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miércoles, 11 de abril de 2012

Diez preguntas sobre el anarquismo: una entrevista a María Prado Esteban de Arturo Borra



1)      Al menos en la Europa de la última década algunos movimientos sociales –tal como ocurre con el movimiento 15-M- han reactivado de forma más visible un cierto espíritu libertario. ¿Qué factores inciden en este retorno del anarquismo? De forma inversa: ¿por qué ese espíritu libertario no cuenta con apoyos sociales más amplios?

El 15-M, en su sector más auténtico y popular, al plantear la cuestión del Estado y el autogobierno, puso sobre la mesa la cuestión central de toda acción revolucionaria. Sin embargo tal idea ha quedado reducida a genial intuición no desarrollada ni materializada en un programa.

La posibilidad de superar la sociedad con Estado requiere un proyecto que tome en cuenta la excepcional complejidad de tal objetivo, pero, a día de hoy, sigue siendo un “estado de ánimo”, una inspiración que no se expresa en propuestas fundamentadas.

El problema es que el pensamiento libertario sigue operando con ideas elaboradas hace más de cien años en una realidad muy distinta de la de hoy. La sociedad actual, de la “información y el conocimiento”, en verdad del adoctrinamiento y el oscurantismo, el fideísmo religioso y la barbarie, no puede ser vencida con proyectos que ignoran la potencia excepcional de los mecanismos de dominación puestos en marcha por los Estados desde la Segunda Guerra Mundial.

De hecho, muchas de las ideas y las luchas que hoy se presentan como anarquistas toman su referencia y sus análisis del bagaje político de la socialdemocracia y aspiran a ampliar el Estado del bienestar como paradigma de la completa felicidad social. La industria de la conciencia, dominada por la izquierda desde hace casi cuarenta años (pronto serán cuarenta años de paz) ha matado casi por completo el pensamiento libre y ha impuesto una visión deformada de la realidad a varias generaciones.

La revista “Estudios”, proyecto en el que estoy comprometida, pretende precisamente, contribuir a la renovación del pensamiento libertario, a su adecuación al siglo XXI por la investigación independiente, autogestionada y comprometida de las realidades del presente. Desde mi punto de vista este es el único camino a conseguir una presencia social auténtica y con futuro.

2)      Admitamos que no hay garantías para la promesa de otro mundo posible. En esas condiciones de incertidumbre, ¿cómo movilizar a diferentes sujetos colectivos en la construcción de un porvenir deseado?

Me parece fundamental partir del reconocimiento de que existe incertidumbre e indeterminación en el devenir humano. La concepción de la historia como proceso sin sujeto, que toma su modelo de la mecánica, ha sido uno de los productos ideológicos más nocivos que hemos heredado de la Ilustración; es profundamente desmovilizador y envilecedor pues hace confiar en que el desenvolvimiento del propio sistema contiene su negación y anula completamente la acción del sujeto que queda reducido a nada. La historia, en los hechos comprobables, es una sucesión de encrucijadas en las que se entretejen multiplicidad de factores y permite abrir, no todas, pero sí un manojo de posibilidades en cada momento histórico. De entre esos componentes las decisiones y la acción del sujeto, como sujeto social, es una condición cardinal, por lo tanto hay una responsabilidad tanto social como individual en lo que la historia es.

El problema de la movilización es cuestión esencial pero olvidamos a menudo que el sujeto humano se mueve por ideas antes que por ninguna otra cuestión. No son, por sí, las condiciones materiales, la pobreza o la opresión lo que alimenta las revoluciones sino la conciencia sobre el significado de esos hechos y, ante todo, la capacidad para idear otro modelo distinto. Por ello escribe Soledad Gustavo que “las revoluciones no son hijas del estómago sino de la conciencia”.

Es en este plano, el de la conciencia en el que el sistema tiene hoy la iniciativa de forma concluyente y definitiva. El sujeto de las sociedades de la modernidad tardía ha interiorizado el fondo esencial del Estado y el capitalismo. Está enfrentado trascendentalmente con sus iguales, es egotista y solipsista hasta la médula, se mueve únicamente por su interés personal, todo lo espera de las instituciones en la forma de servicios del Estado, confía en que el dinero es la base de todas las libertades y por lo tanto el bien más deseado. Adora la comodidad y deplora cualquier sacrificio. Su espíritu anti-burgués, cuando existe, se funda en la envidia de las formas de vida de los ricos, por lo que solo alcanza a considerar la posibilidad del reparto de la riqueza pero no le atormenta la desaparición de la libertad.

Nada hay que tenga menos influencia social que la idea de autogestión porque todo el mundo anhela más y más “servicios públicos” que resuelvan sus necesidades vitales de la cuna a la tumba. En esta situación movilizarse es, en primer lugar, crear un nuevo paradigma que supere los fundamentos de la sociedad con Estado y con capitalismo. Pero eso no es fácil porque hoy la felicidad (como tranquilidad de ánimo y pequeños goces domésticos) está muy por encima de la libertad como ideal de vida.

3)      La frontera entre marxismo heterodoxo y anarquismo no siempre resulta nítida, aunque sus diferencias con respecto al estado son conocidas. En este punto, ¿qué puede aportar ese discurso marxista al movimiento libertario? 

Creo que el pensamiento libertario no debería perderse en debates ideológicos en un momento tan complicado como el presente. Establecer sistemas de ideas generales e intemporales es la garantía de permanecer en la marginalidad a la que parece que nos abocamos. La otra posibilidad nos obliga a poner toda nuestra energía en el análisis de los grandes cambios que han tenido lugar tanto en la esfera del poder constituido como en la naturaleza de la vida y de la conciencia de las clases populares.

Será necesario hacer frente a problemas sociales que difieren (por la forma concreta en que existen) en mucho de las que enfrentaron el marxismo y el anarquismo en sus orígenes. El descomunal crecimiento de los Estados y la integración del pueblo en sus proyectos, el adoctrinamiento intensivo de la población en el sistema educativo, el uso de las ideologías en la forma de religiones políticas y la imposición de las mentiras útiles al poder a través de ellas, la obligación universal del trabajo a salario con formas de laborar cada vez más dirigidas, jerarquizadas, embrutecedoras y degradantes. La publicidad masiva, el consumo inmoderado y dirigido, la falsificación de la historia,  la destrucción de todas las formas de vida horizontal, la desaparición de la vida privada, la completa segregación entre los sexos, la desaparición de la socialidad, la destrucción del lenguaje, la victimización de amplios sectores sociales y el surgimiento de leves (por el momento) vientos liquidacionistas, todo ello como parte del proceso de deshumanización en curso que alumbra la aparición de un neo-siervo que ame y defienda su esclavitud.

Todo esto se produce  en el contexto de la grave crisis de Occidente que presenta multiplicidad de planos de conflicto; es la crisis del imperio occidental que ha sido el director de la historia en los últimos quinientos años, lo es también de sus formas políticas y económicas, es decir, es crisis de las elites mandantes, pero, a la vez, incluye la consunción de la experiencia histórica, cultural, antropológica y estética del pueblo que ha tenido en Occidente señas de identidad claramente positivas, propias y singulares respecto al poder, constituyéndose como sujeto histórico con mismidad y proyecto propio.

4)      ¿De qué forma podría concebirse la transición desde los actuales estados-nación a una sociedad sin estado, dando por sentado que los grupos hegemónicos ya despliegan todos los medios disponibles –sin excluir la violencia- para retener su régimen de privilegios? ¿Cómo se regularían los conflictos tanto en la vida pública como privada en esa sociedad autogobernada?

El Estado surgido de las revoluciones liberales, que no es estado-nación porque se constituye como coalición de las elites locales que imponen a los pueblos un modelo de poder centralizado y maximizado, ha cumplido un ciclo histórico y ha obtenido victorias de orden estratégico. El sistema no solo ostenta el monopolio de la violencia sino que le pertenece la iniciativa estratégica en todos los frentes; la desaparición del pueblo como sujeto colectivo con un proyecto ajeno al Estado y enfrentado con éste está a punto de ocurrir, con ello puede decirse que el sistema estatal-capitalista habrá culminado su proyecto histórico.

