Mostrando entradas con la etiqueta Otro mundo es posible. Mostrar todas las entradas
Mostrando entradas con la etiqueta Otro mundo es posible. Mostrar todas las entradas

viernes, 20 de septiembre de 2013

Noticias antiguas sobre la interculturalidad que no fue: reflexiones sobre el espacio universitario español


 
1. Crisis de financiación y universidad pública

 
El estrangulamiento económico de la universidad pública española es manifiesto. En una dimensión económica, la política universitaria del gobierno nacional podría resumirse en una estrategia de creciente restricción en el acceso a los grados superiores y en la precarización de la plantilla docente, especialmente, en lo que atañe a profesores asociados contratados por plazos de tiempo cada vez más restringidos y en peores condiciones salariales. Es precisamente esta política la que conduce a una crisis de financiación que pone en riesgo un modelo universitario inclusivo, plural y abierto, de por sí amenazado por un sistema de becas cada vez más excluyente y en general, por el encarecimiento de las tasas universitarias que contradicen un (no menos devaluado) principio de gratuidad de la enseñanza (único compatible con la apuesta por una universidad para todo/as). La transferencia de saberes fundamentales a los postgrados no hace sino acentuar una política que privatiza las oportunidades formativas y consolida un modelo universitario elitista, más orientado a la satisfacción de las necesidades profesionales de las empresas que a la formación de sujetos críticos que participan en la construcción social del presente.
 

En una situación semejante, la crisis de financiación estatal conlleva la búsqueda de financiación privada, tanto mediante inversiones de capital privado como del arancelamiento de una parte significativa de la oferta académica. Ninguna de las dos alternativas de financiación son neutras: institucionalizan la enseñanza superior como una mercancía cultural de elite, destinada a la provisión de saberes técnicos para la mejora de la gestión del capitalismo. La inclusión de la universidad española en el Plan Bolonia forma parte de una apuesta global orientada a la impugnación de una educación crítico-reflexiva que ponga en discusión la función primordialmente tecno-económica de los sujetos educativos.
 

En conjunto, el propósito de este estrangulamiento no puede ser otro que la privatización de la universidad y la implantación de un modelo de calidad educativa ligada a parámetros de eficiencia y rentabilidad más que de excelencia académica. La estrategia de selección económica del alumnado, junto a la inversión privada, se han convertido en métodos preferentes para afianzar la alianza entre mercado y universidad, favoreciendo el acceso de aquellos grupos sociales que de antemano ya están alineados a un proyecto de sociedad de mercado. Otra vez, la centralización dogmática de la “economía de mercado” tiene como contracara la pretensión de reducir la universidad a un espacio de adoctrinamiento neoconservador y de adiestramiento profesional. Así, tras una política de financiación lo que se pone en juego es algo más grave aun: el tipo de saberes que produce (y debe producir) la universidad y la legitimidad misma de la academia como espacio de cuestionamiento de lo heredado.
 

A ese modelo de (hiper)especialización profesionalista, orientada a la formación de expertos, no cabe una réplica academicista que se limita a acentuar el autoencierro de los sujetos universitarios, reafirmando su distancia social con respecto a otros grupos y sectores sociales (usados a menudo por la derecha para atacar la autonomía universitaria con respecto a los imperativos del mercado). La arremetida contra la universidad pública por parte de las políticas educativas neoliberales y la consiguiente reivindicación de su función central en la formación de una ciudadanía crítica, sin embargo, no debería impedir una reflexión profunda acerca de las estructuras universitarias que, en el presente, perpetúan específicas formas de desigualdad, restringen la democracia interna y reproducen modelos de autoridad reverencial que no podemos sino cuestionar. Del mismo modo en que la crisis de financiación intensifica la dualización laboral entre funcionarios docentes y docentes contratados, es pertinente interrogarnos acerca de otras dualidades preexistentes, en particular, entre estas categorías docentes y aquellos sujetos que, por factores que hay que elucidar, están tendencialmenteexcluidos de la docencia universitaria en España.
 

Aunque existan otros ejes de desigualdad, empezando por las asimetrías de género, en la presente reflexión me centraré en la desigualdad sustentada por una razón de procedencia. Específicamente, procuraré determinar el grado y características de la participación del profesorado extranjero (con residencia legal en España) en el sistema universitario, en tanto pilar básico para evaluar el grado de clausura o apertura de estas instituciones educativas.
 

La tesis que sustenta las presentes reflexiones es que no hay interculturalidad posible sin un tejido institucional que de lugar efectivo a las diferencias tanto en los procesos de decisión como en las prácticas (para el caso, educativas) que construyen una determinada formación social. Las retóricas de la diferencia, en este sentido, deben ser confrontadas en el terreno primario de la historia que contribuyen a construir y las desigualdades sobre las que intervienen en sentidos diversos. En clave política, cabe preguntar sobre la relación entre esas retóricas y unas estructuras institucionales en las que las desigualdades no son un mero remanente del pasado, sino uno de sus rasgos persistentes.
 

2. La estructura del profesorado universitario en España

 
Tomando los últimos datos disponibles del Instituto Nacional de Estadística, en el curso 2010-2011 de la universidad pública española, participaron 102.378 profesores (11,5% catedráticos, 37,2% titulares y el 30,0% asociados y el 21,4 % ayudantes, contratados doctores, colaboradores y eméritos), del cual el 49,1% es personal funcionario (1). Aunque dicha información precisa que sólo el 38,7% de dicho profesorado está constituido por mujeres (haciendo visible la desigualdad de género), no hay datos sobre el número e importancia relativa del profesorado inmigrante y refugiado, así como de extranjeros nacionalizados. Por su parte, el último informe “Datos y Cifras del Sistema Universitario Español (SUE)” del Ministerio de Educación, Cultura y Deporte señala unas cifras ligeramente superiores (2), aunque las omisiones referidas se mantienen.
 

Si bien dentro de la universidad pública participan 616 profesores visitantes, no estamos en condiciones de determinar su procedencia o su nacionalidad (3). Tampoco se especifica si en las otras categorías docentes participan profesores de procedencia extranjera, como podría ser el caso de colaboradores, ayudantes doctores, contratados doctores, personal investigador u otros. En suma, por esta vía, resulta imposible determinar el nivel de participación del profesorado extranjero en la universidad pública española. Lo que resulta más significativo: ni siquiera remontándonos a la “Encuesta Nacionalde Inmigrantes 2007: una monografía” (4), estamos en condiciones de mejorar nuestro conocimiento al respecto.

 
En cuanto a los datos ministeriales, la información que disponemos es selectiva y sólo incluye referencias al “Programa de movilidad del profesorado de máster y doctorado” en la que han participado más de 3000 personas. En ese respecto, el informe especifica la procedencia de los participantes: “La mayor parte de los beneficiarios de este programa son profesores con nacionalidad española o de algún país miembro de la UE 27” (5). Más adelante, precisa las nacionalidades de los beneficiarios del programa de movilidad tanto en doctorados como en másteres oficiales respectivamente: España (23,9 % / 35,5%), UE-27 (49,4 %/ 45,2%), EEUU y Canadá (11,6%/ 8,7%), América Latina y Caribe (9,2 % / 6.1%), Asia y Oceanía (2,3%/ 1,4%), Resto de Europa (3,4%/ 2,9%) y África (0,1% /0,3 %). Solamente España, EEUU y Canadá se aproximan al 60% del total. Por supuesto, cabría preguntarse qué representa, por ejemplo, el 0,1 % de África en términos absolutos. Aunque la información no lo detalla, cabe deducir que de todo el continente africano ha participado solamente una persona en dicho programa de movilidad. En otros términos: el número de beneficiarios extracomunitarios, procedentes de países periféricos, es notoriamente bajo.
 

Si procuramos analizar la estructura general del profesorado, la información disponible se centra en la distribución por sexo y edad del profesorado, así como en su nivel de estudios y otras variables de las que queda rigurosamente excluida cualquier referencia a su procedencia. La constatación no deja de ser sorprendente: si por una parte, las estadísticas oficiales ofrecen un mapa detallado de la estructura del alumnado -en la que se especifican, entre otras cuestiones, las diferentes nacionalidades de los y las alumnos/as-, por otra parte, no ocurre nada equivalente con respecto a la estructura del profesorado.
 

