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sábado, 6 de septiembre de 2014

«resquicios de otro incendio» - poemas de Arturo Borra




Raza oscura

 

Raza oscura
condenada a vagar por las orillas revueltas del mundo
en busca de unas tablas que no se astillen de tristeza.

 
Llueve en todos los hemisferios:
sin lugar para la noche.


 

En la derrota


Crecimos en la derrota. Cuando no era miedo era declinación/ rabia/ repetición del abandono.

 
Una lejanía que no era nostalgia estalló en las manos.

 
Tras toda esa ruina quisimos desenterrar otras herencias: abrir el sueño -formas supervivientes en la manga/ resquicios de otro incendio.

 
Desafiar más lejos el lenguaje de la derrota. 
 
 




Zozobra


quién puede narrar la zozobra: flotar entre las tablas partidas/ recuperar la voz en la marisma?
 
qué sería la zozobra si no naufragaran las palabras?

 
 
En la soledad de la partida, inventamos cada noche lo inédito.



De Anotaciones en el margen, Ediciones Cuatro de Agosto, Logroño, 2014.



 


 
Pájaros

Sacudo los pájaros que anidaron en la noche:
duermen los árboles y el viento insiste
en germinar abismos.

 
No sé qué hace al vuelo, esta senda
de aire en el salto
abatido por tanta caída:
nada sé del cielorraso
por el que se deslizan
mis caminos.

 
 

Totalidad faltante
                      
si tuviera todas las voces
las manos todas
el todo cubriendo
ausencias
huecos
este baldío
sin nombre
si tuviera
toda la sangre
toda la mirada
el principio
donde se aplacan
los labios hambrientos
si tuviera un hijo pródigo
huyendo de todo
como una fuga universal de los simulacros
de totalidad de tono total
yo
este todo que miente su llenura
escaparía como un loco
del pozo claroscuro
que hiere con todos entrevistos
para confirmar todos faltantes
recorriendo los escollos del desierto
su lodo rehuido que gime en el poema
destotalizando su desgarradura
con su espejismo y su caricia y su todo
abatido.

 

Esperanzas todavía


“No se nos ha dado la esperanza sino por los desesperados”.

            Walter Benjamin


 
Entre tanta muerte ofrecida en sacrificio
proclaman el cese de la promesa.

No saben que los desesperados musitan su abecedario.

Vienen algunos niños preguntando:
sobre su frente se gestan esperanzas todavía.
 

De La vigilia del deseo, Ediciones Loto, Rosario, 2013.

lunes, 28 de julio de 2014

«La poesía y la guerra (de nuevo)»




Escribir un poema contra la guerra no va evitar que los seres humanos sigan matándose entre sí. No persuadirá a quienes ejecutan prolijamente las órdenes genocidas ni, mucho menos, a quienes las imparten sin conmiseración. No alterará las decisiones estratégicas que las promueven ni permitirá cerrar una sola fábrica de misiles; no modificará los hilos de esa farsa que llaman “opinión pública” ni favorecerá el boicot a los que lucran con los muertos; no erosionará los silencios que se ciernen sobre los que sufren ni consolará a los que sobreviven. Un poema contra la guerra ni siquiera puede justificarse como catarsis. Horada, quizás, el curso sereno de la escritura, pero no subvierte las estructuras que sostienen la regularidad de ese crimen institucionalizado que es la guerra.

Escribir poemas contra la guerra no otorga a nadie un título de nobleza y hasta puede convertirse en una manera oportunista de procurar notoriedad (más fantaseada y efímera que otra cosa). La polémica es parte del espectáculo y escribir un poema sobre las penosas circunstancias de una guerra siempre corre el riesgo de convertirse en una de sus formas.

Todos saben de la soberana inutilidad de escribir un poema contra la guerra. No supone mérito estético alguno y su calidad es tan variable como quien lo escribe. Un poema semejante es como un poema sobre el hambre o el sufrimiento humano, el amor o la soledad, la dicha o la muerte. Siempre corre el riesgo de recaer en tópicos tan obvios como falaces, de repetir motivos que se apagan en su grandilocuencia, de insistir en el mismo gesto simplista o ingenuo. Quien sabe que un poema contra la guerra es inútil, tampoco puede confortarse con escribirlo. Quien se conforma con escribir esa clase de poemas no vive el desconsuelo: se limita a atenuar la estocada, toda esa vergüenza anónima que nos cae encima por permitir que una guerra siga siendo posible.

Sin embargo, quien carga contra un poema semejante, ¿no debería cargar también contra cualquier género de escritura que cuestione la guerra (comenzando por los ensayos y las novelas)? ¿Y por qué limitarse a estos escritos? ¿No tendría que arremeter, asimismo, contra la pintura, el cine, el teatro, la música o cualquier otra producción artística que se manifieste contra la guerra? ¿Y por qué habría de detenerse ahí? Roto ya el dique del arte o la escritura, ¿no estaría obligado a disparar contra los tratados filosóficos o las ciencias sociales, en suma, contra cualquier discurso que no se conforme con aceptar la guerra como hecho inexorable? ¿Cuándo esos discursos han detenido alguna vez un disparo (en el caso de que ese hubiera sido su objetivo)?

Tampoco hay razones para limitarse a los discursos artísticos, científicos o filosóficos. Al fin de cuentas, ¿cuántas muertes han evitado los movimientos pacifistas? Y para apurar el razonamiento: ¿por qué no cuestionar a los gobiernos nacionales que cuando no entran directamente en guerra la permiten, a los gremios que organizan sus cuerpos militares, a las iglesias que enfervorizan a sus feligreses con llamados santos, a los medios que no median para evitar la masacre, a los periodistas convertidos en profesionales de la desinformación, a la educación escolar que prepara la barbarie en nombre de la civilización, a las ONG que humanitariamente ayudan a enterrar a los muertos, a los ciudadanos y ciudadanas que se pronuncian inútilmente contra tanto estrago? ¿Qué decir de esos órganos gangrenados que organizan la desunión y hacen autopsias de los crímenes de guerra que pronto olvidarán con su retórica pacificadora? ¿Qué hay del Fondo Miserable Internacional y del Banco Mundial de la Injusticia, que vienen a alzar espléndidas autopistas con el montículo de cadáveres que deja la guerra?

Todos presumen saber que la impotencia es el signo de nuestra época. Impotencia para detener una guerra, evitar el holocausto cotidiano, encarcelar a los payasos cleptocráticos que declaran la guerra en sus despachos, enjuiciar a los amos que hacen de la guerra a muerte su ley de vida, revertir el saqueo que la guerra corporativa instaura como moneda de cambio, impedir el estado en guerra y su expansión de escombros.

Todos saben que vivimos en guerra y más todavía quienes escribimos contra ella. Escribir contra es una forma de luchar, más allá de la lógica de la guerra, aun si hubiera ocasiones en que parece ineludible. No es una simple declaración de amor o una negativa abstracta a toda forma de violencia, sino apuesta por una lucha sin guerra. La confusión de la lucha con la guerra es parte de la derrota. La impotencia colectiva es efecto de la guerra que perdimos los que vivimos contra.

Todos saben de la declaración de guerra que los poderes han lanzado contra las mayorías fracturadas, convertidas en minorías. Es cierto que las guerras actuales son cada vez menos guerras: se limitan a la masacre -el mero barrido del otro. No por ello habríamos de dejar incólume la lógica de la guerra como enfrentamiento a muerte con un enemigo en última instancia espectral. La guerra de fuerzas que deliran su omnipotencia construye impotencia en cada barrido. También esa impotencia ante la guerra, consecuencia de la derrota, es lanzadera para construir otras posibilidades humanas más allá de la guerra, una potencia otra que se niega a lo que las elites de la guerra ordenan.