Aún en estas condiciones es pertinente que pongamos sobre la mesa la posibilidad de una sociedad sin Estado y los complejos problemas que tal ideal plantea. La democracia no puede sustentarse sino en un sistema de asambleas pero esta reunión, cuando se convierte en pura formalidad, no es eficaz ni resolutiva como ha demostrado el 15-M.

La competencia de la asamblea requiere de unos factores previos que es necesario conseguir y que afectan en primer lugar a la calidad de las personas que conforman el grupo. La participación política y la autogestión de la sociedad no es un ejercicio  lúdico, cómodo y relajado porque implica que toda la comunidad asuma la responsabilidad sobre los problemas comunes, es decir, se comprometa. Por ello una sociedad basada en los derechos, en recibir antes que en dar, no puede ser sin Estado, porque para superar el Estado la existencia de cada individuo debe estar volcada en los deberes y las obligaciones hacia los demás y hacia sí mismo evitando que se constituya un aparato de protección pues, como dice  Carl Schmitt  el “protejo ergo obligo es el cogito ergo sum de los Estados”.

Asumir las tareas que implica la dirección colectiva de lo común requiere mucho esfuerzo, por ello una sociedad hedonista no puede ser sin Estado. La convivencia ha de ser buena y plena para que las estructuras de gestión colectiva funcionen, por eso una sociedad del enfrentamiento, el individualismo gregario, el victimismo frente a los iguales y la intolerancia, no puede ser sin Estado. Para autogestionar la vida se necesita buscar soluciones creativas desde el estudio concreto y profundo de cada situación, la reflexión tiene que ser una tarea tanto personal como colectiva, por eso una sociedad dogmatizada, cargada de consignas y axiomas y de pereza mental no puede ser sin Estado.

Una sociedad sin elites de dirección exige, por ello, cambios fundamentales en la cosmovisión que hoy domina, ha de superarse el ideario burgués que impera ampliamente y poner otros valores y aspiraciones en el centro de la vida: la o el sujeto que conforme la viabilidad del gobierno de los iguales tiene ante sí una tarea épica y debe dotarse de la fuerza y energía para acometerla, cuestión que, básicamente, ha de hacer por sí mismo y no esperarla de nadie, ha de bregar por la convivencia superando la idea de que la afinidad sea el único bien y aprendiendo a mirar con respeto y consideración las opiniones diferentes, ha de rechazar el poder en todas las circunstancias y poner especial énfasis en no desearlo para sí, tiene que desplegar todas las posibilidades del propio entendimiento a favor de la colectividad, ha de superar el concepto de la justicia para aspirar al de magnanimidad, ha de aprender a permanecer en minoría con dignidad y en mayoría con tolerancia. Una sociedad que desee el autogobierno tiene, necesariamente, que poner en un lugar central el amor, porque una sociedad sin amor tiene que ser, necesariamente, una sociedad con Estado.

Más no basta con desearlo y constituir el “espíritu” de la revolución, habrá que enfrentar una enorme cantidad de problemas, políticos, materiales, militares y económicos. Si la asamblea es una estructura de autogobierno muy eficaz en el plano local ¿Cómo abordar el plano global? ¿Es necesaria la existencia de entes supralocales? ¿Cómo se han de dirimir los conflictos entre asambleas? ¿Cómo evitar que el germen del Estado se vuelva a desarrollar? A todas estas cuestiones habría que añadir todos los problemas derivados del inevitable choque con la violencia estatal. Son más, en realidad, las preguntas que las respuestas lo que significa que queda mucho por hacer.

5)      Uno de los reproches más repetidos con respecto a la izquierda es su dificultad de construir frentes de lucha en común. ¿Qué responsabilidades históricas tiene el anarquismo en la fragmentación de esos movimientos que buscan activamente una transformación social radical?

Creo que el pueblo fue y debería ser, en el caso de existir, uno. La unidad no ha de hacerse en torno a las estructuras orgánicas y los partidos. No estoy en contra de que existan agrupaciones de afinidad pero creo que no deben suplantar al pueblo como sujeto colectivo diverso, plural pero fusionado como grupo que aspira al autogobierno. Esto no se ha entendido históricamente, la organización de la política a través de camarillas y grupos de presión como partidos, que pertenece a la tradición de la deplorable revolución francesa, ha contaminado la vida social y parece que nos obliga a pensar en ese paradigma.

Por otro lado yo no considero a la izquierda, en cuanto estructura orgánica, como parte de las fuerzas de la revolución sino que ha sido, desde la transición, el principal artífice de los proyectos del Estado y el capitalismo y agente de la destrucción de todos los movimientos de masas no dominados por sus aparatos. Sin embargo entre las bases de los partidos de izquierda o entre quienes simpatizan con ellos hay muchas personas valiosas que autoliquidan su espíritu revolucionario en actividades estériles y reaccionarias.

En mi opinión no se trata de llegar a acuerdos con la izquierda sino en recuperar la unidad básica del pueblo superando la obsesión dirigista de los partidos políticos.


6)      ¿Por qué deberíamos renunciar a abrir un frente de lucha también (aunque no solamente) en las instituciones del estado, considerando que sus políticas nos afectan de forma directa? ¿Qué posibilidades reales hay de articular «representación parlamentaria» y «democracia directa»?

Si se desea el autogobierno y la autogestión, la sociedad sin Estado y sin capitalismo no hay nada que hacer en las instituciones. Hay que tener claro que en los “órganos participativos” no es donde se toman las auténticas decisiones, no son, por tanto, el verdadero gobierno de la sociedad, lo sustancial se decide en las altas esferas del ente estatal y, sobre todo, en el ejército, cuestión que hoy se ha olvidado porque vivimos envueltos en ese halo de irrealidad que crea la sugestión propagandista del Estado.

El voto no fue una conquista del pueblo en 1890 ni de las mujeres en 1931, fue el camino a establecer la cooperación de los de abajo en su propia esclavitud lo que sigue siendo verdad hoy. No creo, por lo tanto en la participación institucional, más bien considero que hemos de autogestionar el máximo posible de las cosas que nos afectan y mantenernos ajenos, tanto como sea posible, a los organismos del Estado.


7)      Una lectura habitual de la célebre expresión “pasar del gobierno de los hombres a la administración de las cosas” es que ese pasaje equivale a una clausura de lo político, esto es, a una sociedad reconciliada, libre de antagonismos. En caso que resulte válida esa lectura, ¿hasta qué punto no se reintroduce un principio teológico en la historia humana, esto es, una dimensión mesiánica en la que el Otro es plenamente integrado a la comunidad?

El gobierno de los “técnicos” es otra utopía reaccionaria, en ese constructo el ser humano desaparece en cuanto humano para reaparecer como ente o cosa que es administrado junto al resto de las cosas. Pertenece a ese ideario, que cobra fuerza en nuestros días, de que todo lo complejo, conflictivo, difícil y problemático debe desaparecer para dar paso a una sociedad de lo fácil, lo ligero y, sobre todo, lo simple. La simplicidad es un rasgo común al pensamiento utópico, el tecnoutópico y el religioso, con ello se ahoga la posibilidad de enfrentar los verdaderos problemas de la condición humana que son extremadamente complejos e intrincados y que tienen aspectos que permanecen en el espectro de la incertidumbre. Esos problemas son la urdimbre en la que se inserta cualquier proyecto político superador del Estado por lo que no ponerlos en el centro nos condena a permanecer en el sistema de gobierno de las minorías y la opresión de la mayoría.

