a) El derrumbe de la explicación meritocrática
¿Por qué un temporero inmigrante gana 15 € diarios (en una jornada de 12 horas de trabajo de recolección de cítricos) y los cabos, casi todos de origen nacional, cuadriplican su salario? ¿Por qué un profesor extranjero no puede acceder ni participar en pie de igualdad con profesores locales en las instituciones educativas, a pesar que en ocasiones disponen de una trayectoria institucional más relevante y unos perfiles intelectuales comparativamente mejores? ¿Qué lugar tienen los diversos profesionales procedentes de diferentes regiones del mundo en el mapa económico de España, incluyendo las administraciones públicas y los órganos sindicales? ¿Por qué la mayoría de las grandes cadenas comerciales no contratan a inmigrantes en general o les reservan puestos de trabajo de baja cualificación? ¿Qué porcentaje de directivos de procedencia extranjera hay en las empresas españolas? ¿Cuál es la tasa de temporalidad comparativa entre autóctonos y extranjeros? En suma, ¿por qué el mercado laboral español plantea una desigualdad radical entre trabajadores locales y trabajadores inmigrantes (cualificados o no), incluyendo las diferencias salariales en puestos de trabajo similares?
Partiendo de la premisa de que existen múltiples formas de discriminación, incluyendo la «discriminación múltiple» (p.e. una mujer musulmana de procedencia africana mayor a 45 años), señalemos que además de la segregación por motivos de raza, etnia o nacionalidad, se plantean otras formas discriminatorias por género, edad, clase u orientación sexual. Es claro que esas otras formas siguen vigentes y consolidadas en los mercados laborales, aunque en este trabajo me contentaré con distinguir entre población local y extranjera para mostrar la clara desigualdad existente entre ambos.
No se trata, por supuesto, de una afirmación novedosa, pero es parte de nuestra tarea crítica documentar estas asimetrías que ponen radicalmente en cuestión la apertura política de la globalización capitalista y la injusticia que gobierna las relaciones sociales y económicas actuales. La labor de cuestionamiento de nuestra realidad histórico-social no tiene su justificación en una supuesta “originalidad” autoral (una búsqueda bastante repetida por cierto), sino en la convicción de que sólo un trabajo técnico pormenorizado puede desmontar las falacias conceptuales que contribuyen a sostener dicha realidad, entre otras cuestiones, por el desempeño de una intelligentia tecnocrática. Avancemos, pues, en esa dirección.
A los efectos de dar cuenta de la desigualdad laboral suele invocarse con frecuencia la «explicación meritocrática»: las diferencias en las condiciones de trabajo responderían tanto a una cuestión de competencias y formación («aptitudes») como a una cuestión de disposición para el trabajo («actitudes»). Si las diferencias aptitudinales ameritarían una desigualdad salarial, por su parte, las diferencias actitudinales (el “esfuerzo” efectuado por cada quien para “conseguir algo en la vida”) justificarían la desigualdad en el acceso a puestos jerárquicos de trabajo. La movilidad ascendente, disponible para todos, sólo estaría dada para aquellos dispuestos a “competir duro” por el logro de sus objetivos en el mundo laboral. Si los inmigrantes no ocupan puestos de mayor responsabilidad y jerarquía sería, según esta perspectiva, por su “retraso cultural” (cuando no su “incultura”), su “falta de formación” (si no de “educación”) y, tampoco faltan variantes que avanzan hasta invocar “pereza crónica” y la correlativa incapacidad de asumir “grandes responsabilidades” por parte de los (in)migrantes. Por supuesto, esta explicación se retacea a sí misma para no resultar inverosímil y grotesca. Se invocará de forma parcial pero, en general, se mantendrá el principio de mérito que justifica las desigualdades económicas en nombre de un diferencial de esfuerzo, tenacidad y cualificación en condiciones de partida presuntamente igualitarias.