Llegados a este punto, ¿qué sentido tiene no ya escribir un poema sino una vida contra la guerra? A la inversa, ¿qué sentido tiene el ser humano que ha desistido de luchar contra los ejecutivos y empresarios de la guerra -esos operadores de la catástrofe?

Todos presumen saber que la impotencia poética es parte de la impotencia generalizada ante la guerra. No convertiremos más que a los convertidos, no disuadiremos a los señores de la guerra, no impediremos que sigan ejerciendo su poder de muerte o hagan del crimen un negocio rentable. Defender los armisticios, reivindicar el diálogo, apostar por el reconocimiento no va a detener el curso indiferente de la aniquilación. Incluso sus cronistas terminan formando parte de la guerra como fórmula suprema de la nulidad.

Pero aun si no supiéramos nada del sentido de esta práctica de lucha, podríamos señalar que escribir y vivir contra la guerra puede contribuir a sustraernos de la cadena de la impotencia y cuestionar la resignación ante lo que declaran imposible. Puede que escribir contra la guerra sea una forma de no sumarse al estado de guerra o al orden social de los escombros, a la excepcionalidad permanente de la guerra convertida en regularidad de la tristeza.

Entonces, no sólo escribir un poema contra: vivir, manifestarse, resistir a la guerra. Ejercer la libertad de cuestionar el estado de guerra, poner bajo suspenso la impotencia generalizada en la que vivimos. Quizás no todos saben que escribir poemas contra la guerra es una forma de no habituarse a ella, que formular un discurso contra la guerra es un modo de no aceptar la indiferencia zoológica que da por inexorable una existencia en guerra. Quizás no todos saben que el llamado contra la guerra, incluso si su fin no fuera divisable, es una forma de recordar una sociedad deseable antes que un orden temido, una interrogación por la justicia antes que una justificación del derecho (a la guerra), una reivindicación de la igualdad humana antes que una constatación de las jerarquías (militares) de la vida en guerra.

No todos saben que parte de la guerra es impedir la imaginación de un tiempo sin guerra, un porvenir en que no ya no es necesario escribir o vivir contra la impotencia ante la repetición escandalosa de la guerra. No todos saben que la formulación de la promesa de una sociedad más allá de la guerra es parte del deseo revolucionario de sabotear las máquinas de guerra que cada día nos aplastan. Luchar contra la guerra es erosionar la vida en guerra en que malvivimos incluso si escribimos contra. Escribir contra es dar testimonio de un dolor sin testigos y a través de ese acto testimoniante rebelarse contra los que deciden que la guerra sea el único discurso posible -la evidencia de nuestra impotencia.

Un discurso contra la guerra -¿lo sabemos?- es mejor que aquel que la defiende como mal necesario en la medida en que también se hace práctica contra el espectáculo que niega la masacre de toda guerra, la muerte irreductible del otro que sigue ahí, sin sepultura ni testimonio. Escribimos contra para cambiarnos a nosotros mismos y desafiar el mutismo obediente a los señores de la guerra. ¿Qué sería de nosotros si esos discursos y prácticas se anudaran, construyeran una cultura contra, trazaran lazos entre los cuerpos, último soporte de la guerra, incluso si fuera tele-dirigida? ¿Qué clase de omnipotencia megalómana podría condenar a la impotencia una contracultura en común?


También la escritura puede resistir al canto de las sirenas, también la vida puede resistir, rebelarse como sueño, ayudarnos a confiar en las posibilidades humanas más allá de la guerra (aun si su fin no cesara de postergarse), en el reconocimiento del otro como semejante, en la promesa de comenzar a cambiar el mundo en que malvivimos desmotando la guerra que llevamos dentro.


Arturo Borra

domingo, 25 de mayo de 2014

Lecturas sobre el presente (II): «Mientras agonizo»




 

¿Qué actualidadpuede mantener una novela como Mientras agonizo[i], escrita hace casi un siglo (su primera versión es de 1930), considerada de forma habitual como una “obra menor” de un “autor mayor”? ¿Qué relación podría ocupar con respecto a ¡Absalón, Absalón!,Luz de agosto, Santuario, El ruido y la furia o Palmeras salvajes, entre otros títulos? ¿En qué sentido un texto semejante podría aportar a una interpretación crítica del presente?

Digámoslo de entrada: Mientras agonizo quizás sea una de las novelas de Faulkner menos atendidas por la crítica y puede que también sea una de las menos leídas, oscurecida por el resplandor narrativo de otros de sus textos. Sin embargo, considero que hay buenas razones para reivindicarla como parte irreductible de su herencia literaria, en tanto material relevante que habilita a una lectura autónoma, por derecho propio, no supeditada a otros de sus textos.

De ahí que a continuación quisiera ensayar una lectura más pormenorizada, no tanto centrada en las peculiaridades formales de esta novela como en su relación con lo que Said llama «mundanidad»[ii]. Puesta en contexto, el potencial interpretativo de Mientras agonizo (sin pretender hacer un análisis totalizador de la «obra» de este escritor, tan magistral como polifacética) es suficientemente vasto para permitirnos explorar en esa dirección.

Retornemos, entonces, a la pregunta sobre la «actualidad» supuesta del texto. No se trata, en primer término, de atenerse a la inmediatez narrativa. Es evidente que algunas circunstancias históricas han cambiado de una forma drástica desde 1930, comenzando por los procesos de urbanización y el desarrollo tecnológico vertiginoso que ha marcado la historia estadounidense en el siglo XX (a diferencia de otras zonas planetarias en las que la falta de infraestructura técnica sigue siendo un problema vigente de magnitud). También podría procurar analizarse la diferencia en el régimen de propiedad de la tierra (y un posible pasaje tendencial de un modelo minifundista a uno marcado por latifundios concentrados por la oligarquía terrateniente) o, dentro de una estructura social de clases, las transformaciones del campesinado durante el siglo pasado.

De manera inversa, tampoco se trata de hacer una lectura simplemente metafórica, tomando el texto como una superficie libre, que habilitaría a una cadena de sustituciones o a un juego de analogías entre una historia pasada y nuestra historia presente, recuperando metáforas como la opresión (predominantemente de clase y género, pero también de carácter generacional o racial) o la penuria material (la pobreza, las condiciones precarias de vida, etc.). Una lectura semejante perdería algo decisivo en el relato: el carácter perturbador del detalle. 

De ahí que mi objetivo es retomar el relato de Faulkner en su «materialidad efectiva»: aquello que podría recuperarse aun de un concepto desdibujado de «literalidad», esto es, lo que pertenece al orden del fragmento en su condición inquietante. Sólo entonces cabe volver el relato hacia nosotros –en lo que hay de común en este «nosotros», lo que forma parte de nuestra «condición humana», incluso si no estuviéramos dispuestos a asimilar, de forma apresurada, esa condición a la noción más problemática todavía de «naturaleza humana». Omitiré, en este sentido, la disputa filosófica al respecto.

