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lunes, 28 de julio de 2014

«La poesía y la guerra (de nuevo)»




Escribir un poema contra la guerra no va evitar que los seres humanos sigan matándose entre sí. No persuadirá a quienes ejecutan prolijamente las órdenes genocidas ni, mucho menos, a quienes las imparten sin conmiseración. No alterará las decisiones estratégicas que las promueven ni permitirá cerrar una sola fábrica de misiles; no modificará los hilos de esa farsa que llaman “opinión pública” ni favorecerá el boicot a los que lucran con los muertos; no erosionará los silencios que se ciernen sobre los que sufren ni consolará a los que sobreviven. Un poema contra la guerra ni siquiera puede justificarse como catarsis. Horada, quizás, el curso sereno de la escritura, pero no subvierte las estructuras que sostienen la regularidad de ese crimen institucionalizado que es la guerra.

Escribir poemas contra la guerra no otorga a nadie un título de nobleza y hasta puede convertirse en una manera oportunista de procurar notoriedad (más fantaseada y efímera que otra cosa). La polémica es parte del espectáculo y escribir un poema sobre las penosas circunstancias de una guerra siempre corre el riesgo de convertirse en una de sus formas.

Todos saben de la soberana inutilidad de escribir un poema contra la guerra. No supone mérito estético alguno y su calidad es tan variable como quien lo escribe. Un poema semejante es como un poema sobre el hambre o el sufrimiento humano, el amor o la soledad, la dicha o la muerte. Siempre corre el riesgo de recaer en tópicos tan obvios como falaces, de repetir motivos que se apagan en su grandilocuencia, de insistir en el mismo gesto simplista o ingenuo. Quien sabe que un poema contra la guerra es inútil, tampoco puede confortarse con escribirlo. Quien se conforma con escribir esa clase de poemas no vive el desconsuelo: se limita a atenuar la estocada, toda esa vergüenza anónima que nos cae encima por permitir que una guerra siga siendo posible.

Sin embargo, quien carga contra un poema semejante, ¿no debería cargar también contra cualquier género de escritura que cuestione la guerra (comenzando por los ensayos y las novelas)? ¿Y por qué limitarse a estos escritos? ¿No tendría que arremeter, asimismo, contra la pintura, el cine, el teatro, la música o cualquier otra producción artística que se manifieste contra la guerra? ¿Y por qué habría de detenerse ahí? Roto ya el dique del arte o la escritura, ¿no estaría obligado a disparar contra los tratados filosóficos o las ciencias sociales, en suma, contra cualquier discurso que no se conforme con aceptar la guerra como hecho inexorable? ¿Cuándo esos discursos han detenido alguna vez un disparo (en el caso de que ese hubiera sido su objetivo)?

Tampoco hay razones para limitarse a los discursos artísticos, científicos o filosóficos. Al fin de cuentas, ¿cuántas muertes han evitado los movimientos pacifistas? Y para apurar el razonamiento: ¿por qué no cuestionar a los gobiernos nacionales que cuando no entran directamente en guerra la permiten, a los gremios que organizan sus cuerpos militares, a las iglesias que enfervorizan a sus feligreses con llamados santos, a los medios que no median para evitar la masacre, a los periodistas convertidos en profesionales de la desinformación, a la educación escolar que prepara la barbarie en nombre de la civilización, a las ONG que humanitariamente ayudan a enterrar a los muertos, a los ciudadanos y ciudadanas que se pronuncian inútilmente contra tanto estrago? ¿Qué decir de esos órganos gangrenados que organizan la desunión y hacen autopsias de los crímenes de guerra que pronto olvidarán con su retórica pacificadora? ¿Qué hay del Fondo Miserable Internacional y del Banco Mundial de la Injusticia, que vienen a alzar espléndidas autopistas con el montículo de cadáveres que deja la guerra?

Todos presumen saber que la impotencia es el signo de nuestra época. Impotencia para detener una guerra, evitar el holocausto cotidiano, encarcelar a los payasos cleptocráticos que declaran la guerra en sus despachos, enjuiciar a los amos que hacen de la guerra a muerte su ley de vida, revertir el saqueo que la guerra corporativa instaura como moneda de cambio, impedir el estado en guerra y su expansión de escombros.

Todos saben que vivimos en guerra y más todavía quienes escribimos contra ella. Escribir contra es una forma de luchar, más allá de la lógica de la guerra, aun si hubiera ocasiones en que parece ineludible. No es una simple declaración de amor o una negativa abstracta a toda forma de violencia, sino apuesta por una lucha sin guerra. La confusión de la lucha con la guerra es parte de la derrota. La impotencia colectiva es efecto de la guerra que perdimos los que vivimos contra.

Todos saben de la declaración de guerra que los poderes han lanzado contra las mayorías fracturadas, convertidas en minorías. Es cierto que las guerras actuales son cada vez menos guerras: se limitan a la masacre -el mero barrido del otro. No por ello habríamos de dejar incólume la lógica de la guerra como enfrentamiento a muerte con un enemigo en última instancia espectral. La guerra de fuerzas que deliran su omnipotencia construye impotencia en cada barrido. También esa impotencia ante la guerra, consecuencia de la derrota, es lanzadera para construir otras posibilidades humanas más allá de la guerra, una potencia otra que se niega a lo que las elites de la guerra ordenan.

Llegados a este punto, ¿qué sentido tiene no ya escribir un poema sino una vida contra la guerra? A la inversa, ¿qué sentido tiene el ser humano que ha desistido de luchar contra los ejecutivos y empresarios de la guerra -esos operadores de la catástrofe?

Todos presumen saber que la impotencia poética es parte de la impotencia generalizada ante la guerra. No convertiremos más que a los convertidos, no disuadiremos a los señores de la guerra, no impediremos que sigan ejerciendo su poder de muerte o hagan del crimen un negocio rentable. Defender los armisticios, reivindicar el diálogo, apostar por el reconocimiento no va a detener el curso indiferente de la aniquilación. Incluso sus cronistas terminan formando parte de la guerra como fórmula suprema de la nulidad.

Pero aun si no supiéramos nada del sentido de esta práctica de lucha, podríamos señalar que escribir y vivir contra la guerra puede contribuir a sustraernos de la cadena de la impotencia y cuestionar la resignación ante lo que declaran imposible. Puede que escribir contra la guerra sea una forma de no sumarse al estado de guerra o al orden social de los escombros, a la excepcionalidad permanente de la guerra convertida en regularidad de la tristeza.

Entonces, no sólo escribir un poema contra: vivir, manifestarse, resistir a la guerra. Ejercer la libertad de cuestionar el estado de guerra, poner bajo suspenso la impotencia generalizada en la que vivimos. Quizás no todos saben que escribir poemas contra la guerra es una forma de no habituarse a ella, que formular un discurso contra la guerra es un modo de no aceptar la indiferencia zoológica que da por inexorable una existencia en guerra. Quizás no todos saben que el llamado contra la guerra, incluso si su fin no fuera divisable, es una forma de recordar una sociedad deseable antes que un orden temido, una interrogación por la justicia antes que una justificación del derecho (a la guerra), una reivindicación de la igualdad humana antes que una constatación de las jerarquías (militares) de la vida en guerra.

No todos saben que parte de la guerra es impedir la imaginación de un tiempo sin guerra, un porvenir en que no ya no es necesario escribir o vivir contra la impotencia ante la repetición escandalosa de la guerra. No todos saben que la formulación de la promesa de una sociedad más allá de la guerra es parte del deseo revolucionario de sabotear las máquinas de guerra que cada día nos aplastan. Luchar contra la guerra es erosionar la vida en guerra en que malvivimos incluso si escribimos contra. Escribir contra es dar testimonio de un dolor sin testigos y a través de ese acto testimoniante rebelarse contra los que deciden que la guerra sea el único discurso posible -la evidencia de nuestra impotencia.

Un discurso contra la guerra -¿lo sabemos?- es mejor que aquel que la defiende como mal necesario en la medida en que también se hace práctica contra el espectáculo que niega la masacre de toda guerra, la muerte irreductible del otro que sigue ahí, sin sepultura ni testimonio. Escribimos contra para cambiarnos a nosotros mismos y desafiar el mutismo obediente a los señores de la guerra. ¿Qué sería de nosotros si esos discursos y prácticas se anudaran, construyeran una cultura contra, trazaran lazos entre los cuerpos, último soporte de la guerra, incluso si fuera tele-dirigida? ¿Qué clase de omnipotencia megalómana podría condenar a la impotencia una contracultura en común?


También la escritura puede resistir al canto de las sirenas, también la vida puede resistir, rebelarse como sueño, ayudarnos a confiar en las posibilidades humanas más allá de la guerra (aun si su fin no cesara de postergarse), en el reconocimiento del otro como semejante, en la promesa de comenzar a cambiar el mundo en que malvivimos desmotando la guerra que llevamos dentro.


Arturo Borra

domingo, 25 de mayo de 2014

Lecturas sobre el presente (II): «Mientras agonizo»




 

¿Qué actualidadpuede mantener una novela como Mientras agonizo[i], escrita hace casi un siglo (su primera versión es de 1930), considerada de forma habitual como una “obra menor” de un “autor mayor”? ¿Qué relación podría ocupar con respecto a ¡Absalón, Absalón!,Luz de agosto, Santuario, El ruido y la furia o Palmeras salvajes, entre otros títulos? ¿En qué sentido un texto semejante podría aportar a una interpretación crítica del presente?

Digámoslo de entrada: Mientras agonizo quizás sea una de las novelas de Faulkner menos atendidas por la crítica y puede que también sea una de las menos leídas, oscurecida por el resplandor narrativo de otros de sus textos. Sin embargo, considero que hay buenas razones para reivindicarla como parte irreductible de su herencia literaria, en tanto material relevante que habilita a una lectura autónoma, por derecho propio, no supeditada a otros de sus textos.

De ahí que a continuación quisiera ensayar una lectura más pormenorizada, no tanto centrada en las peculiaridades formales de esta novela como en su relación con lo que Said llama «mundanidad»[ii]. Puesta en contexto, el potencial interpretativo de Mientras agonizo (sin pretender hacer un análisis totalizador de la «obra» de este escritor, tan magistral como polifacética) es suficientemente vasto para permitirnos explorar en esa dirección.

Retornemos, entonces, a la pregunta sobre la «actualidad» supuesta del texto. No se trata, en primer término, de atenerse a la inmediatez narrativa. Es evidente que algunas circunstancias históricas han cambiado de una forma drástica desde 1930, comenzando por los procesos de urbanización y el desarrollo tecnológico vertiginoso que ha marcado la historia estadounidense en el siglo XX (a diferencia de otras zonas planetarias en las que la falta de infraestructura técnica sigue siendo un problema vigente de magnitud). También podría procurar analizarse la diferencia en el régimen de propiedad de la tierra (y un posible pasaje tendencial de un modelo minifundista a uno marcado por latifundios concentrados por la oligarquía terrateniente) o, dentro de una estructura social de clases, las transformaciones del campesinado durante el siglo pasado.

De manera inversa, tampoco se trata de hacer una lectura simplemente metafórica, tomando el texto como una superficie libre, que habilitaría a una cadena de sustituciones o a un juego de analogías entre una historia pasada y nuestra historia presente, recuperando metáforas como la opresión (predominantemente de clase y género, pero también de carácter generacional o racial) o la penuria material (la pobreza, las condiciones precarias de vida, etc.). Una lectura semejante perdería algo decisivo en el relato: el carácter perturbador del detalle. 

