martes, 4 de octubre de 2011

La educación pública a debate (I)


I. El giro neoliberal de las políticas educativas

Que el giro neoliberal de los gobiernos europeos ponga a debate el sentido de la educación pública -invocando una retórica de la austeridad que ni siquiera cuadra con las cuantiosas subvenciones que proveen a la educación concertada y religiosa, por no mencionar subvenciones de otra índole- no resulta sorprendente: antes incluso del Plan Bolonia, la tendencia a la hiperespecialización universitaria en España sólo podía conducir a un modelo educativo de corte profesionalista que, a la vista de la alta tasa de paro juvenil, no es precisamente una garantía de inserción profesional.

De forma similar, la instauración generalizada de la formación profesional como alternativa al bachillerato apuntó a la producción de sujetos laborales con una cualificación básica que permitiera su acceso rápido a mercados laborales entonces en crecimiento. Aunque esa producción a la carta de miras estrechas, enfocada a dar pronta salida laboral a miles de jóvenes, puede ser interpretada como un fracaso notable desde la perspectiva del empleo, no ocurre lo mismo si lo consideramos desde la perspectiva del capital, que dispone de una fuerza laboral mínimamente cualificada a la que puede contratar de forma temporal, en condiciones laborales precarizadas, con niveles salariales irrisorios y despedir con la misma facilidad ante las fluctuaciones de la demanda. Así considerada, la presente crisis capitalista tiene como uno de sus beneficiarios principales a las grandes empresas que mantienen (o incrementan) su rentabilidad sobre la base, entre otras cuestiones, de la precarización del empleo, las reducciones salariales y el subsidio indirecto a sus necesidades formativas.

Una política educativa así formulada reserva de facto el acceso a la educación universitaria a unas elites sociales técnicamente funcionales a los mandatos empresariales. En este contexto, la actual arremetida contra la educación pública no es meramente una política de recorte del “gasto educativo” (ligada a un presunto ahogo de las cuentas públicas), sino parte de un proyecto educativo neoliberal que acentúa la dualización sociolaboral: por un lado, disponer de una elite altamente cualificada para ejercer funciones directivas y gerenciales y, por otro lado, de una masa de trabajadores con una cualificación básica para ocupar puestos de trabajo precarios e inestables. Ante la falta de alternativas de mejores empleos, esa masa termina ingresando, si puede y en condiciones desfavorables, a un mercado en el que, crecientemente, se incrementa la “flexo-explotación” (por tomar una expresión de Bourdieu).

Dicho lo cual, el giro en política educativa que se está produciendo y que con toda seguridad se acentuará en los años venideros (incluso cuando se plantee en términos puramente económicos) responde a un proyecto más amplio de sociedad, en el que las desigualdades no sólo no quedan abolidas, sino completamente legitimadas en función de un supuesto mérito diferencial entre los “actores económicos”. Aunque esa política educativa sea completamente regresiva, no debería extrañarnos que la justifiquen en términos de “modernización cultural y económica”.

Así lo han hecho en América Latina y, puesto que se trata de los mismos patrocinadores internacionales (empezando por el FMI y el BM), no hay razones para suponer que no vaya a repetir su discurso modernizante (de racionalización económica y disciplinamiento social).


II. La restauración del neoconservadurismo educativo

En la década de los 90, en algunos países de Latinoamérica -como es el caso de Argentina- las políticas educativas oficiales procuraron instalar un modelo universitario privatizado y orientado ideológicamente por el neoconservadurismo: no sólo las autoridades gubernamentales propusieron el arancelamiento universitario, sino además la restricción en el ingreso, la superación de “pruebas” o “exámenes de acceso” por parte de los estudiantes universitarios –realizada por el ministerio de educación, sin ningún criterio de especialidad-, la externalización de los controles de la mentada “calidad educativa”, la tendencia a transferir del ciclo básico a los postgrados ciertos saberes técnicos, convertidos en bienes intelectuales comercializables, la incentivación de carreras orientadas a la ingeniería y la industria y la instauración de un sistema de distribución en los que los centros beneficiados serían aquellos que más implantaran estas políticas elitistas promovidas por los organismos financieros internacionales.