No es preciso hacer una contrastación empírica rigurosa para saber que dicha explicación se desploma no bien se comprueba la existencia de empleos idénticos en una misma empresa que varían su salario según la condición del empleado, así como en las promociones o ascensos laborales, inclinados favorablemente hacia los empleados locales. Invocar un diferencial de esfuerzos se parece al discurso de algunos líderes políticos que quieren explicar las asimetrías de poder político-económico de los países-miembro de la Unión Europea sosteniendo que algunas naciones (las del Sur) tienen que hacer mejor los deberes (reducir salarios, recortar derechos y mejorar la productividad) para parecerse a las del esmerado Norte. O, para introducir una perspectiva histórica, dicha explicación podría con ironía retrotraerse a las leyendas sobre la “displicencia” de los indígenas con que los conquistadores justificaban su sometimiento, mientras apuraban con trabajos forzosos el expolio.
Me abstendré de ahondar en esas direcciones. El desplazamiento migratorio por factores económicos ya es una muestra suficiente para acreditar la voluntad de trabajo de esa masa marginal que, con frecuencia, es arrojada fuera de sus contextos geográficos en busca de oportunidades laborales. La cuestión, sin embargo, no se resuelve ahí. También podría invocarse la tasa de actividad de personas extranjeras (en proporción, significativamente superior a la autóctona). No seremos nosotros quienes se refugien en una nebulosa intencionalidad para determinar los factores de este diferencial.
b) La discriminación en cifras
El punto más crucial para rebatir esta perspectiva es el análisis comparativo de cualificación. Según datos aportados por el INEM, la formación de la población inmigrante es similar a la de la población local. Que el propio sistema estadístico oficial sea quien elabore estos datos evita cualquier sospecha de un enfoque sesgado de la cuestión (al menos, de un enfoque especialmente favorable ante los fenómenos inmigratorios). Dicho lo cual, es claro que la diferencia porcentual de más de un 13% entre parados locales y extranjeros (1) no responde a problemas de «empleabilidad», sino a una clara preferencia por los trabajadores locales, que sufren en menor medida los efectos del paro. Asimismo, también sabemos que alrededor del 80 % de los trabajadores extranjeros está ocupado en 6 sectores de la economía de baja cualificación (hostelería, servicio doméstico, comercio minorista, agricultura, industria y construcción). Ya hemos señalado que dicho confinamiento sectorial no obedece a problemas formativos, sino lisa y llanamente a la discriminación directa e indirecta que sufren estos colectivos.
En síntesis, tanto por el mayor porcentaje de parados (la tasa de paro entre inmigrantes es del 32 %), por los puestos de trabajo que ocupan dichos trabajadores (empleos subcualificados y de baja cualificación), por la alta temporalidad de su inserción y por el nivel de retribución, muestran una discriminación flagrante, relativamente conocida y que, sin embargo, no suscita mayor escándalo. La conclusión no puede ser otra: en el mercado laboral español se ha naturalizado la sobreexplotación de los inmigrantes (un plus a la ya deplorable explotación laboral de los trabajadores locales) y, con ello, se suma una variante más de la discriminación laboral que sepulta cualquier idea de «igualdad» material en el acceso a oportunidades laborales.
Aunque la información proporcionada es una prueba suficiente para hablar de discriminación laboral entre trabajadores locales y extranjeros, el problema es demasiado grave para no hacer un esfuerzo adicional para documentar la situación. Prosigamos, entonces, con otros datos relevantes, aportados por el “Informe de inmigración y mercado laboral 2010”(2). La población trabajadora inmigrada tiene tasas de temporalidad “muy superiores” (pág. 19) a las de la población autóctona. “Al finalizar 2009, la tasa de paro para el conjunto de la población fue del 18,8%, pero para los españoles fue del 16,8% y para los extranjeros del 29,7%.” (pág. 156).