De ahí que mi objetivo es retomar el relato de Faulkner en su «materialidad efectiva»: aquello que podría recuperarse aun de un concepto desdibujado de «literalidad», esto es, lo que pertenece al orden del fragmento en su condición inquietante. Sólo entonces cabe volver el relato hacia nosotros –en lo que hay de común en este «nosotros», lo que forma parte de nuestra «condición humana», incluso si no estuviéramos dispuestos a asimilar, de forma apresurada, esa condición a la noción más problemática todavía de «naturaleza humana». Omitiré, en este sentido, la disputa filosófica al respecto.

En esta estrategia de lectura, más bien, el movimiento planteado es remitir esa condición humana a unas experiencias históricas concretas, que siguen actuando en nuestras conformaciones subjetivas, aun si admitiéramos que lo que hay de común entre nosotros a menudo rebasa un período histórico determinado. Así pues, si por «actualidad» entendemos, ante todo, aquello que actúa sobre lo presente, más allá de su inmediatez o instantaneidad temporal, esto es, a contramano del sentido de actualidad como presente efímero que plantean los discursos informativos dominantes, entonces, leer una novela escrita tiempo atrás no sólo no constituye un obstáculo para pensar nuestro tiempo sino que puede favorecer su inscripción en una secuencia histórica mayor, sin que ello implique perder de vista las líneas de discontinuidad que pudieran estar operando. Contra una concepción deshistorizante, lo pertinente de este retorno es que permite pensar, tanto por sus contrastes como por sus similitudes, algunas claves del «ahora» eterno en el que el discurso postmoderno más conservador quiere instalarnos, como si no hubiera porvenir posible, en lo que contiene de alteridad y alteración, esto es, en su signo imprevisible[iii].

Volvamos, pues, sobre esa sociedad de la que habla Faulkner y que anticipa ya varias líneas de continuidad. La trama sorprende en su engañosa sencillez, a pesar de una estructura narrativa fragmentaria y difícil. Addie Bundren, madre de cinco hijos (Dewel Dell, Jewel, Darl, Cash y Vardaman) y esposa de Anse, agoniza en su cama, en las afueras del pequeño pueblo donde vive junto a su familia, mientras aguarda el féretro que uno de sus hijos construye por las noches. En efecto, todos parecen esperar el féretro, comenzando por Addie. Como si ese fuera el único lugar en que pudiera estar a salvo ya: el espacio final donde reposar. El esposo, por su parte, ha asumido el compromiso de llevarla hasta Jefferson tras su muerte, para que pueda yacer en paz junto a sus progenitores.

La peripecia se desata entonces. Con una carreta como único transporte, padre e hijos emprenden la marcha hacia la ciudad natal de Addie, a unos sesenta kilómetros de su residencia. El puente que lleva al destino deseado, sin embargo, ha sido arrastrado por el río crecido por las lluvias recientes. El encadenamiento de sucesos fatídicos se convierte en regla y la tarea de enterrar a la difunta amenaza con convertirse en una empresa imposible. En vez de encontrarnos con un registro épico, nos topamos con una odisea invertida, casi ridícula, causada ante todo por el tenaz compromiso que Anse asume, aunque más no sea en tanto compensación imaginaria ante el sufrimiento impartido a su mujer durante su vida, como si «cargar con el muerto» fuera una forma de reparación.

En resumen, la trama narrativa es relativamente simple (no obstante la fragmentariedad y pluralidad de perspectivas que asume el relato): la “normalidad” de la vida de una familia rural pobre de Tenesse es interrumpida por la muerte de la madre. Desde luego, Faulkner no ahorra detalles de esa “normalidad”. Los secretos abundan, los silencios se multiplican, la dureza emocional se intensifica. Incluso la experiencia amorosa aparece como mero orgullo, “(…) ese deseo furioso de ocultar la vil desnudez que traemos con nosotros (…)” (p. 50).

La pobreza atraviesa sus vidas de forma ubicua: introduce una dimensión carencial en cada uno de los actos, se instala como condición con la que se coexiste. La muerte en un contexto así se hace consuelo. Los hombres de la casa, al menos, tienen la posibilidad de descanso tras las duras jornadas de trabajo en el campo. En una sociedad patriarcal, sin embargo, esa tregua no vale para las mujeres: ni Addie ni su hija (Dewel Dell) pueden desplazarse de ese confinamiento a la necesidad -su rueda brutal que no se detiene hasta la muerte. La contundencia narrativa de Faulkner ahorra explicacionessobre esas desigualdades de género manifiestas dentro de la precariedad de unas vidas de por sí asediadas.

El problema, como decimos, es dar sepultura a quien no ha tenido posibilidad de descanso. Y ese problema supone atravesar el río crecido por las lluvias, a pesar del puente derribado por la corriente. Pero -lo intuimos- cuando hay un puente roto hay, ante todo, un peligro del que no se salva ni la muerta en su féretro, ni el “tiro” que arrastra la carreta y que es arrastrado fatalmente.

De desastre en desastre: la familia no tiene más camino que comprar otro “tiro” que sustituya al que se llevó la corriente, incluso si para ello es preciso empeñar el caballo de Jewel conseguido a fuerza de duplicar su jornada laboral y trabajar también por las noches. Su opinión, sin embargo, no cuenta para el padre, dispuesto a empeñar lo poco que (no) tiene para cumplir el mandato asumido.

Dar-sepultura, como en el caso de Antígona, es una cuestión ética; sin embargo, en este caso, no hay lucha contra la ley de la ciudad, contra la voluntad soberana, sino más bien contra la fuerza ciega de una naturaleza indomesticable. El problema en este viaje hacia el descanso es que no hay descanso. El cadáver comienza a descomponerse: la putrefacción adquiere dramática inmediatez. El “largo camino” de una decena de kilómetros es propicio a la descomposición. El cuerpo inerte evoca el drama de los vivos –incluso si el deseo de Darl es poner fin a esta agonía colectiva incendiando el cobertizo en el que está el féretro, mientras los demás duermen.

Pero no es fácil deshacerse de un cadáver e interrumpir la mortificación incesante que supone su transporte. La pierna quebrada de Cash (secuela de su rescate del féretro en el río crecido) parece correr la misma suerte. Un órgano gangrenado que ahonda la misma desolación, el presentimiento insistente de una amputación. El “sucio secretito” de Dewel Dell con el médico de cabecera de la familia, la obcecación del padre por cumplir un juramento absurdo, el internamiento de Darl tras su impulso piromaníaco, la ofensa del padre contra Jewel al arrebatarle el fruto de su trabajo, el dolor delirante de Vardaman que representa a su madre como un pez, forman parte de un puzzle terrible, en el que la ausencia de Dios se manifiesta como omnipresencia del sufrimiento.

El desenlace a toda esta desesperación no deja de ser sorpresivo: la conformación inmediata de un nuevo matrimonio de Anse, tras sepultar a su antigua esposa. No hay tiempo para el duelo o las despedidas. La restitución de la “normalidad” aparece así como primordial, aunque no deje de ser irónica: lo que se recompone no es más que una alianza patrimonial que con suerte permitirá reproducir la rueda de la subsistencia. El proceso se cierra relevando el vacío de la esposa: suturando su hueco a través del mito de la normalidad familiar.

En efecto, el acto restitutivo es el acto mítico por excelencia: la miseria, en lo que tiene de sacrificial y absurdo, prosigue su curso indiferente. Todo coagula ahí: en la unión de un viudo y una solterona que pone fin a una deriva en la que la muerta se pudre, como los recuerdos primeros de Addie de su experiencia amorosa, enterrada desde pronto, confinada en una rutina forzosa en la que no queda deseo alguno.

Quizás sea justo decir que Faulkner, como otros narradores del infierno, no alegoriza, lo que no significa que suscriba a una visión realista. Tampoco tenemos que alegorizar nosotros. La literalidad del relato es apabullante, incluso si esa «literalidad» está desde el principio horadada: en efecto, “las palabras no se ajustan nunca a lo que tratan de decir” (p. 160) y un poco más adelante: no son más que “una mera forma para llenar una carencia” (p. 161). Lo literal, pues, es ese desajuste, esa carencia que necesariamente rebasa toda propiedad, todo sentido propio.

La familia entera movilizada para enterrar el cuerpo inerte de la madre es una lucha drástica contra el tiempo que apremia. En este sentido, el tiempo del relato es el tiempo de la podredumbre, como ocurre también con la pierna de Cash. Breviario de podredumbre de Cioran podría obtener ahí su préstamo: “La historia no es más que un desfile de falsos Absolutos, una sucesión de templos elevados a pretextos, un envilecimiento del espíritu ante lo Improbable. Incluso cuando se aleja de la religión el hombre permanece sujeto a ella; agotándose en forjar simulacros de dioses, los adopta después febrilmente: su necesidad de ficción, de mitología, triunfa sobre la evidencia y el ridículo”[iv].

En el desfile de Faulkner la «religiosidad» resulta insoslayable: aparece como una justificación del sufrimiento, una aceptación de lo inaceptable. Como si el destino o la fatalidad no dejaran más camino que aguardar la propia muerte, entre la resignación y el consuelo, mientras fabrican nuestro féretro. La religiosidad, pues, aparece como renuncia al acto ético y político que constituye la rebelión. La mitología que instaura una sociedad de clases, marcada por el patriarcado, oculta así la verdad del abuso que asoma en la trama, en primer término, en la hija adolescente que hace favorcitos a quien le promete una solución a su embarazoso secreto o en la subalternidad indiscutida de la esposa. En efecto, ese mundo recuerda una historia de clase y de género: las “sirvientitas” que hacen favores sexuales a cambio de falsas promesas de los señoritos ansiosos de debutar después de ir a misa el domingo o la historia del matrimonio tradicional como forma opresiva de reproducción de la autoridad.

Lo terrible está ahí: en una escena pútrida que hace manifiesto no tanto el descalabro de lo normal sino la «normalidad» como hecho siniestro, regularidad del desastre que confluye en nuestro presente. Lo patológico es esta normalidad endurecida, entumecida, gangrenada, ultrajada. La estabilidad de la vida como penuria, de la familia como jaula, del matrimonio como alianza patrimonial, sustraída de la experiencia amorosa, de la singularidad insustituible de sus miembros. Al fin de cuentas, la difunta es como un “tiro”. No hay tiempo para el duelo. No hay otro  tiempo que el de procurar recomponer la normalidad perdida, aunque para ello el padre deba conseguir unos dientes postizos y así volver a sonreír ante su inminente nueva esposa, aun si ello supone despojar a la hija del dinero que tiene para abortar.

Nos toca a nosotros trazar nuestro viaje entre esa experiencia y la nuestra. No cabe descartar, al fin de cuentas, que también nosotros cargamos con un muerto en pleno proceso de putrefacción. Nuestra “normalidad” no es mejor en varios puntos (incluso si admitimos unas condiciones materiales de vida comparativamente mejores para algunos grupos y clases): la sustituibilidad infinita de cada uno de nosotros, la equivalencia general de las vidas endurecidas, la estructura de desigualdad que permanece en el contexto del capitalismo industrial. Como animales de tiro, lo que hay de singular en el/la muerto/a se esfuma: el recuerdo de una dulzura pasajera. El matrimonio como alianza instrumental sostiene una familia convertida en célula de una sociedad miserable y el pasaje del campo a la ciudad no hace sino intensificar esa miseria, esa gangrena que nos impide marcharnos o, al menos, caminar por pie propio.

