En la Europa saqueada del presente, sobran razones para la indignación, empezando por la referencia ubicua a la «crisis» que, en ciertos discursos dominantes, suele usarse como pretexto para disipar la referencia más concreta a una escandalosa concentración de la propiedad y la renta y, en particular, para ocultar a los grandes beneficiarios de esta reestructuración sistémica.
A pesar de ese discurso de la crisis que todo lo explica, para muchos de nosotros resulta indisimulable el actual proceso de apropiación ilegítima de riqueza por parte de las oligarquías económico-financieras y políticas a nivel trasnacional. De forma similar, ya no les resulta tan fácil ocultar el autismo del sistema político ante las reivindicaciones ciudadanas, la estructura fiscal regresiva (en la que se desgrava a los propietarios y se grava sin miramientos a los asalariados), la inédita transferencia de recursos de las clases medias al sistema financiero, la destrucción del ya recortado estado de bienestar, el desempleo extendido y la precarización laboral generalizada, así como niveles de corrupción institucional y empresarial con pocos precedentes en las últimas décadas, la actuación delictiva de la banca, los privilegios de la monarquía y la institución católica, el uso demagógico de la xenofobia y el racismo, la política desinformativa de los medios masivos con respecto a las violencias sistémicas (y la amplificación de formas espontáneas de violencia callejera), por mencionar algunas cuestiones.
De ahí que en las condiciones actuales ninguna referencia genérica a la “grave situación” (lo cual es indudable para muchas personas y grupos) debería hacernos perder de vista que lo que está en juego es una reestructuración de largo alcance: la institucionalización de un régimen de excepcionalidad que da carta blanca a la arbitrariedad política. Si por un lado las autoridades políticas dominantes dan por presupuesta la necesidad de unas políticas de ajuste (reformas de pensiones, reformas laborales y constitucionales, recortes salariales, despidos en diferentes sectores públicos, etc.), por otro aceptan la legitimidad de unas políticas de salvataje al sistema financiero y a las grandes empresas, sin olvidar los subsidios millonarios a instituciones anacrónicas como la monarquía o representativas sólo de un credo particular como es el caso de la iglesia católica.
Lo excepcional en esta fase del capitalismo no es la parodia al estado democrático (invocado cínicamente para garantizar la impunidad a los responsables de la masacre diaria), sino la generalización de una lógica política binaria, en la que cualquier sujeto disidente se convierte en blanco de una vigilancia permanente por parte del estado policial, con independencia a los procedimientos jurídicos del declamado (pero no menos fallido) «estado de derecho». La fórmula de este régimen podría ser: “Hago lo que quiero y si te opones, tanto peor para ti”.
No debería sorprender la repetición de la «catástrofe» (ecológica y social) como imagen de nuestra época: forma parte de los efectos no previstos (aunque absolutamente previsibles) de unas políticas de concentración económica y devastación planetaria. Es parte de la crónica de una muerte (colectiva) anunciada. La infamia de justificar lo terrible en nombre del realismo y el sentido común, como una suerte de destino inexorable, se ha convertido en hábito por parte de las clases dominantes. Es una buena receta para eximirse de dar cuenta (pública) de sus actos.
Por lo demás, el desmembramiento de un ya debilitado estado de bienestar no debe leerse en términos puramente económicos, sino en clave política, como un reordenamiento que prepara las condiciones para una nueva fase de acumulación. Puesto que, en el caso de España, el “negocio del ladrillo” ha cumplido su ciclo, ahora “toca” el negocio de las privatizaciones (en primer lugar, de la sanidad y la educación públicas, aunque no solamente). Habría que apresurarse a señalar que la desfinanciación del estado de bienestar es correlativa a la financiación del estado policial y de la banca privada, requisitos indispensables para la gestión del saqueo colectivo.
Semejante cuadro situacional no puede más que activar, en una parte significativa de la ciudadanía, una indignación creciente. La consecuencia de esa sensibilidad es la producción de una resistencia tan activa como pacífica que ha estallado bajo el movimiento 15-M (en conmemoración a la primera movilización multitudinaria realizada el 15 de mayo de 2011 en diversas ciudades españolas). No se trata, desde luego, de un punto de arribo. Es, por el contrario, principio de una revuelta que se está gestando a nivel subterráneo, sin que sepamos en qué desembocará. En esa incertidumbre, sin embargo, una certeza se hace manifiesta: cada vez más, en el contexto mundial actual, luchar por otro mundo posible no es un lujo sino una cuestión de supervivencia. La internacionalización de la revuelta aparece en esta situación como una forma indispensable de afrontar globalmente la arremetida global del capitalismo (1). No se trata de nada remoto: es una apuesta contra la resignación, una manera de no limitarse a constatar el desastre cotidiano.
«Indignados» somos todos aquellos que nos sentimos damnificados por unos poderes concentrados que han convertido el mundo en una tierra de oportunidades (de negocios); es el nombre de la multitud despojada brutalmente de buena parte de sus logros históricos y sus derechos fundamentales (vivienda, trabajo, salud y educación, prestaciones sociales, por mencionar algunos).
