No hay política de ajuste que no implique, simultáneamente, como su contracara necesaria, una política represiva orientada a la domesticación de la protesta social. Al ineludible incremento de la conflictividad social ante decisiones radicalmente desequilibradas en la distribución de privilegios y perjuicios, el gobierno nacional arremete contra libertades cívicas como el derecho a manifestación y reunión. Medidas antipopulares como la reforma laboral, el brutal recorte del gasto social simultáneo al mantenimiento de los privilegios presupuestarios de la corona, la iglesia católica y las fuerzas armadas, la acentuación de un sistema fiscal regresivo, el retroceso en términos de derechos de las mujeres, la inhabilitación judicial de un juez emblemático como Garzón (por su investigación de crímenes de lesa humanidad y de una de las tantas tramas corruptas existentes) o el rescate público a la banca privada, entre otras medidas, tienen como corolario la instauración de un estado policial que se sustrae de las leyes de excepcionalidad que institucionaliza para actuar al margen de todo control democrático, generalizando la suspensión temporal de derechos en nombre de una situación de urgencia.
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En efecto, en nombre de esa urgencia, la derecha gubernamental española -presionada internamente por sus facciones más ultraconservadoras y a nivel externo por una unión europea cooptada por el poder financiero global- no tiene más respuesta ante las diversas demandas sociales que la criminalización de los participantes en las manifestaciones sociales y la usurpación policial del espacio público en nombre del orden social. El propio emplazamiento ideológico sitúa al partido gobernante en el dilema de cargar contra los manifestantes y atizar la indignación colectiva o de permitir su movilización y contrariar los deseos de una parte significativa de su electorado.
La resolución al dilema no ha tardado demasiado en llegar: la apuesta por judicializar los conflictos sociales resulta clara. Que para esa tarea la policía se emplee a fondo, imputando a los manifestantes delitos de desorden público, resistencia y desobediencia a la autoridad (a pesar de las evidencias en sentido contrario), no debería hacernos perder de vista algo mucho más grave: no sólo que el aparato represivo estructurado durante el franquismo nunca fue desmontado sino que lo que está en curso es una política transversal en Europa, producto del desplazamiento de una variante social-demócrata más o menos benevolente del capitalismo a una variante neoliberal mucho más virulenta.
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La adquisición millonaria de materiales antidisturbios ya hacía prever esta intensificación de las políticas represivas en España. Que enfrente estén miles de ciudadanos protestando (desde parados y estudiantes, pasando por políticos de izquierda y miembros de sindicatos minoritarios hasta trabajadores del sector público o jubilados) no parece conmover en lo más mínimo al nuevo bloque gobernante. La escalada autoritaria acaba de empezar. Bajo la supervisión de unas instituciones políticas europeas subordinadas a las oligarquías financieras, el partido gobernante tiene vía libre para proseguir la dirección que ya se figuraba en el anterior gobierno nacional: destruir los últimos restos del estado de bienestar, disciplinar a las clases trabajadoras y consolidar el gran capital financiero y empresarial.
Erigido en mayoría absoluta por una ley electoral antidemocrática que suelda legalmente el bipartidismo como política de estado y a pesar de ser una primera minoría (recuérdese que el PP apenas obtuvo el 30 % de los votos del censo electoral), el gobierno actual sabe que las políticas de ajuste y el rescate de los agentes financieros no se producirá sin resistencias sociales relevantes. De ahí la decidida apuesta por criminalizar a los grupos y movimientos sociales contestatarios que ponen de manifiesto el malestar colectivo. Su objetivo político no es tanto suprimir de lo público las protestas sociales (objetivo que no puede sino fracasar estrepitosamente) sino domesticarlas, esto es, regular sus movimientos y encauzar sus apariciones, en suma, procurar controlar un devenir que, de otro modo, podría dar lugar a lo imprevisible, a la puesta en acto del fantasma de la revuelta o de lo que hay de excedente incontrolable en el acontecimiento.
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No es sólo un problema de arrogancia amparada en una mayoría parlamentaria (manifiesta por lo demás en cargas policiales tan desproporcionadas como torpes en la previsión de sus efectos negativos); lo que está en marcha es la construcción de un poder soberano para-estatal que consolide un modelo de acumulación basado en la concentración de la riqueza y en el disciplinamiento social. Que para ese fin se produzca una “movilización total” del bloque dominante no debería extrañar, empezando por el despliegue de una retórica cínica que recuerda las peores anticipaciones de Orwel en 1984: desde esa perspectiva, no hay vacilación alguna en presentar de forma invertida la reforma laboral como una “garantía de empleo”, la destitución vergonzosa de Garzón como un “ejemplo del estado de derecho”, el recorte (selectivo) como una “medida para preservar el estado de bienestar” o el salvataje de entidades bancarias privadas como una “defensa del interés general”. Que los portavoces de las clases dominantes insistan en la limitación del derecho de huelga sin el más mínimo pudor democrático forma parte de esta escalada autoritaria requerida para alterar la anatomía de una formación social capitalista habituada hasta fechas relativamente recientes a un régimen de pequeños privilegios (basado en la promesa de un acceso ilimitado al consumo). Que ese régimen se haya sostenido históricamente por la transferencia del malestar a los países periféricos, tal como la izquierda más lúcida viene anticipando desde hace décadas, no niega el carácter ilusorio de esa promesa. El endeudamiento crónico, el empobrecimiento extendido y la metamorfosis de los mercados de trabajo (arrojando a millones de personas al paro y sobreexplotando a tantos otros) hacen visible lo que en una fase previa operaba de forma latente; a saber, que el modelo de crecimiento capitalista estructuralmente presupone la desigualdad de clases y, en última instancia, la pauperización de franjas sociales cada vez más vastas.
