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domingo, 8 de junio de 2014

«Deseo y placer» - Gilles Deleuze

 

A. Una de las tesis esenciales de V. y C.1 se refería a los dispositivos de poder. Esta tesis me parece esencial desde tres puntos de vista: 1/ en sí misma y en relación al "izquierdismo": profunda novedad política de esta concepción del poder, en oposición a cualquier otra teoría del Estado. 2/ En relación al propio Michel [Foucault], ya que esta tesis le permitía superar la dualidad de las formaciones discursivas y de las formaciones no-discursivas, que subsistía en A.S.2, y explicar cómo los dos tipos de formaciones se distribuían o se articulaban punto a punto (sin reducirse la una a la otra, ni parecerse... etc). No se trataba de suprimir la distinción, sino de encontrar una razón de sus relaciones. 3/ Por una consecuencia precisa: los dispositivos de poder no actuaban ni por represión ni por ideología. Por tanto, ruptura con una disyuntiva que todo el mundo había más o menos aceptado. En lugar de represión o ideología, V. y C. conformaba un concepto de normalización, y de disciplinas.
 
B. Esta tesis sobre los dispositivos de poder me parece que presenta dos direcciones, en absoluto contradictorias, pero distintas. De todas formas, estos dispositivos eran irreductibles a un aparato de Estado. Pero en una dirección, consistían en una multiplicidad difusa, heterogénea, de micro-dispositivos. En otra dirección, reenviaban a un diagrama, a una especie de máquina abstracta inmanente a todo el campo social (como el panoptismo, definido por la función general de ver sin ser visto, aplicable a una multiplicidad cualesquiera). Eran como dos direcciones de microanálisis, igualmente importantes, ya que la segunda mostraba que Michel no se contentaba con una "diseminación".
 
C. V.S.3 supone un nuevo paso, en relación a V. y C. El punto de vista permanece idéntico: ni represión ni ideología. Pero, dicho brevemente, los dispositivos de poder ya no se limitan a ser normalizadores, tienden a ser constituyentes (de la sexualidad). Ya no se limitan a formar saberes, son constitutivos de verdad (verdad del poder). Ya no se refieren a "categorías" negativas a pesar de todo (locura, delincuencia como objeto de encierro), sino a una categoría considerada positiva (sexualidad). Este último punto es confirmado por la entrevista de la Quinzaine4, al comienzo de la página 5. A este respecto, creo que se puede ir más lejos en el análisis de V.S. El peligro es: ¿Michel vuelve a un análogo del "sujeto constituyente"?, y ¿por qué experimenta la necesidad de resucitar la verdad, incluso se hace de ella un nuevo concepto? No es que yo plantee estas preguntas, pero me parece que estas dos falsas preguntas se plantearán, en la medida que Michel no las ha explicado suficientemente.
 
D. Una primera cuestión para mí era la naturaleza del micro-análisis que Michel establecía a partir de V. y C. Entre lo "micro" y lo "macro", la diferencia evidentemente no era de tamaño, en el sentido de que los micro-dispositivos únicamente se refieren a pequeños grupos (la familia no tiene menos extensión que cualquier otra formación). No se trata tampoco de un dualismo extrínseco, ya que hay micro-dispositivos inmanentes al aparato del Estado, y que segmentos del aparato del Estado penetran también en los micro-dispositivos -inmanencia completa de las dos dimensiones. ¿Hay que entender entonces que la diferencia es de escala? Una página de V.S. (132) rechaza explícitamente esta interpretación. Pero esta página parece reenviar lo macro al modelo estratégico, y lo micro al modelo táctico. Y esto es algo que me molesta, ya que los micro-dispositivos me parece que tienen en Michel una dimensión estratégica diferente (sobre todo si se tiene en cuenta este diagrama del que son inseparables)-. Otra dirección sería la de las "relaciones de fuerza" como determinantes de lo micro: cf. especialmente la entrevista en la Quinzaine. Pero Michel, a mi juicio, no ha desarrollado todavía este punto: su concepción original de las relaciones de fuerza, lo que él llama relación de fuerza, y qué debe ser un concepto tan nuevo como los restantes.
 