Aceptar que ninguna sociedad perfecta y armónica nos espera, porque tal comunidad no sería ya humana, es la primera condición para poder aspirar al bien social posible. Solo puede concebirse el ascenso de la libertad como libertad limitada realizable, la buena convivencia como equilibrada relación entre lo individual y lo comunitario. Pero la relación entre la esfera personal y la social tendrá siempre un punto de contradicción y conflicto que solo puede ser superado parcialmente comprendiendo que lo colectivo, para darse como limitación de la opresión y no como su maximización (cosa que sucede por ejemplo en las sociedades orientales en el que cada individuo es, tan solo, el engranaje de la gran máquina social),  ha de basarse en la mejora y excelencia de cada sujeto que hará una aportación original, única y insustituible a la comunidad de modo que lo colectivo será tanto más potente cuanto más elevada sea cada una de sus singularidades.

8)      En algunas variantes ácratas, de modo similar a lo que ocurre en el liberalismo, la noción de «poder», circunscripta al estado, es concebida en términos negativos y represivos. Ahora bien, ¿qué implica desistir de toda forma de poder? ¿Qué puede hacer el antipoder ante poderes imperiales globales, despreocupados de la injusticia cotidiana y de la violencia que ejercen sobre millones de seres humanos?

El aparato académico gusta de los debates abstractos y conceptuales. El poder no es un concepto sino un hecho real materializable en múltiples actos. No deseo definirme sobre el poder en general sino entender el fundamento de la autoridad ilegítima, en primer lugar la del Estado, que es la fuente de la mayor parte de la iniquidad social. La sociedad actual se desgarra en luchas por la supremacía, en enfrentamientos múltiples entre facciones entregadas a conseguir cuotas de poder para sí frente a los otros iguales. El “homo hominis lupus” de Hobbes se ha hecho realidad y, con ello, la justificación del Estado que es el órgano imprescindible para poner orden en la jauría social. Todas las corrientes que azuzan estas batallas son agentes del Estado pues ocultan el origen del mal y lo señalan donde no es sino secuela y síntoma.

Lo es, por ejemplo, el feminismo que ha urdido una guerra civil entre los sexos con el argumento de que los hombres han abusado históricamente de las mujeres, una falacia que no es verificable cuando se contrasta con los hechos de nuestra historia (que no es la historia universal, obviamente), mientras que sí se puede confirmar que fue el Estado el que definió la obligación jurídica de la prevalencia del varón a través de sus leyes positivas (para nuestro tiempo el hito fundamental es el Código Civil de 1889). Sin embargo la conflagración entre mujeres y varones es muy positiva para el ente estatal que ha ganado a una parte de las féminas para sus planes y ha desactivado a otra gran porción que viven en la confusión y la parálisis por causa del conflicto psíquico que provocan tales construcciones que obligan a la mujer media a “comulgar con ruedas de molino” y reescribir su propia biografía para hacerla coincidir con la ortodoxia.

Quienes consideran, como Stirner, que el único dios verdadero es su propio Yo, y sacralizan el individuo aislado de sus iguales, enfrentado trascendentalmente con ellos para hacer prevalecer sus deseos, opiniones y necesidades, no son sino los funcionarios del Estado encargados de liquidar a su enemigo.

La pugna entre el Estado y el pueblo (si existiera) se daría en la forma de desafío entre dos poderes de naturaleza muy distinta, mientras el poder del Estado deviene de la hegemonía de la minoría y la dominación sobre la mayoría, el poder del pueblo reside en el pacto entre iguales en pos de unas metas elegidas y el compromiso para, unidos en lo sustantivo, permitir  la diversidad y el albedrío en todo lo demás. No sabemos si podrá darse tal combate singular y cómo podría manifestarse el choque con esos poderes imperiales globales. A lo largo de la historia muchas guerras asimétricas las ganaron los débiles; el ejército de Napoleón, el más potente desplegado hasta entonces en Europa, con 260 mil hombres fue mantenido en jaque por unos 50 mil guerrilleros, con una participación general del pueblo, incluidas las mujeres y con propuestas militares muy creativas y poco ortodoxas ¿Es imbatible el poder militar actual? No lo sabemos.

9)      La abolición de todo principio de jerarquía a menudo choca contra el reclamo de autoridad por parte de una subjetividad que con Guattari podemos denominar  «capitalística». ¿Cuáles serían los espacios estratégicos fundamentales para cambiar esa subjetividad dominante y qué papel deberían jugar los intelectuales en este proceso de cambio?

No creo en la función de los intelectuales sino en la autogestión del conocimiento. En la situación actual la tarea más apremiante es de orden intelectivo y a ello deberíamos entregarnos todos los que aspiramos a la transformación social positiva ¿Porqué habríamos de crear una casta intelectual? Más bien todos y todas hemos de asumir los quehaceres necesarios para ampliar la esfera de la revolución, sean estos del tipo que sean, poniendo las bases para crear el sujeto capaz de transformar el mundo que será, obligatoriamente, un individuo no especializado sino que aspire a la integralidad y a desplegar sus potencialidades en todos los campos.

Más es cierto que aún rompiendo con la coraza de la especialización cada sujeto seguirá siendo limitado pues la totalidad no es alcanzable por el individuo, por lo tanto cada uno, al aportar aquello en que es mejor, ejercerá una cierta autoridad sobre los demás. Este hecho, per se, no supone establecer una jerarquía social pues quien sea autoridad en una parte será discípulo de los otros en otra. Claro que ello plantea una inquietante reflexión a tener muy en cuenta, que si una parte de la sociedad se derrumba en la comodidad y abandona sus obligaciones la jerarquía se impondrá casi de forma natural. Eso significa que una sociedad sin poderes ilegítimos solo lo será mientras mantenga a la casi totalidad de sus miembros en situaciones límite de esfuerzo y dedicación para sostener el ideal de la libertad y la convivencia humana y, por lo tanto, haga innecesaria la existencia de una casta intelectual, política o militar.

10)  La actual arremetida del capitalismo mundializado, facilitada por la institucionalización del estado de excepción, parece estar conduciéndonos a un punto de no retorno en el que el desastre ecológico y social es una posibilidad cierta, nada remota. ¿Cómo reinventar las luchas libertarias en el siglo XXI, considerando esta dinámica económico-política que nos enfrenta a una situación inédita en nuestra historia?

Nos hallamos, efectivamente, a las puertas de una catástrofe de dimensiones dramáticas. La principal tragedia del momento presente no es la económica o la ecológica, ni siquiera, con ser terrible, la amenaza de guerra, lo peor es la desintegración del ser humano que hoy se está realizando; una demolición planificada de la interioridad del sujeto que está siendo vaciado de todo lo autoconstruido para ser rellenado con materiales elaborados directamente en los dominios del Estado.

Comprender las estructuras de la deshumanización y las formas como ésta se produce es cardinal hoy pues solo comprendiendo este proceso es viable enmendarlo. Entre estos instrumentos están: el Estado del bienestar que ha despojado al individuo de la autogestión de las propias necesidades vitales y las de sus cercanos, convirtiéndolo en un infantiloide, inepto para la supervivencia, incapacitado para tomar decisiones en torno a su propia vida y ha destruido la trama de la convivencia horizontal que, al quedar sin funciones, era más fácilmente eliminable. El trabajo asalariado, que se organiza de tal manera que impide el acto del pensar, anula el juicio, embrutece de forma superlativa, educa en la obediencia ciega y ocupa una parte cada vez mayor del tiempo de vigilia de las personas; algunas corrientes  como el feminismo han hecho del salario la bandera de la emancipación creando una generación de mujeres que aman sus cadenas, adoran el embrutecimiento laboral diario, se enamoran de lo repetitivo, parcializado y dirigido desde fuera y renuncian, por ello, a la vida personal y privada. El aparato de adoctrinamiento que asalta al individuo permanentemente, que incluye la publicidad, la industria del espectáculo, con el cine a la cabeza, la “literatura” que no podría, si se examina con rigor, llamarse con tal término, el funcionariado estatal, las diversas ramas de la industria dedicadas a la conciencia y su modificación (psicología, sociología, etc.), la Organizaciones No Gubernamentales (que viven de las subvenciones y ejercen de apóstoles del Estado benéfico) y, sobre todo, el sistema educativo y la universidad. El individuo del presente es así aleccionado de la cuna a la tumba y está en trance de, como el personaje de Orwell, no entender otra cosa que consignas.