En esta estrategia de lectura, más bien, el movimiento planteado es remitir esa condición humana a unas experiencias históricas concretas, que siguen actuando en nuestras conformaciones subjetivas, aun si admitiéramos que lo que hay de común entre nosotros a menudo rebasa un período histórico determinado. Así pues, si por «actualidad» entendemos, ante todo, aquello que actúa sobre lo presente, más allá de su inmediatez o instantaneidad temporal, esto es, a contramano del sentido de actualidad como presente efímero que plantean los discursos informativos dominantes, entonces, leer una novela escrita tiempo atrás no sólo no constituye un obstáculo para pensar nuestro tiempo sino que puede favorecer su inscripción en una secuencia histórica mayor, sin que ello implique perder de vista las líneas de discontinuidad que pudieran estar operando. Contra una concepción deshistorizante, lo pertinente de este retorno es que permite pensar, tanto por sus contrastes como por sus similitudes, algunas claves del «ahora» eterno en el que el discurso postmoderno más conservador quiere instalarnos, como si no hubiera porvenir posible, en lo que contiene de alteridad y alteración, esto es, en su signo imprevisible[iii].

Volvamos, pues, sobre esa sociedad de la que habla Faulkner y que anticipa ya varias líneas de continuidad. La trama sorprende en su engañosa sencillez, a pesar de una estructura narrativa fragmentaria y difícil. Addie Bundren, madre de cinco hijos (Dewel Dell, Jewel, Darl, Cash y Vardaman) y esposa de Anse, agoniza en su cama, en las afueras del pequeño pueblo donde vive junto a su familia, mientras aguarda el féretro que uno de sus hijos construye por las noches. En efecto, todos parecen esperar el féretro, comenzando por Addie. Como si ese fuera el único lugar en que pudiera estar a salvo ya: el espacio final donde reposar. El esposo, por su parte, ha asumido el compromiso de llevarla hasta Jefferson tras su muerte, para que pueda yacer en paz junto a sus progenitores.

La peripecia se desata entonces. Con una carreta como único transporte, padre e hijos emprenden la marcha hacia la ciudad natal de Addie, a unos sesenta kilómetros de su residencia. El puente que lleva al destino deseado, sin embargo, ha sido arrastrado por el río crecido por las lluvias recientes. El encadenamiento de sucesos fatídicos se convierte en regla y la tarea de enterrar a la difunta amenaza con convertirse en una empresa imposible. En vez de encontrarnos con un registro épico, nos topamos con una odisea invertida, casi ridícula, causada ante todo por el tenaz compromiso que Anse asume, aunque más no sea en tanto compensación imaginaria ante el sufrimiento impartido a su mujer durante su vida, como si «cargar con el muerto» fuera una forma de reparación.

En resumen, la trama narrativa es relativamente simple (no obstante la fragmentariedad y pluralidad de perspectivas que asume el relato): la “normalidad” de la vida de una familia rural pobre de Tenesse es interrumpida por la muerte de la madre. Desde luego, Faulkner no ahorra detalles de esa “normalidad”. Los secretos abundan, los silencios se multiplican, la dureza emocional se intensifica. Incluso la experiencia amorosa aparece como mero orgullo, “(…) ese deseo furioso de ocultar la vil desnudez que traemos con nosotros (…)” (p. 50).

La pobreza atraviesa sus vidas de forma ubicua: introduce una dimensión carencial en cada uno de los actos, se instala como condición con la que se coexiste. La muerte en un contexto así se hace consuelo. Los hombres de la casa, al menos, tienen la posibilidad de descanso tras las duras jornadas de trabajo en el campo. En una sociedad patriarcal, sin embargo, esa tregua no vale para las mujeres: ni Addie ni su hija (Dewel Dell) pueden desplazarse de ese confinamiento a la necesidad -su rueda brutal que no se detiene hasta la muerte. La contundencia narrativa de Faulkner ahorra explicacionessobre esas desigualdades de género manifiestas dentro de la precariedad de unas vidas de por sí asediadas.

El problema, como decimos, es dar sepultura a quien no ha tenido posibilidad de descanso. Y ese problema supone atravesar el río crecido por las lluvias, a pesar del puente derribado por la corriente. Pero -lo intuimos- cuando hay un puente roto hay, ante todo, un peligro del que no se salva ni la muerta en su féretro, ni el “tiro” que arrastra la carreta y que es arrastrado fatalmente.

De desastre en desastre: la familia no tiene más camino que comprar otro “tiro” que sustituya al que se llevó la corriente, incluso si para ello es preciso empeñar el caballo de Jewel conseguido a fuerza de duplicar su jornada laboral y trabajar también por las noches. Su opinión, sin embargo, no cuenta para el padre, dispuesto a empeñar lo poco que (no) tiene para cumplir el mandato asumido.

Dar-sepultura, como en el caso de Antígona, es una cuestión ética; sin embargo, en este caso, no hay lucha contra la ley de la ciudad, contra la voluntad soberana, sino más bien contra la fuerza ciega de una naturaleza indomesticable. El problema en este viaje hacia el descanso es que no hay descanso. El cadáver comienza a descomponerse: la putrefacción adquiere dramática inmediatez. El “largo camino” de una decena de kilómetros es propicio a la descomposición. El cuerpo inerte evoca el drama de los vivos –incluso si el deseo de Darl es poner fin a esta agonía colectiva incendiando el cobertizo en el que está el féretro, mientras los demás duermen.

Pero no es fácil deshacerse de un cadáver e interrumpir la mortificación incesante que supone su transporte. La pierna quebrada de Cash (secuela de su rescate del féretro en el río crecido) parece correr la misma suerte. Un órgano gangrenado que ahonda la misma desolación, el presentimiento insistente de una amputación. El “sucio secretito” de Dewel Dell con el médico de cabecera de la familia, la obcecación del padre por cumplir un juramento absurdo, el internamiento de Darl tras su impulso piromaníaco, la ofensa del padre contra Jewel al arrebatarle el fruto de su trabajo, el dolor delirante de Vardaman que representa a su madre como un pez, forman parte de un puzzle terrible, en el que la ausencia de Dios se manifiesta como omnipresencia del sufrimiento.

El desenlace a toda esta desesperación no deja de ser sorpresivo: la conformación inmediata de un nuevo matrimonio de Anse, tras sepultar a su antigua esposa. No hay tiempo para el duelo o las despedidas. La restitución de la “normalidad” aparece así como primordial, aunque no deje de ser irónica: lo que se recompone no es más que una alianza patrimonial que con suerte permitirá reproducir la rueda de la subsistencia. El proceso se cierra relevando el vacío de la esposa: suturando su hueco a través del mito de la normalidad familiar.

En efecto, el acto restitutivo es el acto mítico por excelencia: la miseria, en lo que tiene de sacrificial y absurdo, prosigue su curso indiferente. Todo coagula ahí: en la unión de un viudo y una solterona que pone fin a una deriva en la que la muerta se pudre, como los recuerdos primeros de Addie de su experiencia amorosa, enterrada desde pronto, confinada en una rutina forzosa en la que no queda deseo alguno.

Quizás sea justo decir que Faulkner, como otros narradores del infierno, no alegoriza, lo que no significa que suscriba a una visión realista. Tampoco tenemos que alegorizar nosotros. La literalidad del relato es apabullante, incluso si esa «literalidad» está desde el principio horadada: en efecto, “las palabras no se ajustan nunca a lo que tratan de decir” (p. 160) y un poco más adelante: no son más que “una mera forma para llenar una carencia” (p. 161). Lo literal, pues, es ese desajuste, esa carencia que necesariamente rebasa toda propiedad, todo sentido propio.