No obstante la crisis económica, en los trabajadores españoles no se ha interrumpido el proceso de movilidad ascendente, mientras que en el caso de los inmigrantes no están beneficiados en las mejoras en su distribución por categorías (pág. 158). A pesar de los prejuicios que enfatizan la condición amenazante del trabajador inmigrante con respecto a los españoles, no ha habido sustitución de los segundos por los primeros: “En casi todas las ocupaciones en las que los españoles pierden ocupados, también los pierden los extranjeros” (pág. 158).
Hasta en el último informe anual se señala este agujero negro: “Apenas existen estudios que hayan determinado con rigor la discriminación que sufren los trabajadores extranjeros en el mercado laboral, pero hay indicios claros de que tal discriminación existe. Por el momento, la discriminación no ha merecido una atención especial en el proceso de inserción laboral de la población inmigrada, porque la simple legalización de tal inserción ha sido prioritaria. Ahora, sin embargo, combatir la discriminación es ya asunto inaplazable y ello demanda, en primer lugar, cierto aprendizaje para detectarla y calibrarla. La lucha contra la discriminación requiere una vigilancia específica que comienza por el acceso al trabajo, asegurando que se cumple el principio de igualdad de oportunidades y sigue con las condiciones laborales y los procesos de promoción interna en las empresas. La discriminación en algunos casos puede ser burda, pero en otros es muy sutil, y es por ello por lo que no puede ser detectada ni corregida sin mecanismos específicos establecidos a tal efecto” (pág. 160).
En esa escasez de estudios al respecto, habría que remontarse más de una década para hallar algún informe pionero, en el que se hacía un relevamiento empírico del campo empresarial español, como es el caso de La discriminación laboral a los trabajadores inmigrantes en España, del Colectivo IOE: M. Angel de Prada, W. Actis, C. Pereda y R. Pérez Molina (3). Lamentablemente, su información está desactualizada y no contamos con ningún estudio similar en el presente. Sólo indirectamente podemos inferir que la “discriminación de intensidad notable” (sic) que detectaban los investigadores con respecto al colectivo de marroquíes (la población estudiada) no sólo no ha desaparecido, sino que se ha agravado.
Aunque la discriminación laboral por motivos de raza, etnia o nacionalidad se trata de un hecho probado, es difícil prever si el estado español desarrollará planes específicos para corregir estas tendencias negativas, más allá del “Proyecto de Ley Integral para la Igualdad de Trato y la no Discriminación” (pendiente de aprobación), tan necesario como insuficiente. El giro hacia la derecha del gobierno español y la inminente consolidación del neoconservadurismo como formación hegemónica permiten anticipar un pronóstico negativo: es probable que la discriminación laboral en los próximos años se agudice, al punto de hacerse endémica, sin avances significativos en la «gestión de la diversidad» dentro de las empresas y las instituciones en general.
c) Discriminación y capitalismo
Paradójicamente, aunque el ciclo migratorio ha cambiado (su ritmo no sólo se ha desacelerado notablemente y puede producirse un saldo negativo en los próximos años, como ya está ocurriendo en algunas comunidades autónomas) la ola xenófoba y racista ha aumentado en los últimos tres años (4). A esa ola ha contribuido el propio estado español (entre otras cuestiones, criminalizando a los inmigrantes irregulares, restringiendo con cierta discrecionalidad legal el acceso y permanencia a trabajadores regulares, taponando los mecanismos de regularización y asilo y, en general, invisibilizando el problema del racismo y la xenofobia). No obstante lo dicho, sería apresurado suponer que la discriminación opera de forma indiscriminada en las estructuras del estado. Antes que un rechazo general a los trabajadores inmigrantes, sus políticas han optado por mecanismos selectivos (p.e. la tarjeta azul) que permitan discriminar categorías de trabajadores requeridos de otras consideradas prescindibles, en previsión a las necesidades instrumentales de mano de obra, sostenibilidad de la seguridad social, ingresos fiscales y crecimiento demográfico, entre otras razones.
