Para los familiares, amigos y conocidos de las víctimas mortales del accidente ocurrido la semana pasada en Santiago, no hay consuelo. No importa que palabras de consuelo, aliento o ánimo se les digan, no sirven de mucho.
Para el resto de nosotros, para los que por suerte no tenemos a ningún familiar, amigo o conocido como victima mortal del accidente, nuestra vida ha cobrado la más absoluta y abrumadora rutina. A mí y a los míos no nos ha tocado. Es precisamente esa suerte que hemos tenido, de no sufrir en propias carnes el dolor por el que estarán pasando esas personas, la que nos empuja a olvidar con cierta facilidad lo sucedido.
Desde la distancia y la tranquilidad de saberme segura, y de saber que los míos también los están, es relativamente fácil pensar sólo de manera superficial en esas personas. No hay, desgraciadamente, nada que yo pueda hacer, ni para hacer retroceder el tiempo y evitar el accidente, ni para consolar a ninguna de las personas que llevan sufriendo más de una semana.
Si fue un error técnico/mecánico, que se mejoren las estructuras necesarias.
Si fue un error humano, que éste nos sirva a todos para pensar en cómo vamos por la vida. No hace falta ser conductor de tren para poner en riesgo la vida de personas, basta con ser un peatón despistado o un ciclista (como muchos de los que veo cada día por Berlín, que se siente intocable e invulnerable) para poner en juego nuestra vida y la de otros.
Espero que todos los involucrados en lo sucedido en esas vías de tren encuentren pronto paz.