I
Hay libros llamados a pasar en puntas de pie, casi inadvertidos, tanto por la propia exigencia de invisibilidad como por el desajuste que producen con respecto a las lecturas hegemónicas sobre el presente. Ese desajuste, producido a fuerza de un sostenido y consistente trabajo crítico con respecto al campo de la comunicación y la cultura, es el que reaparece en (otra) escena en La desaparición del exterior: Cultura, crisis y fascismo de baja intensidad (Eclipsados, Zaragoza, 2012), el nuevo libro del ensayista Antonio Méndez Rubio, en continuidad con trabajos precedentes como La apuesta invisible: Cultura, globalización y crítica social (Montesinos, Barcelona, 2003) o Encrucijadas: Elementos de crítica de la cultura (Cátedra, Madrid, 1997).
En este nuevo libro, Méndez Rubio reúne ensayos heterogéneos escritos entre 2001 y 2009, además de tres entrevistas recientes. Con su ya característico estilo lúcido, mordaz y provocativo el autor retoma el tejido problemático que enhebra a partir del borrado de una «exterioridad» tan incierta como necesaria para imaginar (y, por ende, instituir) otra forma de sociedad. Un tejido, por otra parte, capaz de asfixiar si se le da crédito. La misma dedicatoria a Joaquín Herrera Flores es elocuente con respecto al alcance de las tesis de partida: lo que está en juego (en riesgo, mejor) en nuestras sociedades contemporáneas no es sólo un asunto de derechos humanos, sino la vida misma.
Para Antonio Méndez Rubio vale lo que decía Edmond Jabès: “Preguntar es estar sin pertenencia el tiempo que dura la pregunta; es estar sin pertenencia en la pertenencia, sin lazos en el lazo. Desatarse a fin de atarse mejor para volver a desatarse; es, del dentro, hacer un fuera perpetuo; es liberarse y, de esa libertad, disfrutar y morir” (1984: 24 [1]). Exactamente lo contrario a lo que produce el capitalismo: convertir el afuera en una interioridad perpetua que, paradójicamente, expulsa hasta los sueños, la imaginación, las añoranzas. Su poder de asimilación podría describirse como fuerza de interiorización neutralizadora de un exterior significado como amenazante. Esta deglución tendencial que produce el capitalismo es goce de muerte que plantea el lazo como imposible de desanudar. Estrictamente: la lógica de la esclavitud, que acepta como dados los vínculos, esto es, nudos “naturales” (en verdad, naturalizados) que no podrían desatarse. ¿Qué otra cosa podrían perseguir los imperativos hegemónicos que repiten de forma incesante la presunta inexistencia de alternativas ético-políticas a un presente cada vez más desolado? ¿Y cómo podría todavía cuestionarse ese poder asimilador, ese gran interior que se presume omnipotente e inalterable, como no sea a través de una interrogación interminable?
La desaparición del exterior dispara en ese sentido, tal vez como una reivindicación no tan silenciosa de la intemperie. Con ello, se extraña del mundo social al que pertenece y, desde la libertad de crítica que ejerce, acepta el desafío de atravesar el desierto. El carácter perturbador de esta “desaparición” es claro:
En este mundo (no mundo-otro sino mundo-uno), la pauta de orden parece reproducirse a sí misma de manera obscena, autoevidente, como una negación del afuera, como un borrado de cualquier exterior (Méndez Rubio, 2012: 19).
La autoafirmación ilimitada de ese mundo-uno se hace patente, en primer lugar, en la difuminación de la distinción entre lo «público» y lo «privado» de la primera modernidad, así como en la totalización que el presente hace de sí mismo, avanzando en el viejo sueño totalitario de un «mundo clausurado», como décadas atrás denunciaran algunos intelectuales ligados al círculo de Frankfurt.
Los efectos claustrofóbicos que el actual orden globalizador produce son indisimulables, pero esa claustrofobia no es crítica todavía si no permite elucidar formas de análisis e intervención que contribuyan a fisurar esa membrana que se proyecta como invulnerable, incluso si para ello debe erigir un escudo que nos protegería de la presunta amenaza de la alteridad. Ante este espacio totalizado, Méndez Rubio enfatiza las claves culturales de cuño libertario que anclan las prácticas críticas a su condición (de)constructiva, poiético-política, que apunten a un movimiento diaspórico, capaz de quebrar esa frontera fijada entre un interior plácido y un exterior peligroso que mejor sería evitar.
