ocurrió desde otros lados de ese frente de lucha común. Rastrear esas fracturas –sobre todo las que se produjeron en esos momentos de nuestra historia en que la rebelión fue realmente decisiva– es un campo minado del que deberíamos aprender muchísimo. Pero no es fácil decir esto y quedarse tan pancho cuando se recuerda a los rebeldes de Kronstadt o a los anarquistas españoles durante la guerra civil.


6) ¿Por qué deberíamos renunciar a abrir un frente de lucha también (aunque no solamente) en las instituciones del estado, considerando que sus políticas nos afectan de forma directa? ¿Qué posibilidades reales hay de articular «representación parlamentaria» y «democracia directa»?



No creo que sean articulables de modo alguno «representación parlamentaria» y «democracia directa», sinceramente. Es lo que no acabamos de asumir. El pasado año 2011 se saldó con un hecho devastador (entre los muchos que cabe contabilizar en la memoria del capitalismo): la inconveniencia de que el pueblo griego hablara a través de una cosa tan sencilla como es un referendo. Lo que no interesaba a los mercados se ratificó mediante un acto de decisión por parte de los representantes estatales del pueblo griego. ¿Habría sido una alternativa una lucha en las instituciones del estado para intentar abrir allí una salida “a la islandesa”? Probablemente, pero sabemos en qué suele acabar todo eso.

Para que un partido pueda realmente utilizar con fuerza y eficacia las instituciones del estado, con el deseo de pararles los pies a las fuerzas del mercado, es preciso dotar a ese partido de unas dimensiones tales y de unas dinámicas organizativas tales que acabarán inhabilitándolo como vehículo de democracia directa, aunque fuera precisamente esa su vocación inicial. Nuestra historia está jalonada de dinámicas como esta (ahora estoy recordando el registro que sobre algo parecido hizo Belén Gopegui en su última novela). Basta asomarse a los entresijos de poder que maneja cualquier partido medianamente capacitado para obtener una destacada fuerza en los parlamentos, para comprobar –no sin cierta dosis de desolación– sus traiciones de clase y sus alianzas con los sectores estratégicos de poder en las sociedades que pretenden administrar. Creo sinceramente que las estructuras de partido actúan de manera impermeable ante cualquier posibilidad medianamente seria de democracia directa; las estructuras de partido ni son asambleas ni generan asamblea a su alrededor.


7) En algunas variantes ácratas, de modo similar a lo que ocurre en el liberalismo, la noción de «poder», circunscripta al estado, es concebida en términos negativos y represivos. Ahora bien, ¿qué implica desistir de toda forma de poder? ¿Qué puede hacer el antipoder ante poderes imperiales globales, despreocupados de la injusticia cotidiana y de la violencia que ejercen sobre millones de seres humanos?

No, los anarquistas no negativizan el poder. De modo alguno. Ni siquiera creo que sea admisible que los neoliberales hayan renunciado al ejercicio de poder, vaya que no. Lo que ocurre es que estos desean ejercerlo (y repito: vaya que lo ejercen) minimizando las dimensiones del estado y arrodillándolo ante las fuerzas del mercado, cuyos intereses –sería bueno que no lo olvidáramos– no suelen ser nunca los de la mayoría de la gente.

Los anarquistas desean minimizar el dominio del estado a través de procesos participativos de empoderamiento popular: la gente ejerciendo su capacidad de decisión (y no seamos ingenuos: esto es poder) en todo lo que afecta a las cosas comunes, sin mediación de representantes ni de agentes externos del orden. Las prácticas sociales libertarias no desisten, pues, de poder decidir juntos acerca de la vida en común. La asamblea, de hecho, no se constituye nunca como una fuente de antipoder (aunque este término sea desde luego útil a la hora de juzgar las posiciones en conflicto): es, de facto, una fuente de poder.

La segunda parte de tu pregunta introduce en todo esto una cuestión ya clásica dentro del pensamiento anarquista, el “problema de las escalas”: ¿cómo escalar el poder de las dinámicas asamblearias a dimensiones globales sobre territorios cada vez más complejos? Es esta, de hecho, la misma cuestión que estarían planteándose hoy los ideólogos que confían en la fuerza de los estados, acerca de los posibles modos de construcción de un estado global capaz de hacer frente a la internacionalización de los mercados financieros y de la ya intensísima comunicabilidad de los espacios tradicionalmente regionales. Desde luego, no es nada fácil manejarse en esas escalas –al menos a mí me resulta más que dificultoso– y es aquí donde se suele acusar al anarquismo de acabar siendo no más que una buena idea “para pasado mañana”.