Todo se pudre no es una simple constatación metafísica; una variante del ser para la muerte heideggeriano o de la conciencia de la finitud hegeliana. Es, ante todo, la inmediatez de un cuerpo que se deteriora, se estropea, se quiebra o entra en descomposición. La precisión lapidaria de la narración –sin visión privilegiada, sin omnisciencia alguna- queda reafirmada en un juego de perspectivas donde lo “real” no es esa cosa firme que subyace invariante, sino el trauma que cada cual asimila como puede –la temporalidad desquiciada que cortocircuita lo simbólico, arruina el relato, desarregla las ruedas o derrumba los puentes. Lo que es peor: la putrefacción ya está en esa pobreza extrema como “castigo de Dios”, en su extraña demostración de su amor (p. 104), en su promesa de restitución de la igualdad que aquí carecemos: “(…) el Señor les quitará lo que tienen a los que tienen y se lo dará a los que no tienen” (p. 104). La justicia divina contrasta con la injusticia mundana: nada que repare, en esta tierra oscura, el sufrimiento.

Mientras agonizo nos devuelve, por esa vía, al espejo de un trauma no conceptualizado: lo que hay de agonístico en la experiencia del “mientras”, en la vivencia del transcurso. No me consta que pueda describirse a Faulkner como un escritor irónico. Pero quizás no pueda eludirse aquí la dimensión irónica del relato, precisamente, como dimensión que erosiona la “seriedad” de lo recto, la doblez de las grandes intenciones, presentadas a menudo como actos épicos. Lo épico es lo que falta. De Benjamin a De Man, la ironía es poder corrosivo y ese poder, como crítica, no puede obviarse aquí. Como cuando el autor da voz al esposo para referirse a Addie: “Siempre fue de las que lo dejan todo limpio antes de irse” (p. 28) [lo que no deja de ser llamativo cuando esa “limpieza” refiere a los propios preparativos de su funeral].

La ironía conduce a la puesta en crisis de una vida normalizada en la que lo regular es la putrefacción de los cuerpos, la extensión de los “sucios secretitos”, la repetición de la penuria material y el embrutecimiento moral y espiritual. “Embrutecimiento”, sin embargo, sigue suponiendo un estado previo del sujeto próximo a un cierto desarrollo educativo, a una situación intelectual no-degradada. Quizás ese sea otro de los mitos en los que el individualismo se regodea: una naturaleza humana preconstituida que, en el mejor de los casos, la sociedad vendría a corromper, si no le atribuye ya algún impulso egoísta innato.

Pero quizás sea más exacto decir que los personajes de Faulkner nunca han salido de esa «bestialidad» que constituye el “término intermedio” entre «humanidad» y «animalidad». Es el término que él sugiere en varias ocasiones, como cuando Dewey Dell asume su imposibilidad de llanto: “No sé llorar” (p. 62); o en la propia conjetura de Vardaman de que su madre es un pez. Bestial, en efecto, es esa vida humana próxima a la vida animal, como un tiro o una mula.

A pesar de todo ese oprobio diario, algunos personajes de Faulkner deliran –y con ello, introducen un desajuste con respecto a una normalidad patológica. En un mundo bestial se empecinan en concebir una existencia más allá de la muerte brutal que los seres humanos padecen en la carencia generalizada, en la injusticia de la desigualdad de la tierra. La ironización de esa normalidad pone en discusión, precisamente, lo que aparece como un “ciclo natural”: desnaturaliza el padecimiento, dejando emerger de lo terrible una esperanza agonística, una demanda de justicia (indefinidamente postergada en esa tradición religiosa que la significa como algo venidero, esto es, como advenimiento divino). Un punto de fuga: Vardeman antes que Jewel, Darl antes que Cash.

La actualidad del relato de Faulkner es doble: la de una normalidad sacrificial, en la que los seres humanos viven como bestias, y la de la necesidad impostergable de interrumpir esa normalidad, pero no ya como quien viaja a enterrar la muerta, para restituir el patrimonio matrimonial y la rutina de la necesidad, sino como un desplazamiento irreversible, un proceso que revolucione la vida.

Pero las jaulas invisibles siguen intactas: de la bestialidad omnipresente en el mundo rural (los humanos como burros de carga a jornada completa) al free lance del urbanita que no conoce ya la frontera que separa tiempo de trabajoy tiempo de vida, como si tras la variación de estilos o formas vitales insistiera la misma inflexibilidad del mundo de la producción capitalista –y tanto más en nuestra época que anuncia la «flexibilidad ilimitada» como exigencia inflexible del capital.

Volvamos otra vez: la familia Bundren vive sus condiciones de existencia como voluntad divina, un castigo que contiene una futura recompensa: “Dios castiga a los que ama” (p. 104), aunque sea, ciertamente, una demostración “extraña” (sic). Y, en efecto, mucho habría que decir sobre esa claudicación ética en nombre de una “justicia divina” que posterga indefinidamente la justicia humana, sobre la extraña inversión de los castigos terrenales que carga con dureza las espaldas de esos seres bestiales que sueñan con descansar en paz. Al fin y al cabo, la misericordia no es más que una esperanza incierta, o mejor todavía, la espera de “Su gracia” de la que nunca se puede estar seguro. “El mero hecho de que hayas sido una esposa fiel no significa que no haya pecado alguno en tu corazón, y el mero hecho de que tu vida sea dura no quiere decir que la gracia del Señor ya te haya absuelto” (p. 156). No hay pues, absolución segura: Dios, como fundamento externo, inescrutable en su designio, no depara ninguna certeza. Exige, más bien, un sacrificio infinito sin contrapartida, sin garantía alguna de que nuestro devenir pueda compensar los rigores del presente.

Se dirá que esa religiosidadque acepta el castigo como posibilidad de una justicia venidera está ya muy lejos de nuestro contexto cultural presente. Y, sin embargo, tras la variación de figura, tras el cambio de significante, la metafísica del Mercado reintroduce por la ventana lo que había expulsado por la puerta: la aparición de otra forma del pecado, que es el consumo endeudado, el “consumo excesivo” de los pobres, los que no aceptan el fundamento externo, la ley soberana del Mercado.

Tras el cambio de fundamento, lo que se mantiene es la creencia (pseudo)religiosa en un determinante externo a la propia sociedad, un fundamento ligado a una fatalidad ante la que no cabría más que la obediencia incondicional, incluso si la demostración extraña de su amor al prójimo no fuera sino el implacable castigo a los “cercenados de la tierra”, como árboles en la mitad de la noche, padeciendo una tempestad ingobernable. La hipóstasis es clara: el dios-mercado no es menos inflexible que el que hace inciertas las cosechas. Ni menos cruel que aquel que arroja al camino con la promesa de una sepultura para la muerta.

“Es Él quien juzga y quien castiga, no nosotros” (p. 157): “cruz” y “salvación”. Él: figura de la «heteronomía»: aquel que determina la ley de vida y muerte. Dios o el Mercado, llámese como quiera. Ambos bestializan: en nombre de una justicia venidera, justifican el arrase de la libertad humana, la cancelación de un proyecto de autonomía individual y colectiva que niega cualquier trascendencia del fundamento con respecto a la sociedad.

A diferencia de Cioran, no requerimos elevar a rasgo metafísico insuperable esta sucesión de Falsos Absolutos, la necesidad mítica de adorar un significante despótico. La repetición circular, pues, no constituye una ley inexorable: forma parte de la alienación de lo humano en un gran Otro que, en última instancia, no existe. Quizás la enseñanza de Faulkner -si así puede llamarse a un relato atenido a la violencia de una facticidad sin parábola que no esté corroída- no sea otra que la de hacer visible esa resignación convertida en credo, la mitología de una salvación venidera que posterga indefinidamente la subversión política de un orden social que normaliza el sufrimiento. Hay quien enloquece en esa jaula. Quien se incendia en esta sociodisea sin épica. El delirio infantil de Vardaman nos recuerda la verdad enterrada junto a la muerta: “Mi hermano es Darl. Se ha ido a Jackson en el tren. No se ha ido en el tren para volverse loco. Se ha vuelto loco en nuestra carreta” (pp. 231-232). Puede que lo que sigue uniéndonos a Faulkner sea la voluntad de detener esa marcha ciega que asfixia la existencia.

 
Arturo Borra
 




[i]La edición que utilizo es la versión traducida por J. Zulaika, editada por Anagrama, 2012, Barcelona.
[ii]“En mi opinión, los textos son mundanos, hasta cierto punto acontecimientos, e incluso cuando parecen negarlo, son parte del mundo social, de la vida humana y, por supuesto, de momentos históricos en los que se sitúan y se interpretan” [Said, Edward (2004): El mundo, el texto y el crítico, trad. R. García Pérez,  Debolsillo, Barcelona, p. 15].
[iii] La noción de «tradición selectiva» es pertinente en este contexto: la “tradición”, más que mero elemento superviviente del pasado, a distancia del presente, aparece como fuerza preconfigurativa; una fuerza que recupera algunos elementos del pasado en detrimento de otros. Así pues, la «tradición» antes que factor inerte, constituye una versión intencionalmente selectiva del pasado conectado con un presente preconfigurado. “A partir de un área total posible del pasado y el presente, dentro de una cultura particular, ciertos significados y prácticas son seleccionados y acentuados y otros significados y prácticas son rechazados o excluidos” [Williams, Raymond (2000): Marxismo y literatura, 2ª ed., Península, Barcelona, p. 138].
[iv]Cioran, Emile (2001): Breviario de podredumbre, trad. F. Savater, Gallimard, p. 29-30.

jueves, 8 de mayo de 2014

«Mutaciones del capitalismo en la etapa neoliberal (III). Controversias» -Claudio Katz

 
 
RESUMEN

Las transformaciones regresivas del neoliberalismo persisten. La internacionalización productiva se amplía con más localizaciones y nuevas tecnologías. Hay nuevos tratados de mundialización comercial y la globalización financiera impide restaurar las viejas regulaciones.
El estancamiento del centro coexiste con el crecimiento asiático en una etapa que no sigue los parámetros de las Ondas Largas. El neoliberalismo cerró una crisis pero abrió nuevas contradicciones que los marxistas explican con tesis compatibles y centradas en el consumo, la tasa de ganancia y el capital financiero.
Los conflictos entre potencias se desenvuelven resguardando la solidaridad entre opresores en un marco común del capitalismo neoliberal. La multipolaridad reordena las relaciones de fuerzas dentro de ese esquema. No anticipa la resurrección nacional, ni el retorno al proteccionismo.
El capitalismo actual recrea la estratificación entre el centro, la semiperiferia y la periferia con avances de una economía a costa de otra. Es erróneo suponer que funciona bien en los BRICS. El fin del período actual depende de la acción de los sujetos sociales y no puede ser fechado.
La destrucción del medio ambiente se acentuó con la recesión. La competencia impide frenar una auto-destrucción y concertar los costos de la reconversión verde. Las consecuencias son mayores que en las guerras del pasado.
El neoliberalismo se mantiene expandiendo el desempleo y la pobreza. No impuso aplastamientos físicos, pero si el repliegue de los trabajadores, el debilitamiento de los sindicatos y el cuestionamiento del ideal socialista. Estos ciclos siempre fueron revertidos, pero las nuevas luchas no lograron aún modificarlo. Las batallas centrales se dirimen hoy en Europa.