La resultante de esta combinación explosiva de crisis económica, cultura hegemónica crecientemente xenófoba y racista y políticas de estado restrictivas es la producción de un proletariado periféricoque atiende -a bajo costo y con derechos mermados- las demandas fluctuantes del sistema productivo, sin el más mínimo respeto de un principio de igualdad y trato no discriminatorio. Trabajos de mala calidad, mal remunerados, de baja cualificación (habitualmente, subcualificados según los perfiles competenciales de los trabajadores), sin posibilidades reales de promoción y con alta temporalidad son las características de los puestos laborales que se ofertan a inmigrantes desde el mercado. Ni siquiera el desaprovechamiento de sus capacidades por parte del sistema productivo ha frenado esta práctica de trato desfavorable a una parte de la población residente en el país, presuntamente ciudadanos de pleno derecho pero tratados en verdad como ciudadanos de segunda mano. No debería sorprender la aparición más o menos mediata de brotes de indignación de colectivos específicos: son producto de una inclusión subordinada y precarizada en el mercado laboral, cuando no directamente de la exclusión del sistema económico, facilitada en cierta medida, por la utilización generalizada de tecnologías de la producción.
En última instancia, no se trata de un problema local. La discriminación abierta y encubierta es, en verdad, propiciada por la “mano invisible” de los mercados capitalistas que, a fuerza de desregulación, tiene vía libre para explotar a mano de obra más vulnerable y apostar por una reducción salarial general. Puesto que no media regulación suficiente al respecto, la inmigración laboral constituye fuerza sobre-explotable (habida cuenta de la explotación habitual de los trabajadores, cualquiera sea su origen) y por otro, usada como chivo expiatorio de la crisis, poniendo a distancia la responsabilidad de las empresas en el propio estancamiento económico. Responsabilizar al eslabón más débil de la cadena de producción tiene sus beneficios secundarios: no enfrentarse con aquellos agentes más poderosos de los que depende, en cierta medida, la propia subsistencia. Para establecer un símil, la situación es similar a cuando se acusa a una mujer maltratada de ser la responsable de su maltrato. Si bien el menosprecio hacia los sujetos más vulnerables no es sino una renegación de la situación temida para sí mismo, además de confundir el blanco, prepara las condiciones para la expansión de una práctica de cuño totalitario.
En síntesis, aunque podría leerse un cierto “cosmopolitismo del capital”, siempre y cuando sea funcional a su propia rentabilidad, por otra parte no debería llamarnos a engaño: la discriminación interna al mercado es garante de salarios bajos y de procesos de precarización laboral que reducen costos a fuerza de incrementar el malestar colectivo. La contratación de trabajadores inmigrantes no sólo presiona para una caída salarial general, sino también para el deterioro de las condiciones de trabajo en su conjunto. Tal como Marx señaló, los parados constituyen un “ejército de reserva” que limita los niveles salariales y, como tal, son condición de existencia de la producción de plusvalía. Como complemento, un “ejército de irregulares” participa en la economía sumergida o en los sectores más precarios de la economía formal, posibilitando la vulneración absoluta o relativa, respectivamente, de derechos laborales básicos y consolidando el disciplinamiento del nuevo proletariado fragmentado. Es necesario insistir en el punto: lo que en este contexto de «metamorfosis del trabajo» (5) está en juego no es sólo la posibilidad real de negociación colectiva, sino la calidad misma del trabajo. La degradación en ese mundo, desde luego, es inseparable al deterioro de las condiciones sociales de vida, lo que no deja de ser una razón de más para consolidar unas luchas políticas y unas resistencias colectivas.