La toma de distancia de un cierto progresismo reformista es nítida: no hay capitalismo de “rostro humano”. Por tanto, no se trata meramente de cuestionar supuestas “perversiones de la democracia” sino de trazar una crítica y unas luchas contra “una renovada y legalizada forma de fascismo histórico” (2012: 23). Tras las huellas de diversos autores ligados a un horizonte crítico –desde Adorno y Bauman hasta Sloterdijk o Virilio- Méndez Rubio procura reconstruir la filiación entre fascismo y modernidad e incluso, de forma más concreta, entre holocausto, industrialización y estatalismo. Si la cultura de masas instala como prototipo del fascismo al nazismo alemán (reduciéndolo así a un caso único, localizable y rentable), La desaparición del exterior avanza en sentido contrario: tanto el nazismo como la modernidad oficial comparten un industrialismo desenfrenado y un nacional-estatalismo que los emparenta de modo indisimulable.
Dicho lo cual, se plantea la hipótesis polémica que sostiene “(…) la existencia de un vínculo pragmático e inercial entre el ambiente social actual y un fascismo de baja intensidad” (2012: 25), entendiendo por «baja intensidad» una “presión mínima” pero en el contexto de una opresión constante, extensa y profunda. El autor apoya esa hipótesis al menos en cuatro bases: la “desaparición del espacio público”, la “neutralización expansiva de la información como propaganda y publicidad”, la “invisibilización del otro” construido como amenaza y la “producción adictiva de pobreza a gran escala”. Sobre esos escombros, se alzaría un orden social autoconcebido como “régimen inconstestable” que normaliza por consenso el control y la violencia extendidos.
Siguiendo a Foucault, Méndez Rubio define el actual espacio como una “(…) especie de espacio total, sin exterior, donde la amnesia ocupa el lugar tradicional de la memoria, la actualidad ocupa el protagonismo que tuviera la historia, y el mundo se traduce a códigos acelerados de interconectividad sin límite, de inmediatez comunicativa, donde, como se cansan de repetir eslóganes comerciales y políticos, todo es posible” (2012: 34). Ante esta realidad histórica, que coincide con lo que Hannah Arendt llamaba «totalitarismo», La desaparición del exterior contrapone un «antipoder de raíz crítica o todavía revolucionaria» que abogue por la producción de espaciamientos o aperturas imprevistas.
Sin embargo, difícilmente podemos cambiar esa realidad histórica si no atendemos a las especificidades de la actual fase postmoderna y globalizada del capitalismo, en la que lo cultural adquiriría una relevancia estratégica sin precedentes. Eso convierte nuestra vida en común en un campo de lucha decisivo y también habilita a una revalorización política y cultural de lo popular-subalterno, en tanto condición de alteridad y alteración de lo hegemónico. Tal vez en ese modo de producción podrían rearticularse unos conflictos que abran los espacios de poder hacia un exterior que, paradójicamente, no existiría.
II
Sugerente en distintos sentidos, La desaparición del exterior también incide en la crítica a una sociedad del espectáculo que sobreproduce imágenes ante el vaciamiento del exterior, en una suerte de “virtualización de lo vivido” o “(…) espectacularización de un afuera que de alguna forma escópica suture la herida dejada abierta por la desaparición del exterior” (2012: 45). Antes que invitar al optimismo, el autor advierte sobre los peligros que se ciernen sobre la «comunicación» en un mundo que se presume plenamente intercomunicado y que, más bien, desplaza a una zona de “solipsismo interactivo” que pocas semejanzas guarda ya con la experiencia del diálogo.
En las condiciones de este “cercado existencial”, los espacios públicos son reconvertidos en espacios publicitarios, lugares de paso por un territorio sin límite que encarna en un mundo televisivo tan fascinante como virtualizado. Las implicaciones de ese espectáculo son graves; ante todo, el borrado de aquellos sujetos sufrientes entre los que cuentan los refugiados, los pobres, los esclavos, “los desechos sin valor del mercado global”.