La reescritura de la historia que materializa un desarraigo fenomenal del sujeto, un vaciamiento interior y una rotura con su pasado que es presentado como la suma de todo lo infame y corrompido; se complementa con la obligación política impuesta de escupir sobre la cultura occidental devenida, para las clases con poder, en origen de todos los males del mundo, de ese modo la experiencia civilizada de los pueblos europeos que ha tenido una presencia real y propia en la historia de Occidente es arrojada al vertedero de la historia camuflándola entre las perversidades realizadas por los poderhabientes.

Lo que asciende en este momento es un modelo de sociedad de la barbarie, un capitalismo esclavista, que ya se ha hecho real en China y los emergentes, un modelo político del despotismo ilimitado; probablemente para producirse el salto cualitativo a ese nuevo paradigma será necesaria una guerra,  lo que vendrá después solo podemos intuirlo.

Más allá de preguntarnos si es posible hacer frente a una situación de catástrofe civilizacional  como la que padecemos deberíamos únicamente preguntarnos si es necesario… y hacerlo.

jueves, 2 de febrero de 2012

Diez preguntas sobre el anarquismo: una entrevista a Antonio Méndez Rubio de Arturo Borra


1. Al menos en la Europa de la última década algunos movimientos sociales –tal como ocurre con el movimiento 15-M- han reactivado de forma más visible un cierto espíritu libertario. ¿Qué factores inciden en este retorno del anarquismo? De forma inversa: ¿por qué ese espíritu libertario no cuenta con apoyos sociales más amplios?

Puede tratarse de un retorno de lo reprimido, de lo prohibido. La “conciencia social” (tanto en su variante micro-cotidiana de “sentido común” como en la más macro-mediática de “opinión pública”) trabaja inercialmente con vistas a una insensibilización, una amnesia y una ceguera con respecto a las necesidades de libertad e igualdad que históricamente ha defendido el “espíritu libertario”. Especialmente en España (pero no sólo) este rastro es un rastro de desmemoria y de sangre, de muerte, pero ante todo es un rastro espectral, desaparecido. Es comprensible que poca gente esté dispuesta a seguirlo. Y es comprensible que quienes nos empeñamos en seguirlo consideremos seriamente la opción de reconstruirlo asimismo de una forma silenciosa y espectral.


2. Admitamos que no hay garantías para la promesa de otro mundo posible. En esas condiciones de incertidumbre, ¿cómo movilizar a diferentes sujetos colectivos en la construcción de un porvenir deseado? 

La pregunta puede ser preguntada, a su vez, en la medida en que puede presuponer que hay sujetos activos y sujetos pasivos, y que los primeros deben tener la responsabilidad o la obligación de movilizar a los segundos porque aquéllos saben que éstos deben moverse y hacia dónde. Demasiado esquemático. Quizá sea urgente reconsiderar qué llamamos “acción”, y quizá no sea absurdo averiguar si mucho de lo que llamamos “pasividad” pueden ser formas nuevas de atención y redefinición crítica de la vida, a la vez que mucho de lo que llamamos “acción” pueden ser solo modos encubiertos de una cobardía no asumida. Sería también demasiado esquemático generalizar aquí, pero una mirada particular sobre este punto puede ser más urgente de lo que parece. Igual de urgente podría ser aprender a reconocer en qué medida estamos todavía sujetos a la idea de “sujeto” y esa sujeción, en lugar de impulsarnos hacia la exploración de nuevas tácticas, nos conduce a una reproducción ensimismada de códigos y conductas.

3. La frontera entre marxismo heterodoxo y anarquismo no siempre resulta nítida, aunque sus diferencias con respecto al estado son conocidas. En este punto, ¿qué puede aportar ese discurso marxista al movimiento libertario? 

Seguramente el marxismo ha desarrollado una crítica más afilada con respecto al funcionamiento de la economía política y su relación con las dinámicas ideológicas del capitalismo moderno. Mientras tanto, el anarquismo confía más claramente en defender la necesidad de ir “a la revolución por la cultura”, por decirlo con el inquietante título de Javier Navarro, y en contraste con el cliché del ácrata violento. Como sugería Manuel Sacristán, el marxismo hace aportaciones en el espacio de la “realidad” que pueden y deben completarse con las que el anarquismo hace en el espacio del “deseo”. Sería una suerte que esos cruces dejaran de ser utópicos, o exóticos, o al menos tan infrecuentes como lo han sido desde la II Internacional.

4. ¿De qué forma podría concebirse la transición desde los actuales estados-nación a una sociedad sin estado, dando por sentado que los grupos hegemónicos ya despliegan todos los medios disponibles –sin excluir la violencia- para retener su régimen de privilegios? ¿Cómo se regularían los conflictos tanto en la vida pública como privada en esa sociedad autogobernada? 

La respuesta a cómo se autorregularía una nueva sociedad debería darla justamente esa nueva sociedad una vez hubiera construido condiciones mínimas de igualdad y libertad. En ese momento puede incluso que ya no pudiera hablarse de “la sociedad” con el absolutismo panóptico del que abusamos hoy. Que dichas condiciones, por otra parte, nos resulten todavía casi imposibles de imaginar puede no ser una limitación de dicha hipótesis revolucionaria sino de la mentalidad actualmente dominante.

5. Uno de los reproches más repetidos con respecto a la izquierda es su dificultad de construir frentes de lucha en común. ¿Qué responsabilidades históricas tiene el anarquismo en la fragmentación de esos movimientos que buscan activamente una transformación social radical? 

Al menos en el caso de la revolución libertaria en 1936 los imperativos de disciplina, centralización y unificación de la lucha vinieron más del comunismo que seguía (y se financiaba según) el comunismo soviético (o “de partido” o “de estado”…) que de los movimientos anarcosindicalistas y libertarios. Quizá se les debería dirigir la pregunta a quienes hoy se identifican como herederos de aquel comunismo autoritario. Lo único seguro es que sólo ellos (como el Marx de la II Internacional) pueden explicar por qué, para seguir avanzando, necesitan detentar el monopolio operativo de la “Izquierda”. 

6. ¿Por qué deberíamos renunciar a abrir un frente de lucha también (aunque no solamente) en las instituciones del estado, considerando que sus políticas nos afectan de forma directa? ¿Qué posibilidades reales hay de articular «representación parlamentaria» y «democracia directa»?

La concepción representativa de la democracia está ligada históricamente a la aparición y las ansiedades derivadas de la sociedad de masas en Occidente, que a su vez es un producto de lo que conocemos bajo el eufemismo de “revolución industrial”. Apurando el razonamiento, de manera abiertamente polémica, se podría decir que el gobierno representativo en su sentido moderno es una necesidad ante todo mercantil, que se ve respaldada en un momento dado por un movimiento obrero que se la juega en la implantación de ese nuevo sistema económico, y que ve en ese parlamentarismo un cierto avance con respecto a las condiciones de barbarie en que la vida de la gente había transcurrido durante siglos. Pero confundir eso con democracia es un error lógico y táctico. Han hecho falta en torno a doscientos años para que incluso la “clase obrera” (no me refiero fundamentalmente aquí a los sindicatos más importantes) se recuerde lo que al principio le resultaba evidente: que ese pacto no se sostiene y ya no implica un avance sino una regresión a todos los niveles. La resistencia debería entonces darse también a todos los niveles, incluyendo las instituciones del estado, o incluso anteponiéndolas a otras donde la intervención social o pública es aún más difícil, al menos por ahora.

