jueves, 19 de abril de 2012

La democracia devaluada: sobre la política del miedo en España




El giro policial del estado español hacía prever lo peor. Lo previsible de una estrategia de criminalización orientada a la represión de la protesta social no le resta en lo más mínimo su gravedad institucional y política. Utilizar métodos de guerra sucia (infiltrando policía secreta en las movilizaciones a efectos de incentivar los enfrentamientos con la policía uniformada y justificar lo que de antemano ya estaba decidido), ampliar las detenciones arbitrarias, convertir en moneda corriente el uso de gases lacrimógenos, efectuar disparos con balas de goma a mansalva y a corta distancia contra los manifestantes, repetir como rutina policial las cargas indiscriminadas, multar a cientos de ciudadanos por protestar de forma pacífica e imputar a decenas de ellos con acusaciones tan graves como falsas, por mencionar sólo las modalidades más llamativas, se han convertido en prácticas habituales de la policía española que, de forma creciente y con total impunidad, apela al abuso de autoridad como parte del ejercicio regular de la misma.

El incumplimiento del derecho por parte de quienes deben preservarlo presagia un período de convulsión. Ni siquiera las prácticas policiales abusivas bastan para atemperar una conflictividad social creciente. De ahí que en su escalada autoritaria el gobierno español quiera imponer el miedo en los cuerpos; instaurar un régimen de criminalización que mantenga, dentro de ciertos límites más o menos controlados, cualquier atisbo de protesta social. La actual voluntad gubernamental de sancionar leyes antidemocráticas que conviertan el ejercicio público de la disidencia en una “práctica terrorista” no sólo va en serio: ahonda en el deterioro de una democracia de por sí devaluada, convertida en un procedimiento (tendencialmente vacío) de alternancia bipartidaria en las instituciones de gobierno, sometidas al dictado de los agentes financieros y económicos más concentrados.

La retórica neoliberal de justificación del saqueo planificado a decenas de millones de ciudadanos españoles -incluyendo desde luego a buena parte del electorado cómplice que los votó- se aproxima al delirium tremens: hagan lo que hagan, seguirán insistiendo con un discurso de salvación carente de cualquier conexión con la política del pánico que están institucionalizando, a partir de la operación de armar su violencia de derecho. Bien podría compadecerse a quien padece sus síntomas, producto de este síndrome de abstinencia, si no fuera porque en este caso se trata de una pantomima del delirio: la que pretende convertir cualquier disidencia organizada en una organización criminal. Que el delirio alucinatorio convertido en ley sea compartido por los principales responsables de un orden internacional (ahora sí, auténticamente criminal) no hace más que reafirmar la convicción de que estamos gobernados por oligarquías que han perdido, en nombre de la razón de estado o de la razón económica, cualquier posibilidad de tomar decisiones democráticas en los asuntos más decisivos para la convivencia humana. La restricción radical del derecho de manifestación y reunión, así como la censura prevista en el uso de las tecnologías de la comunicación y la información cierran el círculo de la propaganda oficial, vehiculizada a través de medios masivos de comunicación cada vez más marcados por la falta de pluralidad ideológica y por la censura institucional.

La razón delirante del actual gobierno español hace manifiesta la locura homicida que es la lógica latente del sistema. No faltan, desde luego, racionalizaciones para esta inversión autoritaria. En última instancia, esta locura no es lo otro a la razón de estado (policial), sino su fundamento: no importa lo que ocurra, a condición de salvar la fachada. En este caso, sin embargo, son perfectamente conscientes de lo que hacen. A diferencia de quien ha perdido toda razón, el gobierno encarna la razón cínica. Como diría Sloterdijk, lo saben y aún así lo hacen. De ahí que erijan en ley su sinrazón, arremetiendo contra derechos cívicos fundamentales en nombre del derecho. Esta peculiar clase de violencia, tan paradójica como efectiva, recuerda la pesadilla totalitaria que denunciara H. Arendt en la que todo es posible a plena luz del día. 

Si todo derecho asienta en una clase específica de violencia, la violencia actual del gobierno quiere ampararse en la construcción de nuevos delitos referidos a prácticas que hasta fechas recientes resultaban indiferentes a su dominio, como ocurre por ejemplo con la pretendida tipificación penal de las convocatorias realizadas a través de Internet (especialmente, en los llamados “medios y redes sociales”) que deriven en actos violentos. La instauración de una culpabilidad metafísica, en la que el sujeto es culpable por algo que objetivamente no puede saber (esto es: el devenir de la movilización que convoca) se asemeja a la gramática de acción de las dictaduras, en la que preventivamente se condena a alguien por un delito que no cometió.

Incluso si el gobierno nacional no llega al punto de equiparar “violencia callejera” con “kale borroka”, tal como se pretende en Cataluña, igualar la “alteración del orden público” con la comisión de un "delito de integración en organización criminal" tal como pretende el ministro del Interior, Jorge Fernández Díaz, tiene una dimensión demencial, completamente inverosímil, si no fuera porque su instauración, salvando los escollos técnicos y sociales, constituye un proyecto firme del gobierno. A menos que en los próximos meses se produzca una movilización no menos firme por parte de distintas organizaciones civiles, que debe incluir juristas y movimientos defensores de los derechos humanos, ese proyecto podría plasmarse en leyes que atenacen las protestas colectivas pacíficas que no dispongan de autorización previa.