Frente a una cultura que pone en crisis los vínculos comunitarios y nos encierra en un “ensimismamiento compartido” resulta de vital importancia la interrogación por lo común. Méndez Rubio ahonda en esa dirección, remitiendo tanto a la comunicación como “exposición con el afuera” (Nancy) como a la necesidad política de crear espaciamientos críticos (incluyendo la apertura simbólica de cierta producción artística, creadora de una “zona de incertidumbre”) en un espacio social que se pretende suturado.
Tal vez en esas indagaciones el lector sienta que puede respirar. El libro, sin embargo, no da tregua. De forma elíptica y polémica, Méndez Rubio advierte incluso sobre un cierto “activismo” que da por evidente la posibilidad de una acción crítica en el espacio público actual. Contra las “llamadas fáciles a la acción” que involuntariamente tienden a reproducir el orden existente, el autor insiste en la necesidad de revisar los propios presupuestos (o definiciones) del hacer, parafraseando a Zîzêk y su llamado a “hacer nada” –que de lugar a otro hacer y, en primer término, a otro modo de vivir. Y aunque ante un posicionamiento así uno se ve tentado de preguntar si no estamos ya “haciendo nada”, la puntuación crítica es más que pertinente en un contexto histórico en el que incluso las prácticas políticas más contestatarias corren el riesgo de ser asimiladas sin excesiva dificultad.
Cualquiera sea la respuesta a la cuestión previa, Méndez Rubio nos instala en un campo tan incómodo como imprescindible al momento de hacer una reflexión política radical. Si el valor de un trabajo crítico no reside en su novedad sino en su capacidad de perforación -o, si se prefiere, en su fuerza para desenlazar esos nudos que nuestra actualidad ha atado con violencia-, entonces, no hay dudas que La desaparición del exterior opera en ese sentido de un modo lúcido y ejemplar. Lejos de limitarse a repetir, persiste en la interrogación de una problemática de primer orden: el giro histórico de un «fascismo clásico» ligado al nacional-socialismo a un «fascismo de baja intensidad» (2). Su tesis es tan clara como inquietante: el actual sistema global(itario) en el que vivimos puede caracterizarse precisamente por esta segunda variante fascista, en absoluto ajena a la realidad de un holocausto permanente:
Mientras tanto, la identificación de la política con la lógica del terrorismo y de la guerra sigue su curso afable, indiferente. Así que la subversión apenas perceptible, silenciosa, le queda aún el desafío de desbordar el esquematismo y el absolutismo autista del sistema, el reto de transgredir los límites secretos de una propaganda ilimitada. Esto es: la necesidad de encontrar las fisuras improbables de una realidad sin exterior (2012: 70).
En una época de “mirada sin visión”, la referencia a una “política nocturna” es ineludible; se trata de aprender a mirar contra la obviedad de la propaganda que incita al consumo mientras la información y la guerra se convierten en mercancías cada vez más rentables. Esa obviedad propagandística no sólo absolutiza y totaliza su punto de vista; también instala un discurso monológico y estandarizante que censura matrices discursivo-críticas, asimilando la producción de orden a la producción de miedo a gran escala. Correlativamente, la «guerra» aparece como “medio de reproducción de las alianzas entre mercado y estado, capitalismo y gobierno”, planteando la disidencia como una “amenaza sistémica”.
El diagnóstico es lapidario: tras el 11-S, vivimos en un estado de excepción permanente, bajo la hegemonía de un fascismo de baja intensidad. Si el fascismo clásico constituye una variante comparativamente más letal en el plano de los cuerpos, en este caso se trata de una variante que a través de la «ideología de la no ideología» apuesta a desarticular cualquier vestigio de una existencia autónoma y su apertura a la alteridad. A ese desplazamiento, que no niega rasgos comunes (el espectáculo, la propaganda, el aislamiento, la movilización masiva), le corresponden operaciones diferenciales: mientras el fascismo clásico opera predominantemente a través de un estado militarizado que administra el genocidio, el fascismo de baja intensidad opera de forma predominante a través de «golpes de mercado», con consecuencias no menos funestas para cientos de millones de vidas.