Dada esta diferencia, resulta plausible preguntarse por las razones por las cuales las instancias oficiales consideran no pertinente este tipo de información en un caso y pertinente en otro. A menos que existiera alguna cláusula legal que impidiera la incorporación laboral de profesores y profesoras de otros países en el sistema universitario español, que tornaría superflua dicha información, esta omisión no parece justificada.
 

3. El régimen del profesorado en el sistema universitario español
 

Examinemos de forma sucinta el régimen de profesorado del sistema universitario, regulado principalmente a base de real decretos, leyes orgánicas y los propios estatutos de las universidades (además de reglamentaciones de orden inferior). Por un lado, en el real decreto 898/1985 (6) el artículo 1 del “Título I” establece que el profesorado de las universidades está constituido por diferentes cuerpos de “funcionarios docentes” (catedráticos y profesores titulares tanto universitarios como de escuelas universitarias).  El “Título II” refiere, por otro lado, a “profesores contratados” (profesores asociados, visitantes y eméritos). No bien queremos determinar quiénes pueden ser “funcionarios docentes” se nos remite a la “Ley orgánica de reforma universitaria (LRU)” (7), lo que no permite despejar nuestra duda, dado que en dicha ley sólo se especifican requisitos legales, académicos y de edad, pero no de nacionalidad.
 

Con todo, en tanto se trata de una clase específica de «funcionariado», es de suponer que los extranjeros residentes extracomunitarios no están habilitados legalmente para presentarse como “funcionarios docentes”, esto es, para ser profesores catedráticos o titulares. El “Título II”, por su parte, no deja lugar a dudas: el inciso 3 del artículo 20 lo señala de forma expresa: “3. Los profesores asociados podrán ser de nacionalidad española o extranjera y habrán de reunir los requisitos que puedan establecer los Estatutos de la Universidad”. A nuestros fines, no necesitamos ahondar en esos estatutos. Formalmente, no hay impedimentos para acceder como profesor/a contratado/a en lo que atañe a personas de otras nacionalidades, independientemente del grado de dificultad (comparativamente mayor al profesorado nativo) que implica cumplir con los requisitos generales y específicos de las convocatorias (en particular, homologación de títulos, documentos acreditativos expedidos en países de origen, conocimiento de la lengua autonómica en algunos casos, etc.).  
 

Tras este breve examen, la pregunta que nos hacíamos se hace más relevante, máxime en un país como España en el que la población inmigrante representa más del 15% del total. Puesto que en un nivel normativo dicha población no está excluida del acceso a la función docente (aunque de forma restringida), esta falta de registro no sólo resulta injustificable, sino que además nutre la sospecha de que el profesorado universitario migrante y refugiado es considerado por las autoridades públicas como estadísticamente irrelevante. Lo dicho incluso podría desplazarse a un nivel más primario: estos grupos no cuentan en términos estadísticos porque su participación efectiva dentro de la institución universitaria sería de carácter excepcional. Habida cuenta de esta situación de excepcionalidad, esto es, de la exclusión que se produce tendencialmente de estos colectivos, no constituiría siquiera una categoría significativa.
 

No obstante, incluso si dicha omisión se explicara en términos metodológicos, el efecto que produce no parece ser otro que el de bloquear cualquier investigación al respecto. ¿Por qué dejaría de ser relevante el conocimiento (no sólo estadístico) del nivel de participación del profesorado universitario extranjero en el sistema universitario español? Es de suponer que dicho conocimiento permitiría evaluar la necesidad de reformular la política universitaria vigente considerando la inclusión de esos grupos, acorde a un principio de no discriminación (8).
 

En términos más generales: el tipo de conocimientos que producen las instituciones oficiales dista de ser satisfactorio en este aspecto. Políticamente, invisibilizan la presencia o ausencia de estos colectivos en el sistema universitario, así como su posición eventual dentro de dicho sistema, impidiendo evaluar el grado de apertura institucional hacia el exterior.
 

4. Más allá de las estadísticas
 

Tampoco las estadísticas de empleo subsanan esta cuestión. Si consultamos, por ejemplo, los “Anuarios de inmigración” proporcionados por el Observatorio Permanente de Inmigración, no obtenemos resultados más precisos (9). Si bien se especifican los grandes sectores en los que la población extranjera residente se desempeña con sus correspondientes permisos de trabajo, las referencias siguen siendo genéricas. Así, dentro de “servicios”, se incluyen “Actividades profesionales, científicas y técnicas” y “Educación”, lo que no permite extraer ninguna información específica válida. Las estadísticas del Servicio Público de Empleo (SEPE) no mejoran esta incógnita: distribuyen las cifras del empleo por sector, sexo y edad, sin precisar la cantidad y tipo de contratos de extranjeros residentes en la educación universitaria (10).
 

En síntesis, la vía estadística es, en este caso, una vía muerta. La información pública disponible no permite conocer el grado de inserción real del profesorado extranjero residente en el sistema universitario español, incluso cuando formalmente están habilitados a participar en este tipo de actividad. Ni siquiera permite determinar cuántas personas inmigrantes y refugiadas con titulación superior homologada estarían en situación de acceder potencialmenteal sistema universitario. Por lo demás, la creencia de que entre los más de 5.500.000 de inmigrantes no hay perfiles habilitados para ese fin es completamente insostenible, a la luz de diversas investigaciones realizadas. 
 

Por citar sólo una fuente (Moreno Fuentes y Bruquetas Callejo, 2011: 41 [11]), las conclusiones al respecto son rotundas:
 

La bibliografía que estudia los vínculos entre nivel educativo y migración muestra cómo aquellos que deciden emigrar se encuentran generalmente entre los mejor educados de su sociedad de origen (Beauchemin y González, 2010).

Las razones para ello son claras. Emigrar constituye una apuesta difícil y onerosa en todo tipo de capitales (económico, cultural, relacional, social, etc.). Los potenciales emigrantes más educados se encuentran más preparados para hacer frente a dichos costes. Esto implica que, aunque un determinado colectivo inmigrante tenga un nivel educativo relativamente bajo en comparación con la población autóctona de la sociedad receptora, generalmente constituye, sin embargo, una selección de los más formados de su lugar de origen. A partir de los datos recogidos por la ENI de 2007 podemos analizar los perfiles educativos de los diferentes colectivos extranjeros residentes en España y compararlos con los de la población autóctona.

Así, podemos observar que el único colectivo extranjero que presenta un perfil educativo más bajo que el de la población autóctona es el de los inmigrantes procedentes del continente africano, ya que la proporción de los que tienen un nivel de educación primaria o inferior dobla a la de los españoles, y los que tienen algún tipo de estudio superior son la mitad que en la población autóctona. Con distintos equilibrios entre los diferentes niveles educativos, todos los demás colectivos extranjeros muestran un perfil de mayor nivel formativo que los españoles.

 

Si bien podríamos discutir la equiparación entre «educación» y «nivel de escolarización», lo interesante aquí es la puesta en cuestión del estereotipo de una inmigración de baja cualificación o no cualificada. Por el contrario, dicha investigación permite constatar que existe una franja relevante de inmigrantes con estudios superiores que oscila, según el continente, entre valores mínimos del 8% y valores máximos del 30%.

 

Concluyamos, pues, que la falta de especificación de la posición relativa del profesorado universitario extranjero en el sistema universitario responde a un diseño estadístico ajustado a objetivos de conocimiento más ligados al control de los flujos migratorios que a su inclusión igualitaria en las instituciones universitarias. El interés técnico de este sujeto de conocimiento está orientado principalmente tanto i) a la relación de la inmigración con mercados de trabajo de baja cualificación con escasez de mano de obra nativa como ii) a la relación de este colectivo con el sistema de prestaciones públicas, especialmente en lo atinente a su sostenibilidad económica.
 

El supuesto tácito de esas investigaciones podría formularse del siguiente modo: la universidad no constituye un espacio significativo de inserción laboral para personal docente de otras procedencias. La «clausura institucional» de este espacio parece ser una premisa omnipresente: no sólo no forma parte de las problematizaciones de este tipo de investigación sino que tampoco constituye una preocupación de las políticas de estado y, por extensión, de la política universitaria. Más que una simple omisión, reafirma la escasa atención que las llamadas «políticas de integración» han prestado a la inserción laboral de extranjeros residentes acreditados en puestos relacionados a la docencia universitaria, a pesar de los profundos cambios socioculturales que los fenómenos migratorios han producido en la sociedad española, especialmente en las últimas dos décadas.