En suma, el desprecio por la democracia alcanza un punto sin precedente en las últimas décadas en España (sólo comparable al período franquista), correlativo al debilitamiento de la hegemonía del neoconservadurismo. Es cierto que los escollos legales y sociales no son menores y que la eficacia de estas leyes previstas está en relación inversa al grado de aceptación que dispongan. Sin embargo, dan pie a una política de amedrentamiento de los movimientos sociales disidentes e inauguran una nueva fase en las luchas sociales.

Si bien la ampliación de los instrumentos legales para restringir la libertad de disenso puede forzar un desplazamiento en las modalidades de la protesta social, es claro que no bastará para sofocarla. Más bien, las condiciones económicas, políticas y sociales hacen pensar lo contrario: una intensificación de otro tipo de prácticas contestatarias que, de alguna manera, dinamiten los diques represivos que pretenden alzar a fuerza de judicializar una pluralidad de conflictos de carácter político y social. 

La reforma legal prevista no escatima en recursos para atenazar a diversos sujetos políticos (que desbordan claramente toda política de representación): la criminalización de la “resistencia pasiva” hasta la imputación a quien ocupe establecimientos públicos, obstaculice el acceso a los mismos o interrumpa cualquier servicio público, pasarían a engrosar la tipología de los “crímenes” contra la autoridad pública, penalizables con hasta dos años de cárcel. Según este discurso, se trataría de corregir un marco legal “buenista”, confundiendo de forma tan deliberada como escandalosa «garantías constitucionales» con «permisividad estatal». La dicotomía que pretenden instaurar es clara: movimientos de protesta contra la sociedad, como si esos movimientos fueran una suerte de cuerpo extraño que agrede un organismo homogéneo. Que ese organismo no existe se hace manifiesto en la proliferación de antagonismos sociales contra los presuntos “representantes de la sociedad”. Reafirmando la evidencia de que sólo representan los intereses de los grandes capitales empresariales y financieros, en consonancia a las recomendaciones de la Unión Europea, la política gubernamental se convierte en un mero instrumento de gestión de poderes que lo controlan.

Sin embargo, el efecto disuasorio e intimidatorio que pudieran generar medidas legislativas de esta calaña es dudosa y está por verse. En esta nueva fase de las luchas sociales, es probable que semejantes medidas no tengan la eficacia esperada e inciten más medidas en la misma dirección autoritaria. Apenas tenemos noticias de qué podría ocurrir en esa otra coyuntura, pero no cabe descartar un efecto paradójico en el que se multipliquen formas imprevistas e imaginativas de la protesta social, que erosionen los diques legales erigidos. Dicho de otra manera, la intensificación de la represión policial y la consolidación de un marco jurídico restrictivo no garantizan nada. Pueden socavar más aún una ya endeble hegemonía política del neoconservadurismo y suscitar nuevas prácticas de resistencia.

El intento de encauzamiento del malestar social a través de un paquete de medidas antidemocráticas muestra ante todo una base consensual débil en las decisiones gubernamentales, a pesar de los gestos de autoridad en sentido contrario. La apuesta efectuada por su parte no sólo tiene final abierto –pudiendo desembocar en la aceleración de su descrédito y eventual caída ante el escenario nada disparatado de una revuelta social-, sino que traspasa el umbral históricamente legitimado con respecto a las actuaciones de los estados europeos, presuntos garantes –junto a EEUU- de un cada vez más devaluado sistema democrático. La impunidad absoluta que tienen sus intervenciones con respecto a países periféricos no puede trasladarse sin más a sus periferias interiores, al menos no sin un radical descrédito de sus regímenes parlamentarios, incluso si el despliegue de la maquinaria propagandística de los medios masivos alcanza una alta intensidad.

No podemos saber adónde conduce esta escalada. Excluidas las guerras y los golpes de estado, primordialmente reservados para terceros, ni los golpes de mercado ni el llamado al orden a partir de una estrategia de amedrentamiento parecen bastar para atemperar la proliferación de los conflictos sociales. Una coyuntura histórica así se convierte, en este sentido, en un campo de experimentación política, tanto para los portavoces de las clases dominantes como para los sujetos colectivos subalternos. Contra cualquier fatalismo pesimista, esa coyuntura abre posibilidades de intervención histórica significativas, en la que lo “imposible” vuelve a hacerse posible. En este sentido, la capacidad de anticipación e iniciativa por parte de un frente extrapartidario de izquierdas resulta decisiva. Limitarse a incitar contestaciones sociales puntuales a una ofensiva global sin demasiados precedentes sería un error estratégico. De ahí que el trabajo de la imaginación utópica, en este contexto, resulte imprescindible: constituye una especie de portulano dinámico para orientar las luchas sociales que están por venir. De ese trabajo depende, en buena medida, la reescritura práctica de la historia del capitalismo.


Arturo Borra