En todo caso, hay diferencia de naturaleza, heterogeneidad entre lo micro y lo macro. Lo cual no excluye en ningún caso la inmanencia de los dos. Pero la cuestión, en último término, sería esta: ¿esta diferencia de naturaleza todavía permite que se hable de dispositivos de poder? La noción de Estado no es aplicable en el nivel de un micro-análisis, ya que, como dice Michel, no se trata de miniaturizar el Estado. ¿Pero la noción de poder es más aplicable?; ¿no es también ella la miniaturización de un concepto global?
 
A partir de esto, vuelvo a mi primera diferencia con Michel actualmente. Si hablo con Félix5 de articulación [agencement] de deseo, es porque no estoy seguro de que los micro-dispositivos puedan ser descritos en términos de poder. Para mí, articulación de deseo señala que el deseo no es nunca una determinación "natural", ni "espontánea". Por ejemplo, feudalidad es una articulación que pone en juego nuevas relaciones con el animal (el caballo), con la tierra, con la desterritorialización (la carrera del caballero, la Cruzada), con las mujeres (el amor caballeresco)...etc. Articulaciones completamente locas, pero siempre históricamente asignables. Yo diré por mi parte que el deseo circula en esta articulación de heterogéneos, en esta especie de "simbiosis": el deseo está vinculado a una articulación determinada, supone un cofuncionamiento. Por supuesto, una articulación de deseo comportará dispositivos de poder (por ejemplo los poderes feudales), pero habrá que situarlos entre los diferentes componentes de la articulación. Siguiendo un primer eje, se pueden distinguir en las articulaciones de deseo, los estados de cosas y las enunciaciones (lo que sería conforme a la distinción de los dos tipos de formaciones o de multiplicidades que hace Michel). Siguiendo otro eje, se distinguirían las territorialidades o re-territorializaciones, y los movimientos de desterritorialización que una articulación implica (por ejemplo todos los movimientos de desterritorialización que implican la Iglesia, la caballería, los campesinos). Los dispositivos de poder surgirían donde operan re-territorializaciones, incluso abstractas. Los dispositivos de poder serían por tanto un componente de las articulaciones. Pero las articulaciones indicarían también puntos de desterritorialización. En resumen, los dispositivos de poder no serían los que disponen, ni serían constituyentes, sino que serían las articulaciones de deseo quienes articularían las formaciones de poder siguiendo una de sus dimensiones. Esto me permite responder a la pregunta, necesaria para mí, no necesaria para Michel: ¿cómo puede el poder ser deseado? La primera diferencia sería pues que, para mí, el poder es un afecto del deseo (una vez dicho que el deseo no es nunca "realidad natural"). Todo esto es muy aproximativo: relaciones más complicadas que no cito entre los dos movimientos, de desterritorialización y de re-territorialización. Pero es en este sentido en el que el deseo me parece lo primero, y es el elemento de un micro-análisis.
 
E. Estoy de acuerdo con Michel sobre un punto que me parece fundamental: ni ideología ni represión -por ejemplo, los enunciados o más bien las enunciaciones no tienen nada que ver con la ideología. Las articulaciones de deseo no tienen nada que ver con la represión. Pero evidentemente para los dispositivos de poder no tengo la actitud firme de Michel, desemboco en lo vago, visto el estatuto ambiguo que tienen para mí: en V. y C., Michel dice que normalizan y disciplinan; yo diría que codifican y re-territorializan (supongo que, también en esto, existe algo más que una distinción de palabras). Pero vista mi primacía del deseo sobre el poder, o el carácter secundario que adoptan para mí los dispositivos de poder, sus operaciones siguen reenviando a un efecto represivo, ya que no aplastan el deseo como dato natural, sino los puntos de articulación del deseo. Tomemos una de las tesis más hermosas de V.S.: el dispositivo de sexualidad pliega la sexualidad sobre el sexo (sobre la diferencia de los sexos...etc; y el psicoanálisis está de lleno en el movimiento de este plegamiento). Veo ahí un efecto de represión, precisamente en la frontera de lo micro y lo macro: la sexualidad, como articulación de deseo históricamente variable y determinable, con sus puntas de desterritorialización, de flujos y de combinaciones, va a ser replegada sobre una instancia molar, "el sexo", y aunque los procedimientos de este movimiento no son represivos, el efecto (no-ideológico) es represivo, en tanto que las articulaciones se rompen, no sólo en sus potencialidades, sino en su micro-realidad. Entonces ya sólo pueden existir como fantasmas, que las cambian y las distorsionan completamente, o como cosas vergonzosas... etc. Hay un pequeño problema que me interesa mucho: ¿por qué ciertos "trastornos" son más accesibles a la vergüenza -e incluso dependientes de ella-, que otros (por ejemplo, el enurésico, el anoréxico son poco accesibles a la vergüenza)? Necesito por tanto de un cierto concepto de represión no en el sentido de que la represión remita a una espontaneidad, sino en el sentido de que las articulaciones colectivas tengan muchas dimensiones, y los dispositivos de poder no sean más que una de estas dimensiones.
 