Aunque se suela invocar la crisis como factor central de la discriminación, dicha percepción es errada: esta práctica discriminatoria claramente le preexiste y la crisis no ha hecho más que agudizarla. Se trata de una perversión intrínseca al capitalismo: sin discriminación, esto es, sin construir categorías socioeconómicas que sostengan la desigualdad efectiva entre trabajadores, la relación de fuerzas entre clases tendería a equilibrarse (en términos relativos) y las exigencias colectivas podrían estructurarse con mayor eficacia. Desde una perspectiva extraeconómica, el antagonismo entre trabajadores locales y extranjeros quiebra el mutuo reconocimiento necesario para construir unos intereses y demandas comunes, esto es, una (com)unidad de lucha. Sin esa unidad estratégicamente construida, el antagonismo con las clases dominantes queda, si no desactivado, sí al menos desenfocado.
Si por un lado la globalización capitalista garantiza flujos desregulados de capital, por otro, regula fuertemente los movimientos migratorios, en concordancia a las necesidades del capital trasnacionalizado (lo que equivale a decir: según sus territorializaciones y desterritorializaciones continuas). La dualización entre trabajadores extranjeros y locales forma parte de una estratificación social más vasta que el capitalismo produce entre trabajadores diferentes. En última instancia, es un movimiento complementario de la tendencia a la concentración monopólica: si por una parte el sistema procede por concentración (de capital), por otra parte, necesita operar por dispersión o división (de la fuerza de trabajo). En ese escenario, no cabe descartar en absoluto la producción de un excedente de mano de obra técnicamente prescindible, tanto desde la perspectiva de la producción como del consumo (habida cuenta de su ínfima participación en el mismo). Dicho de forma brutal: el capitalismo, en esta fase, produce un «sobrante» estructural de personas que son condenadas a la marginación social. Ni siquiera las requiere como recambio social a una de por sí amplia clase trabajadora que busca en la formación técnica el paracaídas que ralentice la caída o, en otras palabras, el desarrollo de competencias que disminuya los riesgos de la precarización laboral. En esta dimensión de la problemática, aunque a menudo el miedo al paro termine significando esta disyuntiva como primaria, no nos enfrentamos a la simple alternativa entre trabajo y no-trabajo sino a algo mucho más complejo y difícil: la reconstitución del «trabajo» reducido a «empleo», más o menos inestable y precario, vaciado de cualquier significación vital estructurante. Semejante metamorfosis, desde luego, requiere una elucidación independiente y desborda la reflexión aquí acotada a ciertas formas de discriminación laboral.
En cualquier caso, las crisis sistémicas forman parte del ciclo económico del capitalismo: construir categorías –trabajo intelectual y manual, cualificado y no cualificado, fijo y temporal, jerárquico o subordinado, etc.-, esto es, discriminar según criterios identitarios, forma parte de sus técnicas de dominación de una fuerza de trabajo que no está asegurada de por sí y que produce resistencias más o menos articuladas, según cambiantes relaciones de poder. No por azar la retórica de la «productividad» impregna los discursos empresariales y gubernamentales, como un modo de aumentar la rentabilidad y construir mecanismos de distinción entre los trabajadores categorizados. Pero precisamente porque detrás de esa fuerza lo que hay son sujetos humanos concretos, con sus añoranzas y su sufrimiento, es nuestra tarea cuestionar de raíz las estructuras colectivas e institucionales que sostienen y reproducen las desigualdades en aumento.
Arturo Borra
(2) Dicho informe puede consultarse en: (3) Dicho informe puede consultarse aquí:
http://www.ilo.org/public/english/protection/migrant/download/imp/imp09s.pdf (4) Para esta cuestión, remito al artículo donde me ocupé de esta cuestión: "Operación borrado: ¿Quién da cuenta del racismo y la xenofobia en España".
(5) Los trabajos de André Gorz (La metamorfosis del trabajo, Sistema, Madrid, 1997) y Benjamin Coriat (El taller y el cronómetro. Ensayo sobre el taylorismo, el fordismo y la producción en masa, Siglo XXI, Madrid, 1993) resultan especialmente esclarecedores al respecto.