viernes, 18 de mayo de 2012

Acerca de las profecías de defunción del movimiento 15-M: un año después de lo imprevisible




Para tratarse de un “muerto” -tal como los profetas mediáticos y gubernamentales se apresuran a señalar- habrá que reconocer que el movimiento 15-M se comporta de un modo bastante extraño. No parece haberse dado por enterado, mostrando una vivacidad e inquietud renovadas. Incluso cuando ha logrado encadenar cuatro días consecutivos de protestas multitudinarias y caceroladas en diversos puntos del país, las condolencias se han multiplicado: movimiento en declive, moribundo, debilitado por la disminución de su aceptación social, desinflado por el control que ejercen en su interior “radicales” y “antisistemas”, cuando no “vándalos organizados”, etc. Poco importa que, desde una cierta izquierda escéptica, se le reproche más bien lo contrario, esto es, no haber ido demasiado lejos en la crítica al capitalismo y en la apuesta por la transformación del presente. Mientras el discurso hegemónico quiere matar simbólicamente al movimiento de indignados por “radical”, desde un polo contrario se le cuestiona por contra su falta de “radicalidad”. Por derecha y por izquierda, ambos discursos coinciden en algo fundamental; a saber, que se trata de un movimiento social indeseable que, para bien de la “democracia” o la “revolución”, está muerto o agonizante, incluso si para ello fuera necesario empujarlo al precipicio, realizando así la profecía de su defunción.

Sin embargo, pese al aparato propagandístico que certifica dicha defunción y de una auténtica arremetida por parte de las autoridades públicas contra los derechos cívicos de los manifestantes (que esas mismas autoridades deberían garantizar), pese a la persecución de la que muchos de sus miembros son víctimas (sufriendo detenciones arbitrarias y una auténtica judicialización de sus reivindicaciones políticas), pese a la política del miedo que quieren imponer los gendarmes del orden y del asedio constante que padecen diferentes activistas, un año después de esa irrupción de lo imprevisible, el 15-M no sólo sigue vivo, sino afianzado en sus demandas de justicia, ligadas tanto a un reclamo de cambio en el sistema político como a la exigencia de una transformación profunda en una dimensión institucional y económico-financiera. La politización radical que este movimiento propició a nivel colectivo -en un contexto cultural adverso marcado por la resignación, cuando no el conformismo- es signo de su relevancia en la vida pública. Insistir en que se trata de una mera reacción social defensiva, entroncada a un ciudadanismo progresista pero falto de miras revolucionarias, es simplista, como lo es juzgar de forma homogénea un movimiento heterogéneo.

Nada de ello es óbice para indagar en sus limitaciones, a condición de tomarse el trabajo de buscar respuestas más allá de los propios prejuicios, de “salir a la calle” también con el pensamiento. Más aún, lo que habitualmente se le recrimina puede que no sea sino aquello que merece más bien destacarse como modalidades de una práctica política diferenciada y cualitativamente novedosa: un movimiento sin líderes, marcado por la horizontalidad y la organización policéntrica, así como por su negativa a inscribirse en el sistema de partidos políticos, su distancia con los sindicatos mayoritarios, su heterogeneidad constitutiva, su crítica radical a los medios (por momentos indiscriminada y reductiva), su rebasamiento político de las instituciones, etc. Todo ello, lejos de ser obstáculo para su devenir, parece ser más bien su andamiaje singular.

Quizás sus limitaciones estén en puntos menos señalados: una cierta discontinuidad en sus acciones colectivas de protesta (aunque sin desconocer las acciones específicas realizadas contra los desahucios, los CIE, las redadas policiales, entre otras cosas); una dinámica asamblearia valiosa pero a menudo ralentizada por el desencuentro entre posturas; ciertas divisiones entre diferentes grupos participantes; la multiplicación excesiva de convocatorias (con el efecto de dispersión y desgaste que suele producir entre los convocados); la multiplicación de frentes de acción sin escalonamientos estratégicos; la dificultad para articular respuestas eficaces ante la escalada autoritaria del estado policial; la proliferación de propuestas sin una elaboración suficiente como proyecto político común; la carencia de una estrategia comunicacional (sin excluir una estrategia mediática) unificada que de notoriedad pública a los puntos nodales reivindicados por el 15-M…