F. Otro punto fundamental: creo que la tesis "ni represión - ni ideología" tiene un correlato, y quizá depende ella misma de este correlato. Un campo social no se define por sus contradicciones. La noción de contradicción es una noción global, inadecuada, y que implica una gran complicidad de las "contradicciones" en los dispositivos de poder (por ejemplo, las dos clases, la burguesía y el proletariado). Y en efecto, me parece que otra gran novedad de la teoría del poder en Michel es que una sociedad no se contradice, o apenas lo hace. Pero su respuesta es: se estrategiza, estrategiza. Y encuentro esto muy bello, veo la inmensa diferencia entre estrategia y contradicción. En este sentido tendría que releer a Clausewitz. Pero no me seduce la idea.
 
Por mi parte, yo diría: una sociedad, un campo social no se contradice, pero lo primero es que extiende líneas de fuga desde todas partes, primero son las líneas de fuga (aunque "primero" no es cronológico). Lejos de estar fuera del campo social o de salir de él, las líneas de fuga constituyen el rizoma o la cartografía. Las líneas de fuga son casi lo mismo que los movimientos de desterritorialización: no implican ningún retorno a la naturaleza, son puntas de desterritorialización en las articulaciones de deseo. Lo primero en la feudalidad son las líneas de fuga que supone; lo mismo ocurre para los siglos X al XII; y lo mismo para la formación del capitalismo. Las líneas de fuga no son necesariamente "revolucionarias", al contrario, pero los dispositivos de poder quieren taponarlas, amarrarlas. Alrededor del siglo XI, todas las líneas de desterritorialización se precipitan: las últimas invasiones, las bandas de pillaje, la desterritorialización de la Iglesia, las migraciones campesinas, la transformación de la caballería, la transformación de las ciudades que abandonan cada vez más los modelos territoriales, la transformación de la moneda que se integra en nuevos circuitos, el cambio de la condición femenina con los temas del amor cortés que desterritorializan incluso el amor caballeresco... etc. La estrategia será secundaria en relación a las líneas de fuga, a sus combinaciones, a sus orientaciones, a sus convergencias o divergencias. Una vez más encuentro ahí la primacía del deseo, ya que el deseo está precisamente en las líneas de fuga, conjugación y disociación de flujos. Se confunde con ellas. Me parece, por tanto, que Michel se enfrenta con un problema que no tiene en absoluto el mismo estatuto que para mí. Porque si los dispositivos de poder son de alguna forma constituyentes, sólo puede haber contra ellos fenómenos de "resistencia", y la cuestión nos lleva al estatuto de estos fenómenos. En efecto, éstos tampoco serían ni ideológicos ni anti-represivos. De aquí la importancia de las dos páginas de V.S. donde Michel dice: no se me haga decir que estos fenómenos son un señuelo... Pero ¿qué estatuto les confiere? Aquí se producen diferentes direcciones: 1/ la de V.S. (126-127) donde los fenómenos de resistencia serían como una imagen invertida de los dispositivos, tendrían los mismos caracteres, difusión, heterogeneidad... etc, estarían "vis a vis" con ellos; pero esta dirección me parece que tapona las salidas en vez de encontrar una; 2/ la dirección de la entrevista Politique Hebdo6: si los dispositivos de poder son constitutivos de verdad, si hay una verdad del poder, debe haber como contra-estrategia algún tipo de poder de la verdad, contra los poderes. De aquí el problema del papel del intelectual en Michel; y su forma de reintroducir la categoría de verdad, pero, al renovarla completamente haciéndola depender del poder, ¿encontrará en esta renovación una materia que se pueda volver contra el poder? No veo cómo. Hay que esperar a que Michel hable de esta nueva concepción de la verdad, en el nivel de su micro-análisis; 3/ tercera dirección, sería la de los placeres, el cuerpo y los placeres. Aquí también, para mí, la misma espera, ¿cómo animan los placeres a los contra-poderes, y cómo concibe él esta noción de placer?
 