La familia entera movilizada para enterrar el cuerpo inerte de la madre es una lucha drástica contra el tiempo que apremia. En este sentido, el tiempo del relato es el tiempo de la podredumbre, como ocurre también con la pierna de Cash. Breviario de podredumbre de Cioran podría obtener ahí su préstamo: “La historia no es más que un desfile de falsos Absolutos, una sucesión de templos elevados a pretextos, un envilecimiento del espíritu ante lo Improbable. Incluso cuando se aleja de la religión el hombre permanece sujeto a ella; agotándose en forjar simulacros de dioses, los adopta después febrilmente: su necesidad de ficción, de mitología, triunfa sobre la evidencia y el ridículo”[iv].

En el desfile de Faulkner la «religiosidad» resulta insoslayable: aparece como una justificación del sufrimiento, una aceptación de lo inaceptable. Como si el destino o la fatalidad no dejaran más camino que aguardar la propia muerte, entre la resignación y el consuelo, mientras fabrican nuestro féretro. La religiosidad, pues, aparece como renuncia al acto ético y político que constituye la rebelión. La mitología que instaura una sociedad de clases, marcada por el patriarcado, oculta así la verdad del abuso que asoma en la trama, en primer término, en la hija adolescente que hace favorcitos a quien le promete una solución a su embarazoso secreto o en la subalternidad indiscutida de la esposa. En efecto, ese mundo recuerda una historia de clase y de género: las “sirvientitas” que hacen favores sexuales a cambio de falsas promesas de los señoritos ansiosos de debutar después de ir a misa el domingo o la historia del matrimonio tradicional como forma opresiva de reproducción de la autoridad.

Lo terrible está ahí: en una escena pútrida que hace manifiesto no tanto el descalabro de lo normal sino la «normalidad» como hecho siniestro, regularidad del desastre que confluye en nuestro presente. Lo patológico es esta normalidad endurecida, entumecida, gangrenada, ultrajada. La estabilidad de la vida como penuria, de la familia como jaula, del matrimonio como alianza patrimonial, sustraída de la experiencia amorosa, de la singularidad insustituible de sus miembros. Al fin de cuentas, la difunta es como un “tiro”. No hay tiempo para el duelo. No hay otro  tiempo que el de procurar recomponer la normalidad perdida, aunque para ello el padre deba conseguir unos dientes postizos y así volver a sonreír ante su inminente nueva esposa, aun si ello supone despojar a la hija del dinero que tiene para abortar.

Nos toca a nosotros trazar nuestro viaje entre esa experiencia y la nuestra. No cabe descartar, al fin de cuentas, que también nosotros cargamos con un muerto en pleno proceso de putrefacción. Nuestra “normalidad” no es mejor en varios puntos (incluso si admitimos unas condiciones materiales de vida comparativamente mejores para algunos grupos y clases): la sustituibilidad infinita de cada uno de nosotros, la equivalencia general de las vidas endurecidas, la estructura de desigualdad que permanece en el contexto del capitalismo industrial. Como animales de tiro, lo que hay de singular en el/la muerto/a se esfuma: el recuerdo de una dulzura pasajera. El matrimonio como alianza instrumental sostiene una familia convertida en célula de una sociedad miserable y el pasaje del campo a la ciudad no hace sino intensificar esa miseria, esa gangrena que nos impide marcharnos o, al menos, caminar por pie propio.

Todo se pudre no es una simple constatación metafísica; una variante del ser para la muerte heideggeriano o de la conciencia de la finitud hegeliana. Es, ante todo, la inmediatez de un cuerpo que se deteriora, se estropea, se quiebra o entra en descomposición. La precisión lapidaria de la narración –sin visión privilegiada, sin omnisciencia alguna- queda reafirmada en un juego de perspectivas donde lo “real” no es esa cosa firme que subyace invariante, sino el trauma que cada cual asimila como puede –la temporalidad desquiciada que cortocircuita lo simbólico, arruina el relato, desarregla las ruedas o derrumba los puentes. Lo que es peor: la putrefacción ya está en esa pobreza extrema como “castigo de Dios”, en su extraña demostración de su amor (p. 104), en su promesa de restitución de la igualdad que aquí carecemos: “(…) el Señor les quitará lo que tienen a los que tienen y se lo dará a los que no tienen” (p. 104). La justicia divina contrasta con la injusticia mundana: nada que repare, en esta tierra oscura, el sufrimiento.

Mientras agonizo nos devuelve, por esa vía, al espejo de un trauma no conceptualizado: lo que hay de agonístico en la experiencia del “mientras”, en la vivencia del transcurso. No me consta que pueda describirse a Faulkner como un escritor irónico. Pero quizás no pueda eludirse aquí la dimensión irónica del relato, precisamente, como dimensión que erosiona la “seriedad” de lo recto, la doblez de las grandes intenciones, presentadas a menudo como actos épicos. Lo épico es lo que falta. De Benjamin a De Man, la ironía es poder corrosivo y ese poder, como crítica, no puede obviarse aquí. Como cuando el autor da voz al esposo para referirse a Addie: “Siempre fue de las que lo dejan todo limpio antes de irse” (p. 28) [lo que no deja de ser llamativo cuando esa “limpieza” refiere a los propios preparativos de su funeral].

La ironía conduce a la puesta en crisis de una vida normalizada en la que lo regular es la putrefacción de los cuerpos, la extensión de los “sucios secretitos”, la repetición de la penuria material y el embrutecimiento moral y espiritual. “Embrutecimiento”, sin embargo, sigue suponiendo un estado previo del sujeto próximo a un cierto desarrollo educativo, a una situación intelectual no-degradada. Quizás ese sea otro de los mitos en los que el individualismo se regodea: una naturaleza humana preconstituida que, en el mejor de los casos, la sociedad vendría a corromper, si no le atribuye ya algún impulso egoísta innato.

Pero quizás sea más exacto decir que los personajes de Faulkner nunca han salido de esa «bestialidad» que constituye el “término intermedio” entre «humanidad» y «animalidad». Es el término que él sugiere en varias ocasiones, como cuando Dewey Dell asume su imposibilidad de llanto: “No sé llorar” (p. 62); o en la propia conjetura de Vardaman de que su madre es un pez. Bestial, en efecto, es esa vida humana próxima a la vida animal, como un tiro o una mula.

A pesar de todo ese oprobio diario, algunos personajes de Faulkner deliran –y con ello, introducen un desajuste con respecto a una normalidad patológica. En un mundo bestial se empecinan en concebir una existencia más allá de la muerte brutal que los seres humanos padecen en la carencia generalizada, en la injusticia de la desigualdad de la tierra. La ironización de esa normalidad pone en discusión, precisamente, lo que aparece como un “ciclo natural”: desnaturaliza el padecimiento, dejando emerger de lo terrible una esperanza agonística, una demanda de justicia (indefinidamente postergada en esa tradición religiosa que la significa como algo venidero, esto es, como advenimiento divino). Un punto de fuga: Vardeman antes que Jewel, Darl antes que Cash.

La actualidad del relato de Faulkner es doble: la de una normalidad sacrificial, en la que los seres humanos viven como bestias, y la de la necesidad impostergable de interrumpir esa normalidad, pero no ya como quien viaja a enterrar la muerta, para restituir el patrimonio matrimonial y la rutina de la necesidad, sino como un desplazamiento irreversible, un proceso que revolucione la vida.

Pero las jaulas invisibles siguen intactas: de la bestialidad omnipresente en el mundo rural (los humanos como burros de carga a jornada completa) al free lance del urbanita que no conoce ya la frontera que separa tiempo de trabajoy tiempo de vida, como si tras la variación de estilos o formas vitales insistiera la misma inflexibilidad del mundo de la producción capitalista –y tanto más en nuestra época que anuncia la «flexibilidad ilimitada» como exigencia inflexible del capital.