Puede que el porvenir de este movimiento esté indisociablemente unido a la gestión que haga de esas supuestas limitaciones. Sin embargo, resulta ilegítimo reclamar que un movimiento de estas características resuelva en pocos meses lo que las fuerzas de izquierda no han resuelto en décadas. No son pocas las intervenciones valiosas que ha efectuado en un año de existencia; entre ellas, impedir múltiples desahucios, impulsar las huelgas de consumo, boicotear las redadas, denunciar los CIE, participar en acciones directas contra los bancos, exigir la dación en pago, presionar para la reducción del gasto político y la sanción de la ley de transparencia, visibilizar otras plataformas ciudadanas, exigir cambios en la ley electoral, apoyar otros movimientos, coordinar acciones de protesta a escala internacional, por mencionar algunas cuestiones. Más allá de esta enumeración incompleta, quizás lo más relevante sea su incidencia en la reconfiguración parcial del debate intelectual y político -incluyendo los términos en que se formula- y el cuestionamiento que ha propiciado con respecto al sistema económico-financiero, político e institucional hegemónico. Desde una perspectiva crítica, no parece exagerado sostener que a escala nacional, en la última década, no ha habido ningún otro acontecimiento político equivalente en magnitud. Dicho en términos positivos: la irrupción del movimiento 15-M no tiene precedentes inmediatos y aunque sus logros son pírricos por el momento, eso no resta en lo más mínimo su importancia como acontecimiento de primer orden.

Nada de ello implica desconocer una multiplicidad de luchas sociales preexistentes. La historia del 15-M es la historia de una confluencia entre diversas plataformas ciudadanas y movimientos sociales disidentes y de ahí su peculiar fuerza. Que esa confluencia no esté exenta de tensiones y conflictos forma parte de su misma constitución plural. Dicha pluralidad, lejos de ser un obstáculo, ha sido uno de los rasgos que más ha facilitado la coordinación y articulación a nivel nacional e internacional con otros movimientos afines (algo que no se había conseguido desde las movilizaciones altermundistas de Rostock en Alemania en 2007). Tampoco debería inducir a engaño la merma real de adhesiones sociales: cualquier discurso político que reduzca sus ambigüedades necesariamente implica una divisoria de aguas. Razonablemente, la radicalización de un cuestionamiento al orden existente producirá un paulatino distanciamiento del sentido común hegemónico. Por lo demás, ni siquiera cabe descartar que esas irrupciones súbitas y discontinuas del 15-M en los espacios públicos no sean sino su peculiar modo de supervivencia: evitando estabilizarse; invisibilizándose cuando su aparición misma amenaza con convertirse en costumbre, parte del paisaje arrasado de un «capitalismo del desastre».

Los señalamientos anteriores, pues, no niegan la vigencia de un movimiento que se nutre de una indignación inlocalizable. Su ímpetu resiste las profecías de su extinción. El respaldo que cuenta a nivel social supera con creces la de cualquier partido político e, inversamente, los partidos que más han crecido están ligados a la recuperación (selectiva) de algunos de sus planteamientos. Sabemos que eso también puede ser un arma de doble filo. Pero esas tensiones e irresoluciones sólo pueden afrontarse en la historia efectiva. Razones para indignarse sobran ante un sistema político-económico que en plena crisis transfiere recursos públicos a la banca privada mientras, en una ofensiva brutal contra las clases populares, da el tiro de gracia a servicios públicos como la sanidad y la educación, prosigue un proceso de privatizaciones que beneficia a los responsables de la crisis o desmonta cualquier protección social. Estas políticas públicas regresivas, sin embargo, son apenas la punta del iceberg: condensan un proyecto social que apunta a consolidar las desigualdades estructurales, incrementar la rentabilidad de los poderes económico-financieros globales, reestablecer la legitimidad cultural del capitalismo y reorganizar el campo político de modo autoritario, a efectos de domesticar ese excedente de sentido que podría amenazarlo. En esa dirección, resulta claro que las políticas de criminalización de la protesta social no persiguen garantizar el efectivo cumplimiento de un supuesto “estado de derecho” que brilla por su ausencia, sino disciplinar a las clases sociales subalternas, esto es, amarrarlas a un modo de producción que las condena no sólo al paro o el empleo precario, sino también a la pobreza, la marginalidad y la restricción de las oportunidades vitales. Ante la debilidad de la hegemonía neoconservadora, la alianza  entre capital y estado tiene que echar mano a la coerción directa ante aquellos que la desafían.