 

5. Subalternidad e interculturalidad
 

Aunque existe una bibliografía especializada relativamente extensa que nos permite reflexionar sobre los diversos modelos de gestión de la pluralidad cultural (12), el vínculo efectivo que se plantea entre la institución universitaria española y profesores extranjeros residentes sigue estando marcado por la opacidad.
 

Como ocurre con otros sectores laborales, la posición tendencialmente subalterna de estos colectivos sociales (salvando algunas elites profesionales) tampoco parece estar en entredicho en el campo universitario. La idea de que la universidad pública constituye un espacio participativo, plural y abierto al exterior, vinculada a la universalización del saber, aunque forma parte de un imaginario progresista, no tiene ninguna correlación con las políticas universitarias vigentes. Como otros espacios sociales, el sistema universitario forma parte de los espacios de producción de hegemonía y no hay razones válidas para sustraer su dinámica de las prácticas sociales e institucionales que sostienen las condiciones del presente.
 

Paradójicamente, desde principios de milenio, las propuestas relacionadas a una «pedagogía de la interculturalidad» no han cesado de proliferar dentro del campo universitario, bajo la forma de postgrados, seminarios, jornadas y bibliografía teórica y metodológica abundantes. No deja de ser legítimo preguntarse si esa pedagogía no exigiría como una de sus dimensiones centrales la inclusión de los otros no sólo como objetos pedagógicos sino también como sujetos de la enseñanza. ¿Cómo podría, en efecto, defenderse una política de la interculturalidad sin resolver desigualdades múltiples, en este caso, provocadas por la procedencia?
 

El acceso igualitario a la docencia universitaria, independientemente a la “raza”, etnia, nacionalidad o grupo social, entre otras diferencias, forma parte de la problemática más amplia de la pluralidad cultural. Si bien lo expuesto nos permite sospechar la coherencia entre una retórica culturalmente pluralista y una práctica universitaria excluyente, ello no conduce necesariamente a la invalidación de los discursos de la interculturalidad, que constituyen una apertura significativa, sino más bien al cuestionamiento de una inconsecuencia persistente en la “gestión” de esa interculturalidad que abre la vía a indagar en las posibles ambigüedades teóricas de este proyecto.
 

Para que la «problemática de la interculturalidad» no quede reducida a una mera cuestión académica más o menos prestigiosa, ha de ser elaborada y debatida desde una multiplicidad de posiciones de enunciación. Difícilmente ello pueda producirse sin la inclusión institucional de los otros como sujetos del discurso teórico y pedagógico. Sólo esa pluralidad efectiva puede promover el descentramiento de las diferentes posiciones enunciativas, condición necesaria aunque insuficiente para la producción de una sociedad intercultural. En suma, es la ruptura de la subalternidad intelectual lo que hace posible que un proyecto intercultural tenga un sentido que desborde lo académico.
 

Si bien la opacidad estadística no permite determinar si ese descentramiento se está produciendo y en qué medida, hay razones para suponer que los obstáculos institucionales para una política intercultural son persistentes y no han cesado de crecer. Las mismas propuestas pedagógicas que hacen pensable ese camino están afectadas por la crisis de financiación estatal de la universidad pública. En este sentido, la posibilidad de una pedagogía desde lo intercultural se parece cada vez más a un proyecto remoto, cuando no a una mera veleidad.  
 

Determinar la “apertura universitaria” por la disposición intelectual, política y ética de los sujetos académicos es, cuando menos, unidimensional. Como cuestión fáctica, también está ligada a la estructura del profesorado. La misma noción de «claustro» para referirse a la comunidad docente no deja de ser sintomática: en términos etimológicos, expresa ante todo un «cierre» y comparte su raíz con «clausura». En cualquier caso, difícilmente podría entenderse la apertura como no sea mediante la recuperación institucional de experiencias pedagógicas e investigativas ligadas no sólo a narrativas de la alteridad, sino también a la participación efectiva de esos otros, capaces de contribuir a la producción de una sociedad intercultural. Entretanto, las declaraciones al respecto se asemejan más a un artículo de fe que a un vínculo simétrico con otros sujetos culturales.  
 

6. En la encrucijada
 

No cabe subestimar las iniciativas individuales o grupales orientadas a la erosión de lo que hemos llamado «clausura institucional». Sin embargo, seguirán resultando insuficientes mientras las desigualdades que aquí planteamos no sean transformadas a nivel institucional. Como problema público de primer orden, las serias deficiencias del estado español al momento de desarrollar una política de igualdad exigen un giro decisivo. La discriminación institucionalizada -bajo leyes restrictivas, trato desigual, trabas burocráticas o invisibilización de otros colectivos sociales- no es a pesar del estado español, sino efecto de sus intervenciones, en tanto garante de unos privilegios institucionales.
 

La estratificación de las ciudadanías que coexisten en España es una realidad social inocultable. Que dentro de las universidades públicas ese proceso sea menos visible no debería extrañarnos. Choca con uno de sus ethosmás influyentes: la ética de la hospitalidad que marca algunas de sus mejores tradiciones intelectuales. En este punto, nos encontramos en la siguiente encrucijada: o reivindicamos una política interculturalista que promueva la construcción de condiciones igualitarias en una sociedad plural o cedemos a la tolerancia multiculturalista que bajo la retórica de la diferencia encubre la rígida jerarquización que se produce entre configuraciones culturales distintas.
 

Aunque esta «clausura institucional» de la universidad pública no sea exclusiva a España, es nuestra tarea documentar los modos en que se produce en cada contexto. Luego de dos décadas de sucesivas olas migratorias de importancia y de un verdadero estallido de discursos aperturistas, no deja de ser significativo no sólo que no se hayan producido cambios favorables para la inclusión igualitaria a nivel institucional de estos colectivos, sino que hayamos ingresado en un período más regresivo aun, donde el mismo profesorado universitario nacional (por no hablar de las comunidades científicas) se ven empujados a migrar en busca de las oportunidades que la política educativa vigente les niega a nivel nacional.
 

A pesar de lo dicho, es erróneo suponer que las «membranas institucionales» son producto de la actual crisis económica. Por el contrario, se trata de una regulación implícita de larga duración. Responde a una constelación jurídica, política e ideológica ligada, en particular, a la historia de la universidad. Aunque trazar esa historia rebasa este trabajo, la historia del profesorado como claustro y la emergencia de la institución universitaria en la Alta Edad Media podrían ser su punto de partida, sin desconocer el lugar central de los estados-nación modernos en la construcción de fronteras entre la propia comunidad imaginada y los “extranjeros”, poniendo en juego la cuestión decisiva de la pertenencia y la exclusión. Entérminos específicos, la configuración social y cultural del campus universitario resulta impensable sin la referencia al blindaje etnocéntrico que las autoridades coloniales han efectuado a lo largo de la historia moderna. El efecto duradero de ese blindaje es la producción de una membrana jurídico-institucional que separa el interior del exterior e inhabilita al Otro como sujeto pedagógico.  
 

Dadas esas condiciones, los discursos de la interculturalidad corren el riesgo de hacerse huecos o, más precisamente, de convertirse en una mercancía cultural de elite, siendo su fuerza histórica y su base institucional débiles. Hacer visibles los obstáculos socio-institucionales presentes al momento de institucionalizarla, sin embargo, es un modo específico de su reivindicación. Forma parte de ese gesto concreto el llamar la atención sobre una legislación restrictiva y unas dificultades de acceso que la invisibilidad estadística de los colectivos de inmigrantes y refugiados no hace sino agravar.
 

La buena nueva que hace más de una década se celebró como «interculturalidad» es también la historia de una posibilidad si no reprimida sí al menos neutralizada en sus efectos subversivos potenciales, incluyendo la reestructuración del campo universitario. Pero como ocurre con otras problemáticas de interés teórico y político, luego de desmembrar al niño no cabe denunciar que no camina. La apertura teórica ligada a algunas propuestas interculturales se ha topado con escollos serios, tanto político-institucionales como económicos y culturales. No cabe separar la defensa de la universidad pública –lo que en ella persiste en tanto proyecto dialógico y crítico- del cuestionamiento de ciertas pautas de organización que segregan a específicos sujetos sociales. Desde el rescate de determinadas prácticas universitarias (pedagógicas e investigativas) que participan en tradiciones intelectuales y políticas que apuestan por una sociedad igualitaria, autónoma y justa, nuestra opción es señalar aquello que, en sus estructuras, responde a una lógica antagónica. Es desde esas tradiciones específicas por las que la crítica institucional se hace pertinente y evita que la defensa de la universidad pública se convierta en una simple apología de los privilegios.
 