Volvamos otra vez: la familia Bundren vive sus condiciones de existencia como voluntad divina, un castigo que contiene una futura recompensa: “Dios castiga a los que ama” (p. 104), aunque sea, ciertamente, una demostración “extraña” (sic). Y, en efecto, mucho habría que decir sobre esa claudicación ética en nombre de una “justicia divina” que posterga indefinidamente la justicia humana, sobre la extraña inversión de los castigos terrenales que carga con dureza las espaldas de esos seres bestiales que sueñan con descansar en paz. Al fin y al cabo, la misericordia no es más que una esperanza incierta, o mejor todavía, la espera de “Su gracia” de la que nunca se puede estar seguro. “El mero hecho de que hayas sido una esposa fiel no significa que no haya pecado alguno en tu corazón, y el mero hecho de que tu vida sea dura no quiere decir que la gracia del Señor ya te haya absuelto” (p. 156). No hay pues, absolución segura: Dios, como fundamento externo, inescrutable en su designio, no depara ninguna certeza. Exige, más bien, un sacrificio infinito sin contrapartida, sin garantía alguna de que nuestro devenir pueda compensar los rigores del presente.

Se dirá que esa religiosidadque acepta el castigo como posibilidad de una justicia venidera está ya muy lejos de nuestro contexto cultural presente. Y, sin embargo, tras la variación de figura, tras el cambio de significante, la metafísica del Mercado reintroduce por la ventana lo que había expulsado por la puerta: la aparición de otra forma del pecado, que es el consumo endeudado, el “consumo excesivo” de los pobres, los que no aceptan el fundamento externo, la ley soberana del Mercado.

Tras el cambio de fundamento, lo que se mantiene es la creencia (pseudo)religiosa en un determinante externo a la propia sociedad, un fundamento ligado a una fatalidad ante la que no cabría más que la obediencia incondicional, incluso si la demostración extraña de su amor al prójimo no fuera sino el implacable castigo a los “cercenados de la tierra”, como árboles en la mitad de la noche, padeciendo una tempestad ingobernable. La hipóstasis es clara: el dios-mercado no es menos inflexible que el que hace inciertas las cosechas. Ni menos cruel que aquel que arroja al camino con la promesa de una sepultura para la muerta.

“Es Él quien juzga y quien castiga, no nosotros” (p. 157): “cruz” y “salvación”. Él: figura de la «heteronomía»: aquel que determina la ley de vida y muerte. Dios o el Mercado, llámese como quiera. Ambos bestializan: en nombre de una justicia venidera, justifican el arrase de la libertad humana, la cancelación de un proyecto de autonomía individual y colectiva que niega cualquier trascendencia del fundamento con respecto a la sociedad.

A diferencia de Cioran, no requerimos elevar a rasgo metafísico insuperable esta sucesión de Falsos Absolutos, la necesidad mítica de adorar un significante despótico. La repetición circular, pues, no constituye una ley inexorable: forma parte de la alienación de lo humano en un gran Otro que, en última instancia, no existe. Quizás la enseñanza de Faulkner -si así puede llamarse a un relato atenido a la violencia de una facticidad sin parábola que no esté corroída- no sea otra que la de hacer visible esa resignación convertida en credo, la mitología de una salvación venidera que posterga indefinidamente la subversión política de un orden social que normaliza el sufrimiento. Hay quien enloquece en esa jaula. Quien se incendia en esta sociodisea sin épica. El delirio infantil de Vardaman nos recuerda la verdad enterrada junto a la muerta: “Mi hermano es Darl. Se ha ido a Jackson en el tren. No se ha ido en el tren para volverse loco. Se ha vuelto loco en nuestra carreta” (pp. 231-232). Puede que lo que sigue uniéndonos a Faulkner sea la voluntad de detener esa marcha ciega que asfixia la existencia.

 
Arturo Borra
 




[i]La edición que utilizo es la versión traducida por J. Zulaika, editada por Anagrama, 2012, Barcelona.
[ii]“En mi opinión, los textos son mundanos, hasta cierto punto acontecimientos, e incluso cuando parecen negarlo, son parte del mundo social, de la vida humana y, por supuesto, de momentos históricos en los que se sitúan y se interpretan” [Said, Edward (2004): El mundo, el texto y el crítico, trad. R. García Pérez,  Debolsillo, Barcelona, p. 15].
[iii] La noción de «tradición selectiva» es pertinente en este contexto: la “tradición”, más que mero elemento superviviente del pasado, a distancia del presente, aparece como fuerza preconfigurativa; una fuerza que recupera algunos elementos del pasado en detrimento de otros. Así pues, la «tradición» antes que factor inerte, constituye una versión intencionalmente selectiva del pasado conectado con un presente preconfigurado. “A partir de un área total posible del pasado y el presente, dentro de una cultura particular, ciertos significados y prácticas son seleccionados y acentuados y otros significados y prácticas son rechazados o excluidos” [Williams, Raymond (2000): Marxismo y literatura, 2ª ed., Península, Barcelona, p. 138].
[iv]Cioran, Emile (2001): Breviario de podredumbre, trad. F. Savater, Gallimard, p. 29-30.

lunes, 7 de abril de 2014

«Los negros» -Arturo Borra





Los negros

Negro villero, esclavo negro, negrito resentido, negro de mierda, sudaca, lacra negra, oscuro légamo, negro puto, negro que des...tiñe lo que toca, la pulcritud de una ciudad blanca, negro vegetal, negro de noche, carbón y selva, animal y sabana donde los antílopes son cazados como negros con redes para negros, como un pez negro que salta en la canoa antes que anochezca para que no caiga la noche más negra sobre la marea blanca.

Negro como agujero negro, mancha, pozo, negritud negrísima que te
opaca la risa clara.

De Figuras de la asfixia, Arturo Borra (Germanía, Alzira, 2012).

jueves, 3 de abril de 2014

«Los nadies», de Eduardo Galeano

Ayer hubo un linchamiento en Argentina. Hoy han evitado otro. Y las palizas comienzan a repetirse con estos pequeños ladrones, habituados a la violencia cotidiana: en sus barrios y en sus vidas. Vienen los que presumen ser ciudadanos ejemplares y asesinan al “pibe choro” de 18 años, llamando “justicia” a un nuevo acto de barbarie. Justifican así convertirse en asesinos. Y sí, ...es cierto que para esos pibes también la vida vale poco: la muerte se ha hecho parte de la normalidad. Precisamente por ello, lo ético es dejar de repetir el ritual diario del desprecio hacia la vida de los demás. Esta vez no fue una bala sino una patada. Pero da igual. Siguen siendo los “nadies”, dueños de nada, excluidos del sentido de justicia de los que se creen “alguien”.

A.B.


Los nadies

 Sueñan las pulgas con comprarse un perro y sueñan los nadies con salir de pobres, que algún mágico día llueva de pronto la buena suerte, que llueva a cántaros la buena suerte; pero la buena suerte no llueve ayer, ni hoy, ni mañana, ni nunca, ni en lloviznita cae del cielo la buena suerte, por mucho que los nadies la llamen y aunque les pique la mano izquierda, o se levanten con el pié derecho, o empiecen el año cambiando de escoba.
Los nadies: los hijos de los nadies, los dueños de nada.
Los nadies: los ningunos, los ninguneados, corriendo la liebre, muriendo la vida, jodidos, rejodidos:
Que no son, aunque sean.
Que no hablan idiomas, sino dialectos.
Que no profesan religiones, sino supersticiones.
Que no hacen arte, sino artesanía.
Que no practican cultura, sino folklore.
Que no son seres humanos, sino recursos humanos.
Que no tienen cara, sino brazos.
Que no tienen nombre, sino número.
Que no figuran en la historia universal, sino en la crónica roja de la prensa local.
Los nadies, que cuestan menos que la bala que los mata.
 