Bajo esos imperativos, en una escala nacional, el Ministerio del Interior afronta un callejón sin salida. Por un lado, tiene que hacer el ridículo aportando cifras claramente falseadas de las manifestaciones del 12-M a efectos de minimizar la magnitud de la protesta y crear las condiciones para su deslegitimación. Por otro, tiene que ceder parcialmente a esos imperativos que pretende imponer, para evitar una situación más explosiva aún. En esa línea entre el autoritarismo y la contención producto de su debilidad, el gobierno procura atenazar al movimiento estableciendo constantes restricciones jurídico-policiales a las libertades de reunión y manifestación.  Ni siquiera así ha logrado detener la marea humana que sigue inundando las calles. Precisamente porque el gobierno nacional sabe de esa indignación creciente continúa con su plan de criminalización, ordenando unos desalojos violentos, unas detenciones aleatorias y unas imputaciones falsas que no tienen más objetivo que el amedrentamiento basado en el castigo ejemplar (en simultáneo al blindaje de impunidad de las clases dominantes, responsables del saqueo sistémico). A la par que quedan eximidos de culpa los verdaderos agentes criminales -corrompidos y corruptores-, la amenaza cernida sobre los manifestantes se intensifica: hasta cuatro años de cárcel por ejercer el derecho constitucional a manifestarse, inclusive si ese derecho es transfigurado ante la “opinión pública” como “resistencia y atentado a la autoridad” o alguna farsa semejante. La fachada democrática de un sistema así, más pronto que tarde, se derrumba con estrépito, no bien uno se niega a someterse a los mandatos del mercado, esto es, no bien la ciudadanía considerada de segunda mano ejerce su disidencia democrática.

Estamos, en efecto, ante una democracia secuestrada por el capitalismo globalitario. Aún si hubiera que ir más allá del movimiento de indignados, si en el camino hubiera que convertirlo en algo diferente, aún en esas condiciones de aceptación condicional, constituye un punto de arranque ante un sistema injusto que está triturando nuestras vidas. En su marcha por momentos subterránea alza la promesa de otro mundo posible. Como promesa, no podría no estar rodeada de incertidumbres (esas mismas que un cierto dogmatismo pretende clausurar con certezas perimidas, incapaces de elaborar el duelo que supone toda derrota histórica). Al menos quienes sabemos de la impostergabilidad de esa promesa, deberíamos proteger estos gérmenes que anticipan otra forma de existencia social, cuidándonos de llenar lo incierto con nuestros temores.

Un año después de este movimiento social emergente es difícil anticipar cuáles serán sus derroteros, pero en ningún caso deberíamos olvidar desde dónde partió. La evidencia multitudinaria de las plazas está ahí, aunque su significación siga resultando opaca. No sabemos siquiera si habrá en su seno un «devenir-revolucionario» o una «asimilación sistémica» que disuelva su potencial subversivo. El empeño que las autoridades gubernamentales ponen para matar al 15-M debería ser de mínima tomado como un indicio de que algo significativo se juega ahí: un acontecer político tan promisorio como incontrolable. Y si logran asesinarlo, desde luego, quedará todavía el espectro de una revuelta que seguirá rondando las ruinas del presente. Esa memoria de las derrotas también ayuda a imaginar nuevas intervenciones históricas que hagan posible lo (vivido tantas veces como) imposible.

En el umbral en el que estamos no sobran los debates, pero mucho menos los combates cuerpo a cuerpo, por simbólicos que sean, capaces de abrir grietas en el presente. En esa frontera, necesitamos desplegar todas nuestras armas intelectuales y políticas para consolidar un frente de lucha amenazado por todas partes. Tanto las descalificaciones de una derecha reaccionaria que desprecia cualquier vestigio de democracia participativa como un falso radicalismo que denosta aquello que no encaja con sus modelos prefabricados de acción política, son síntomas de la incomodidad que produce un movimiento que no se ajusta al imaginario político heredado. Mientras ellos se apresuran a enterrar estas luchas emergentes en el pasado, una multitud -a veces sin saberlo- va escribiendo la historia del presente.


Arturo Borra