Arturo Borra
 

Notas:


(2)     El informe “Datos y Cifras del Sistema Universitario Español (SUE)” puede consultarse en http://www.mecd.gob.es/prensa-mecd/dms/mecd/prensa-mecd/actualidad/2013/01/20130118-datos-univer/2012-2013-datos-cifras.pdf



(5)     “Datos y Cifras del Sistema Universitario Español (SUE)”, op.cit., p. 52.

(6)     En particular, remito al “REAL DECRETO 898/1985, de 30 de abril, sobre régimen del profesorado universitario, modificado por los Reales Decretos 1200/1986, 554/1991 y 70/2000”, en http://www.uv.es/pdi/NormvaProfLeg/RD898-1985_.pdf

(7)     La ley orgánica de reforma universitaria data de 1983 y ha sido modificada posteriormente. Puede consultarse en :http://www.ual.es/Universidad/CCOO/Normativa/GESTION%20UNIVERSITARIA/TEMA%201/LEY%20ORGANICA%20DE%20REFORMA%20UNIVERSITARIA.pdf 

(8)     He trabajado sobre algunas formas de desigualdad en “Migración y mercados de trabajo en España” en http://www.rebelion.org/noticia.php?id=167293y “La discriminación en el mercado laboral español. Crisis capitalista y dualización social” en http://www.rebelion.org/noticia.php?id=133998.

(9)     Dichos anuarios, por demás, están actualizados sólo hasta 2009. El último anuario puede consultarse en: http://extranjeros.empleo.gob.es/es/ObservatorioPermanenteInmigracion/Anuarios/Anuario2009.html


(11) Francisco Javier Moreno Fuentes y María Bruquetas Callejo (2011): “Inmigración y Estado de bienestar en España” (2011, Fundación La Caixa, España. La versión electrónica puede consultarse en http://obrasocial.lacaixa.es/StaticFiles/StaticFiles/670e2a8ee75bf210VgnVCM1000000e8cf10aRCRD/es/vol31_es.pdf

(12) Al respecto, puede consultarse Francisco Colom (1998): Razones de identidad. Pluralismo cultural e integración política, Anthropos, Barcelona, Ana María López Sala (2005): Inmigrantes y Estados: la respuesta política ante la cuestión migratoria, .Anthropos, Barcelona y VVAA (2007): Diccionario de relaciones interculturales. Diversidad y Globalización, Complutense, Madrid.

jueves, 18 de julio de 2013

Resistencias ante el presente: cuatro notas sobre el sujeto

 
1. En la extensa entrevista audiovisual El abecedario de Gilles Deleuze (1988), producida y realizada por Pierre André Boutang, se le formula al autor la siguiente pregunta, refiriéndose a algunas figuras intelectuales (artistas, filósofos y científicos): “¿A qué resisten exactamente?”. Deleuze en su respuesta se encarga de matizar que no se trata invariablementede «resistencia». La posición ambigua de las ciencias en el actual contexto no parece ocultable, aunque sean muchos y muchas aquellos que resisten “(…) al arrastre y a los deseos de la opinión corriente, a todo ese dominio de interrogación imbécil”. Por su parte, también el arte [aunque mejor sería decir cierto arte] consiste “(…) en liberar la vida que el hombre ha encarcelado”.

 
La ecuación sería la siguiente: crear –en el sentido radical del término- es resistir. Citando a Primo Levi (superviviente de los campos de exterminio nazi), Deleuze señala que uno de los motivos del arte y el pensamiento es una “cierta vergüenza a ser un hombre”. No se refiere al tópico de que “todos somos asesinos”. La idea de una «culpabilidad colectiva» disuelve responsabilidades desiguales. Incluso si admitiéramos algún grado de complicidad con lo existente, ello no niega niveles asimétricos de responsabilidad en la construcción social del presente. Semejante generalización sería una confusión burda entre víctimas y verdugos. La vergüenza de ser humano, con todo, persiste incluso entre las víctimas del nazismo: vergüenza por que algo semejante al exterminio haya sido posible para otros humanos; vergüenza de por haber transigido ante lo que esos otros hacían: “No me he convertido en verdugo, pero he transigido bastante para haber sobrevivido”. Y, en tercer lugar, vergüenza por haber sobrevivido “yo” y no cualquier otro.
 

Reformulemos, pues, la afirmación de Deleuze en nuestro contexto discursivo: la creación intelectual puede devenir una forma específica de resistencia, esto es, un modo de afrontar la vergüenza que sentimos. Por lo demás, no tenemos por qué confinar la «creación» al campo artístico o al campo intelectual, aun si reclamáramos a sus participantes responsabilidades específicas en la actual configuración social. Podemos resistir creando otras posibilidades en cualquier campo de la actividad humana, al menos, en cuanto nos salimos de “ese dominio de interrogación imbécil” en el que habitualmente nos movemos. Así planteadas las cosas, no sólo no deberíamos dar por descontada esa resistencia -intelectual, ética o política- sino que sería preciso dar cuenta, simultáneamente, de otras respuestas sociales marcadas por la resignación, el conformismo y la indiferencia ante las atrocidades que se repiten en el presente.
 

2. La objeción es previsible: puede que esas víctimas se hayan sentido avergonzadas ante lo que (les) ocurrió. Pero, al fin de cuentas, los campos de exterminio son cosa del pasado, algo ignominioso que ha quedado atrás y que no nos atañe directamente. No bien mencionemos los CIE, los campos de refugiados, Guantánamo, las cárceles secretas de la CIA, nos replicarán que no es lo mismo. Si procuramos nombrar las vejaciones del presente –torturas, asesinatos selectivos o en masa, atentados, persecuciones ideológicas, guerras imperiales, espionaje masivo, etc.- insistirán en que, a pesar de todo, hoy se las condena de forma rotunda a diferencia de otros tiempos.

 
Es cierto que podríamos replicar que esa condena moral universal no existe o que es completamente insuficiente. El problema, sin embargo, es mucho más grave: además de persistir la «lógica del campo» (1), tras las variaciones fenomenológicas, la fuerza de lo atroz mantiene su vigor. Lanzados a este círculo de supervivencia, incluso lo mortífero –esto es, males sociales endémicos como la desnutrición infantil y las hambrunas, la destrucción medioambiental, el desempleo y la explotación, la marginación social y la pobreza, el incremento de las asimetrías de poder, etc.- termina siendo minimizado no sólo por los poderes estatales, mediáticos y económicos, sino también por buena parte de la propia ciudadanía, atrapada por el pánico a perder lo que (no) tiene. La globalización de la catástrofe convierte los pequeños desastres diarios en riesgos presuntamente inevitables de la vida. Puestosen la lógica binaria de la vida o la muerte, sobrevivir podría resultar para muchos un mal menor. Naturalizada la exclusión social, el problema suele quedar reducido a quiénes son los que quedan fuera, sin reparar siquiera en que se puede estar “dentro” de modos diferentes, incluyendo esos modos que excluyen la posibilidad de otra vida.

 
Situados en una perspectiva histórica, esta naturalización muestra una diferencia sustantiva: hasta tiempos relativamente recientes, las sociedades europeas mantenían intacta la ilusión de que todo ese horror innombrable estaba demasiado lejos para afectarlas. Lo atroz es lo que ocurría con el Otro, por no decir que, según esa percepción dominante, lo atroz era el Otro a secas. Pero también esa ilusión ha estallado: la otredad es parte de la mismidad. Los males se multiplican de manera irrefrenable en las propias periferias europeas. En la proliferación de la miseria, la estafa planificada, la transferencia de recursos públicos a las elites empresariales y bancarias, el latrocinio monumental propiciado por la alianza entre sistema político y sistema económico-financiero, la primacía de una cultura cínica que claudica en sus compromisos inclusivos a la vez que exacerba su individualismo hedonista.