7. Una lectura habitual de la célebre expresión “pasar del gobierno de los hombres a la administración de las cosas” es que ese pasaje equivale a una clausura de lo político, esto es, a una sociedad reconciliada, libre de antagonismos. En caso que resulte válida esa lectura, ¿hasta qué punto no se reintroduce un principio teológico en la historia humana, esto es, una dimensión mesiánica en la que el Otro es plenamente integrado a la comunidad?

La administración de las cosas, y por tanto de “los hombres” como si fueran cosas, es una descripción exacta de lo que hoy tenemos como realidad establecida, es decir, una política (o antipolítica) de gestión instrumental, una cosificación de las ilusiones y del querer-vivir, y una sociedad a la que se le ha expropiado la posibilidad (la condición creativa, poética) de ser lo que quiera ser.

8. En algunas variantes ácratas, de modo similar a lo que ocurre en el liberalismo, la noción de «poder», circunscripta al estado, es concebida en términos negativos y represivos. Ahora bien, ¿qué implica desistir de toda forma de poder? ¿Qué puede hacer el antipoder ante poderes imperiales globales, despreocupados de la injusticia cotidiana y de la violencia que ejercen sobre millones de seres humanos? 

Un antipoder, por usar el término que usa Holloway, no significa por fuerza una renuncia a toda forma de poder. Eso sería una ingenuidad imperdonable. Significa más bien un espacio (o espaciamiento) donde el poder se redistribuye primando las necesidades del poder-para (“potentia”) sobre las exigencias del poder-sobre (“auctoritas”). Tal vez lo único, o lo primero que aún puede-hacer un “antipoder” sea trabajar (de forma no necesariamente reconocible) por crear las condiciones que hagan posible un cambio revolucionario, pues estas condiciones aún no se dan y afirmarlas apresuradamente puede ser más un síntoma de estrés que otra cosa. Por muy legítimo y comprensible que sea este estrés, convendría a lo mejor reconsiderar (si se puede) el dicho popular árabe: “quien tiene prisa ya está en el cementerio”.

9. La abolición de todo principio de jerarquía a menudo choca contra el reclamo de autoridad por parte de una subjetividad que con Guattari podemos denominar «capitalística». ¿Cuáles serían los espacios estratégicos fundamentales para cambiar esa subjetividad dominante y qué papel deberían jugar los intelectuales en este proceso de cambio?

El poco tiempo que le queda de vida a la “clase intelectual” podría dedicarlo a deslimitar su práctica, tanto en el sentido epistemológico o disciplinar(io) como en el sentido más inmediatamente político, es decir, a abrir su intervención (inter-venir como venir al “entre”, entrar) en/hacia una politización radical e incondicional. En ese pulso intersticial o liminar está ya inscrita la cuestión del espacio y, por tanto, de “los espacios estratégicos”. En un mundo que, como insinúa Sloterdijk, tiende a eliminar todo exterior, es previsible, a corto plazo, un proyecto de eliminación del espacio (y del tiempo). De ahí que más que “nuevos espacios” en un territorio donde el espacio se está perdiendo como tal pueda ser más eficaz la exploración de nuevas formas de “espaciamiento”, de abrir el espacio, de perforarlo y hacerlo respirable. Salir, por ejemplo, de la monología televisiva para entrar en la interacción de internet pero en clave de hipervisibilidad o exhibicionismo parece salir del fuego para meterse en la sartén. Como pasa en ciertos alardes de activismo, es como si el afán de remar y remar como sea nos aplazara la opción de darnos cuenta de que quizá estamos envarados en el desierto, que remar ayuda incluso a hundirnos más en la arena, y que estamos dejando para no se sabe cuándo la posibilidad de que haya que cargar entre todos con la barca y emprender la travesía hacia un lugar del que aún no sabemos mucho, o que sencillamente tengamos que destrozar la barca para hacer con las tablas otra cosa. El apunte de Adorno sobre que lo menos que se puede hacer en el infierno es hacer sitio para que el otro respire me parece un aviso de inminencia, todavía no del todo asumido por la voluntad indiscriminada no tanto de despejar y transformar como de ocupar y acaparar espacios a toda costa.  

10. La actual arremetida del capitalismo mundializado, facilitada por la institucionalización del estado de excepción, parece estar conduciéndonos a un punto de no retorno en el que el desastre ecológico y social es una posibilidad cierta, nada remota. ¿Cómo reinventar las luchas libertarias en el siglo XXI, considerando esta dinámica económico-política que nos enfrenta a una situación inédita en nuestra historia?

No hay retorno, en efecto, ya no somos Ulises. Y esto tanto para unos como para otros, estemos donde estemos. Así que el avance se abre también tanto para quienes defienden el “statu quo” como para quienes lo cuestionan desde distintos ángulos. Precisamente porque el espacio se ha resquebrajado y abierto de una forma singularmente nueva, crítica, ahora las opciones se abren y reinventan también sin límite. Todos somos por una vez tan extras como protagonistas. Porque todo está en juego, y eso no se podía decir con la misma claridad en otros momentos o contextos. Un fascismo de baja intensidad produce un holocausto de baja intensidad, y reclama, entre otras cosas, una lucha de intensidad máxima.

martes, 24 de enero de 2012

Ocho preguntas sobre el anarquismo: una entrevista a Enrique Falcón de Arturo Borra




1) Al menos en la Europa de la última década algunos movimientos sociales –tal como ocurre con el movimiento 15-M- han reactivado de forma más visible un cierto espíritu libertario. ¿Qué factores inciden en este retorno del anarquismo? De forma inversa: ¿por qué ese espíritu libertario no cuenta con apoyos sociales más amplios?

Si quieres que te diga la verdad, yo no percibo un especial “regreso del anarquismo”, ni siquiera queriéndolo observar a través de la experiencia colectiva con que entendemos el 15-M. Me imagino que desde esta apreciación habría que hablar entonces de la crisis del keynesianismo en occidente, de la caída del régimen soviético, de la rendición de los estados nacionales a las familias más ricas y a los mercados, o de la incompatibilidad acuciante que existe entre expansión capitalista y naturaleza.

Es cierto que el “No nos representan” del 15-M podría hacernos pensar en esa supuesta vuelta del anarquismo. Sin embargo, hay dos hechos que podrían llevarnos a repensar esto con otros matices. El primero es que ese mismo movimiento también se alimenta de elementos propiamente socialdemócratas que no estarían del todo dentro de sus supuestas filiaciones libertarias. En segundo lugar, sería quizá deshonesto pensar en un “regreso del anarquismo” cuando las prácticas sociales del movimiento libertario vienen de bien largo, desde hace décadas, expresándose históricamente en diferentes circunstancias concretas.

Existe además un tercer hecho sobre el que creo no podemos pasar de puntillas una vez entrados en este nuevo ciclo histórico. El aparente desmantelamiento actual del estado en manos de la voracidad de los mercados pareciera correr paralelo a un regreso del anarquismo, cuando estoy más que convencido que no es más que un espejismo cuidadosamente tramado: el estado, en fin, sigue siendo hoy una de las mejores instituciones con las que poder canalizar los intereses de clase de los más poderosos. El parlamentarismo con el que se pretende legitimar ese estado “recortado” no hace más que actualizar la necesidad de prácticas sociales reivindicadas desde hace tiempo por el mundo libertario. Y ese mundo no podrá recibir apoyos sociales más amplios mientras se siga creyendo que, ante las llamadas “fuerzas del mercado”, es imprescindible apuntalar la arquitectura de lo estatal.

Es decir, en el actual estado de cosas la pregunta que cabría hacerse es: ¿hasta cuándo seguiremos creyendo que la “la fuerza de nuestros votos” cambiará de veras la actual alianza entre estado y mercado? ¿Cuántas catástrofes seremos capaces de acumular para desvelar por fin el rostro actual que se enmascara en ese espejismo de pactos?