En cualquier caso, a pesar de la tradicional dificultad que el anarquismo muestra para las arquitecturas sociales a gran escala, hay que reconocer –quizá hasta con urgencia– que los primeros frentes de lucha y contestación han de partir de lo local, en el ámbito de territorios de alcance seguramente más pequeño. Si las personas somos incapaces de romper jerarquías y delegaciones en nuestra vida social más cotidiana, ¿cómo plantearnos hacerlo sobre escalas todavía más gigantescas?


8) La actual arremetida del capitalismo mundializado, facilitada por la institucionalización del estado de excepción, parece estar conduciéndonos a un punto de no retorno en el que el desastre ecológico y social es una posibilidad cierta, nada remota. ¿Cómo reinventar las luchas libertarias en el siglo XXI, considerando esta dinámica económico-política que nos enfrenta a una situación inédita en nuestra historia?


Si te soy sincero, cuando pienso en el futuro de Europa, soy cada vez más pesimista: puede que a la postre el fin del capitalismo arrase, efectivamente, con todo. No deberíamos menospreciar la posibilidad de estar llegando a ese punto de no-retorno absoluto.

La dinámica autodevoradora del capital es a todas luces imparable y ella misma parece precipitarse al colapso, independientemente de si se reactivan o no fuerzas antagonistas de resistencia. La gran pregunta de nuestro tiempo es si ese colapso dejará –justamente antes o justamente después– algún espacio verdaderamente respirable en términos humanos, o si habremos de asistir en Europa a la emergencia de comunidades humanas refeudalizadas de corte fascista. La figura del caudillo no es, a mi modo de ver, una reliquia del pasado.

Es en ese momento donde será deseable comprobar el grado de sentido común acumulado en la memoria histórica de la gente: la experiencia acumulada de prácticas sociales saludables, contenidas, esperanzadoras y autogestionadas podrá ser más que útil para hacer creíble, entonces, la supervivencia de los pueblos. Y el anarquismo –junto con otras fuerzas emancipatorias de resistencia y liberación– tendrá entonces mucho que decir.


Enero 2012

miércoles, 18 de enero de 2012

Soraya, el esfuerzo se lo pides a ellos.

Esta es la última frase de un artículo de opinión que ha sido publicado hoy en El País. Estando en el extranjero no puedo permitirme comprar la edición impresa de los periodicos, pero no por ello dejo de ojearlos todos los días.

He leído este artículo de opinión y debo decir que estoy de acuerdo con él. Es verdad que ha habido muchas personas que sí que han vivido por encima de sus posibilidades, vieron que los bancos les daban dinerito a "mansalva" y sin hacer demasiadas preguntas. Lo de mansalva por pongo entrecomillado, porque ambas partes, tanto los dadores como los receptores, creyeron que la vida económica era así de fácil.

Si bien es verdad que esta situación arriba comentada se dio en una gran parte de la población en la península, también es verdad que hubo otra parte que no se dejo llevar por la codicia y siguió haciendo las cosas con cabeza.

Nadie aprende en cabeza ajena y de los errores se aprende, pero en esta crisis están pagando, como siempre, justos por pecadores. ¿Qué culpa tengo yo de que apesar de tener buenas notas no haya trabajo? ¿Qué culpa tengo yo de que el gobierno de turno (que los hemos tenido de gaviota y de flor) no hayan hecho nada para proteger medianamente a sus ciudadanos antes los abusos desproporcionados de la banca?

Yo también he ahorrado, no me he metido en un prestamos cero para poder pagarme la carrera y salir de juerga, yo trabajaba como una mula 25 horas entre semana, de las cualos sólo eran remuneradas 20, sin contrato, sin seguro, dejandome la piel y los riñones con productos de limpieza industriales. Yo, no tengo el carnet de conducir porque no me parecia prudente meterme en tal gasto, porque, ¿para qué el carnet sin coche? El coche conlleva, seguro, gasolina etc. Yo, no me he ido de vacaciones a Viena, ni a Londres y mucho menos a china. Yo iba guardando las escasas monedas que podía juntar. Yo he caminado 7 Km para ahorrar 4 euros de autobus. Podría seguir ennumerando infinidad de cosas, pero no es necesario.

Me uno al artículo y digo: Soraya, el esfuerzo se lo pides a ellos.