 
Las características de la crisis reciente se explican por las transformaciones ocurridas durante la etapa neoliberal de las últimas tres décadas. Ese período comenzó con el Thatcherismo, se reforzó con el desplome de la URSS y persiste en la actualidad atropellando las conquistas sociales.
Mediante privatizaciones, apertura comercial y flexibilización laboral el neoliberalismo modificó el funcionamiento del capitalismo. Amplió el radio sectorial y territorial de la acumulación, sometiendo nuevas actividades (educación, salud, jubilaciones) y espacios geográficos (ex países socialistas) al reinado del lucro. Ha incentivado formas de consumo más segmentadas y modalidades de producción flexible, que potencian el desempleo, la feminización del trabajo y la polarización de las calificaciones.
El modelo actual se apoya en el repliegue de los sindicatos y en el reflujo de las ideas anticapitalistas. Propicia una competencia global basada en aumentos de la productividad desgajados del salario. Ha facilitado la recomposición de la tasa de ganancia incrementando la explotación de los trabajadores.
Las grandes empresas aprovechan las diferencias internacionales de sueldos para ampliar sus beneficios. Emigran hacia los países que ofrecen mayor baratura salarial -o utilizan la amenaza de ese traslado- para acentuar el control patronal del proceso de trabajo. Esta orientación confirma que las ganancias provienen de la extracción de plusvalía y que no se avecina el “fin del trabajo”, teorizado por tantos autores.
El neoliberalismo acentuó la precarización de todas las categorías profesionales, creando un duro escenario de informalidad laboral. El aumento de la desigualdad social es una consecuencia de esta regresión.
 
Polarización social
 
La enorme expansión de las brechas sociales retrata la ofensiva del capital. Con sus denuncias de enriquecimiento del 1 % de los acaudalados, el movimiento de ocupantes de Wall Street puso de relieve esta fractura. Un documentado libro reciente confirma la magnitud de esta polarización. Ese trabajo aporta detalladas estimaciones del aumento de la desigualdad social en 30 países y establece comparaciones históricas de esta brecha [2].
El texto destaca que el 1% de la minoría más enriquecida de la población (equivalente a la crema de la clase capitalista) es poseedora del 25% del patrimonio total en Europa (2010) y del 35% en EEUU (2010). El 9% siguiente (que corresponde a los sectores privilegiados, gerenciales o directivos) detenta el 35% de ese acervo en ambas zonas. Un 10% de habitantes maneja, por lo tanto, el 60% y 70% del patrimonio en las dos principales regiones económicas del planeta. En el otro polo de la sociedad, el 50% más pobre sólo tiene el 5% de ese total y el 40% restante conforma un sector intermedio, que controla el 35% (Europa) y el 25% (Estados Unidos) de esa suma.
El estudio también señala que este enriquecimiento se amplió dos o tres veces más que el PBI durante los últimos 20-30 años, a un ritmo desconocido desde 1910. Por esta razón algunos super-billonarios, como la heredera de la empresa francesa L´Oreal incrementaron su fortuna de 2000 a 25.000 millones de dólares en 1990-2010. Lo mismo ocurrió con Bill Gates.
Estas cifras confirman otras evaluaciones que circularon en los últimos años para ilustrar esta explosión de desigualdades. Por ejemplo, u na minúscula elite de billonarios detenta el 46% de los activos mundiales y un puñado de 200.000 “ultra-ricos” aumentó el año pasado su patrimonio en un monto equivalente al PBI de la India [3].
Estos datos demuelen todas las justificaciones neoliberales de la brecha social, como “un precio a pagar por el progreso” o como un “mal transitorio hasta que finalice el derrame”. También refutan la fantasía de “erradicar la pobreza mediante el crecimiento”. Los cálculos que habitualmente presenta el Banco Mundial para demostrar esa reducción se basan en una burda identificación de las necesidades básicas con la subsistencia fisiológica. Como miden la pobreza omitiendo su evolución comparativa frente a la riqueza, registran disminuciones porcentuales de la miseria que sólo existen en su imaginación [4].
El aumento de la desigualdad en las economías emergentes se desenvuelve a un ritmo semejante a los países centrales, confirmando que estas fracturas no se acortan con el simple crecimiento. En China el 1% más rico pasó de 4-5% del patrimonio (1980) a 19-11% (2010) y en India del 4% a 12%. La riqueza se ha expandido más rápido que el PBI en las economías asiáticas ascendentes y en las regiones estancadas de Occidente [5].
La estrecha relación entre desigualdad y neoliberalismo se verifica en la evolución histórica de los desniveles sociales. El pico máximo de la brecha social se registró a principio del siglo XX, luego descendió en la posguerra hasta alcanzar a su punto más bajo en 1975 y posteriormente ha retomado una imparable curva ascendente. Dos contrapesos tradicionales de esta polarización -la existencia de una clase media y de estados involucrados en la problemática social- no atenuaron la fractura creada por el capitalismo neoliberal [6].
Es muy significativo que los datos más contundentes sobre el incremento de la desigualdad contemporánea hayan sido aportados por un economista convencional, crítico de Marx y partidario de mejorar al capitalismo con tenues reformas en los impuestos y la educación [7].
 
Mundialización productiva
 
La desigualdad se expande junto al salto registrado en la internacionalización de la economía. Esta mundialización se ha convertido en un nuevo eje articulador del capitalismo. En la esfera productiva los protagonistas de este cambio han sido las empresas transnacionales, que ampliaron la diversificación internacional de los procesos de fabricación.
Estas firmas aumentaron la elaboración de mercancías “hechas en el mundo” mediante “cadenas globales de valor”. Desenvuelven su producción en función de las ventajas que ofrece cada localidad en materia de salarios, subsidios o disponibilidad de recursos. De esta forma un Ipod se fabrica actualmente con microcircuitos japoneses, diseño norteamericano, pantallas planas coreanas y ensamblado chino [8].
La industria se desplaza al continente asiático para lucrar con salarios bajos, aprovechando el abaratamiento del transporte y las comunicaciones. Esta extensión geográfica condujo a una duplicación de la fuerza de trabajo involucrada en la producción global (1990- 2010). El porcentaje de asalariados comprometidos en esta actividad mundializada aumentó un 190% en las economías intermedias y un 46% en los países desarrollados [9].
La industria automotriz -que con el fordismo o toyotismo siempre marcó la tónica de nuevos modelos productivos- ha incrementado su internacionalización. Fracciona la fabricación de vehículos en incontables países y ya existen tres casos importantes de entrelazamiento global de la propiedad (FIAT-Chrysler, Renault-Nissan y Peugeot-Dongfeng).
La evolución de FIAT es muy ilustrativa de esta tendencia, puesto que ingresó en Chrysler en 2009 bajo la dirección de un italo-canadiense, manteniendo la propiedad de la familia Agnelli. La compañía se despegó posteriormente del mercado italiano y dio lugar a una nueva empresa internacionalizada (FCA) con sede legal en Holanda y domicilio fiscal en Inglaterra.
La revolución digital es el soporte tecnológico de esta mundialización productiva. La velocidad de las innovaciones en la informática torna obsoletos los nuevos productos, antes de agotar su comercialización. La crisis no atenuó el vertiginoso ritmo de estos cambios. La expansión de Internet con redes sociales ha generado, por ejemplo, una nueva interconexión entre 1000 millones de usuarios. Los debates sobre la propiedad intelectual y la nueva cultura audiovisual ilustran la magnitud de la revolución tecnológica en curso.
El impacto de estas innovaciones sobre la productividad suscita un intenso debate, que opone a los tecno-eufóricos con los tecno-escépticos. La apología neoliberal del universo virtual que despliega el primer grupo es impugnada por los heterodoxos del segundo alineamiento, con argumentos que relativizan el impacto de los nuevos mecanismos de producción flexible [10].
Pero conviene recordar que el capitalismo siempre ha funcionado introduciendo innovaciones que incrementan la tasa de explotación. Este mecanismo se encuentra en el ADN de un sistema basado en la extracción de plusvalía.
La revolución informática actual repite esa norma, pero generando recortes mayores en el nivel de empleo. Esta pérdida de puestos de trabajo se verifica en las fases de prosperidad y recesión, a medida que se acelera la rotación del capital y se reducen los gastos de administración.
Algunos críticos marxistas reconocen la presencia de esta revolución tecnológica, pero objetan su alcance industrial. Estiman que la productividad no se expande, ni genera mutaciones comparables a la máquina del vapor o el automóvil [11].
Pero esta caracterización reitera los diagnósticos keynesianos que añoran el viejo capitalismo. Acepta sus cálculos de productividad para las economías avanzadas y aprueba la omisión de estas estimaciones para las economías asiáticas. Es evidente que la gigantesca expansión del PBI chino se consumó junto a los grandes cambios de la informática, que utilizan las empresas transnacionales para fabricar globalmente.
Es erróneo suponer que el capitalismo eliminó las revoluciones tecnológicas luego de la era del automóvil. Este sistema no puede prescindir de estas mutaciones periódicas, desde el momento que funciona compitiendo por beneficios surgidos de la explotación. Esta concurrencia obliga a los concurrentes a incrementar la productividad para sustraer mercados a sus rivales. La informática simplemente repite lo ocurrido con el vapor, los ferrocarriles, la electricidad, el automóvil o los plásticos [12].
 
Mundialización comercial-financiera
 
La fuerte expansión que han registrado los convenios de libre-comercio se amolda al avance de la mundialización productiva. Las compañías necesitan aranceles bajos y libertad de movimientos entre países para concretar sus transacciones intrafirma.
La gravitación actual de esas empresas es enorme. Sólo 737 firmas transnacionales controlan el 80% del valor accionario de las mayores compañías del mundo y una crema de 147 maneja el 40% de esos títulos [13].
Como el comercio mundial no se interrumpió en el reciente sexenio de crisis, estas tendencias han persistido. La caída registrada en el volumen de transacciones durante el 2009 se recompuso, sin afectar el eslabonamiento forjado por las empresas globalizadas.
La mundialización comercial continúa extendiéndose con los nuevos mega-tratados que Estados Unidos negocia con la Unión Europea (Transatlántico) y con los países asiáticos (Transpacífico). Obama retomó las tratativas iniciadas durante la administración de Clinton, bajo la presión de los sectores más interesados en ampliar la escala de sus mercados (productos agro-genéticos, informática, automotrices, bancos).
Estas negociaciones corroboran que la crisis no introdujo el giro hacia el proteccionismo que pronosticaron algunos economistas. Al contrario, persistieron los grandes bloques regionales (Unión Europea, Alianza del Pacífico, ASEAN) y los convenios que mantienen entre sí los países miembros de las distintas alianzas. Aquí radica la gran diferencia con los años 30. La economía se encuentra más internacionalizada y se estrechó el margen para recrear áreas monetarias resguardadas con elevados aranceles.
Por estas razones tampoco hubo reversión de la globalización financiera. En este campo se concentra la mayor escala de internacionalización del capital. La desregulación de las operaciones, la integración de los mercados y la gestión accionaria de las firmas que introdujo el neoliberalismo ha persistido. Los capitales continúan fluyendo de un país a otro con la misma velocidad y libertad de circulación que exhibían antes del 2008. Estos movimientos siguen generando la explosión de liquidez, el descontrol crediticio, la inestabilidad cambiaria y la volatilidad bursátil, que sacuden periódicamente a todos los mercados.
Bajo el impacto inicial de la crisis abundaron las convocatorias a reintroducir regulaciones, controles a los bancos y penalidades a las ganancias especulativas. Pero no ocurrió nada. Todas las iniciativas chocaron con la resistencia de los financistas, que volvieron a demostrar capacidad de veto y creciente entrelazamiento con el capital productivo.
 