Están, desde luego, los agoreros que cuestionan el movimiento 15-M por izquierda y por derecha (2): los que reducen ese movimiento a la pequeña burguesía afectada por la caída económica, entre el escepticismo cáustico y la nostalgia por los buenos viejos tiempos donde el partido dirigía a las masas (más o menos alienadas) y los que lo descalifican por anticapitalista, como si fuera evidente la incuestionabilidad de este orden social. Pero si algo caracteriza ese movimiento es la carencia de uniformidad ideológica y social. Por el contrario, se trata de una pluralidad de sujetos sociales orientados por algunas percepciones críticas en común con respecto a la realidad actual.
En este sentido, la hegemonía del neoconservadurismo no debería impedirnos ver las luchas políticas que en diversos puntos del planeta se están gestando de manera subrepticia, fuera de cámara, marginadas por los grandes medios masivos de (des)información. Impulsar una revuelta pacífica es, sencillamente, cosa de dignidad:no renunciar al deseo de un mundo social donde el sacrificio de masas ingentes no sea la moneda de cambio. Se trata de un deseo irrenunciable si no queremos habitar entre las ruinas (la guerra, el hambre, la explotación, el racismo, son otros de sus tantos nombres).
Aunque por décadas el despliegue de algunas políticas sociales permitieron atenuar las desigualdades inherentes a esta sociedad, la defensa de “un capitalismo con rostro humano” no deja de ser un oxímoron, esto es, una contradicción entre los términos. Por eso erosionar el neoliberalismo no puede ser nuestro objetivo final si lo que queremos es una sociedad justa, en la que la libertad humana no sea sistemáticamente reducida a libertad de mercado.
A pesar de la represión policial de la política como ejercicio del disenso, la posibilidad de una política democrática radical sigue intacta. Los riesgos de una restauración autoritaria del control están ahí, pero no tenemos más camino que quebrar el miedo en el que quieren encerrarnos. No cabe la resignación ni el conformismo. El “derecho a soñar” nace de la pesadilla a la que este sistema condena a millones de seres relativamente inermes y en cualquier caso desprotegidos. Nuestra ética asienta en la apuesta por un deseo razonable de que no sean los mercados globales quienes digitan nuestras formas de vida locales.
Nos movemos hacia la incertidumbre del porvenir pero desde la conocida injusticia presente. La promesa de otra vida en común es, también, apuesta por lo desconocido. Pero es un desconocimiento fecundo, que nos saca del conservadurismo del “más vale malo conocido que bueno por conocer”. ¿Aceptaremos la destrucción sistemática del planeta y millones de vidas arrasadas, en nombre del mal conocido, mientras los nuevos dioses laicos siguen montando sus festines obscenos?
Las ambigüedades que atraviesan al movimiento 15M están ahí. Quizás lleven razón quienes reprochan que entre sus filas no estén muchos de los más de cinco millones de parados que hay en España o que no haya roto con un discurso ciudadanista que evita un planteamiento abierto de clase. Pero hacer evaluaciones abstractas (no situadas) es erróneo. Lo que hay que considerar es desde dónde se parte y lo cierto es que el punto de partida era una preocupante inmovilidad sociopolítica ante la arremetida neoconservadora. En esas condiciones iniciales, el impulso entusiasta del 15M tiene suma relevancia, incluso si para articularse a nivel internacional tuviera que aceptar un proceso de desterritorialización, transformándose en un movimiento global de indignados.
También deberíamos cuidarnos de las lecturas que hacen del movimiento 15M un movimiento juvenil, como si la cuestión etaria tuviera una especial importancia en un proceso de deterioro que afecta, de manera diferencial, a todas las franjas de edad de las clases populares y medias. Pensar que se trata de una mera reacción defensiva de una “juventud” acosada por el estrechamiento de sus oportunidades vitales es borrar de estas protestas todo vestigio de antagonismo social (también de clase). Más ampliamente, se trata de un movimiento plural en el que la unidad no está dada por nada positivo (como un programa o una pertenencia social homogénea, por ejemplo) sino por una confrontación sostenida ante un sistema político, económico e institucional incapaz de dar una respuesta satisfactoria a las demandas de una ciudadanía considerada de segunda mano.
A pesar de las actuaciones represivas alrededor de los indignados de diferentes partes del mundo (desde EEUU hasta Grecia, pasando por Italia, Ucrania o Chile), la política del miedo ha fracasado: las calles se han convertido en el escenario de una práctica política impensable hace tan sólo meses. Quienes pensaban que este movimiento entraría en un proceso de descomposición o en una curva de declive se equivocaron con rotundidad: por situarme de forma exclusiva en España, el 15 de octubre superó toda manifestación previa, participando más de un millón de personas en diferentes ciudades.
Contra el “giro ético” (ese desplazamiento despolitizante), el movimiento de indignados ha apostado por una repolitización radical de la sociedad. Al desprecio a la democracia que los sujetos políticos y económicos dominantes muestran, el movimiento replica con una democratización radical.