Ahora bien, si hay estructuras fascistas en la “vida democrática”, si la modernidad misma tiene como contracara el holocausto, entonces, cualquier proyecto de reingeniería social no hace más que agravar las cosas. Con ello, el reformismo como intervención política deja indemnes las bases socioculturales e institucionales que producen una masacre más o menos silenciosa: el racismo, el autoritarismo centralizado, la estabilización del estado de excepción, la pasividad de la población civil terminan institucionalizando el mundo como “campo de concentración”. En tanto nuevo fascismo no se plantea aquí una “solución final” puesto que ya no la necesita: la alteridad, gestionada como amenaza, está sometida al riesgo de la desechabilidad. Alcanza con observar lo que ocurre con tantos inmigrantes o grupos marginados para saber que ese riesgo regularmente se convierte en una sangrante realidad.
III
No es propósito de estos breves apuntes resumir un libro estrictamente irresumible. Como aventura intelectual y política, exige ser transitada en su complejidad y sus aristas más punzantes. Sus afirmaciones son suficientemente graves como para que el lector ahonde en sus implicaciones. No se trata, desde luego, de generalidades difusas: cada ensayo de Méndez Rubio, como un poliedro, aborda en profundidad diferentes dimensiones de un presente neofascista que (nos) amenaza de muerte: la guerra, la inmigración, los mass-media, la alianza entre mercado, estado y cultura masiva, la ciudad imposibilitada y algunas formas de resistencia cultural ante un presente devastador, son abordados de manera incisiva, con una argumentación implacable y luminosa. Pero Méndez Rubio no se limita a constatar el desastre: invita a “una travesía que empieza desde la derrota”. Puesto que “estamos dentro”, nuestra labor no puede ser sino el de intentar inventar una salida.
La desaparición del exterior recapitula unas tesis previas que ya anticipaban la ofensiva capitalista en curso desde hace una década, a escala planetaria. Sin embargo, en las condiciones históricas de producción de esas tesis, diez años atrás, la afirmación de que social-democracia y fascismo de baja intensidad mantenían una relación más estrecha de lo que en general se estaba dispuesto a admitir estaba destinada a ser desoída. La promesa de acceso ilimitado al consumo (a partir del endeudamiento) en el contexto de una democracia de masas, celebrada como el “fin de la historia” y articulada por los massmedia, parecía confinar esas tesis al desasosiego de la teoría crítica tardía, las más de las veces descalificada de manera simplista por «apocalíptica» en los términos de Eco.
Las ilusiones de un capitalismo benevolente, sin embargo, han estallado en muchos de los países que estaban presuntamente resguardados de sus riesgos. Con ese estallido, la tesis del fascismo en las llamadas democracias occidentales contemporáneas adquiere una renovada fuerza interpretativa. El régimen de pequeños privilegios del que antaño gozaban las presuntas “sociedades opulentas” se desvaneció en el aire y con éste la promesa social-demócrata de una sociedad del bienestar en un mundo arrasado. El giro hacia la derecha política en Europa –giro que precede claramente al ascenso electoral de partidos explícitamente neoconservadores- muestra lo que el conformismo cultural de principios de milenio quiso omitir: que el modelo de bienestar europeo se basó -y sigue basándose donde sobrevive- en un orden internacional criminal que transfiere el malestar a las periferias (interiores). La primacía de fuerzas económicas globales sustraídas de cualquier control público -suficientemente poderosas como para cambiar de modo drástico lo que en décadas anteriores se suponía, no sin cierta arrogancia, la “herencia de Europa”- es tan notable como inadmisible siquiera desde una perspectiva que se pretenda mínimamente democrática.
Ante estas transformaciones histórico-políticas, las condiciones ideológicas de recepción de las tesis formuladas en La desaparición del exterior quizás pueden resultar menos hostiles para algunos de los sujetos damnificados, esto es, disponer mejor a la escucha de lo que el discurso hegemónico quisiera borrar de modo definitivo: el recuerdo desequilibrante de un afuera improbable, que supone ante todo “mirar” de otro modo. Retroactivamente, la tesis sobre el fascismo no sólo tiene validez histórica en unas condiciones que predisponían a su rechazo apresurado, sino que muestra su poder anticipatorio: el capitalismo actual no puede sustentarse sin abatir a las mayorías sociales, sea a través de la eliminación y el confinamiento de masas marginales crecientes, sea a través del exterminio a gran escala mediante la guerra terrorista contra el Terror que para este interiorismo encarnaría el “afuera”.