Me parece que hay tres nociones que Michel toma en un sentido completamente nuevo, pero sin haberlas desarrollado aún: relaciones de fuerza, verdad, placeres. Se me plantean algunos problemas; problemas que no se plantean para Michel porque han sido ya resueltos anteriormente en sus investigaciones. Inversamente, para animarme, me digo que a mí no se me plantean otros problemas que sí se le presentan a él necesariamente por sus tesis y sentimientos. Las líneas de fuga, los movimientos de desterritorialización no me parece que tengan equivalencia en Michel, como determinaciones colectivas históricas. Para mí, no hay problema en el estatuto de los fenómenos de resistencia: dado que las líneas de fuga son las determinaciones primeras, dado que el deseo dispone el campo social, son más bien los dispositivos de poder los que, al mismo tiempo, son producidos por estas articulaciones, y los aplastan o los taponan. Comparto el horror de Michel hacia ésos que se llaman marginados: el romanticismo de la locura, de la delincuencia, de la perversión, de la droga, me resulta cada vez más insoportable. Pero las líneas de fuga, es decir las articulaciones de deseo, no han sido creados por los marginados. Por el contrario, son líneas objetivas que atraviesan una sociedad, en las que los marginados se instalan aquí o allá, para hacer un bucle, un remolino, una recodificación. Por tanto no tengo necesidad de un estatuto para los fenómenos de resistencia, dado que el primer dato de una sociedad es que todo fuga, todo se desterritorializa. De ahí que el estatuto intelectual, y el problema político no sean teóricamente los mismos para Michel y para mí (intentaré decir en seguida cómo veo esta diferencia).
 
G. La última vez que nos vimos Michel me dijo, con mucha amabilidad y afecto, más o menos esto: no puedo soportar la palabra deseo; incluso si usted lo emplea de otro modo, no puedo evitar pensar o vivir que deseo=falta, o que deseo significa algo reprimido. Michel añadió: lo que yo llamo "placer" es quizá lo que usted llama "deseo"; pero de todas formas necesito otra palabra diferente a deseo.
 