2) Admitamos que no hay garantías para la promesa de otro mundo posible. En esas condiciones de incertidumbre, ¿cómo movilizar a diferentes sujetos colectivos en la construcción de un porvenir deseado?

Tenemos un pánico tremendo a ser auténticamente libres y, al mismo tiempo, somos más que conscientes de que ese miedo existe, tanto en nosotros como en nuestra propia biografía de educación y formación. Lo realmente complicado es desear empoderarnos de nuestra historia, y hacerlo en común. Precisamente la experiencia acumulada del anarquismo nos muestra cómo se ha podido vencer esa lógica de encierro y de dejación de nuestra propia libertad: un hombre o una mujer diciendo “No” es un hombre y una mujer “posibles”, claro que sí. Si no nos creemos eso, deberíamos entregarnos ya a la resignación que se nos predica, a la destrucción mutua, o al fascismo.

Las prácticas compartidas de liberación (bien reales en nuestra historia y lejos del misticismo de la conversión individual) alimentan esa posibilidad común de resistencias y desobediencia, allí donde se ejercen, y son precisamente esas prácticas sociales (el anarquismo, creo, es más una práctica social viva que una teoría meticulosamente preestablecida) las que nos pueden demostrar que no es un absurdo “educarnos” desde otras lógicas posibles. Sé que aquí deberíamos sacar algo de artillería de los manuales de antropología, pero reconozco que yo me manejo muy mal con la teoría; con la palabra poética en la mano (quizá me desenvuelva algo mejor ahí) quise expresar esto mismo, no hace mucho tiempo, con este poema, por si sirve de algo:


           CANCIÓN DEL LEVANTADO

No adoptes nunca el nombre que te dé la policía
No acerques tu caricia a la piel del invasor
No comas de su trigo, no bebas más su leche
No dejes que tu alberca la vuelvan lodazal

No esperes casi nada de su magistratura
No reces en su lengua, no bailes con sus ropas
No pierdas nunca el agua que duerme a los guardianes
Ni alojes en su boca la sal de tu sabor

No guardes en el sótano más bombas incendiarias
No firmes con tu letra los presagios del poder
No tiendas más cadáveres en la comisaría
No esperes nunca nada de la voz del ataúd

No entregues tu camisa a ninguno de sus bancos
Ni viertas en tu vientre el pozal de una bandera
No lleves a tu amigo a los pies del impostor

No dejes que su lengua fructifique tras tu casa

No dejes a tus hijos,

no permitas a tus hijos
correr por su jardín.


Valdría entonces el poemita de marras. O, mejor aún, aquello que solía repetir nuestro Fermín Salvochea: «Los pobres son los más y tienen la razón y la fuerza de su parte. ¿Qué necesitan para vencer? Solamente quererla».

3) La frontera entre marxismo heterodoxo y anarquismo no siempre resulta nítida, aunque sus diferencias con respecto al estado son conocidas. En este punto, ¿qué puede aportar ese discurso marxista al movimiento libertario?


Las fronteras entre esos dos mundos –el “marxista” y el “libertario”– son más nítidas y cerradas en la teoría que lo que en realidad ocurre en las calles, donde el transvase de intuiciones y prácticas es más fluido de lo que cabría imaginar. Dicho esto, y reconocida la transfusión recíproca entre esos dos discursos (¿realmente son solamente dos?), la pregunta a lo mejor no sería tanto cuáles podrían ser las mejores aportaciones del marxismo al anarquismo (o a la inversa), sino qué aportan ambos, y cada uno, en el frente de las resistencias comunes al sistema de poder actual, cómo cuestionarlo de manera más eficaz y visible.

En todo caso, se me ocurre que de un marxista un buen anarquista podría aprender algunas cosas acerca de la gestión de la fuerza; y que, de un modo inverso, de un anarquista un buen marxista podría aprender también alguna cosa acerca de la gestión de las decisiones verdaderamente colectivas.


4) ¿De qué forma podría concebirse la transición desde los actuales estados-nación a una sociedad sin estado, dando por sentado que los grupos hegemónicos ya despliegan todos los medios disponibles –sin excluir la violencia- para retener su régimen de privilegios? ¿Cómo se regularían los conflictos tanto en la vida pública como privada en esa sociedad autogobernada?


Sería muy ingenuo dar una respuesta sencilla a esa pregunta cuando ni siquiera está del todo claro que aún estemos manejándonos en las coordenadas de los estados-nación. Lo cierto es que asistimos a un despliegue asombroso del capitalismo en el que este necesita tanto del “político clientelista” (que se siente cómodo en los entresijos de las administraciones nacionales) como del “tecnócrata” (especialmente hábil cuando se maneja en las redes más globalizadas de los mercados financieros).

En cualquiera de los dos casos, ambos se han estado apoyando sobre un acto general de dejación por parte de las poblaciones gobernadas, y ese acto les confiere a ambos un enorme poder de continuidad y legitimidad. No es otra cosa que una especie de pacto delegacionista por el que transvasamos sobre el político nuestras propias capacidades de decisión (acerca de qué prioridades políticas hay que tomar en cada momento) y, en caso de fracasar aquel, nuestra propia capacidad de movilizar ideas (acerca de cómo se vuelven efectivas sus formas concretas de organización social).

Lo que todavía me parece aún más preocupante es si deberemos esperar la emergencia (hablo de Europa) de una tercera “figura delegada”, la del político caudillista, a la que el capital no dudará en recurrir en caso de que incluso el tecnócrata también resulte insuficiente. ¿También entonces la gente delegará en él su propia capacidad de fuerza, en un nada improbable escenario de sociedades administradas según corte fascista?

Creo que es precisamente sobre esa continua acta de delegaciones sobre la que deberíamos actuar, dinamitando nuestro miedo a la libertad y deslegitimando toda práctica con que la gente renuncia a su empoderamiento en tanto ciudadanos. Es decir, dejar de delegar en los extraños (el político clientelista de siempre, el tecnócrata de ahora, el caudillo de pasado mañana) nuestra decisión, nuestra creatividad y hasta nuestra propia fuerza. De otra manera seguiremos asistiendo a cómo el capital moviliza sus propios intereses (que no son, ni de lejos, los de la ciudadanía) a partir de esa triple dejación.

En fin: a ese “No nos representan” debería seguir la recuperación de espacios comunes –lo más autogobernados posibles– de decisión colectiva, los presupuestos participativos, la banca ciudadana, los tribunales populares para los conflictos del ámbito común, el control sobre el armamento nacional, la territorialización sostenible de nuestros recursos, la socialización de todo medio de producción, la mesura sobre la productividad y el consumo, la emergencia de las asambleas locales, y todas cuantas prácticas de empoderamiento horizontal sea capaz la gente de movilizar libremente. Pese a ello, mucho me temo que tras el “No nos representan” nos podamos llegar a contentar con la conquista de alguna que otra reforma electoral, con Sarkozy celebrando ahora una Tasa Tobin, o con una ciberdemocracia tipo Facebook (esas “plataformas simpáticas para seducir a millones de usuarios a los que colocar publicidad personalizada”, ha escrito Isaac Rosa en su última novela), ... y que ahí se quede todo.


5) Uno de los reproches más repetidos con respecto a la izquierda es su dificultad de construir frentes de lucha en común. ¿Qué responsabilidades históricas tiene el anarquismo en la fragmentación de esos movimientos que buscan activamente una transformación social radical?


Seguramente que muchas, como también ocurrió desde otros lados de ese frente de lucha común. Rastrear esas fracturas –sobre todo las que se produjeron en esos momentos de nuestra historia en que la rebelión fue realmente decisiva– es un campo minado del que deberíamos aprender muchísimo. Pero no es fácil decir esto y quedarse tan pancho cuando se recuerda a los rebeldes de Kronstadt o a los anarquistas españoles durante la guerra civil.