El 15M plantea otra escena ante el espectáculo siniestro de nuestros amos. Estrictamente, no escenifica nada, sino que moviliza un inconsciente político revolucionario que no sabemos hasta dónde llegará. No tenemos ilusiones sobredimensionadas: la invención de una sociedad postcapitalista es algo difuso por el momento. Pero seguirá siéndolo si no imaginamos otras alternativas políticas. Al “optimismo de la voluntad” hay que sopesarlo con la memoria de las ruinas: la destrucción diaria de cientos de miles de vidas, marginadas de forma más o menos brutal de cualquier patrón mínimo de dignidad.
La probabilidad de naufragar es alta. Lo sabemos: tanto por problemas internos como por una tendencia ya presente a criminalizar a los disidentes. Pero no hay posibilidad de cambio sin ese riesgo. Al inmovilismo indiferente preferimos el estallido pacífico de quienes luchan de forma apasionada contra el hundimiento resignado de sus esperanzas.
Al deseo de dormir cabe contraponer el deseo lúcido de soñar, incluso si ese sueño no desembocara en una utopía unitaria. Son múltiples las dimensiones implicadas en esta práctica emergente: la carencia de líderes, la apuesta por la no-violencia, su modalidad asamblearia y desjerarquizada, su posicionamiento extrapartidario, su capacidad de autoorganización y autoconvocatoria, sus aportaciones críticas a un discurso de izquierda, el despliegue de una política del cuerpo marcada por la proximidad, la atención brindada a asuntos medioambientales, la pluralidad ideológica interpretada como condición de una democracia participativa, el uso alternativo de las tecnologías de la información y la comunicación y la participación persistente de una multiplicidad de plataformas ciudadanas, por mencionar las principales.
Suele señalarse como impugnación el hecho de que el movimiento 15M no ha cambiado nada de forma estructural. Pero ese señalamiento es una forma de miopía: cambiar las modalidades de la práctica política ya es un cambio estructural, por más insuficiente que se considere. No sólo agitó las aguas del estanque; instaló en la “agenda pública” debates impensados meses atrás, como la reforma del sistema electoral, la relación entre estado y economía, entre política y finanzas, o el vínculo entre medios de comunicación y gobierno. Hay otras conquistas más puntuales, pero lo decisivo es el cuestionamiento radical que está produciendo a un orden social que produce en masa excedentes humanos.
La rebelión en estas condiciones es un acto de dignidad. Nuestro porvenir se juega en esa revuelta que no acepta vivir de rodillas. Lo imprevisible llegó a nuestras vidas cotidianas, por más que los poderes dominantes se empecinen en conjurarlo. La impotencia de esos poderes amplía nuestro (contra)poder que se gesta no de la irradiación de una autoridad sino al abrigo de esos acontecimientos colectivos (3). No conocemos nuestro desenlace, pero lejos de ser una desventaja, pone en suspenso la certeza del desastre al que nos precipita este sistema.
Lo imprevisible está aconteciendo: si el derrotismo nunca fue nuestro aliado, el hartazgo moral y el despojamiento de oportunidades vitales pueden ser una combinación explosiva. La “economía moral de la plebe”, en palabras de E. P. Thompson, ha reingresado por la puerta de atrás (de la política). Los sin-parte han llegado también en países a los que seguimos refiriéndonos con el eufemismo de “primer mundo”. Pero como dice Naomí Klein ya no hay países ricos o pobres. Lo que hay son sujetos enriquecidos/ empobrecidos, según las coordenadas en las que nos movamos. En los sin-parte late una revuelta; es su última promesa.
Es falso que técnicamente no estemos en condiciones de construir otro mundo. Lo que falta es voluntad política. En vez de aceptar una (pseudo)democracia tutelada por los saqueadores, se trata de agrietar este muro blanco que nos acorrala. Nuestra oportunidad histórica se labra ahí: en esa multitud que desea despertar de este mal sueño en el que nos han sumido. Está todo por hacer. En cualquier parte donde late un deseo autónomo hay una grieta que se abre, con todo su potencial emancipatorio, incluso si esas palabras resultan sospechosas en un contexto que les ha quitado en buena medida su legibilidad.
Es seguro que el 20 de noviembre no habrá sorpresas en las elecciones presidenciales de España. Con un nivel de abstención y votos en blanco sin precedentes, una vez más habrá sustitución de partido de gobierno sin que se altere en lo más mínimo la anatomía bipartidaria del actual sistema político. Eso no es motivo para la decepción: precisamente porque seguirán empecinados en destruir cualquier vestigio de igualdad, allí estaremos, desafiando la desesperanza que traen.
Arturo Borra
(1) Para este punto, remito al lector al artículo “15 de octubre: por la internacionalización de la revuelta”, publicado en http://www.rebelion.org/noticia.php?id=137378.
(2) Puede encontrarse un análisis detallado en “Democracia y revuelta: la experiencia de ruptura del 15-M”, publicado en http://www.kaosenlared.net/noticia/democracia-revuelta-experiencia-rup
(3) Para un análisis del 15M como acontecimiento, puede consultarse “Democracia y revuelta: apuntes sobre una política insumisa”, en http://archipielagoenresistencia.blogspot.com/2011/08/democracia-y-rev