El proyecto, desde luego, no sólo apuntaba a “rentabilizar” un espacio que no tiene por qué ser rentable; también instituía la mercantilización de los saberes, la instrumentalización profesionalista de las carreras universitarias y la creciente despolitización de la formación, reduciéndola a un producto económico, más allá de sus dimensiones políticas e intelectuales. El corolario de todas esas medidas nefastas fue la impugnación de una educación reflexiva y crítica que no aceptara su subordinación unilateral a un mercado capitalista que reduce a los sujetos educativos a mera fuerza de trabajo (calificada) o, para citar al actual presidente chileno S. Piñera, a un “instrumento al servicio de la economía” (sic).

Una década y media después, las mismas injerencias político-culturales y las mismas estrategias de selectividad económica se repiten en Europa, en buena medida, como método de afianzar la alianza entre mercado y educación pública y como forma de dar acceso sólo a aquellos que de antemano ya están alineados a una sociedad que no cuestiona las relaciones de propiedad ni mucho menos la existencia misma de las clases sociales. Otra vez, la centralización dogmática de la “economía de mercado” tiene como contracara la pretensión de reducir el sistema educativo (y la universidad en particular) a un espacio de adoctrinamiento acrítico y despolitizado.

Tomar nota de lo ocurrido en algunas regiones de América Latina puede ayudar al momento de elaborar respuestas colectivas mejor articuladas y políticamente más eficaces. No es propósito de esta reflexión ahondar en esa dirección pero en cualquier caso, por tomar el caso de Argentina, los logros pírricos de la comunidad universitaria ante el embate neoliberal de los 90 no se consiguió sino a fuerza de movilización del profesorado y de diferentes movimientos estudiantes. Que se haya impedido el arancelamiento universitario -pese a la aprobación gubernamental de la “Ley de Educación Superior”- sólo pudo conseguirse a fuerza de una activa resistencia por parte de los distintos sujetos educativos. Simultáneamente, uno de sus límites más claros fue no haber articulado esas luchas políticas con las de otros trabajadores (intelectuales o manuales), de modo de poder combatir con mayor eficacia política esa nueva ofensiva a la educación pública.

En ese sentido, subestimar las implicaciones ideológicas y políticas de las actuales reformas educativas en España, tanto a nivel secundario como universitario, constituye un grave error: hace perder de vista que los cambios propuestos no sólo afectan los presupuestos y las plantillas docentes sino también, y de modo fundamental, el tipo de educación que se está institucionalizando, orientada a la producción de sujetos económicos dóciles y útiles -como hubiera dicho Foucault-, subordinados a los imperativos sistémicos.

No se trata aquí de repetir el tópico de la ignorancia como condición de la dominación –aunque sea cierto hasta cierto punto-; lo que se discute, en primer lugar, tampoco es un modelo de financiación. Lo que está en juego, en términos más radicales, es el tipo de conocimientos y valores que deben producir las instituciones educativas y, en particular, la institución universitaria. Porque si hay algo que estas políticas neoconservadoras están poniendo en jaque es la legitimidad misma del espacio educativo como espacio crítico. La educación reducida a formación profesional elimina, sin más, la centralidad de la producción de un sujeto reflexivo capaz de intervenir políticamente en la vida social e institucional.

Deberíamos señalar que contra ese discurso modernizador y esas prácticas reaccionarias no alcanzan las movilizaciones ni los pronunciamientos públicos. Hay que dar batalla, simultáneamente, en un nivel técnico, mostrando las consecuencias sociales y culturales profundamente negativas del modelo educativo que se pretende instaurar. Ese modelo es, de forma indisociable, un modelo de sociedad que consagra la competencia económica como vínculo prioritario entre los seres humanos. Aunque el término mismo de «ciudadanía» esté depreciado dentro de algunas perspectivas teóricas –por considerarlo eufemístico y abstracto-, hay que enfatizar la centralidad de una formación pública que no se desentienda de la producción de una ciudadanía inclusiva y democrática.

En cualquier caso, la tarea de combatir el modelo socio-educativo excluyente y sectario que se quiere institucionalizar es parte de un desafío mucho más radical: que las políticas educativas contribuyan a formar una ciudadanía responsable de la construcción de una sociedad justa e igualitaria.


Arturo Borra