6) ¿Por qué deberíamos renunciar a abrir un frente de lucha también (aunque no solamente) en las instituciones del estado, considerando que sus políticas nos afectan de forma directa? ¿Qué posibilidades reales hay de articular «representación parlamentaria» y «democracia directa»?



No creo que sean articulables de modo alguno «representación parlamentaria» y «democracia directa», sinceramente. Es lo que no acabamos de asumir. El pasado año 2011 se saldó con un hecho devastador (entre los muchos que cabe contabilizar en la memoria del capitalismo): la inconveniencia de que el pueblo griego hablara a través de una cosa tan sencilla como es un referendo. Lo que no interesaba a los mercados se ratificó mediante un acto de decisión por parte de los representantes estatales del pueblo griego. ¿Habría sido una alternativa una lucha en las instituciones del estado para intentar abrir allí una salida “a la islandesa”? Probablemente, pero sabemos en qué suele acabar todo eso.

Para que un partido pueda realmente utilizar con fuerza y eficacia las instituciones del estado, con el deseo de pararles los pies a las fuerzas del mercado, es preciso dotar a ese partido de unas dimensiones tales y de unas dinámicas organizativas tales que acabarán inhabilitándolo como vehículo de democracia directa, aunque fuera precisamente esa su vocación inicial. Nuestra historia está jalonada de dinámicas como esta (ahora estoy recordando el registro que sobre algo parecido hizo Belén Gopegui en su última novela). Basta asomarse a los entresijos de poder que maneja cualquier partido medianamente capacitado para obtener una destacada fuerza en los parlamentos, para comprobar –no sin cierta dosis de desolación– sus traiciones de clase y sus alianzas con los sectores estratégicos de poder en las sociedades que pretenden administrar. Creo sinceramente que las estructuras de partido actúan de manera impermeable ante cualquier posibilidad medianamente seria de democracia directa; las estructuras de partido ni son asambleas ni generan asamblea a su alrededor.


7) En algunas variantes ácratas, de modo similar a lo que ocurre en el liberalismo, la noción de «poder», circunscripta al estado, es concebida en términos negativos y represivos. Ahora bien, ¿qué implica desistir de toda forma de poder? ¿Qué puede hacer el antipoder ante poderes imperiales globales, despreocupados de la injusticia cotidiana y de la violencia que ejercen sobre millones de seres humanos?

No, los anarquistas no negativizan el poder. De modo alguno. Ni siquiera creo que sea admisible que los neoliberales hayan renunciado al ejercicio de poder, vaya que no. Lo que ocurre es que estos desean ejercerlo (y repito: vaya que lo ejercen) minimizando las dimensiones del estado y arrodillándolo ante las fuerzas del mercado, cuyos intereses –sería bueno que no lo olvidáramos– no suelen ser nunca los de la mayoría de la gente.

Los anarquistas desean minimizar el dominio del estado a través de procesos participativos de empoderamiento popular: la gente ejerciendo su capacidad de decisión (y no seamos ingenuos: esto es poder) en todo lo que afecta a las cosas comunes, sin mediación de representantes ni de agentes externos del orden. Las prácticas sociales libertarias no desisten, pues, de poder decidir juntos acerca de la vida en común. La asamblea, de hecho, no se constituye nunca como una fuente de antipoder (aunque este término sea desde luego útil a la hora de juzgar las posiciones en conflicto): es, de facto, una fuente de poder.

La segunda parte de tu pregunta introduce en todo esto una cuestión ya clásica dentro del pensamiento anarquista, el “problema de las escalas”: ¿cómo escalar el poder de las dinámicas asamblearias a dimensiones globales sobre territorios cada vez más complejos? Es esta, de hecho, la misma cuestión que estarían planteándose hoy los ideólogos que confían en la fuerza de los estados, acerca de los posibles modos de construcción de un estado global capaz de hacer frente a la internacionalización de los mercados financieros y de la ya intensísima comunicabilidad de los espacios tradicionalmente regionales. Desde luego, no es nada fácil manejarse en esas escalas –al menos a mí me resulta más que dificultoso– y es aquí donde se suele acusar al anarquismo de acabar siendo no más que una buena idea “para pasado mañana”.

En cualquier caso, a pesar de la tradicional dificultad que el anarquismo muestra para las arquitecturas sociales a gran escala, hay que reconocer –quizá hasta con urgencia– que los primeros frentes de lucha y contestación han de partir de lo local, en el ámbito de territorios de alcance seguramente más pequeño. Si las personas somos incapaces de romper jerarquías y delegaciones en nuestra vida social más cotidiana, ¿cómo plantearnos hacerlo sobre escalas todavía más gigantescas?


8) La actual arremetida del capitalismo mundializado, facilitada por la institucionalización del estado de excepción, parece estar conduciéndonos a un punto de no retorno en el que el desastre ecológico y social es una posibilidad cierta, nada remota. ¿Cómo reinventar las luchas libertarias en el siglo XXI, considerando esta dinámica económico-política que nos enfrenta a una situación inédita en nuestra historia?


Si te soy sincero, cuando pienso en el futuro de Europa, soy cada vez más pesimista: puede que a la postre el fin del capitalismo arrase, efectivamente, con todo. No deberíamos menospreciar la posibilidad de estar llegando a ese punto de no-retorno absoluto.

La dinámica autodevoradora del capital es a todas luces imparable y ella misma parece precipitarse al colapso, independientemente de si se reactivan o no fuerzas antagonistas de resistencia. La gran pregunta de nuestro tiempo es si ese colapso dejará –justamente antes o justamente después– algún espacio verdaderamente respirable en términos humanos, o si habremos de asistir en Europa a la emergencia de comunidades humanas refeudalizadas de corte fascista. La figura del caudillo no es, a mi modo de ver, una reliquia del pasado.

Es en ese momento donde será deseable comprobar el grado de sentido común acumulado en la memoria histórica de la gente: la experiencia acumulada de prácticas sociales saludables, contenidas, esperanzadoras y autogestionadas podrá ser más que útil para hacer creíble, entonces, la supervivencia de los pueblos. Y el anarquismo –junto con otras fuerzas emancipatorias de resistencia y liberación– tendrá entonces mucho que decir.