 
Eduardo Galeano

viernes, 21 de febrero de 2014

Políticas del vallado en España: el estigma de los cuerpos



 
Las noticias funestas con respecto a la gestión de fronteras en Europa y, en particular, en España, en la que participa la Agencia de Control Fronterizo Europeo (Frontex), no hacen más que multiplicarse. Tráfico y trata de personas, deportaciones ilegales (con las que lucran, entre otras, compañías como AirEuropa, Halcón Viajes o Travelplan [1]), naufragios con decenas o cientos de muertos (2), redadas policiales racistas (3), represión en las vallas (4), CIEs (5), entre otros abusos, constituyen vejaciones manifiestas  regulares a los derechos humanos de aquellos que los estados europeos producen como material desechable. La muerte reciente de 15 inmigrantes, objeto de una actuación policial que sólo cabe calificar de criminal, actualiza el fantasma del racismo y la xenofobia institucionalizadas. La muerte regular de personas en situación irregular no es nueva ni mucho menos: forma parte del control represivo de aquellos flujos migratorios que los gobiernos juzgan como “indeseables”. Demasiado a menudo se pasa por alto que ese control es efecto de una política migratoria no menos nefasta que ha dado un nuevo giro reaccionario y discriminatorio, restringiendo de forma tendencial las oportunidades de los sujetos migrantes regulares y criminalizando a los que se encuentran en situación irregular.
 
La enumeración de los crímenes perpetrados tanto por mafias organizadas como por autoridades públicas y empresas privadas colaboradoras no sólo nos instala en la ignominia moral más absoluta: institucionaliza la excepcionalidad como pauta de actuación con respecto a los colectivos más vulnerables, expuestos a una sociodisea tan dramática como evitable. Lo que los massmedia presentan como «trágico» -una suerte de mal inexorable, generado por fuerzas incontrolables-, no es otra cosa que el efecto de una política migratoria que se empecina en resolver por vía policial y militar lo que es un problema político-económico de primer orden, atinente tanto a los desequilibrios entre norte y sur como a las relaciones neocoloniales que Europa mantiene con respecto a las periferias del capitalismo. Es completamente previsible que esa política arroje de forma regular un saldo de “muertos” anónimos, parte habitual de ese paisaje vallado en que han convertido las fronteras.
 
Repasemos algunas aristas de este drama colectivo que afecta, principalmente, a los migrantes pobres, en contraposición a aquellos otros flujos provenientes del norte y el centro de Europa, de los desplazamientos de grupos de ejecutivos y profesionales de residencia temporal (habitualmente, de EEUU y la propia comunidad europea), inversores orientales o rusos con amplia capacidad adquisitiva. Por contraste, entre estos otros tipos de migración (repudiados por los gobiernos y sobreexplotados de forma habitual en el sector agrícola como mano de obra barata intensiva),  las restricciones no cesan de proliferar. No se trata solamente de una política de denegación de derechos de ciudadanía a miles de personas. Lo que estados como el español están obstruyendo de forma activa y deliberada es, lisa y llanamente, el cumplimiento de los derechos humanos; no ya el sujeto como ciudadano, sino en tanto que ser humano.
 
La ambigüedad de la Carta de Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano de 1789, modificada tras la segunda guerra mundial, ha sido señalada en diferentes ocasiones; para el caso, lo relevante es que esos inmigrantes no cuentan ni como ciudadanos ni como humanos. No está en juego solamente el derecho al trabajo, a la seguridad social o a la protección contra el paro forzoso y la enfermedad, entre otros, sino el deber de los estados de conceder a todos por igual y sin distinción una protección legal por medio de tribunales independientes, partiendo de la presunción de inocencia hasta que no se demuestre la culpabilidad. Todo ello, incluso, podría resumirse en el derecho más primario a una vida humana digna, diferenciada de la mera supervivencia.

Por lo demás, la hostilidad estatal hacia la inmigración irregular (aunque no solamente) no ha cesado de incrementarse en los últimos años, justificado por sus ejecutores por razones de seguridad y soberanía territorial. Incluso si aceptamos la necesidad de una “política de fronteras” determinada, el actual maltrato y abandono de estos grupos de seres humanos tiene como razón fundamental infundir pánico entre los que sueñan con acceder a territorio europeo, a menudo engañados por las mafias locales a cambio de unos miles de euros. Puesto que esos grupos son inmediatamente confinados en Centros de Internamiento y mayoritariamente deportados a sus países de origen, la brutalidad de la actual gestión de los controles fronterizos, en última instancia, sólo puede tener como objetivo el amedrentamiento de esa masa indigente de personas que vagan a la espera de una oportunidad siempre postergada, así como obtener el apoyo de una parte de la población, no siempre identificada de forma explícita con la derecha. Desde luego, no se trata meramente de un “exceso policial”, sino de una práctica institucionalizada que cuenta tanto con el respaldo del gobierno español como con la aquiescencia de las autoridades europeas, a pesar de algunas protestas tibias en sentido contrario por parte de la comisaria europea del interior.
 
Tras esa constatación diaria, otra vez una constatación más amplia: el estigma de los cuerpos negros va enlazado al estigma de los cuerpos pobres o, para decirlo en otros términos, “raza” y “clase” quedan soldados como parte de la experiencia colectiva del rechazo: racismo y clasismo se articulan en una política de estado que estigmatiza categorías enteras de seres humanos, un mercado capitalista mundializado que se desentiende de aquellos que quedan excluidos o marginados del consumo y una aprobación tácita y vergonzante de algunos sectores y grupos nacionales que no cabe subestimar, incluso cuando no disponemos de estadísticas al respecto (7).
 
En este contexto, ¿qué queda de la retórica multiculturalista de la “tolerancia”? ¿qué expectativas razonables podemos formarnos con respecto a la necesaria reversión de esa situación histórica a la que están sometidos aquellos que Fannon llamó alguna vez “condenados de la tierra”? ¿Qué hipocresía eurocéntrica podría mantener todavía el papel de Europa como guía moral y política de la humanidad, invocando una superioridad desmentida de forma persistente por este tipo de prácticas? ¿En nombre de qué política de seguridad puede sostenerse este abuso sistemático del que son objeto estas masas indigentes? ¿Qué anquilosamiento moral se ciñe sobre las poblaciones locales ante semejantes crímenes de estado? Y, lo que no es menos grave, ¿a qué peligroso umbral histórico nos estamos aproximando, allí donde la vida de los otros resulta cada vez más indiferente?
 

Arturo Borra
 
 

(1)      Remito a “Las deportaciones en vuelos especiales”, Eduardo Romero, en http://www.rebelion.org/noticia.php?id=178761.