 
Lo atroz quizás ya no puede nombrarse de forma exhaustiva. Escapa al concepto. No por exceso de profundidad sino por multiplicación de facetas, por su existencia banal y extendida. La enumeración falla. Siempre hay más. Lo relevante es la matriz que produce esas atrocidades en las que vivimos. Las que a fuerza de repetición dejan de escandalizar, las que se instalan como parte estable de un capitalismo en ruinas, que se reproduce haciendo estragos, abatiendo ingentes masas sociales de las que cada cual, de forma más ilusoria que real, se autoexcluye, como si estuviéramos a salvo en el reparto de las desigualdades.

 
 
3. Resistir es crear otras posibilidades vitales: convertir la vergüenza en un sentimiento revolucionario que nos permita dejar de transigir, esto es, no ceder a la política de resignación que hegemoniza nuestro presente. Por eso la indignación no puede bastar si no deviene rebelión. Mucho menos la queja privada que, además de pasivizar al sujeto, permite de manera indefinida su coexistencia con el malque lo aqueja. Desafiar esa resignación es movilizar nuestra energía política. Articular frentes de lucha en común en torno a proyectos colectivos que pongan en crisis la formación capitalista misma (y no sólo su variante neoconservadora).

 
La vergüenza es parte de nuestra experiencia social. No hemos hecho más que otros para evitar la maquinaria del sacrificio. No somos verdugos, pero permitimos que ellos sigan haciéndolo. Llámese saqueo visible, crimen organizado, expolio, corrupción sistémica, impunidad. Claro que no bien queremos identificar ese “ellos”, los rostros también se hacen múltiples. No están del otro lado. Ni lejos. No es una cuestión irrelevante si preguntamos a cada cual qué está haciendo (qué estamos haciendo) para no permitir lo atroz. Para no conformarnos con estar dentro, aunque se trate de un mal-estar, de una presencia al límite de lo presente. En particular, ante el déficit de reflexión en torno a lo que Bourdieu llama especialistas en el manejode los capitales simbólicos, resulta de vital importancia preguntarse qué están haciendo esos sujetos para no comportarse como verdugos. Puesto que los «intelectuales» no constituyen una categoría independiente y autónoma de individuos, sino que pertenecen a grupos sociales determinados, no sólo no es lícito presuponer su participación en prácticas sociales transformadoras, sino que también exige indagar cómo participan en la producción de hegemonía.


Para decirlo de un modo inclusivo: ante la ofensiva radical del capitalismo financiero, ¿qué estamos haciendo los sujetos académicos, científicos, artísticos y filosóficos? ¿Cómo resistimos, si lo hacemos, quienes participamos en el trabajo intelectual, incluyendo a los periodistas como supuestos “profesionales de la (des)información”? Las preguntas no se detienen ahí: ¿qué ocurre con los millones de trabajadores y trabajadoras, con los parados y paradas, con los movimientos estudiantiles, con los movimientos de gays, lesbianas, bisexuales y transexuales, con los diferentes sindicatos, los colectivos inmigrantes y refugiados, en suma, con los cientos de miles de humanos afectados por una política de lo atroz?

 
4. Sería un error suponer que la baja participación en las protestas públicas responde sola o principalmente a la desafección ciudadana, la despolitización y el escepticismo ante manifestaciones colectivas desoídas de forma sistemática por gobiernos autistas o el apoyo vergonzante a las actuales direcciones gubernamentales. No hay por qué descartar algo más desconcertante: la perplejidad extendida ante una «política de shock» globalitaria que no cesa de expandirse.

 
No es preciso disociar esas dimensiones. Probablemente, el irregular nivel de movilización sea síntoma de unos consensos mayoritarios erosionados pero persistentes y, simultáneamente, de una perplejidad política de los que, de formas diferenciadas, somos damnificados. ¿No es precisamente ese estado de ánimo colectivo lo que bloquea la articulación crítica de una práctica política radical, con fuerza suficiente para poner en crisis la hegemonía actual? ¿No habría incluso que ir más allá de lo que es inmediatamente reconocido como «político», para desplazarse al análisis crítico de nuestras formas colectivas de vida?

 
Tal vez sea preciso insistir en el punto: nadie escapa de ese estado como no sea mediante un trabajo (auto)crítico que nunca está asegurado. Dicho de otra manera, no hay posibilidad de rebelión sin el cuestionamiento radical del mundo, de nuestras formas de existencia y de nosotros mismos. Todavía seguiría siendo una mera coartada si a ese espectro de la crítica no le exigiéramos la encarnación en una práctica social transformadora. Ante la vergüenza de nuestracomplicidad que la crítica hace manifiesta, nos queda la posibilidad del acto: la creación de una praxis colectiva que interrumpa su permisividad, incluso aquella que se justifica teóricamente.

 
No se trata, en este sentido, de un llamado simple a la acción. No todo activismo es de por sí mejor. De forma complementaria, la tesis marxiana de la autodestrucción del capitalismo a partir de las contradicciones de su ley de desarrollo histórico es, de mínima, dudosa. No hay nada que indique que la formación capitalista no pueda reproducirse en medio de los escombros, incluso si ello supusiera una mutación histórica radical a partir de la institucionalización de una gobernanza supranacional sustraída a los poderes democráticos. En última instancia, la condición de existencia de nuestra formación social es la producción de un mundo arruinado en el que sobreabundancia y carencia coexisten.

En ese contexto, reflexionar sobre nuestras posibilidades de acción y su articulación con otras prácticas a nivel global se convierte en una necesidad política de primer orden. Es parte de nuestra responsabilidad ante una exigencia de justicia. No basta cuestionar las actuales estructuras políticas, económicas y culturales si no cuestionamos, simultáneamente, a los «sujetos» individuales y colectivos que las sostienen. Cuestionar ciertas teorías del sujeto, entonces, no habilita a clausurar la reflexión en torno a éste. El sujeto no es un mero soporte pasivo de estructuras cerradas, sino «agente» que participa en la reproducción/ transformación del presente. Demasiado a menudo olvidamos -a pesar de algunos filósofos- que no sólo la historia nos hace sino que también nosotros hacemos la historia efectiva. La concepción (objetivista) de una «historia sin sujeto» se limita a invertir el idealismo (subjetivista) de un «sujeto sin historia», pero no permite subvertir a los «sujetos históricos» que, en condiciones materiales específicas, plantean una relación determinada con lo que heredan. Incluso si fuéramos “moscas atrapadas en una telaraña”, nuestro deseo de salir no perdería fuerza.

La vergüenza sigue ahí. “Estamos auto-divididos, auto-alienados, somos esquizoides. Nosotros los-que-gritamos somos también nosotros-los-que-consentimos” (2). La vergüenza de consentir es también la que nos incita a gritar. Precisamente porque las grietas de la realidad social son cada vez más numerosas, es a nosotros a quienes atañe convertir esos gritos colectivos en nuevas intervenciones históricas que nos lleven más allá de la desolación del presente.

 

 Arturo Borra

 
(1) Para un análisis obre la «lógica del campo» puede consultarse Giorgio Agamben, Medios sin fin, Pretextos, Valencia, 2010.
 

(2) Holloway, John, Cambiar el mundo sin tomar el poder, El Viejo Topo, España, 2002, p. 201.

 

 

martes, 2 de abril de 2013

Notas sobre la insolencia: una réplica al cinismo







Puede que nuestro objetivo no sea otro que “(…) hacer aparecer en la práctica una línea divisoria entre los que quieren más de lo que existe y los que ya no quieren más” (1). Ese “más” es de otra especie; es un suplemento que, cualitativamente, exige una sociedad que no se resigne a los escombros.

Hay que decidir entonces en esa línea divisoria: a cada instante, tenemos que optar entre asaltar el orden del mundo o defenderlo. Quien declara no optar ya ha optado por su defensa: toma partido por los que, en las condiciones del presente, gozan los privilegios de su existencia.

El antagonismo no es electivo. La escalada que vivimos es de tal magnitud que nadie puede sustraerse a sus efectos. En una situación histórica semejante, lanzarse hacia aquello que parece inatacable es una apuesta de vida. Que las posibilidades de cambio social no estén aseguradas no nos exime de movernos hacia un horizonte que exige “más”  no sólo de los otros, sino también de nosotros mismos.

El riesgo de quedar atrapado es irreductible: “Es sabido que esta sociedad firma una especie de paz con sus enemigos más declarados cuando les ofrece un sitio en su espectáculo” (2). La catástrofe diaria del capitalismo nos desafía a no retroceder ante ese riesgo.