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En cualquier caso, el sesgo autoritario de la derecha gobernante señala la debilidad de su poder hegemónico al momento de legitimar unos cambios que ya vienen predeterminados por los organismos de crédito internacional y sus portavoces comunitarios. El salvataje de la burguesía financiera y empresarial tiene como contrapartida la precarización no sólo del trabajo sino de las condiciones de vida de las clases populares y medias españolas, precedida por la marginación y discriminación laboral e institucional de la población inmigrante y refugiada. La destrucción de múltiples derechos económicos, sociales y culturales, las fuertes restricciones al acceso a los servicios públicos y la tendencia a su privatización (incluyendo la gestión de las pensiones, de la sanidad y de la educación terciaria), son otras tantas consecuencias necesarias de un sistema político cada vez más subordinado a los imperativos sistémicos. Que esa metamorfosis salvaje de la “sociedad” se haga en nombre del “interés público” no cambia las cosas. Como enfatiza Laclau, “la sociedad no existe” en tanto presunto orden unificado. Lo que persiste, más bien, es un tejido social escindido, en el que las clases dominantes han iniciado una ofensiva global sin precedentes. No cabe descartar que estemos llegando a un punto de no retorno, en el que la destrucción del medioambiente y la pauperización de las mayorías sociales se articula a la eliminación del considerado “excedente humano”, no sólo a través de guerras a medida del complejo industrial-militar trasnacional sino también a través de hambrunas locales, perfectamente evitables con controles mínimos sobre el sistema de especulación mundial.
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Que ese punto de no retorno sea sistemáticamente desconocido por parte de los medios masivos de difusión, esto es, que las políticas informativas hegemónicas no sean sino otra forma de desinformación crónica, funcionales a un complejo mediático-empresarial cada vez más concentrado, es otro signo de la escalada autoritaria que aludíamos previamente. La crisis de legitimidad se transforma en planificación del engaño. Al neoliberalismo económico –lo sabemos al menos desde las dictaduras latinoamericanas de los 70- siempre le sentó bien la “mano dura”. El autoritarismo político y el neoconservadurismo cultural son sus mejores aliados. Que en España esas tradiciones remiten a la perversa herencia franquista no parece dejar mucho margen de duda, pero eso no es óbice para recordar que la dinámica político-económica rebasa esa herencia histórica y compromete al capitalismo en su fase actual, no sólo como modo de producción de excedentes sino también como modo de destrucción planetaria.
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Si lo que está en curso en una dimensión económica es una vertiginosa concentración de la riqueza social, lo que se hace manifiesto en el sistema político es, por usar la expresión de Rancière, un auténtico «odio a la democracia». Además de una afrenta radical contra las demandas de justicia, el nuevo (des)orden mundial ha activado una gigantesca máquina de trituración de vidas humanas, indiferente a cualquier regulación (o limitación) externa. Que esa máquina tenga sus beneficiarios concretos no niega el estado de descontrol en que se encuentra. Sus beneficiarios, en última instancia, no son más que engranajes o enganches atrapados en su funcionamiento maquínico.
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En última instancia, ante esa dinámica, ni siquiera la derecha más totalitaria se propone clausurar toda manifestación de disidencia. No podría conseguirlo aunque se empecinara. La lógica del terror es demasiado onerosa y, en consecuencia, está reservada para aquellos colectivos que el poder económico-financiero soberano dictamina como no “integrables” por otros medios. Cuando no alcanzan los golpes de mercado, se los complementa con un uso controlado de la violencia policial. Im-poner el miedo en los cuerpos, fijarlos a la cuadrícula de lo políticamente previsible, en suma, taponar su energía revolucionaria, son algunas de las tantas modalidades sistémicas de atemperar esa disidencia, asimilándola como parte de la representación (teatral) del “juego democrático” (reducido a la lógica de alternancia de las élites parlamentarias).
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En las condiciones del presente, resulta cada vez más plausible la tesis de que estamos viviendo en un umbral en el que las fronteras entre “estado democrático” y “estado totalitario” tienden a hacerse cada vez más difusas (lo que no significa que coincidan plenamente). Hay motivos más que razonables para sospechar que estamos internándonos en esa zona indiscernible donde “democracia” y “totalitarismo”, “autogobierno” y “dictadura”, ya no forman alternativas formales de una dicotomía política sino elementos de una conjunción sistémica. Podría incluso argumentarse que no se trata en absoluto de una conjunción sino de una fagocitación creciente del primer término por el segundo. Lo que está en peligro, en ambos casos, es el proyecto de una sociedad en el que la autonomía individual y colectiva no sea una mera pantalla de una sociedad administrada.
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Aunque este peligro no sea estrictamente novedoso, su intensificación presente en el contexto europeo quizás sea indicio de una ofensiva sin precedentes. A la política del miedo que quieren institucionalizar, la réplica de la izquierda radical no puede ser otra que la politización radical de las actuales formas institucionales. Ante la reestructuración del capitalismo nuestra apuesta debería ser la desestructuración de su hegemonía, haciendo visible su violencia cotidiana. Desafiar el miedo, en este punto, deviene práctica de la disidencia.
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