(2)      Al respecto, puede consultarse “Las políticas migratorias siguen arrojando cadáveres al mar”, Pablo 'Pampa' Sainz Rodríguez, en https://www.diagonalperiodico.net/global/20098-politicas-migratorias-siguen-arrojando-cadaveres-al-mar.html

(3)      Ver “No es redada racista, es prevención de la delincuencia”, Ana Álvarez, en https://www.diagonalperiodico.net/global/no-es-redada-racista-es-prevencion-la-delincuencia.html

(4)      La entrevista "En la frontera la violencia estatal española y marroquí alcanza niveles intolerables" a José Palazón (presidente de la organización de derechos humanos Prodein) es elocuente al respecto. Puede consultarse en https://www.diagonalperiodico.net/global/la-frontera-la-violencia-estatal-espanola-y-marroqui-alcanza-niveles-intolerables.html

(5)      He abordado la problemática de los CIE en “Pequeños holocaustos cotidianos. Las consecuencias previsibles de los CIE”, disponible en http://www.rebelion.org/noticia.php?id=142052y en “Acerca de los Centros de Internamiento de Extranjeros. La política del encierro”, disponible en http://www.rebelion.org/noticia.php?id=131848.

(6)      Sobre este punto he reflexionado en “Operación «borrado». ¿Quién da cuenta del racismo y la xenofobia en España?”, en http://www.rebelion.org/noticia.php?id=133119

miércoles, 12 de febrero de 2014

viernes, 22 de noviembre de 2013

"Volver a la vida": una entrevista a Primo Levi


Decir con Primo Levi: “Habría que hacer poesía con Auschwitz o, al menos, teniendo en cuenta Auschwitz”. Porque en el horizonte asoma el horror otra vez. El desentendimiento con respecto a los otros, es decir, la injusticia radical. En ese contexto, ¿cómo podría la poesía mirar para otra parte sin suicidarse?

 

miércoles, 8 de mayo de 2013

La edad del cinismo (II): ¿quién dijo «conciencia»?




La fórmula de la «toma de conciencia» (basada en el principio platónico de que si alguien realmenteconoce el bien no puede dejar de practicarlo) encuentra su refutación más notable en el cinismo: los males que asedian el presente (1) no son accidentes imprevistos del capitalismo sino sus consecuencias previsibles, producto de unas decisiones que implican una plusvalía (económica, política, simbólica, libidinal).

El énfasis en la «concienciación» hace perder de vista aquello que pone en juego el proceso hegemónico: un tipo de conciencia (moral) que admite sin reservas la indiferencia práctica ante los otros. Por lo demás, aunque el pasaje de una “conciencia ingenua” a una “conciencia crítica” sea un paso necesario (y una progresión con respecto a la fórmula reductiva de la “toma de conciencia”), no es suficiente para pensar los resortes subjetivos de un proceso de transformación social. Los pasajes de La ideología alemana en los que Marx y Engels nos advierten sobre el idealismo que se limita a cambiar las conciencias sin cambiar el mundo son conocidos.

Para reformular la cuestión: el cinismo contemporáneo plantea una escisión entre «consciencia» -en su acepción epistemológica- y «conciencia» -en su acepción moral- que desmonta asimismo cualquier relación causal entre «conciencia» y «acción». Estos términos se articulan de forma contingente: el saber no vincula (en un sentido jurídico y moral) con la práctica ni la práctica puede deducirse (al modo de un silogismo práctico) de premisas morales. Comprender, pues, las prácticas sociales supone desplazarse de una «filosofía de la conciencia» (y de un modo diferenciado de una «teoría de la acción racional») al terreno de las significaciones sociales (o de los imaginarios) y al de los agenciamientos colectivos. La discontinuidad entre conciencia y acción podría ser planteada también como una específica discontinuidad entre saber y poder. Esto no significa, desde luego, que no se planteen relaciones recíprocas entre estos términos, sino que su articulación es variable e implica introducir en el análisis social y cultural lo «inconsciente» como fuerza configurativa. Paradójicamente, el «cinismo» muestra una ambivalencia humana central: por un lado, la persistente conciencia del daño que inflige y, por otro, la repetición del mismo, como si entre una y otra mediara un abismo. En efecto, ese abismo es lo inconsciente, en este caso, el «inconsciente reaccionario» al que Deleuze y Guattari se refieren en varias ocasiones.

La repetición conciente del daño sólo puede explicarse de forma plausible por la extracción de un goce, esto es, la obtención de una plusvalía de placer por parte del sujeto. Dado unos imaginarios sociales y unos agenciamientos colectivos específicos, la planificación estratégica y la previsión racional de beneficios -en suma, la racionalidad instrumental- no sólo no están excluidos de la práctica sino que pasan a ser parte de este automatismo en el que lo central es, como diría Hegel, el «goce de la cosa».

Referirse, entonces, a una cultura cínica no es una simple alusión a la desvergüenza de ciertos individuos peculiarmente astutos e inmorales –tal como es significado por el discurso periodístico dominante-, sino a unas prácticas que están sustentadas en significaciones sociales específicas que estructuran nuestra subjetividad. El término “cinismo” rebasa por tanto una categoría moral: se trata de pensar esta categoría en términos político-culturales, esto es, como aquella dimensión que afecta la entera institución de la sociedad y nuestras formas específicas de vida. La insolencia de la filosofía vital de Diógenes de Sínope, en este sentido, se ha invertido históricamente en una forma de servilismo ante lo existente. El cinismo actual no desafía el presente orden sino que acepta el juego del interés (individual y grupal) como único juego posible.

Sería, sin embargo, un error confinar el cinismo a la época actual. Reducir esa configuración a un síntoma del malestar de la cultura contemporánea (ávida de goce) y al neoconservadurismo (empeñado en preservar los privilegios de la gran burguesía empresarial y financiera) es clausurar la posibilidad de comprender su magnitud histórica. Sin negar algunas especificidades del actual discurso cínico, ello no debería hacernos olvidar la relación constitutiva del cinismo con la modernidad capitalista. Así, antes que una respuesta individualista más o menos inédita ante el creciente malestar en la cultura enraizada en vísperas del siglo XXI, se trata de remitir esta configuración cultural a la edad del capitalismo.

Lo antedicho supone una serie de precisiones. El cinismo neoconservador es una variante de un discurso político más general que utiliza la «lógica de la necesidad» como sentido común: dadas ciertas leyes extra-sociales de desarrollo (la Razón, la Historia, el Mercado), la significación de la autonomía humana queda disipada, cuando no anulada. Las luchas sociales, en este horizonte, no serían más que epifenómenos de un desarrollo histórico necesario: toda tentativa de cambio social radical por parte de agentes sociales concretos estaría destinada al fracaso histórico o a introducir perturbaciones arbitrarias en un sistema autorregulado.

El determinismo historicista o economicista no da lugar, en efecto, a concebir la práctica humana como el ejercicio de una libertad condicionada pero efectiva. La resultante de esta concepción es decepcionante: interpreta las instituciones sociales (incluyendo el sistema judicial, los mercados económicos, los órganos parlamentarios de gobierno, los medios masivos de comunicación, etc.) no como construcciones sociales contingentes sino como resultantes “naturales” o “lógicas” de un desarrollo objetivo, independiente a la voluntad política de los agentes. La trama de decisiones que estructuran la realidad actual es presentada como obediencia a unas leyes ineludibles que determinarían el curso independiente de la historia.

Un determinismo de este tipo exonera a los sujetos de la decisión. La historiografía, en vez de tener que documentar, como una de sus tareas irrenunciables, un inventario de la impunidad (y máxime en el contexto del presente), se limitaría a constatar el despliegue sin sujeto de una historia sustraída de la contingencia. Ahorabien, si el cinismo es una forma de heteronomía, ¿no contradice con ello lo que en la modernidad filosófica hay de promesa de autonomía humana? La respuesta es positiva: aunque no toda heteronomía es cínica, la modernidad económica inaugura una época en la que la referencia a una ley extrasocial no puede ser inocente: la modernidad filosófica, especialmente desde la Ilustración, es esa experiencia del sujeto en la que éste se reconoce como ser autónomo, incluso si ese reconocimiento coexiste con diversas formas de desconocimiento. Por tanto, lo que nos reencontramos en la problemática del cinismo es la disputa entre una filosofía emancipatoria moderna y una economía política que naturaliza unas relaciones productivas marcadas por la explotación (2).