Evidentemente, una vez más, no es una cuestión de palabras. Porque yo mismo no soporto apenas la palabra "placer". Pero ¿por qué? Para mí, deseo no implica ninguna falta; tampoco es un dato natural; está vinculado a una articulación de heterogéneos que funciona; es proceso, en oposición a estructura o génesis; es afecto, en oposición a sentimiento; es "haecceidad" (individualidad de una jornada, de una estación, de una vida), en oposición a subjetividad; es acontecimiento, en oposición a cosa o persona. Y sobre todo implica la constitución de un campo de inmanencia o de un "cuerpo sin órganos", que se define sólo por zonas de intensidad, de umbrales, de gradientes, de flujos. Este cuerpo es tanto biológico como colectivo y político; sobre él se hacen y se deshacen las articulaciones, es él quien lleva las puntas de desterritorialización de las articulaciones o las líneas de fuga. Varía (el cuerpo sin órganos de la feudalidad no es el mismo que el del capitalismo). Si lo llamo cuerpo sin órganos es porque se opone a todas las estrategias de organización, la del organismo, pero también a las organizaciones de poder. Es justamente el conjunto de las organizaciones del cuerpo quienes romperán el plano o el campo de inmanencia e impondrán al deseo otro tipo de "plano", estratificando en cada ocasión el cuerpo sin órganos. Si digo todo esto tan confuso es porque se me plantean muchos problemas en relación a Michel: 1/ no puedo dar al placer ningún valor positivo, porque me parece que el placer interrumpe el proceso inmanente del deseo; creo que el placer está del lado de los estratos y de la organización; y en un mismo movimiento el deseo es presentado como sometido dentro de la ley y escandido por fuera de ella por los placeres; en los dos casos, hay negación de un campo de inmanencia propio al deseo. Pienso que no es casualidad que Michel atribuya cierta importancia a Sade, y yo por el contrario a Masoch7. No sería suficiente decir que yo soy masoquista, y Michel sádico. Eso quedaría bien, pero no es verdad. Lo que me interesa en Masoch no son los dolores, sino la idea de que el placer viene a interrumpir la positividad del deseo y la constitución de su campo de inmanencia (de igual modo, o más bien de otra manera, sucede en el amor cortés: constitución de un plano de inmanencia o de un cuerpo sin órganos donde al deseo no le falta nada, y donde éste evita todo lo posible placeres que vendrían a interrumpir su proceso). El placer me parece el único medio para una persona o un sujeto de "orientarse" en un proceso que le desborda. Es una re-territorialización. Y, desde mi punto de vista, de esa misma manera es como el deseo se remite a la ley de la falta y a la norma del placer.
 
2/ Por otra parte, es esencial la idea en Michel de que los dispositivos de poder tienen una relación con el cuerpo inmediata y directa. Pero para mí, esto sucede en la medida en que imponen una organización a los cuerpos. Mientras que el cuerpo sin órganos es lugar o agente de desterritorialización (y por ello plano de inmanencia del deseo), todas las organizaciones, todo el sistema de lo que Michel llama el "bio-poder" opera reterritorializaciones del cuerpo.
 
3/ ¿Podría pensar en equivalencias del tipo: lo que para mí es "cuerpo sin órganos-deseos" corresponde a lo que para Michel es "cuerpos-placeres"? La distinción de que me hablaba Michel "cuerpo-carne", ¿puedo ponerla en relación con "cuerpo sin órganos-organismo"? Existe una página muy importante en V.S. (190) sobre la vida en tanto que confiriendo un estatuto posible a las fuerzas de resistencia. Esta vida, para mí, incluso aquella de que habla Lawrence, no es en absoluto Naturaleza, es exactamente el plano de inmanencia variable del deseo, a través de todas las articulaciones determinadas. Concepción del deseo en Lawrence, en relación con las líneas de fuga positivas (pequeño detalle: la forma en que Michel se sirve de Lawrence al final de V.S., opuesta a la forma en que yo me sirvo de él).
 
H. ¿Ha avanzado Michel en el problema que nos ocupaba: afirmar los derechos de un micro-análisis (difusión, heterogeneidad, carácter parcelario), y sin embargo encontrar una especie de principio de unificación que no sea del tipo "Estado", "partido", totalización, representación? En primer lugar, del lado del poder mismo: vuelvo a las dos direcciones de V. y C., por una parte, carácter difuso y parcelario de los micro-dispositivos, pero también, por otra parte, diagrama o máquina abstracta que cubre el conjunto del campo social. Me parece que seguía existiendo un problema en V. y C.: la relación entre esas dos instancias del micro-análisis. Creo que la cuestión cambia un poco en V.S.: aquí, las dos distinciones del micro-análisis serían más bien las micro-disciplinas por una parte, y por otra parte los procesos bio-políticos (pp. 183 sq.). Esto es lo que quería decir en el punto C de estas notas. Así pues, el punto de vista de V. y C. sugería que el diagrama, irreductible a la instancia global del Estado, operaba quizá una micro-unificación de los pequeños dispositivos. ¿Debemos entender ahora que los procesos bio-políticos tendrían esta función? Confieso que la noción de diagrama me parece muy rica: ¿la encontrará Michel sobre este nuevo terreno? Pero del lado de las líneas de resistencia, o de lo que yo llamo líneas de fuga, ¿cómo concebir las relaciones o las conjugaciones, las conjunciones, los procesos de unificación? Yo diría que el campo de inmanencia colectivo donde se producen en un momento dado las articulaciones y donde trazan sus líneas de fuga, presenta también un verdadero diagrama. Por tanto, hay que encontrar la articulación compleja capaz de efectuar este diagrama, operando la conjunción de las líneas o de los puntos de desterritorialización. Es en este sentido en el que yo hablaba de una máquina de guerra, totalmente diferente del aparato del Estado y de las instituciones militares, y también de los dispositivos de poder. Así pues, tendríamos por una parte: Estado-diagrama del poder (siendo el Estado el aparato molar que realiza los micro-datos del diagrama como plano de organización); por otra parte, máquina de guerra-diagrama de las líneas de fuga (siendo la máquina de guerra la articulación que realiza los micro-datos del diagrama como plano de inmanencia). Me detengo en este punto, ya que esto pondría en juego dos tipos de planos muy diferentes, una especie de plano transcendente de organización contra el plan inmanente de las articulaciones, y que revertiría sobre los problemas precedentes. Y a partir de este punto ya no sé cómo situarme en relación a las investigaciones actuales de Michel.
 