Dos situaciones en la misma etapa
 
El avance de la mundialización no es sinónimo de sincronización del ciclo económico. Al contrario, cada vez resulta más nítida la coexistencia de situaciones diferenciadas. El crecimiento bajo o nulo de Estados Unidos, Europa y Japón empalma con el continuado ascenso de China y ciertas economías intermedias.
Este segundo bloque no tiene la pujanza suficiente para actuar como consumidor global, ni para generar una desconexión compensatoria del estancamiento en el centro. Pero su continuado crecimiento limitó el alcance de la crisis.
Como resultado de esa combinación coexisten dos tipos de escenarios dentro de la misma economía internacionalizada. Las empresas transnacionales neutralizan la caída de un mercado con el desarrollo de otro. Contrarrestan las pérdidas afrontadas en ciertos países con las ganancias obtenidas en las localidades más prósperas. Este heterogéneo contexto explica las modalidades diferenciadas que presenta en la actualidad el neoliberalismo agobiado por las finanzas en el Centro y basado en el productivismo en Oriente.
En ambas regiones se corrobora el mismo comportamiento turbulento de la acumulación. No rige la expansión auto-sostenida que imaginan los neoliberales, ni el estancamiento generalizado que suponen muchos heterodoxos.
Frente a esta situación conviene ser cuidadosos con los contrapuntos históricos. El período neoliberal no repite la depresión de entre-guerra, ni la pujanza de posguerra. Conforma una nueva etapa que perdura en la coyuntura pos-2008.
Este período incluye un funcionamiento cualitativamente diferenciado del capitalismo. Este sistema tuvo una primera etapa de libre-comercio en el siglo XIX, una segunda de imperialismo clásico a principio del XX y una tercera de pos-guerra con mayor regulación estatal. El neoliberalismo constituye la cuarta etapa del capitalismo.
Esta caracterización permite abordar los problemas actuales mejorando la aplicación de la teoría de las Ondas Largas, para captar la coexistencia de situaciones de recesión y crecimiento. Indagar sólo la preeminencia de un ciclo Kondratieff descendente o de un período contrapuesto ascendente genera múltiples problemas.
Los teóricos marxistas que postulan la perdurabilidad de un ciclo descendente suelen remarcar la anemia de la acumulación. Reconocen que el neoliberalismo restauró la tasa de ganancia, pero consideran que esa recomposición no incrementó la inversión y la productividad. Explican esa limitación por la dominación de los monopolios, la pérdida de pujanza tecnológica o la gravitación parasitaria del capital financiero [14].
Pero esta mirada omite el fenomenal crecimiento de China y la expansión cualitativa de la mundialización. Razona como si estos datos constituyeran episodios menores o pasajeros, sin notar que modifican el funcionamiento del capitalismo. Reitera imágenes de estancamiento recogidas de los años 30 o 70, olvidando que este sistema no se caracteriza por parálisis sin fin. Se desenvuelve ampliando la explotación de los trabajadores para acumular beneficios.
Otros autores vislumbran la proximidad de una fase ascendente (en el 2018), al concluir un ciclo Kondratieff descendente que prolongó su duración tradicional [15].
Pero esta determinación cronológica exacta de los períodos largos es más familiar al razonamiento schumpeteriano que a la tradición de Marx. Los seguidores de esa concepción (que aceptan la problemática de los ciclos largos) siempre objetaron las periodicidades fijas. Cuestionaron las justificaciones basadas en la renovación del capital fijo o la maduración de revoluciones tecnológicas, considerando que el dato central de estos procesos es el imprevisible desenlace social de la confrontación clasista.
Más allá de estas controversias, no existe hasta ahora ningún indicio de reversión del bajísimo crecimiento de Europa, Japón o Estados Unidos, que se requeriría para el debut de esa onda ascendente.
La atención puesta en dilucidar la primacía de un ciclo de regresión o prosperidad de largo plazo obstruye el registro de la dualidad actual. En esta etapa no perdura la homogeneidad, ni las fracturas de pos-guerra. El centro ya no determina tan directamente la evolución económica mundial y ha desaparecido el movimiento económico específico que caracterizaba al bloque socialista. Probablemente los nuevos movimientos de largo plazo se están amoldando al perfil de un capitalismo más globalizado y de-sincronizado.
En cualquier caso es más productivo desentrañar las transformaciones cualitativas en curso, que discutir la periodicidad cuantitativa de las Ondas. El concepto de etapa contribuye a esta indagación. Permite afinar los instrumentos conceptuales requeridos para captar la dinámica de un período tan complejo. La evolución en curso no se esclarece con preguntas simplificadas. No basta definir “si la crisis se profundiza o atenúa” para comprender lo que está ocurriendo. Resulta indispensable contextualizar esta convulsión en la nueva etapa que han estudiado varios autores [16].
 
Una crisis específica
 
El neoliberalismo cerró el período de convulsión predominante durante el ocaso del boom de posguerra (temblores de 1974-75 y 1981-82). Pero como siempre ocurre bajo el capitalismo el fin de ciertos desequilibrios abrió nuevas contradicciones, que desembocaron en los estallidos financieros y en la recesión de los últimos años. Dos décadas de privatización, apertura comercial y flexibilización laboral generaron esos torbellinos.
Las crisis de la mundialización neoliberal han sido muy frecuentes en distintos puntos del planeta. Salieron a flote con la burbuja japonesa (1993), la eclosión del Sudeste Asiático (1997), el desplome de Rusia (1998), el desmoronamiento de las Punto.Com (2000) y el descalabro de Argentina (2001).
El temblor global del 2008 tuvo una magnitud y un alcance geográfico muy superior a estos precedentes, pero forma parte de la misma secuencia. No ha sido una prolongación de crisis irresueltas de los años 70, sino un resultado de contradicciones específicas de la nueva fase. Las caracterizaciones que subrayan esta peculiaridad han clarificado mucho más el contexto actual, que las interpretaciones centradas en explicar el temblor reciente como una continuidad de la crisis iniciada hace 40-50 años [17].
Las convulsiones de los últimos años no constituyen sólo desequilibrios genéricos del capitalismo, ni efectos exclusivos de las políticas neoliberales. Obedecen a ambas causas. Son productos combinados del capitalismo neoliberal.
Esta síntesis ha sido acertadamente analizada por distintas interpretaciones marxistas, que explican como la crisis emergió de un sistema de competencia por beneficios surgidos de la explotación (capitalismo) y de un modelo de ofensiva del capital contra el trabajo (neoliberalismo) [18].
Estas caracterizaciones se ubican en las antípodas de la visión neoclásica, que atribuye las crisis recientes a desaciertos de los gobiernos o irresponsabilidades de los deudores. No sólo reducen todos los problemas a comportamientos individuales, sino que culpabilizan a las víctimas y apañan a los responsables.
La ortodoxia neoclásica presentó el temblor del 2008 como un episodio pasajero y justificó con pragmatismo todos los socorros estatales a los bancos. No registró que este auxilio contraría sus prédicas a favor de la competencia y el riesgo. Pondera, además, a los países que presentan menor resistencia al ajuste (Letonia, Irlanda) y despotrica contra las poblaciones que enfrentan esa agresión (Grecia) [19].
Las interpretaciones marxistas también discrepan con las teorías keynesianas, que explican la crisis por ausencia de regulaciones y descontrol del riesgo. Estas visiones postulan resolver estos desajustes con mayor supervisión bancaria [20].
Pero suelen olvidar que los controles ya existen y son periódicamente socavados por las rivalidades que oponen a los propios bancos. En su idealización de las regulaciones desconocen que esas normas están destinadas a proteger los negocios de las clases dominantes.
La heterodoxia convencional denuncia acertadamente el descaro de Wall Street, la estafa de los ahorristas y el chantaje de las calificadoras. Pero omite que la especulación es una actividad constitutiva y no opcional del capitalismo.
Los keynesianos que buscan raíces más estructurales de la crisis actual remarcan el deterioro del poder de compra que introdujo el neoliberalismo [21]. Pero no tienen en cuenta que el capitalismo actual funciona incentivando el consumo y fragilizando los ingresos, mediante la competencia laboral y la degradación del trabajo. El propio sistema propicia metas contradictorias de ampliación de las ventas y reducción de los costos salariales.
 
Tres explicaciones marxistas
 
En polémica frontal con estas visiones los economistas marxistas han presentado en los últimos años tres explicaciones principales de la crisis.
Una primera visión destaca que el neoliberalismo creó un problema de realización del valor de las mercancías al contraer los salarios. Alentó el consumo sin permitir su disfrute y amplió la producción estrechando los ingresos . Estas incongruencias derivan en última instancia de la estratificación clasista de la sociedad, pero fueron potenciadas por el deterioro del poder de compra popular que introdujo el neoliberalismo [22].
Pero también conviene subrayar que ese desequilibrio no afectó a todos los países con la misma intensidad. El modelo actual incluye una gran expansión del consumismo y la riqueza patrimonial financiados con endeudamiento.
Un segundo enfoque marxista pone el acento en los problemas de valorización. Destaca que el neoliberalismo incrementó la tasa de plusvalía y redujo los salarios, sin consumar una recuperación suficiente de la tasa de ganancia [23].
Pero como ese porcentual no es un número fijo, lo que debe evaluarse es si esa recomposición alumbró un nuevo esquema de funcionamiento capitalista. Dos décadas y media de neoliberalismo ilustran esa concreción. Los desequilibrios actuales de valorización son resultado del impacto que genera la tasa de inversión sobre un nivel restaurado del beneficio.
La tercera caracterización marxista resalta la existencia de capitales sobre-acumulados en la esfera financiera. Remarca las tensiones que generan esos fondos a través de mecanismos de titularización, derivados y apalancamientos. La internacionalización de las finanzas, la desregulación bancaria y la gestión bursátil de las grandes firmas agigantan esos desequilibrios [24].
Pero es importante vincular estas transformaciones a sus determinantes productivos, para evitar lecturas simplistas. Ciertamente el neoliberalismo abrió las compuertas para un festival de especulación, pero las mutaciones que introdujo con la multiplicación de títulos y la gestión del riesgo han sido funcionales a la mundialización productiva y comercial.
Las tres visiones marxistas ilustran cómo el neoliberalismo erosionó los diques que morigeraban los desequilibrios del capitalismo. Por esta razón el sistema opera con un grado de inestabilidad muy superior al pasado.
Las coincidencias entre esos enfoques son mucho mayores que sus diferencias. Divergen en la identificación de los mecanismos últimos de una crisis que todos atribuyen al funcionamiento intrínseco del capitalismo. El debate concierne a explicaciones teóricas y no entraña divergencias políticas significativas. La vieja identificación del sub-consumismo con el reformismo socialdemócrata y de la tendencia decreciente de la tasa de ganancia con la revolución social ha perdido relevancia. En ningún lugar existen alineamientos orientados por esos parámetros.
Esas compatibilidades pueden desarrollarse profundizando un abordaje metodológico multicausal de la crisis, que indague como el capitalismo se reproduce potenciando una amplia gama de contradicciones.
La heterogeneidad de la mundialización neoliberal es una manifestación de esta combinación de desequilibrios. El modelo incentivó en las economías centrales problemas de demanda, al contraer los ingresos populares y aumentar la desigualdad. En las economías de alto crecimiento introdujo, en cambio, desajustes de sobre-inversión y potencial caída de la tasa de ganancia.
Por estas razones las crisis de realización que prevalecen en el primer bloque, coexisten con los desequilibrios de valorización que despuntan en el segundo. Los temblores financieros que sacuden a todo el sistema expresan esta variedad de contradicciones estructurales.
 