La institución del “libre mercado” como espacio de construcción de vínculos sociales es presentado como parte de este «desarrollo objetivo», omitiendo la posibilidad de otras instituciones y de institución de otras posibilidades. El corolario de este discurso es, desde luego, la «globalización», como fase superior de la economía-mundo. Conesta operación, lo político en su sentido radical es clausurado en un discurso que presenta las decisiones como inexorables. En vez de un «régimen globalitario» (por utilizar una expresión de Ramonet [3]), se nos presenta el nuevo orden mundial como resultante necesaria de la historia y la «política» como «policía» en el sentido de Rancière (4).

No necesitamos, sin embargo, mantenernos en el interior de este discurso que sabe de sobra que la economía-mundo no es una fatalidad sino producto de unas políticas específicas, discutibles y rebatibles. Como ellos, también nosotros sabemos de sobra que la globalización capitalista se estructura sobre un daño sistémico, como contracara de una economía política basada en la concentración de la riqueza y el sacrificio de masas ingentes de población.

Incluso si aceptáramos la potenciación del cinismo en nuestra cultura contemporánea, sus prácticas son irreductibles al presente: cuestionar sólola cultura postmoderna sigue planteando el inaceptable dogma de una "inocencia" moderna. No hay razón, sin embargo, para circunscribir esas prácticas a nuestra contemporaneidad, como si acaso el capitalismo alguna vez hubiera asentado en una «creencia metafísica» en sí mismo y sus posibilidades de desarrollo igualitario universal. Nuestra formación social no exige convicciones profundas para funcionar: le basta la obediencia al principio de «equivalencia general» -la reducción cuantitativa de lo existente al patrón «mercancía»-, desacreditando cualquier política emancipatoria que ponga en cuestión esa obediencia.

La razón cínica opera precisamente como apuntalamiento del nihilismo: el devenir cínico forma parte de la institución política moderna (5). No deja de ser extraño que se haya pasado por alto con tanta frecuencia la enigmática puntuación de Deleuze y Guattari del capitalismo como «edad del cinismo» (Deleuze y Guattari, 1985: 232 [6]). El funcionamiento capitalista siempre ya es cínico, producido por un régimen de saber y poder que pretende explicar las desigualdades materiales como efectos de un diferencial de esfuerzos entre propietarios en las mismas condiciones de partida. De forma mágica, convierte la anatomía de la sociedad en un trazado de méritos individuales, borrando de una vez las asimetrías de poder entre las distintas clases y sujetos sociales. La prepotencia de la mercancía reaparece así como justificación de una ética del máximo rendimiento que se desentiende radicalmente del otro.

Ante el abatimiento social, nuestra época no empuña argumentos peculiarmente elaborados. El discurso hegemónico se limita a autoafirmarse en su pura acumulación de fuerza (económica, electoral, simbólica). Su tautología podría formularse así: puesto que tenemos que ejercer el poder, lo ejercemos discrecionalmente. Que en ese ejercicio se arrase con millones de vidas, se tomen decisiones que reafirman las desigualdades presentes o se intensifiquen los privilegios de clase no es impedimento alguno. Ante la crítica a esas prácticas el sujeto cínico se limita a invocar la necesidad histórica.

El capitalismo como “edad del cinismo” es el tiempo en que saber y ética, teoría y práctica, son disociados de manera compleja por una forma específica de «subjetivación» (que Guattari califica de «capitalística»). La tecnificación de la política no es sino el dominio de expertos en la gestión de lo público, sustituyendo la discusión sobre lo justo por el cálculo de éxito orientado al mercado: en la realidad del “excedente”, las carencias son asumidas como parte de ese cálculo supremo. Las referencias de El Antiedipo a esta cuestión son relevantes: 

Marx a menudo aludía a la edad de oro del capitalismo cuando éste no ocultaba su propio cinismo: al menos al principio no podía ignorar lo que hacía, arrebatar la plusvalía. Pero cómo ha crecido ese cinismo cuando llega a declarar: no, nadie es robado. Pues entonces todo descansa sobre la disparidad entre dos clases de flujo, como en una sima insondable en la que se engendran ganancia y plusvalía: el flujo de poder económico del capital mercantil y el flujo llamado por irrisión «poder de compra», flujo verdaderamente impotente que representa la impotencia absoluta del asalariado al igual que la dependencia relativa del capitalista industrial. La moneda y el mercado es la verdadera policía del capitalismo (Deleuze y Guattari, 1985: 246). 

Con el capitalismo comienza la era de lo inconfesable, la perversión intrínseca o el cinismo esencial. Utilizando la terminología de estos autores, la axiomática de flujos de trabajo y de capital siembra una deuda infinita en sus agentes. La “esencia subjetiva de la riqueza abstracta” es convertida en propiedad privada de los medios de producción.

Dicho lo cual, ¿cómo podríamos desmontar esta era sin subvertir al mismo tiempo nuestros imaginarios y agenciamientos colectivos? ¿Cómo propiciar un giro que transforme las prácticas sociales y las diversas instituciones económicas, culturales y políticas? Y puesto que es evidente que la actual indigencia de nuestro mundo no es producto de un error de cálculo, ¿cómo transformar nuestras subjetividades para concebir una «buena vida» que no se sostenga en las espaldas de los otros?


Arturo Borra


(1) Para una reconstrucción de las “plagas” que asedian el presente, remito a “Del sacrificio al cinismo: el mundo como mercancía”, disponible en versión electrónica en http://www.rebelion.org/noticia.php?id=163831.

(2) Esa naturalización, sin embargo, no debe atribuirse a un “núcleo premoderno” de la economía: es más bien, el sello de una modernidad económica “reflexiva” que a la vez que reconoce la «libertad de las fuerzas productivas», las realiena en un sistema económico del excedente marcado por relaciones de explotación.

(3) Ramonet, Ignacio (2009): La crisis del siglo, Icaria, Barcelona, p. 82.

(4) Rancière, Jaques (2006): Política, policía, democracia, trad. María Emilia Tijoux, Lom, Santiago de Chile. La distinción es conocida: lo policial refiere a un orden gubernamental establecido: “Este consiste en organizar la reunión de los hombres en comunidad y su consentimiento, y descansa en la distribución jerárquica de lugares y funciones” (op.cit., p. 16). Mientras lo político se ocupa de la igualdad que la policía daña, la policía se ocupa se naturalizar dicho daño bajo la forma de reglas que presenta como “leyes naturales de la sociedad”.

(5) Aunque la lógica política de la modernidad ha estado marcada de forma eventual por el «mesianismo», ello no niega la hegemonía del cinismo: no es claro que estas modalidades políticas puedan ser contrapuestas. En última instancia, si el mesianismo presupone su fracaso histórico, entonces, en su propia estructura ya hay un componente cínico.

(6) Deleuze, Gilles y Guattari, Félix (1985): El Antiedipo. Capitalismo y esquizofrenia, trad. Francisco Monge, Paidós, Barcelona. Digamos, como salvedad, que las referencias al cinismo en El Antiedipo son tan inusuales como fragmentarias, difuminándose completamente en Mil mesetas.