El miedo siempre fue una fuerza poderosa. Según el modo de vincularnos con esa fuerza, puede conducirnos por caminos contrarios. Tal vez por eso ya no alcanza generar temor a escala masiva; es preciso radicalizarlo al punto de provocar pánico. Ante ese temor exasperado, nuestra capacidad de producir respuestas autónomas se minimiza. Y nuestros consumos se disparan.
En nuestras sociedades contemporáneas, la producción del pánico ha adquirido un cariz industrial. Su finalidad es clara: inducir al consumo. La promesa de restablecer el “equilibrio perdido” está detrás de toda mercancía: si consumes no tienes nada que temer. Pero ¿no es precisamente esa presunta omnipotencia de la mercancía la que hay que enfrentar, en primer lugar, para orientar nuestros miedos en una dirección diferente?