Conflictos dentro del orden neoliberal
 
Ningún proceso económico esclarece por sí mismo el rumbo contemporáneo del capitalismo. Si se omiten los cambios geopolíticos o se postula su estudio en forma separada, resulta muy difícil comprender las transformaciones en curso.
El rol de Estados Unidos, las reacciones de China y las actitudes de las sub-potencias intermedias no operan como simples reflejos de exigencias económicas. Se desenvuelven siguiendo tensiones geopolíticas autónomas, en un escenario mundial estratificado por la dominación imperialista.
En este orden global las guerras inter-imperialistas por el reparto del mundo colonial -que predominaban hasta la primera mitad del siglo XX- fueron sucedidas por una gestión imperial asociada, bajo el liderazgo de Estados Unidos. En ese escenario se registraron los choques con Rusia y China y las permanentes agresiones a los países periféricos.
La interpretación de las nuevas situaciones que irrumpieron bajo el neoliberalismo está dificultada por la variedad de coyunturas que ha caracterizado a esta etapa. Basta contrastar la sensación de triunfalismo imperial que prevaleció durante era Bush, con el reajuste estadounidense de los últimos años para calibrar la magnitud de estas modificaciones.
Habitualmente se distinguen tres momentos diferenciados de este período. La fase de predominio bipolar entre Estados Unidos y la Unión Soviética (1985-89), el escenario unipolar de supremacía de la primera potencia (1989-2008) y el contexto multipolar en curso (2008-2014). El colapso de la URSS, la ofensiva belicista estadounidense y la conversión de China en país central han sido los acontecimientos más determinantes del pasaje de una fase a otra.
También en el período previo de posguerra se registraban mutaciones de este tipo. Los momentos de ímpetu imperial eran sucedidos por etapas de mayor gravitación del bloque socialista o del núcleo de países No Alineados. Pero la relativa solidez de la divisoria planetaria durante la guerra fría atenuaba el alcance de esas modificaciones. Por esta razón los virajes actuales son más desconcertantes y generan abruptos cambios de opinión entre los analistas. Un día describen la invencibilidad de Estados Unidos y al otro retratan el fulminante declive de esa potencia.
Para evitar estos vaivenes conviene recordar que el período neoliberal se consolidó cuando fue aceptado por los principales actores del orden internacional. Esta convalidación sucedió a la restauración del capitalismo en el ex bloque socialista. Partiendo de esta coincidencia en torno al sistema socio-económico mundial se desenvuelven los conflictos comerciales, financieros y productivos. La competencia económica y la búsqueda de mayor poder geopolítico operan al interior de esa estructura.
Estas oposiciones se sitúan por debajo de un umbral de antagonismo y se desarrollan sin quebrar la solidaridad de clases dominantes que existe entre los rivales. Todos se alinean en la misma orbita de la opresión social, acompañan la mundialización y aceptan con distinto grado de entusiasmo la modalidad neoliberal prevaleciente. Las empresas transnacionales operan como el gran conector entre los capitalistas nacionales y los nuevos enriquecidos del Este y Oriente, que aspiran a alcanzar la riqueza de sus pares de Occidente.
Esta coexistencia de intereses no elimina la disparidad de intereses en juego, ni reduce la virulencia de la concurrencia, pero define el marco en que se negocian las disputas. En el G 7, el Consejo de Seguridad o últimamente el G 20 se determina cuál es el grado de consenso o disenso que existe en torno a cada controversia.
Estas tratativas siempre penalizan a la periferia y ratifican la supremacía del circuito imperial. También disimulan la asimetría militar que mantiene Estados Unidos con el resto y consagran el status ascendente o descendente de las sub-potencias y las economías intermedias. Este escenario de choques en un ámbito acotado ha sido comparado con el contexto histórico de “Concierto de las Naciones” que sucedió al fin de las guerras napoleónicas [25].
Este marco geopolítico del período neoliberal ha persistido luego de la crisis del 2008. La convulsión económica no modificó el consenso en torno a la mundialización. Estados Unidos reorganiza su intervención imperial definiendo la agenda que asumen Europa y Japón. China asciende con grandes vacilaciones sobre la forma de amoldar su escasa incidencia política a su enorme gravitación económica. Las ambiciones sub-imperiales de varias potencias emergentes chocan con su vulnerabilidad económica y sus frágiles alianzas externas. La periferia continúa padeciendo los mayores daños de este reacomodamiento.
Este nuevo escenario es también registrado por las visiones que destacan la sustitución del viejo fordismo nacional por un nuevo post-fordismo global. Pero este reconocimiento choca con su expectativa de gestar una globalización progresista, basada en la competitividad compartida y la redistribución internacional de los ingresos [26].
No cabe duda que la geografía industrial del mundo se aleja del viejo fordismo. Pero esta transformación se consuma con el activo protagonismo de empresas transnacionales que rivalizan entre sí explotando a los trabajadores. Este modelo de concurrencia por la extracción de plusvalía impide el surgimiento de una globalización cooperativa. Imaginar la forma que eventualmente asumiría un esquema sustitutivo antiliberal no aporta clarifica el contexto actual.
 
¿Resurgimiento multipolar de las naciones?
 
Otra caracterización del escenario actual diagnóstica un declive del neoliberalismo, frente al pujante avance de los estados nacionales que priorizan el mercado interno y el proteccionismo. Pondera el desarrollo industrial autónomo de China, Rusia e India que aprovechan los avances ya alcanzados por sus antecesores (“catch up”). También pronostica el inicio de un “siglo de naciones”, en un mundo multipolar con alta fragmentación regional [27].
Estos enfoques convergen con las expectativas de constitución de un bloque contra-hegemónico en torno a los BRICS. El estado nacional es visto como el principal artífice de esa posibilidad si afianza su resistencia al neoliberalismo.
Pero estas miradas presentan la multipolaridad como un dato de la etapa olvidando su carácter reciente. Tampoco notan el conflicto que existe entre una variedad de centros políticos operando en torno a la internacionalización de la economía. Suponen que existe plena compatibilidad entre ambos procesos, sin notar cuántas restricciones introduce la segunda tendencia sobre la primera.
La presentación de la mundialización como un escenario de oportunidades es ingenua. Este marco no ofrece simples ventajas a los recién llegados. Implica un protagonismo de empresas transnacionales que se expanden seleccionando sus localizaciones, para garantizar los movimientos financieros y el libre comercio.
La multipolaridad política no revierte la mundialización neoliberal. Sólo modifica las relaciones de fuerza al interior de ese esquema. No cambia la etapa prevaleciente, ni induce un retorno al capitalismo de posguerra. Incorpora otra faceta al mismo orden global de las últimas tres décadas.
Este sistema ha funcionado con poca flexibilidad en torno a estamentos muy definidos. Los poderosos negocian acuerdos en el Consejo de Seguridad y la OTAN a costa del resto. Este modelo no decae a favor de otro basado en el resurgimiento de las naciones, por las mismas razones que ha quedado atrás el capitalismo del siglo XVIII. La secuencia histórica de mercados locales que forjan estados nacionales y luego potencias mundiales es una norma del pasado.
Las esperanzas en un esquema multipolar antiliberal están actualmente centradas en la evolución de China, Rusia o los BRICS. Pero estas expectativas no suelen considerar la elevada conexión de esos modelos con la mundialización neoliberal. Por eso sobreestiman sus diferencias con las potencias imperiales y subestiman la aplicación de políticas internas regresivas. Es falso, que el capitalismo funciona bien en los BRICS y mal en las economías desarrolladas. Los desequilibrios del sistema se extienden a todas partes.
Los teóricos del resurgimiento nacional estiman que el inexorable declive de Estados Unidos abre espacios para ese renacimiento. Pero también reconocen la continuada gravitación militar de la primera potencia, cuando retratan el empantanamiento de proyectos alternativos a esa primacía. Los fracasos del eje Rusia-Europa, del rearme autónomo de Francia o del replanteo de la política exterior japonesa confirman ese impasse.
Los propios previsores de un curso de este tipo resaltan la primacía de las alianzas regionales, sin notar que esas tendencias difieren del renacimiento nacional. Si los países emergen aglutinados en bloques lo que repunta es el regionalismo, como lo prueban la Unión Europea, el Tratado del Pacífico o el ASEAN. Pero esos bloques no desmienten, ni contradicen la mundialización neoliberal.
Ciertamente existen muchas manifestaciones de renacimiento nacional. Pero incluyen fenómenos muy contradictorios. A veces expresan la resistencia popular a la cirugía neoliberal y en otros casos maniobras derechistas y xenófobas para canalizar regresivamente ese descontento. Sólo excepcionalmente estos procesos reflejan proyectos burgueses de acumulación nacional, contrapuestos o divorciados de la mundialización. Además, la utilización del disfraz nacional es muy frecuente en otros casos, para justificar políticas sub-imperiales de opresión de los pueblos fronterizos.
Es cierto que los estados nacionales continuarán cumpliendo un rol insustituible. Pero ese papel deriva de la función medidora que cumplen entre la internacionalización económica ascendente y la vieja estructuración nacional del capitalismo. Del primer proceso no emerge automáticamente un organismo estatal mundializado y el segundo conglomerado no resucita el pasado. Los estados son utilizados por las clases dominantes para desenvolver formas de acumulación más internacionalizadas a costa de los trabajadores.
Los teóricos del renacimiento nacional conciben un desenvolvimiento flexible del capitalismo que afianzaría múltiples polos de acumulación, disolviendo las polaridades que emergen de la propia expansión del capitalismo. Pero estas fracturas impiden un avance equivalente de todas las economías. El ascenso de una debe consumarse a costa de otra, puesto que el capitalismo enfrenta límites a su ampliación global, que se manifiestan en las grandes crisis. Los rezagados deben cargar con la cuenta de las expansiones que consuman los más avanzados, imposibilitando a largo plazo la simple coexistencia de múltiples procesos de acumulación.
 