Nunca murieron tantos seres humanos como en la actualidad, a pesar de que las condiciones técnicas para evitarlo sean inéditas. La masacre pasa desapercibida sólo a quien cierra los ojos. No hay que buscar demasiado para encontrar cadáveres detrás de las grandes fortunas.

Se puede mirar hacia otra parte. Hacer del goce una justificación para el autismo o convertir la resignación y el conformismo en religión oficial.  Declarar los sueños en bancarrota, en nombre de un realismo que alza como infranqueables los límites del mundo actual. Reírse de los utopistas –denunciarlos por totalitarios, burócratas de lo imposible. Sospechar incluso cualquier proyecto que no se contente con lo menos, esto es, ingeniería social local, política reformista, sacrificio graduado. 

Como saben los situacionistas, no se trata de plantear fórmulas revolucionarias generales. El lenguaje formulaico, al uso, es parte del espectáculo de nuestros amos. Señuelos para los desprevenidos. La práctica del cambio se gesta en una pluralidad de agentes sociales, sin centro unitario. Lo que desafía lo espectacular no es un nuevo guionado, sino la ruptura activa de la lógica de los papeles: la práctica de lo imprevisible.
Eso no niega la necesidad de una articulación política de nuestra voluntad, a través de un proyecto emancipatorio que no significa nada distinto a una anticipación abierta de la instancia decisiva de la praxis. O, si se prefiere, el borrador colectivo para no claudicar ante lo inaceptable.

Incluso si el fuego nos devora, ¿qué otra salida podríamos imaginar que no sea dar vueltas en la noche? Cuando a plena luz del día el horror no espanta, la oscuridad puede ser una forma de guarecerse para luchar. No hay reposo ni reconciliación. Si llaman “inmadurez” a la negativa a dejar de cuestionar lo heredado, nuestra decisión más razonable es aceptar la condena y resistirnos a la normalidad de lo siniestro.

No vamos a negar que nuestra incompetencia para respetar el buen sentido es máxima. Demasiados sujetos competentes sostienen la actual estructura del mundo. ¿Estamos por ello desmantelados, girando sin saber ya qué hacer? Nada de eso: el incendio de lo visto podría ser una buena respuesta. La invención de otra cotidianeidad, el itinerario abierto de una «política nocturna» que se abre paso hacia lo excluido.

La osadía política consiste ante todo en mantener abierta la pregunta por el deseo colectivo mientras nos desplazamos. Ante la obscenidad cínica convertida en moneda de cambio, la réplica es la insolencia kínica: el sabotaje a una economía del cálculo, el desafío a la racionalidad del dominio que exhibe con buenos modales su potencia homicida.

Contra el pensamiento inocuo –volver a pensar. Querer más es una declaración de guerra a la idiotez convertida en norma moral. Es comprensible que alguien pregunte: ¿no somos ya irrevocablemente imbéciles? Puesto que no estamos fuera de nada, la pregunta se hace tanto más irrenunciable. Incluso si no pudiéramos escapar de esta imbecilidad del todo, el deseo de una salida sería tanto más imprescindible.

Tampoco cabe esperar nada fuera. Crear grietas es nuestro camino político. Cercados por una membrana cada vez más asfixiante, horadar su superficie es cuestión de vida, de otra vida (y no de sólo de mera supervivencia). El encierro no previene de nada sino que aísla de la alteridad.

Tampoco vendrá nadie. Los desposeídos no verán restituida la justicia en una experiencia mesiánica. El fin del mundo se aplaza a cambio de continuas catástrofes. La promesa sólo nace de estos escombros. Es la que alzan los albañiles de lo imaginario. No hay desencanto: contra el discurso de la seducción, tampoco tenemos que aceptar la futilidad del mundo. Si morar es parte de la trampa, nosotros nos lanzamos al exilio. Horadamos el baldío en el que se amontonan los desechos.

En una época en la que el cinismo es hegemónico, la insolencia es una actitud infrecuente: cuestionar la autoridad y las jerarquías, al fin y al cabo, exige una osadía intelectual y ética más bien atípica, incluso en una multitud de intelectuales y académicos reducidos a expertos del orden y a una infinidad de artistas convertidos en coleccionistas de minucias. En efecto, “(…) la insolencia es esa libertad que podemos expresar cuando nos liberamos de los vínculos que nos atan, una trascendencia que sólo se puede vivir durante un cierto tiempo, el que necesita lo real para atraparnos” (3).   

No bastará, desde luego, con ser insolentes. Cuestionar lo que hay de místico en la autoridad y de criminal en lo institucional es asumir un compromiso que exige un trastocamiento de lo real antes de que lo real (la prepotencia de los poderosos) nos atrape. Sospechar lo que hoy se inviste de un aura respetable forma parte de una insólita práctica de libertad. Llegados a este punto, ¿hay algo más insolente hoy día que una demanda de justicia que no se contente con obtener un sitio en el espectáculo?
 

Arturo Borra



(1)   Debord, Guy (2000): In girum imus nocte et consumimur igni, Anagrama, Barcelona, p. 48.
(2)   Debord, Guy, op.cit., p. 53.
(3)   Meyer, Michel (1996): La insolencia, Ariel, Barcelona, p. 134.

jueves, 14 de febrero de 2013

Para una caracterización del ecosocialismo en diez rasgos -Jorge Riechmann




1. Frente al nihilismo contemporáneo, el ecosocialismo propugna una moral igualitaria basada en valores universales, arrancando en el primero de ellos: la dignidad humana. Más allá de la moral capitalista de poseer y consumir, más allá de su moral, la nuestra: vincularse y compartir. El pensador marxista franco-brasileño Michael Löwy, uno de los teóricos del ecosocialismo moderno, ha argumentado la necesidad de una ética ecosocialista con los siguientes rasgos: social, igualitaria, solidaria, democrática, radical y responsable.

2. Frente a la deriva biocida de las sociedades contemporáneas, el ecosocialismo apuesta por vivir en esta Tierra, “haciendo las paces” con la naturaleza. El socialismo, como sistema social y como modo de producción (sobre la base de la producción industrial), se define esencialmente por las condiciones de que el trabajo deja de ser una mercancía, y la economía se pone al servicio de la satisfacción igualitaria de las necesidades humanas. El valor de uso ha de dominar sobre el valor de cambio: esto es, la economía ha de orientarse a la satisfacción de las necesidades humanas (y no a la acumulación de capital). El ecosocialismo añade a las condiciones anteriores la de sustentabilidad: modo de producción y organización social cambian para llegar a ser ecológicamente sostenibles. (No mercantilizar los factores de producción –naturaleza, trabajo y capital—, o desmercantilizarlos, es la orientación que un gran antropólogo económico como Karl Polanyi sugirió en La Gran Transformación).

3. Frente a la pérdida de horizonte alternativo (tanta gente que ya sólo concibe la vida humana como compraventa de mercancías), el ecosocialismo es anticapitalista en múltiples dimensiones, incluyendo la cultural, y está comprometido con la elaboración de una cultura alternativa “amiga de la Tierra”. Hablaremos de “socialismo” en el sentido propio e histórico del término, un socialismo radicalmente crítico del capitalismo que busca sustituirlo por un orden sociopolítico más justo (y hoy hay que añadir: que sea sustentable o sostenible). No nos referimos, por tanto, a la profunda degeneración de la corriente política socialdemócrata que ha terminado desembocando en partidos políticos nominalmente “socialistas” aunque practiquen políticas neoliberales.

4. Frente a la tentación de refugiarse en los márgenes, el ecosocialismo mantiene la lucha por la transformación del Estado. Me impresionó, hace no mucho, un artículo de Ignacio Sotelo donde, tras decretar la inviabilidad de la revolución –“mitología decimonónica de una clase obrera supuestamente revolucionaria”− y también de la mera reforma –ya que “la rebelión y la protesta no van a cambiar el capitalismo financiero establecido”-- el catedrático de sociología –que se supone representa de alguna manera la izquierda del PSOE, no lo olvidemos− concluye que “no queda otra salida que trasladarse a otro país –la emigración vuelve a ser el destino de muchos españoles– o bien encontrar acomodo en la economía alternativa, saliéndose del sistema” . Es llamativa la coincidencia de esa propuesta de supervivencia en los márgenes, altamente funcional al desorden establecido, con la tentación de una parte considerable de los movimientos alternativos indignados: organicémonos por nuestra cuenta al margen del Estado (si destruyen la sanidad pública, creemos cooperativas de salud autogestionadas, etc.). Frente a esa tentación, el ecosocialismo afirma: no renunciamos a la transformación del Estado, de manera que llegue a ser alguna vez de verdad social, democrático y de Derecho.