(Apéndice: lo que me interesa en los dos estados opuestos del plano o del diagrama es su enfrentamiento histórico y bajo formas muy diversas. En un caso, se tiene un plano de organización y de desarrollo, que está escondido por naturaleza, pero que permite ver todo lo que es visible; en el otro caso, se tiene un plan de inmanencia, donde ya no hay más que velocidades y lentitudes, no desarrollo, y donde todo es visto, oído... etc. El primer plano no se confunde con el Estado, pero está ligado a él: el segundo, por el contrario, está ligado a una máquina de guerra, a una ilusión de máquina de guerra. En el nivel de la naturaleza, por ejemplo, Cuvier, y también Goethe conciben el primer tipo de plano; Hölderlin en Hiperión, pero más aún Kleist, conciben el segundo. De golpe, dos tipos de intelectuales (ponerlo en relación con lo que dice Michel sobre la posición del intelectual). O bien en el terreno de la música, las dos concepciones del plano sonoro se enfrentan. Las relaciones poder-saber tal como Michel lasanaliza podrían explicarse así: los poderes implican un plan-diagrama del primer tipo (por ejemplo la ciudad griega o la geometría euclidiana). Pero inversamente, del lado de los contra-poderes y más o menos en relación con las máquinas de guerra, hay otro tipo de plano, de especies de saberes "menores" (la geometría arquimediana; o la geometría de las catedrales que va a ser combatida por el Estado); ¿todo un saber propio de las líneas de resistencia, y que no tiene la misma forma que el otro saber, el saber sobre los poderes?)
 
NOTAS:
 
* Artículo publicado en la revista francesa Magazine Littéraire, nº 325 (número dedicado a Foucault), octubre 1994, págs. 57-65. Este texto fue enviado en 1977 por Deleuze a François Ewald para que se lo transmitiera a Foucault. Su intención era reiniciar el diálogo con Foucault, interrumpido en 1977. El texto quedó sin respuesta. Estas notas son por tanto el último testimonio del intercambio Deleuze-Foucault. [Para más información sobre la obra de Gilles Deleuze, ver el nº 17 de Archipiélago, dedicado íntegramente a este autor. N. del T.].
 
1. V. y C. por Vigilar y Castigar. Todas las notas son de la redacción de Magazine Littéraire.
2. A.S. por Arqueología del Saber.
3. V.S. por La voluntad de saber.
4. "Les Rapports de pouvoir passent à l'interieur des corps" /entrevista con Lucette Finas), La Quinzaine littéraire, nº 247, 1º-15 enero 1977, pp. 4-6; cf. Dits et Ecrits, nº 197, III, p. 228. [Dits et Ecrits es el nombre de una obra en cuatro volúmenes publicada en 1994 por la editorial Gallimard que recoge entrevistas, artículos y cursos de Foucault aparecidos en diferentes publicaciones desde 1954 hasta 1988. N. del T.].
5. Se trata evidentemente de Félix Guattari.[En todo el texto hemos traducido agencements por articulaciones. N. del T.].
6. "La Fonction politique de l'intellectuel", Politique Hebdo 29 noviembre-5 diciembre 1976, cf. Dits et Ecrits, nº 184, III, p. 109.
7. Deleuze a dedicado un libro a Sacher-Masoch: La venus de las pieles (Ed. de Minuit, 1967).