El significado de la amenaza ambiental
 
Cualquiera sea la evolución predominante en el plano económico o geopolítico la acelerada destrucción del medio ambiente afecta a todas las alternativas. Este peligro acecha en los distintos escenarios. El desastre ecológico tiende a acelerarse con el crecimiento débil en el centro y acelerado en Oriente. Se agrava con los desacuerdos y con las concertaciones entre potencias. Se profundiza con la unipolaridad y con la multipolaridad.
Los últimos seis años han demostrado que el deterioro ambiental no depende del ciclo. Ha persistido con la misma intensidad en la recesión y en la prosperidad. Las crisis enfrían el crecimiento sin alterar el elevadísimo consumo energético. Las emisiones de gas contaminante a la atmósfera ya superan en un 70% los promedios de los años 90.
El sobreuso de combustibles fósiles ha creado un nivel de CO 2 superior a cualquier otro momento de la historia humana. Las posibilidades de un ingobernable aumento del nivel del agua de 5 a10 metros se multiplican, a medida que la temperatura del planeta llega a los temidos niveles de incremento de 2, 4 o 6 grados. En este último caso el impacto sería catastrófico y podría retrotraer al planeta a la era de la glaciación [28].
Los anticipos más preocupantes de ese peligro ya están a la vista en la dislocación de los glaciares o en el deshielo de Groenlandia y la Antártida. Con su decisión de extraer shale oil e intensificar la extracción de petróleo del Ártico, Estados Unidos continúa encabezando la demolición del medio ambiente. Pero China le sigue muy cerca y Europa no está lejos.
La reiteración de fenómenos climáticos extremos en los cuatro puntos cardinales indica el grado de extensión alcanzado por el calentamiento global. Las sequías son sucedidas por tormentosas inundaciones y las oleadas de frío polar coexisten con agobiantes períodos de calor tropical.
Durante el 2010 se registraron las temperaturas más altas de la historia en 18 países. Rusia sufrió una marea de calor y gran parte de Pakistán quedó sumergido en el agua. La falta y exceso de lluvia deterioró el suelo de incontables países generando millones de víctimas. Ya nadie duda del impacto de cambio climático, ni observa estas catástrofes como episodios pasajeros. Los accidentes adicionales –como el gran derrame de petróleo en el Golfo de México o el accidente de Fukushima- sólo agravan un deterioro ambiental, que confirma las advertencias formuladas por todos los especialistas.
Las alertas más recientes resaltan el impacto del cambio climático sobre los rindes de la producción agrícola, como resultado del bloqueo a la expansión natural de los cultivos que genera la acumulación dióxido de carbono. Si la demanda de alimentos sigue aumentando y la productividad agrícola queda afectada, las consecuencias serían muy graves para los desnutridos [29].
Este desastre también amenaza cortar el ascenso de China, que se desenvuelve consumiendo la mitad del cemento, un tercio del acero y más de un cuarto del aluminio total. Algunos expertos estiman que los costos ambientales se asemejan a su tasa de crecimiento. Siete de las 10 ciudades con mayor contaminación atmosférica del mundo se encuentran allí y el 75% del agua en las regiones próximas a las ciudades ha perdido condiciones de potabilidad [30].
Las grandes potencias han desaprovechado la recesión para disminuir el calentamiento global. El socorro que otorgaron a los bancos contrasta con la carencia de cronogramas para alcanzar algún acuerdo de protección de la naturaleza. El impasse de la Cumbre Rio (junio 2012) volvió a ratificar ese empantanamiento. No hubo coincidencias mínimas para detener el calentamiento.
Mientras las inversiones en energías limpias han caído un 11% en el 2013, la próxima cita para lograr un acuerdo será la cumbre de Paris (2015). Los científicos de la Naciones Unidas exigen ir más allá de un Protocolo de Kyoto que nunca se aplicó, señalando la probable irrupción de un nuevo drama de los refugiados climáticos [31].
La propuesta de crear un fondo de 30.000 millones de dólares para reducir la emisión de gases es totalmente rechazada por los países desarrollados, que a su vez confrontan entre sí a la hora de precisar el aporte de cada uno a cualquier iniciativa. Siguen buscando formas de traslado del problema a la periferia, para posponer las restricciones al uso de los combustibles fósiles. Seguramente mantendrán esta actitud hasta que algún descalabro mayor irrumpa brutalmente en los centros.
 
Los límites de un sistema
 
El desastre ecológico tiene un alcance comparable a las guerras mundiales e ilustra como el capitalismo funciona generando cataclismos periódicos, que desvalorizan o destruyen el capital sobrante. Pero el potencial de la nueva demolición supera todo lo conocido.
La ausencia de conflagraciones inter-imperialistas ha dejado un vacío en el aniquilamiento de recursos que tradicionalmente utilizó el capital para oxigenar su reproducción. La reorganización destructiva del medio ambiente no aporta un remedio equivalente a la depuración de capitales sobrantes, mercancías excedentes y tecnologías obsoletas. Es un proceso que amenaza la continuidad del género humano. Este peligro es conocido y al mismo tiempo ignorado por las clases opresoras.
Esta dinámica del sistema puede conducir a la sepultura de toda la sociedad. La irracionalidad del modo de producción vigente radica en esta ceguera. La presión competitiva impide a las grandes empresas frenar la alocada carrera contaminante en que están inmersas. Es evidente que esa rivalidad conduce a la destrucción del entorno físico en que se desarrolla la acumulación. Sin embargo, nadie logra detener la rueda que empuja hacia el descalabro.
Lo mismo ocurre con los gobernantes que advierten contra un potencial suicidio colectivo que no detienen. La presión competitiva que enceguece a los capitalistas también afecta a los funcionarios que dirigen los estados.
La reconversión global hacia un sistema energético basado en fuentes eólicas o solares renovables se demora, a pesar de constituir el único dique efectivo frente al colapso ambiental. Como los capitalistas se benefician con la continuidad inmediata del status quo, resisten una transformación que no puede postergarse. En el modelo energético actual el 60% de las emisiones favorecen al 1,5% de la población de los países más ricos.
Por esta razón los economistas ortodoxos cierran los ojos ante el problema, esperando que el mercado defina espontáneamente los costos de la corrección que asumirían los agentes. Sus adversarios heterodoxos confían en un maná de remedios tecnológicos o en un brote de economía verde que generaría negocios más rentables que la propia contaminación. Mientras tanto todos juegan con fuego, esperando que las respuestas del capitalismo aparezcan antes de la concreción de una situación irreversible.
El desastre ambiental retrata los límites de un sistema que e mergió en cierto período y deberá desaparecer antes de arrasar a un desplome a toda la civilización. La crisis actual puede ser vista en términos históricos como un fenómeno múltiple que involucra la economía, la alimentación o la energía. Pero la dimensión climática sintetiza los contornos más dramáticos de esa convulsión. Retrata el principal aspecto de senilidad del capitalismo, que ha quedado desfasado del tipo de organización que requiere la sociedad.
Este divorcio es un resultado de las transformaciones generadas por el capitalismo neoliberal. Algunos autores van más allá de este diagnóstico y prevén un escenario de confrontaciones y estancamiento económico hasta la disipación del caos (años 2040-2050), al cabo de un largo y turbulento periodo [32].
Pero la catástrofe climática confirma el carácter turbulento de la acumulación y no el inmovilismo del sistema. El capitalismo está más corroído por su inmanejable desenvolvimiento que por su estancamiento productivo o desborde financiero. Este descontrol de la acumulación conduce a torbellinos que presentan aristas caóticas. ¿Pero se puede fechar la conclusión de estos temblores en cierto momento del futuro?
Al establecer esa cronología se supone que los procesos históricos están sujetos a una rigurosa periodicidad interna, determinada por fuerzas ajenas a los sujetos sociales. Sólo con ese criterio se puede concebir, que el desastre ambiental (o el agotamiento tecnológico, la estrechez de los mercados y la caída de la tasa de ganancia) definirá un punto final del ciclo sistémico, más allá del descontento o la resignación popular.
La experiencia indica que los momentos de giro de la historia siempre han seguido otro patrón. Estuvieron determinados por la irrupción de procesos revolucionarios y por enfrentamientos entre las principales clases sociales. El comportamiento de líderes políticos y el peso de las ideologías incidieron en forma decisiva en esta evolución. Ninguno de estos procesos puede anticiparse con un calendario en la mano.
 
Las relaciones sociales de fuerza
 
El neoliberalismo se gestó con la derrota que impusieron el thatcherismo y el reaganismo a los trabajadores en los países centrales. Se consolidó con el posterior declive sindical y se acentuó junto al cansancio político, que genera la alternancia de conservadores y socialdemócratas en la gestión del mismo modelo. Este esquema se reforzó con la desmoralización que produjo en la izquierda la restauración del capitalismo en Rusia y China.
El modelo actual no perdura desde los 80 por sus éxitos económicos. Ha incentivado crisis mucho más severas que en los años de pos-guerra. Desencadenó temblores políticos y rediseños de fronteras, que contrastan con el congelado del mapa mundial de la guerra fría. Introdujo un inédito grado de erosión en los partidos y un desprestigio sin precedentes del sistema político. Si en estas condiciones el neoliberalismo perdura es por el retroceso social, político e ideológico que ha impuesto a los trabajadores.
Este sector social continúa siendo el único antagonista del capitalismo con capacidad para desafiar, derrotar y sustituir la dominación de la burguesía. Por esta razón su repliegue le ha brindado tanto oxigeno al sistema.
Esta pérdida de protagonismo de los asalariados explica el peso de las nuevas ilusiones en el renacimiento de las naciones, en la potencialidad de los estados o en la multipolaridad. La expectativa de introducir transformaciones progresistas transitando estos tres caminos deriva del vacío dejado por la menor centralidad de las luchas obreras, la fragilidad de los sindicatos y los cuestionamientos al ideal socialista.
Este declive se revertirá al calor de triunfos populares que permitan recobrar la confianza en la lucha. Pero hasta el momento el repliegue impuesto por el neoliberalismo en la mayor parte del planeta se recicla con la enorme mutación que está registrando el capitalismo. Estas transformaciones incrementan los atropellos y generan nuevas resistencias entre los oprimidos.
Las agresiones del neoliberalismo no han sido mayoritariamente impuestas a través de confrontaciones sanguinarias. Las principales armas del capital han sido la angustia del desempleo, la humillación de la flexibilidad laboral, la desgracia de la pobreza y las bofetadas de la desigualdad. En los países del centro utilizaron más la fractura social que la virulencia física. De esta forma debilitaron pero no demolieron a la clase obrera. Los trabajadores no han sufrido las heridas que dejaban en el pasado los aplastamientos brutales de las rebeliones sociales. Este dato permite la recomposición de la acción popular.
Siguiendo la misma dinámica de su aparición el cierre de esta etapa neoliberal tendrá lugar con un desenlace impuesto desde abajo. Sólo con triunfos populares se podrá revertir un período tan oscuro para los trabajadores. Así ocurrió en el pasado y volverá a suceder en el futuro. Las etapas de atropello nunca se eternizan y siempre son revertidas por la resistencia social.
Las oleadas de movilización conforman ciclos relativamente autónomos del contexto económico y geopolítico. Son procesos más dependientes de las experiencias sindicales, las tradiciones políticas y las ideologías predominantes que del comportamiento del PBI o del grado de cohesión de las clases dominantes.
Esta dinámica prevaleció en la etapa de crisis que antecedió al neoliberalismo. Los avatares políticos que rodearon a la oleada revolucionaria del 68 fueron más definitorios de ese periodo que el agotamiento del keynesianismo o el equilibrio del poder entre Estados Unidos y la URSS. Esta centralidad de la lucha social determinará cuándo y cómo decaerá el neoliberalismo.
 