Enero 2012

martes, 17 de enero de 2012

Diez preguntas sobre el anarquismo: una entrevista a Ferran Aisa de Arturo Borra


1) Al menos en la Europa de la última década algunos movimientos sociales –tal como ocurre con el movimiento 15-M- han reactivado de forma más visible un cierto espíritu libertario. ¿Qué factores inciden en este retorno del anarquismo? De forma inversa: ¿por qué ese espíritu libertario no cuenta con apoyos sociales más amplios?
La situación política y económica actual es propicia para que se produzca la aparición de fenómenos de aspecto o movimiento social, como ya fueron los de signo antiglobalizador de los primeros años del siglo XXI, el movimiento Okupa y otros de signo más o menos libertario que han fomentado o fomentan aspectos como la solidaridad o el soporte mutuo. En este aspecto hay que añadir al movimiento 15-M, que ha puesto en su haber la práctica libertaria asamblearia. Que el anarquismo no haya desaparecido del planeta tierra es todo un fenómeno sociológico; a pesar de todo, el anarquismo, aunque sea en pequeñas dosis, continúa presente en el nuevo siglo. La falta de un apoyo social se debe sobre todo a la fuerza motriz del Estado y de sus soportes para combatirlo directamente de maneras muy sutiles basadas en calumniarlo o ignorarlo, incluso tergiversando los hechos históricos o la memoria colectiva. Por otra parte, la falta de una organización potente, dígase sindicatos o una coordinadora de movimientos sociales y libertarios, constituye el gran hándicap para encontrar apoyos sociales más amplios.
2) Admitamos que no hay garantías para la promesa de otro mundo posible. En esas condiciones de incertidumbre, ¿cómo movilizar a diferentes sujetos colectivos en la construcción de un porvenir deseado?
Las dificultades para crear un gran movimiento son muchas, pero la historia enseña que cuando las voluntades diversas quieren luchar para cambiar algo han de unirse, la fragmentación solo sirve para dar continuidad al sistema que se pretende derribar. Otro mundo es posible pero hay que construirlo desde el presente, creo que la movilización ha de pasar por tender puentes de diálogo entre las distintas maneras de pensar o de obrar con el fin de conseguir la construcción de un movimiento lo más amplio posible.
3) La frontera entre marxismo heterodoxo y anarquismo no siempre resulta nítida, aunque sus diferencias con respecto al estado son conocidas. En este punto, ¿qué puede aportar ese discurso marxista al movimiento libertario?
Las diferencias que existen entre el marxismo heterodoxo y el anarquismo, que son muchas, pueden limarse en la unión por la base, a través de la acción y la autogestión, por aquí se podría avanzar y ésta quizá es la aportación más clara que puede presentar el movimiento libertario. Es decir: un planteamiento de libertad y descentralización por encima de la autoridad y el centralismo.
4) ¿De qué forma podría concebirse la transición desde los actuales estados-nación a una sociedad sin estado, dando por sentado que los grupos hegemónicos ya despliegan todos los medios disponibles –sin excluir la violencia- para retener su régimen de privilegios? ¿Cómo se regularían los conflictos tanto en la vida pública como privada en esa sociedad autogobernada?
Romper la hegemonía de los Estados-Nación con sus poderes fácticos (nacionales e internacionales) es realmente una proeza de titanes, pero imperios igual de grandes han caído… En todo caso si existiese una transición hacia otra sociedad diferente de la actual se habría de tener en cuenta los valores libertarios, creándose colectividades de individuos libres. Las comunidades libres se tendrían que organizar bajo los preceptos de federalismo, apoyo mutuo, solidaridad y, entre otras cosas, autogestión. La regularización de los conflictos habrían de decidirlo las comunidades en su respectivo momento.
5) Uno de los reproches más repetidos con respecto a la izquierda es su dificultad de construir frentes de lucha en común. ¿Qué responsabilidades históricas tiene el anarquismo en la fragmentación de esos movimientos que buscan activamente una transformación social radical?
Todos los movimientos de izquierdas tanto marxistas como libertarios son responsables de sus victorias y de sus fracasos, que, en realidad, han sido también las victorias y los fracasos de la sociedad en pos de su emancipación. Para recuperar un movimiento unido o frente de lucha común quizá tendríamos que volver a los rasgos comunes de la Primera Internacional, anterior a la separación de Marx y de Bakunin.
6) ¿Por qué deberíamos renunciar a abrir un frente de lucha también (aunque no solamente) en las instituciones del estado, considerando que sus políticas nos afectan de forma directa? ¿Qué posibilidades reales hay de articular «representación parlamentaria» y «democracia directa»?
Las posibilidades de que un movimiento revolucionario de izquierdas o de signo libertario participen en los organismos del Estado no son sinónimo de garantía emancipadora, todo al contrario, creo que –como la historia demuestra- participar en la política burguesa significa quedar integrado en el sistema que se quiere destruir. Pero tampoco hay que olvidar que el anarquismo ibérico ya ha participado en el poder a todos sus niveles, en otras circunstancias claro, pero el fruto real conseguido fue contrario al anhelo revolucionario perseguido. También hemos visto como los partidos llamados de izquierdas (PCE-PSOE) cuando han llegado al poder no han hecho otra cosa que cejar en su ideología y dedicarse a apuntalar el Estado burgués.
7) Una lectura habitual de la célebre expresión “pasar del gobierno de los hombres a la administración de las cosas” es que ese pasaje equivale a una clausura de lo político, esto es, a una sociedad reconciliada, libre de antagonismos. En caso que resulte válida esa lectura, ¿hasta qué punto no se reintroduce un principio teológico en la historia humana, esto es, una dimensión mesiánica en la que el Otro es plenamente integrado a la comunidad?
Los planteamientos libertarios no son ajenos a la crítica, ni tampoco pueden librarse de contrasentidos porque son realizados por seres humanos. Nadie tiene la verdad absoluta, por tanto nadie puede monopolizarla para imponerla. Suponer que un mundo libre de poderes fácticos el ser humano sea capaz de constituir un gobierno que no gobierne sobre los hombres y mujeres, sino solamente se dedique a administrar las cosas sería el máximo exponente de anarquía. Pero de aquí a creer que esta célebre expresión tiene que ver con la fe o con aspectos mesiánicos me resulta difícil de responder. Considero que el anarquismo no es un dogma, sino un conglomerado de ideas y de conceptos que resultan más filosóficos que prácticos, por tanto en una hipotética sociedad libertaria, serían los individuos de las distintas colectividades o comunidades los que desarrollarían la política correspondiente para el bien común de la sociedad.
8) En algunas variantes ácratas, de modo similar a lo que ocurre en el liberalismo, la noción de «poder», circunscripta al estado, es concebida en términos negativos y represivos. Ahora bien, ¿qué implica desistir de toda forma de poder? ¿Qué puede hacer el antipoder ante poderes imperiales globales, despreocupados de la injusticia cotidiana y de la violencia que ejercen sobre millones de seres humanos?
El anarquismo es mucho más una ética de comportamiento, que no un compendio de instrucciones de organización social. Por tanto la ética o la moral anarquista, definida perfectamente por Kropotkin, considera toda clase de poder una obstrucción al libre albedrío de los seres humanos. La lucha contra el poder ha sido uno de los grandes objetivos  de los movimientos libertarios, así como la lucha contra la injusticia con el fin de concienciar a los individuos para avanzar hacia la emancipación. Por lo menos eso fue lo que se hizo en España mientras hubo un movimiento libertario popular encauzado sobre todo en la CNT.
9) La abolición de todo principio de jerarquía a menudo choca contra el reclamo de autoridad por parte de una subjetividad que con Guattari podemos denominar «capitalística». ¿Cuáles serían los espacios estratégicos fundamentales para cambiar esa subjetividad dominante y qué papel deberían jugar los intelectuales en este proceso de cambio?
Sabemos de las grandes dificultades que existen hoy en día para luchar contra las jerarquías autoritarias que dominan el mundo, y también del papel irrelevante que juegan los intelectuales en este proceso de cambio. Unos porque están a lado del poder que los alimenta, otros porque son silenciados directamente por la jerarquía autoritaria que domina el mundo. A pesar de ello los intelectuales de izquierdas, comprometidos o libertarios deben de buscar las vías propias para intentar llevar su mensaje no solamente a los “fieles”, si no saltar todas las barreras posibles, a través de todos los medios, para llevar su mensaje al resto de la sociedad.
10) La actual arremetida del capitalismo mundializado, facilitada por la institucionalización del estado de excepción, parece estar conduciéndonos a un punto de no retorno en el que el desastre ecológico y social es una posibilidad cierta, nada remota. ¿Cómo reinventar las luchas libertarias en el siglo XXI, considerando esta dinámica económico-política que nos enfrenta a una situación inédita en nuestra historia?
La fuerza del capitalismo globalizado actual con su ideología neoliberal y con su capitalismo salvaje, sólo puede ser contestada desde la unidad de acción de todos los movimientos que creen en un cambio radical y profundo del mundo. Díganse estos movimientos marxistas heterodoxos, libertarios, anarcosindicalistas, 15-M, etc. Precisamente las ocupaciones de plazas y el funcionamiento de las asambleas de barrio han venido a demostrar la viveza del anarquismo (aunque el adjetivo no se nombre) en sus valores fundamentales: Acción directa, solidaridad, federalismo, apoyo mutuo, autogestión y democracia directa. Todos éstos conceptos, en mayor o menor medida, se han aplicado (o aún se aplican) en la mayoría de las relaciones asamblearias del 15-M. Por tanto las luchas libertarias, por encima incluso, de organizaciones continúa viva en medio de la sociedad.

Barcelona, enero de 2012