La validez de esta tesis, sin embargo, no nos impide preguntar acerca de sus variaciones contemporáneas. ¿Podemos seguir describiendo en términos de magnitudes fijas o intensidades invariables lo que ocurre en la actual fase del capitalismo a nivel mundial? Para arriesgar una reformulación: la articulación específica de «guerra mundializada», «golpes de mercado» y «cultura masiva» puede dar lugar a intensidades diferenciales según los contextos históricos locales o incluso glocales. Quizás lo que en nuestro presente se está planteando con fuerza esté ligado a una articulación hegemónica elástica y multifocal entre estado de excepción, mercado capitalista y cultura fascista, capaz de producir y legitimar, alternativa o simultáneamente, según el caso, la criminalización y marginación de determinados grupos sociales, las guerras preventivas, las hambrunas de gran escala, la segregación in situ o el confinamiento en campos de encierro (incluyendo campos de refugiados o centros de internamiento), por mencionar sólo algunas de las aristas más estridentes de esta poderosa máquina de trituración. Dicho de otro modo: según imperativos inmanentes a esta articulación dinámica y la correlación de fuerzas sociales, la “presión” sobre las poblaciones puede variar de forma significativa. Así pues, cabría indagar sobre el vínculo entre este «fascismo de intensidad variable» y un recalcitrante neoconservadurismo convertido en ideología del capital trasnacional desterritorializado. Según las coyunturas histórico-concretas, habrá que investigar esas intensificaciones relacionadas, en cierta medida, a la magnitud de los antagonismos sociales que se plantean localmente y que, por definición, horadan esa interioridad sistémica que se pretende irresistible.
Desde luego, que esa operación hegemónica reclame según los contextos locales intensidades diferentes no nos hace olvidar que, globalmente, estamos ante la misma potencia fascista, productora en masa de residuos humanos o, para decirlo de una forma más sencilla, de un soberano desprecio hacia el Otro. El «capitalismo del desastre» -tal como insiste Naomí Klein- está entre nosotros. Méndez Rubio no se limita a constatarlo, sino que específica de forma crítica algunos de sus rasgos constitutivos, empezando por esa ideología triunfante que proclama la muerte de todas.
En este sentido, el interés por indagar en las grietas de esta gran membrana, por ver lo que a pesar del borrado persiste, es mucho más, y quizás algo esencialmente distinto, que una preocupación académica (legítima por otra parte). Allí se nos juega un modo de vivir, una apuesta invisible. Las encrucijadas son diversas y esa interrogación por lo que a pesar del borrado persiste resulta demasiado decisiva en la hora insegura como para no tener que volver sobre ella. Es cierto que no alcanza con mirar afuera cuando el muro está por todas partes o cuando ni siquiera sabemos si hay afuera. Pero ¿qué es la teoría crítica sino esa promesa más o menos explícita de ver más allá de la ceguera planificada de la masacre, partiendo de sus límites, acaso con la expectativa más o menos tácita de una emancipación nunca definitiva, rodeada de incertidumbres? Sin retorno posible a un bienestar cercado, a pesar del muro blanco, tal vez no todo sea motivo para el pesimismo. Y si lo es, se tratará en todo caso de un «pesimismo organizado» que no implica claudicación práctica. Como dice Méndez Rubio (2012, 240):
Precisamente porque el espacio se ha resquebrajado y abierto de una forma singularmente nueva, crítica, ahora las opciones se abren y reinventan también sin límite. Todos somos por una vez tan extras como protagonistas. Porque todo está en juego, y eso no se podía decir con la misma claridad en otros momentos o contextos. Un fascismo de baja intensidad produce un holocausto de baja intensidad, y reclama, entre otras cosas, una lucha de intensidad máxima.
Arturo Borra
(1) Jabès, Edmond (2004): El libro de los márgenes II, trad. Begoña Díaz Zearsolo, Arena Libros, Madrid.
(2) Otro de los intelectuales en el ámbito español que contribuyó a forjar este concepto es Carlos Taibo, quien en 2001 publicara un breve artículo llamado “Fascismo de baja intensidad” (en El Viejo topo, Nº 158, 2001, págs. 6-7).