Las nuevas confrontaciones
 
Desde el estallido de la crisis reciente despuntaron numerosas luchas en distintos puntos del planeta . Gran parte de estas acciones se localizaron en los últimos dos años en las economías que mantuvieron cierto crecimiento, sin padecer la degradación social que acosa a Europa. Pero estas movilizaciones forman parte de un mismo proceso de resistencia y se caracterizan por un gran protagonismo de la juventud trabajadora, precarizada y desempleada.
Con las anteojeras del liberalismo, algunos autores han interpretado la irrupción callejera de jóvenes en Turquía o Brasil como una expresión de la nueva clase media satisfecha con el consumo, que ahora busca transparencia política y promoción social [33].
Pero esa relación es una construcción totalmente artificial que desconoce el sentido de las resistencias contra el ajuste y la represión . Supone que la utilización de facebook determina la pertenencia de los manifestantes a las clases medias, como si una nueva forma de comunicación definiera posicionamientos de clase. Reduce las batallas sociales a meros pronunciamientos contra la corrupción e ignora como el desempleo y la informalidad laboral alimentan el descontento de los indignados.
Otras caracterizaciones sensatas y ubicadas en el campo popular contrastan estos movimientos con la oleada de manifestaciones altermundialistas, que se registraron hace diez años. Remarcan sus perfiles más nacionales y asocian la nueva irrupción a la crisis iniciada en el 2008 [34]. Ciertos planteos subrayan la pérdida de atracción y capacidad de movilización de los Foros Sociales y convocan a sustituir las banderas “altermundialistas” por proyecto de “des-mundialización” [35].
Pero estos contrapuntos son prematuros. El neoliberalismo es un atropello mundial y percibido por sus víctimas como una fuerza reaccionaria que opera a escala global. Es cierto que las tendencias de movimientos sociales están cambiando pero sin un norte claro. Por el momento impera una gran diversidad de focos de lucha sin primacía de referentes nítidos.
Es importante notar que las movilizaciones han comenzado a emerger en el interior de la primera potencia. El movimiento de “Ocupar Wall Street” irrumpió sin generalizarse, como un síntoma de esa reacción.
Otro gran gigante que comienza a despertar se localiza en China. La clase obrera protagoniza una ascendente oleada de protestas que tiende a revertir el reflujo post- Tian An Men (1989). Estas resistencias involucran a millones de trabajadores, en decenas de miles de huelgas, que desde el 2009 han impuesto la actitud contemporizadora que prevalece entre los funcionarios.
Los sectores dominantes buscan negociar concesiones con un proletariado que ha crecido y asume una conducta muy diferente a la pasividad que sepultó a la Unión Soviética. Esta intervención no determina aún el rumbo de la sociedad china, pero ya anticipa la gravitación de un próximo protagonista.
Otro foco de lucha se ha localizado en el mundo árabe desde la gran primavera que sorprendió al mundo e inicialmente impuso el derrocamiento de mandatarios neoliberales en Egipto y Túnez. Posteriormente este despertar derivó en un duro otoño y puede desembocar en un terrible invierno, si se afianza la contraofensiva que despliegan el imperio y el islamismo reaccionario.
Estas fuerzas están desangrando a la población en guerras sectarias que facilitan la reconstitución del poder de los dictadores, los jeques y los clérigos. Luego de lo ocurrido en Libia y Siria, nadie sabe si el empuje democrático recobrará vitalidad o quedará enterrado por esa agresión.
Pero el gran test de la pulseada entre el neoliberalismo y los trabajadores se procesa en Europa. Esta región ha sido escenario de grandes movilizaciones durante el último sexenio. En España las marchas de resistencia contra los desalojos y el desempleo convergen con demandas nacionales, debilitando a una monarquía que ha perdido el consenso que mantuvo durante la transición.
Las manifestaciones de lucha en el Viejo Continente son numerosas del Oeste (Portugal, Islandia) y en el Este (Rumania, Hungría, Eslovaquia). Pero ningún país ha logrado actuar como catalizador del resto. El lugar que tradicionalmente ocupaba Francia, como centro la acción callejera continental no ha sido reemplazado. Esa gravitación se mantuvo incluso bajo el neoliberalismo con las movilizaciones de 1984, 1986, 1995 y 1998.
La principal expectativa de modificación de las relaciones de fuerza se ha trasladado a Grecia. Las protestas alcanzaron gran intensidad y traducción política, en construcciones de izquierda que mantienen en vilo al establishment. Pero la gravedad de la crisis confirma la necesidad de acciones y programas radicales. Es la única respuesta progresiva frente al despiadado ajuste que continúan imponiendo los acreedores.
 
La radicalidad se ha tornado decisiva en el Viejo Continente frente al cansancio que exhibe una población defraudada con la Unión Europea. L os votantes emiten reiterados mensajes de oposición. Si estos rechazos no encuentran una canalización radical en la izquierda, continuarán alimentando la despolitización o el crecimiento de las corrientes derechistas. El voto castigo ya sepultó a 17 gobiernos europeos en la geografía cambiante de la protesta. Pero ese descontento también genera el ascenso de la extrema derecha, que maquilla su defensa del capital con banderas de identidad nacional. Victorias populares en la calle son indispensables para neutralizar esa amenaza y colocar a la izquierda en un escenario favorable. Pero las nuevas relaciones de fuerza que están emergiendo a escala global se perfilan con mayor nitidez en América Latina. Lo que allí sucede tiene actualmente gran incidencia y el análisis de esta región nos conduce a nuestro próximo texto.
 
 
 
Extractado de "Rebelión".
 
 
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Notas
[1] Economista, Investigador, Profesor. Miembro del EDI (Economistas de Izquierda). Su página web es: www.lahaine.org/katz
[2] Piketty Thomas, “En ciertos aspectos las desigualdades son actualmente mayores que en 1913”, 11/3/2014, encampoabierto.wordpress.com.   Piketty, Thomas.  Le capital au XXIe siècle, Seuil, 2013.
[3] Kliksberg, Bernardo. “La explosión de las desigualdades”, 8/1/2014, www.pagina12.com.ar
[4] Un ejemplo de este abordaje en: Llach, Juan. El desafío de la desigualdad, 15/04/2014, www.lanacion.com.ar
[5] Toussaint, Eric. “Que faire de ce que nous apprend Thomas Piketty sur Le capital au XXIe siècle” 10/4/2014 www.pressegauche.org
[6] Piketty, Thomas. “Nunca ha habido tanta riqueza privada en el último siglo”, 13/4/2014, economia.elpais.com
[7]   Pettit, Jean Paul. A propos du Capital au XXI siecle de Thomas Piketty, 10/2/2014 www.contretemps
[8]   Rubinzal, Diego. “Mundialización de la producción cadenas globales”,30/3/2014 www.pagina12. Ver: Andreff Wladimir. Les multinationales globales. La decouverte, Paris, 1996.
[9] Husson, Michel. “La formación de clase obrera mundial”, 8/1/2014, www.kaosenlared.net.
[10] La primera visión Alex Tabarrok y la segunda en Robert J Gordon, La Nación, 12/1/2014. Nuestra revisión de ese debate en: Katz Claudio. “La concepción marxista del cambio tecnológico”, Revista Buenos Aires. Pensamiento Económico, n 1, Bs As otoño 1996.
[11] Sáenz, Roberto. “Perspectivas del capitalismo a comienzos del siglo XXI”, Socialismo o Barbarie n 20, febrero 2012,
[12] Nuestro enfoque en Katz Claudio, Bajo el imperio del capital. Edición argentina , Luxemburg, diciembre de 2011 (cap 8).
[13] Basterra, Juanjo. “737 multinacionales monopolizan” 1/2/2013 www.rebelion.org.
[14] Foster John Bellamy, Chesney Robert, “Monopoly-finance capital and the paradox of accumulation”, Monthly Review n 5, vol 61, october 2009
[15] Roberts, Michael. “ Tendencies, triggers and tulips”, Third IIRE Seminar on the Economic Crisis. Amsterdam, 15-2-2014.
[16] Un abordaje de este tipo en: Harvey David, A brief history of Neoliberalism, Oxford University Press, New York, 2005. Harvey David, “El neoliberalismo como proyecto de clase” vientosur.info/ 08/04/2013.
[17] El primer enfoque: Panitch Leo, Gindin Sam. “Capitalismo global e imperio norteamericano”. El nuevo desafío imperial, Socialist Register 2004, CLACSO, Buenos Aires 2005. El segundo en: Brenner Robert, “The economics of global turbulence”, New Left Review 229, May-June 1998
[18] Nuestra visión en polémica con los autores neoclásicos y keynesianos en: Katz Claudio “Interpretaciones de la crisis”, La crisis capitalista mundial y América Latina”, CLACSO, Buenos Aires, 2012.
[19] - Greenspan Alan 2010 “ The Crisis Greenspan Associates LLC” en www.brookings.edu, Ocampo Emilio, “Cuando el remedio es peor que la enfermedad”, ambito.com/diario 11/01/2013. Raghuram Rajam, “El boom commodities crea problemas”, www. ambito .com/noticia 23/08/2012.
[20] Stiglitz Joseph 2010. Caída libre. (Buenos Aires: Taurus). Wyplosz Charles, “En Europa habrá una enorme reestructuración de la deuda”, www.ambito.com/noticia. 27/07/2012.
[21] Aglietta Michel, Berrebi Laurent 2007. Desordres dans le capitalisme mondial (Paris : Odile Jacob). Bhaduri Amit, Cesaratto Sergio, Palma Gabriel, “Economistas heterodoxos”, www.pagina12.com. 19/11/2012.
[22] -Husson Michel, Capitalismo puro, Maia Ediciones, Madrid, 2009, -Bhir Alain, “Le triomphe catastrophique du neoliberalisme”, 10-11-2008, Presse toi a Gauche, Canadá.
[23] Harman, Chris Zombie Capitalism, Bookmarks, 2009. Kliman, Andrew. “The destruction of capital and the current crisis”, January 15, 2009, http://www.permanentrevolution.net/entry/2760
[24] Chesnais, Francois. “La recesión mundial: el momento, las interpretaciones y lo que se juega en la crisis, Herramienta 37, marzo 2008, Buenos Aires.
[25] Anderson, Perry. “Algunas observaciones históricas sobre la hegemonía”, C y E, año II, n 3, primer semestre 2010. Anderson, Perry. “Apuntes sobre la coyuntura actual”, New Left Review, n 48, 2008.
[26] Lipietz, Alain. El mundo del Post-Fordismo, Ensayos de Economía n°12, vol.7, Julio 1997. Strange, Gerard “Globalisation, structural dependecy theory and regionalism, 2002,   citeseerx.ist.psu.edu/viewdoc/
[27] Sapir, Jacques. El nuevo siglo XXI, El Viejo Topo, 2008, Madrid, (pag 33-34, 149, 162, 92, 258-259).
[28] Tanuro, Daniel. “ Energy transition and anticapitalist alternative ”, Third IIRE Seminar on the Economic Crisis. Amsterdam, 15-2-2014.
[29] La Nación, Un viejo pronóstico de hambruna podría hacerse realidad, 6/4/20, www.lanacion
[30] The Economist, China, Special Report”, 2008
[31] El País No queda margen, 15/4/2014, el pais.com
[32] Wallerstein, Immanuel. T he Modern World - System IV : Centrist Liberalism Triumphant, 1789-1914, University of California Press, 2011, Preface. Wallerstein, Immanuel, “E se nao houver saida alguma”? www.outraspalavras.net, 17/08/2012.
[33] Es la nueva tesis de Fukuyama, Francis en. La Nación, Rebelión mundial: los nuevos dueños de las calles 7/7/2013, www.lanacion.com.ar
[34] Gerbaudo, Paolo. “Son movimientos nacionales”, 8/7/2013, www.pagina12.com.ar
[35] Cassen, Bernard. “ Ha llegado la hora de la "desmundialización", 17/9/2011, www.rebelion.org