5. Frente a la dictadura del capital que se endurece a medida que progresa la globalización, el ecosocialismo defiende la democracia a todos los niveles. Desmercantilizar, decíamos antes: y también democratizar. El ecosocialismo trata de avanzar hacia una sociedad donde las grandes decisiones sobre producción y consumo sean tomadas democráticamente por el conjunto de los ciudadanos y ciudadanas, de acuerdo con criterios sociales y ecológicos que se sitúen más allá de la competición mercantil y la búsqueda de beneficios privados.

6. Frente al patriarcado, ecofeminismo crítico. Como ha señalado Alicia Puleo, el ecofeminismo no se reduce a una simple voluntad feminista de gestionar mejor los recursos naturales, sino que exige la revisión crítica de una serie de dualismos que subyacen a la persistencia de la desigualdad entre los sexos y a la actual crisis ecológica. El análisis feminista de las oposiciones naturaleza/ cultura, mujer/ varón, animal/ humano, sentimiento/ razón, materia/ espíritu, cuerpo/ alma ha mostrado el funcionamiento de una jerarquización que desvaloriza a las mujeres, a la naturaleza, a los animales no humanos, a los sentimientos y a lo corporal, legitimando la dominación del varón, autoidentificado con la razón y la cultura. El dominio tecnológico del mundo sería un último avatar de este pensamiento antropocéntrico (que sólo otorga valor a lo humano) y androcéntrico (que tiene por paradigma de lo humano a lo masculino tal como se ha construido social e históricamente por exclusión de las mujeres). La negación y el desprecio de los valores del cuidado, relegados a la esfera feminizada de lo doméstico, ha conducido a la humanidad a una carrera suicida de enfrentamientos bélicos y de destrucción del planeta. Un ecofeminismo no esencialista y decidido a realizar una “ilustración de la Ilustración”, como el que propone Alicia Puleo , hemos de considerarlo imprescindible aliado del ecosocialismo que aquí se propugna.

7. Frente a la idea de un “capitalismo verde”, el ecosocialismo defiende que no tenemos buenas razones para creer en un capitalismo reconciliado con la naturaleza a medio/ largo plazo, aunque en el corto plazo sin duda serían posibles reformas ecologizadoras que permitirían básicamente “comprar tiempo” con estrategias de ecoeficiencia (“hacer más con menos” en lo que a nuestro uso de energía y materiales se refiere) . La razón de fondo de tal incompatibilidad es el carácter expansivo inherente al capitalismo, ese avance espasmódico que combina fases de crecimiento insostenible y períodos de “destrucción creativa” insoportable. Hoy ya estamos más allá de los límites, y por eso suelo decir que “el tema de nuestro tiempo” (o al menos, uno de los dos o tres “temas de nuestro tiempo” prioritarios) es el violento choque de las sociedades industriales contra los límites biofísicos del planeta. (y hoy “sociedades industriales” quiere decir: el tipo concreto de capitalismo financiarizado, globalizado y basado en combustibles fósiles que padecemos). Si se quiere en forma de consigna: marxismo sin productivismo, y ecologismo sin ilusiones acerca de supuestos “capitalismos verdes”.

8. Frente a la quimera del crecimiento perpetuo, economía homeostática. Una economía ecosocialista rechazará los objetivos de expansión constante, de crecimiento perpetuo, que han caracterizado al capitalismo histórico. Será, por consiguiente, una steady state economy: un “socialismo de estado estacionario” o “socialismo homeostático”. La manera más breve de describirlo sería: todo se orienta a buscarlo suficiente en vez de perseguir siempre más. En los mercados capitalistas se produce, vende e invierte con el objetivo de maximizar los beneficios, y la rueda de la acumulación de capital no cesa de girar. En una economía ecosocialista se perseguiría, por el contrario, el equilibrio: habría que pensar en algo así como una economía de subsistencia modernizada, con producción industrial pero sin crecimiento constante de la misma.

9. Frente al individualismo anómico y la competencia que enfrenta a todos contra todos, frente a la cultura “emprendedora” que convierte a cada cual en empresario de sí mismo presto a vender sus capacidades al mejor postor, el ecosocialismo defiende el bien común y los bienes comunes. Esta consigna apunta a priorizar los intereses colectivos (¡no solamente los de los seres humanos, y no solamente los de las generaciones hoy vivas!), y a gestionar las riquezas comunes más allá de las exigencias de rentabilidad del capital. Educación, sanidad, energía, agua, transportes colectivos, telecomunicaciones, crédito –ninguno de estos servicios básicos deberían ofrecerlos empresarios privados en mercados capitalistas. Tendrían que proveerse mediante empresas públicas y cooperativas gestionadas democráticamente.

10. Frente a la fosilización dogmática, ecosocialismo es socialismo revisionista. Pero es que, como decía Manuel Sacristán, “todo pensamiento decente tiene que estar siempre en crisis” . Aquí también es de utilidad la categoría pasoliniana de empirismo herético que le gustaba recordar a Paco Fernández Buey. Yendo a lo nuestro: lo esencial del marxismo, como repetían estos grandes maestros, es el vínculo de una idealidad emancipatoria con el mejor conocimiento científico disponible. Cada elemento teórico concreto del pensamiento socialista es revisable en función de lo que hayamos logrado saber recientemente: lo que resulta irrenunciable es la moral igualitaria que aspira a acabar con el patriarcado y con el capitalismo.


Artículo completo en Rebelión.

jueves, 24 de enero de 2013

Apuntes para seguir caminando (contra una política de la resignación)




-I-

Hablar de “derrota” del movimiento 15-M conduce, de forma inexorable, a una sucesión de malentendidos: dar por sentado que ya no tiene relevancia política, absolutizar su repliegue, sentirse obligado a abandonar sus filas o incluso condenarlo a una bella veleidad. Nada de ello está implicado cuando nos preguntamos sobre el momento actual de este movimiento y afirmamos que la experiencia de la derrota es parte del largo aprendizaje que hemos de atravesar todos aquellos que participamos, de formas y en grados diversos, en este movimiento.

Un pensamiento que se pretenda crítico, sin embargo, no puede eludir el malentendido si aspira a producir debates fecundos. Forma parte de ese debate preguntarse, ante todo, por los logros y deudas contraídas por el movimiento 15-M a fuerza de encarnar un impulso político transformador en una fase histórica marcada hasta entonces no sólo por el letargo y la apatía generalizadas, sino también por la desmovilización popular. En ese debate -cómo no- la reflexión sobre una posible derrota debe tener lugar, no para entregarse al derrotismo, sino para reactivar el momento fundante de la «indignación» y seguir pensando estrategias de acción más efectivas.

Dicho claramente: puesto que la «indignación» ante las injusticias repetidas de un sistema corrupto no ha mermado, tenemos que pensar qué medios y estrategias podemos darnos para que esa emoción colectiva no quede en un ritual catárquico (o en una simple queja privada) y pueda constituirse en fuerza impulsora de un proceso de cambio social. Esa posibilidad sigue siendo incierta y depende de nuestra práctica que las grietas abiertas en un pasado inmediato no se cierren. Señalar el riesgo de asimilación sistémica del movimiento 15-M es apostar por que eso no ocurra.

Lejos de cualquier resignación política, nuestra apuesta es seguir luchando de forma entusiasta contra una política de la resignación que presenta la actualidad (del saqueo) como una realidad ineludible, producto de “decisiones inevitables” (lo que no es más que un oxímoron). Para ahondar en esa lucha entusiasta es crucial llamar la atención sobre la peculiar eficacia que está teniendo la política del miedoinstitucionalizada a nivel gubernamental y elaborar opciones que nos permitan neutralizarla. Desde el momento en que ningún gesto es meramente constatativo, señalar que en los últimos meses ha habido un repliegue del 15-M y una restauración autoritaria del control basada en la propagación del miedo reclama, de nuestra parte, un esfuerzo adicional para pensar cómo podríamos intentar replicar a esa situación y retomar la iniciativa perdida.

Desde luego, articular la disidencia como movimiento político excede cualquier reflexión individual y sería un contrasentido que alguien se arrogara esa labor, máxime en un movimiento que carece de forma explícita de líderes. Esa responsabilidad es necesariamentecolectiva y elaborar una preceptiva abstracta (muy propia de las utopías diseñadas por filósofos) es tan inconducente como indeseable: sitúa al sujeto en la posición del amo que imparte mandatos que, por si fuera poco, no está en condiciones de hacer cumplir. No es extraño que todavía la vieja guardia siga recriminándole al mundo persistir en el error y no seguir obedientemente sus mandamientos redentores.

Lo antedicho, sin embargo, no nos exime de intentar elucidar algunas alternativas de acción, siempre que sean interpretadas como material abierto de discusión, apuntes de una lucha que sigue abierta a pesar de un cierto desaliento frente a unas autoridades gubernamentales sumisas al capital económico-financiero más concentrado. La negativa a sugerir algunas ideas en nombre del antiautoritarismo es de mínima discutible. ¿Por qué no podríamos contribuir, de forma tentativa, a la construcción de un proyecto político colectivo, ya en germen, por el que estamos dispuestos a luchar y que nos compromete de forma directa? 

-II-

En las últimas semanas, tres iniciativas asociadas al movimiento 15-M resultan de gran valor: a) la creación del “fondo de resistencia 2.0”, b) la presentación de querellas judiciales contra diferentes autoridades emblemáticas del actual régimen de privilegios, privatización y corrupción y, c) el apoyo técnico y moral a “Alfon” contra la criminalización acometida por el gobierno.

Resumamos la significación de estas iniciativas. En primer lugar, la consolidación de un fondo de resistencia permitirá afrontar algunas de las multas que afectan a miles de indignados por manifestarse de “forma ilegal”, según califica el gobierno nacional. La generalización de las multas forma parte de una estrategia disuasoria que bien puede neutralizarse si se dispone de una cobertura común. A eso hay que sumar otra medida sumamente atinada: apelar judicialmente las sanciones administrativas, lo que permite evitar el ahogo económico en el que quieren sumir al movimiento.

En segundo término, la ampliación de las querellas judiciales a distintas autoridades públicas, por delitos de malversación de fondos públicos y apropiación indebida, entre otros, constituye una réplica fundamental al proceso de judicialización del que son objeto muchos participantes del movimiento 15-M. Si la estrategia gubernamental está centrada en la criminalización del activismo –a golpes de reformas judiciales y represión policial-, la denuncia pública no basta y necesita ser complementada con una estrategia jurídica que permita contrarrestar de forma eficaz la “cruzada” del gobierno.

En tercer término, el apoyo técnico y moral a “Alfon”, visible a través de manifestaciones sociales y apoyo jurídico, es otro punto significativo. Tras ser acusado por “alarma social” –una figura aberrante que no consta en el código penal vigente- y encerrado en régimen de aislamiento, esa intervención a doble nivel ha permitido la  liberación de este activista luego de 57 días de cárcel. El amedrentamiento que mediante estos “castigos ejemplares” persigue el gobierno sólo puede ser neutralizado con la movilización continua de otros participantes y con el servicio profesional de un equipo de juristas y abogados que permitan interponer los recursos pertinentes.

En conjunto, estas prácticas constituyen intervenciones valiosas que es vital potenciar como réplicas al hostigamiento que el movimiento 15-M sufre por parte de las autoridades gubernamentales y policiales. Permiten imaginar líneas de continuidad del 15-M. Recuperar la iniciativa, sin embargo, supone dar un paso más allá: elaborar un proyecto político alternativo a partir de la integración conceptual de la multiplicidad de propuestas que se fueron elaborando en el último año y medio por parte de los diferentes colectivos en el interior de este movimiento.
En otras palabras, se trata de favorecer la articulación entre distintos grupos y sectores a partir de la producción de un horizonte de sentido en común. Hasta donde sé, la conversión de una multitud de demandas en un proyecto colectivo capaz de escalonar los objetivos de intervención, es algo pendiente y dificulta la construcción de vínculos más estrechos con otros sujetos (entre otros, parados, trabajadores de la salud y la educación, estudiantes, grupos feministas, sindicatos minoritarios, inmigrantes, jubilados, entre otros), así como con plataformas ciudadanas como la Plataforma contra la Pobreza y la Exclusión Social o la Plataforma de Afectados por la Hipoteca (PAH).

Dicho de otra manera: la condición de expansión y consolidación del 15-M está asociada a dos dimensiones centrales: el desarrollo de un proyecto colectivo (como mapa de unos objetivos y unas prácticas específicas) y la construcción de unos vínculos intersectoriales e intergrupales (no sólo a nivel nacional) que permitan radicalizar un frente común de lucha que, al menos en principio, no tiene por qué excluir la interlocución con partidos políticos de izquierda. Es evidente que ambas dimensiones están interrelacionadas y son mutuamente dependientes: exigen coordinación y trabajo colaborativo, además de una revisión crítica de lo realizado.

Hasta donde sé, el movimiento 15-M afronta en el presente una encrucijada, luchando más bien por su supervivencia. Globalizar la resistencia supone más que sostener la indignación: es darle un camino transformador que supone, entre otras cuestiones, una estrategia de comunicación que permita un posicionamiento crítico también en el campo de los medios de comunicación. La repolitización de decisiones planteadas como técnicas o económicas forma parte de su derrotero y este proceso sólo puede proseguir ante una “opinión pública” ambivalente en la medida en que las protestas confluyan y adquieran una mayor notoriedad a nivel colectivo. En ese contexto, la convocatoria a una «huelga general indefinida» a nivel europeo y la «movilización permanente» son parte del arsenal que también desde el 15-M se podría alentar.

-III-

Al nulo interés de los sindicatos mayoritarios por articular sus manifestaciones con las luchas de otros movimientos sociales contestatarios habría que contraponer la inclusión de las clases trabajadoras (incluyendo los parados) en un movimiento como el 15-M. Sólo una articulación contrahegemónica permitirá pasar de unas protestas sociales de carácter defensivo a una intervención democrático-radical que transforme las condiciones del presente. El planteamiento de una huelga general indefinida como punto nodal en una cadena de demandas sociales más amplias (imposibles de satisfacer dentro del actual orden hegemónico) podría unificar una multiplicidad de luchas sociales (1).

Desde luego, otras medidas complementarias, que promueven una legítima desobediencia civil, circulan desde hace tiempo en el seno del movimiento 15-M: huelgas de consumo, jornadas de reflexión, piquetes informativos, asambleas barriales, etc. Apenas hay que insistir en su importancia. En cambio, sí merece la pena enfatizar la necesidad estratégica de construir una «equivalencia general» en una cadena diferencial de reivindicaciones. Sólo entonces una multitud puede reconocerse como sujeto popular, esto es, como “pueblo”. Sugerí en otra ocasión que el significante de “indignados” era tan ambivalente como inclusivo, lo que de algún modo favorecela producción de identificaciones colectivas y la internacionalización de este tipo de movimientos disidentes (2). La lucha por las nominaciones nunca es algo meramente anecdótico. Forma parte de las luchas simbólicas en las que se juega el sentido y legitimidad social de un movimiento como el 15-M. 

Cualquiera sea la forma en que el movimiento se nombre a sí mismo, resulta central la recuperación discursiva de lo que hay de común en las experiencias de distintos grupos y seres humanos. Si es cierto que el porvenir de cualquier movimiento depende de la gestión de sus límites, mucho más cierto todavía es que sin la construcción de lazos ideológicos con otros grupos subalternos y plataformas ciudadanas el movimiento 15-M arriesga su potencialidad como agente transformador.

Ante una catástrofe social mundializada, no hay razones para detener lo que podríamos llamar la universalización de la indignación. Su devenir es impredecible, pero se nutre de la memoria de las injusticias. Forma parte de nuestra responsabilidad intelectual, política y ética que esa memoria se haga manifiesta en una praxis que interrumpa el saqueo sistémico al que estamos expuestos.



Arturo Borra


(1)  He desarrollado este punto en “Sobre una siniestra normalidad: por la huelga general indefinida” (http://www.rebelion.org/noticia.php?id=159181) y en “Lo imposible rehabilitado: el sentido de una huelga general indefinida” (http://www.rebelion.org/noticia.php?id=161048).  

(2) Remito a “Democracia y revuelta: la experiencia de ruptura del 15-M” (http://old.kaosenlared.net/noticia/democracia-revuelta-experiencia-ruptura-15-m).