domingo, 25 de mayo de 2014

Lecturas sobre el presente (II): «Mientras agonizo»




 

¿Qué actualidadpuede mantener una novela como Mientras agonizo[i], escrita hace casi un siglo (su primera versión es de 1930), considerada de forma habitual como una “obra menor” de un “autor mayor”? ¿Qué relación podría ocupar con respecto a ¡Absalón, Absalón!,Luz de agosto, Santuario, El ruido y la furia o Palmeras salvajes, entre otros títulos? ¿En qué sentido un texto semejante podría aportar a una interpretación crítica del presente?

Digámoslo de entrada: Mientras agonizo quizás sea una de las novelas de Faulkner menos atendidas por la crítica y puede que también sea una de las menos leídas, oscurecida por el resplandor narrativo de otros de sus textos. Sin embargo, considero que hay buenas razones para reivindicarla como parte irreductible de su herencia literaria, en tanto material relevante que habilita a una lectura autónoma, por derecho propio, no supeditada a otros de sus textos.

De ahí que a continuación quisiera ensayar una lectura más pormenorizada, no tanto centrada en las peculiaridades formales de esta novela como en su relación con lo que Said llama «mundanidad»[ii]. Puesta en contexto, el potencial interpretativo de Mientras agonizo (sin pretender hacer un análisis totalizador de la «obra» de este escritor, tan magistral como polifacética) es suficientemente vasto para permitirnos explorar en esa dirección.

Retornemos, entonces, a la pregunta sobre la «actualidad» supuesta del texto. No se trata, en primer término, de atenerse a la inmediatez narrativa. Es evidente que algunas circunstancias históricas han cambiado de una forma drástica desde 1930, comenzando por los procesos de urbanización y el desarrollo tecnológico vertiginoso que ha marcado la historia estadounidense en el siglo XX (a diferencia de otras zonas planetarias en las que la falta de infraestructura técnica sigue siendo un problema vigente de magnitud). También podría procurar analizarse la diferencia en el régimen de propiedad de la tierra (y un posible pasaje tendencial de un modelo minifundista a uno marcado por latifundios concentrados por la oligarquía terrateniente) o, dentro de una estructura social de clases, las transformaciones del campesinado durante el siglo pasado.

De manera inversa, tampoco se trata de hacer una lectura simplemente metafórica, tomando el texto como una superficie libre, que habilitaría a una cadena de sustituciones o a un juego de analogías entre una historia pasada y nuestra historia presente, recuperando metáforas como la opresión (predominantemente de clase y género, pero también de carácter generacional o racial) o la penuria material (la pobreza, las condiciones precarias de vida, etc.). Una lectura semejante perdería algo decisivo en el relato: el carácter perturbador del detalle. 

De ahí que mi objetivo es retomar el relato de Faulkner en su «materialidad efectiva»: aquello que podría recuperarse aun de un concepto desdibujado de «literalidad», esto es, lo que pertenece al orden del fragmento en su condición inquietante. Sólo entonces cabe volver el relato hacia nosotros –en lo que hay de común en este «nosotros», lo que forma parte de nuestra «condición humana», incluso si no estuviéramos dispuestos a asimilar, de forma apresurada, esa condición a la noción más problemática todavía de «naturaleza humana». Omitiré, en este sentido, la disputa filosófica al respecto.

En esta estrategia de lectura, más bien, el movimiento planteado es remitir esa condición humana a unas experiencias históricas concretas, que siguen actuando en nuestras conformaciones subjetivas, aun si admitiéramos que lo que hay de común entre nosotros a menudo rebasa un período histórico determinado. Así pues, si por «actualidad» entendemos, ante todo, aquello que actúa sobre lo presente, más allá de su inmediatez o instantaneidad temporal, esto es, a contramano del sentido de actualidad como presente efímero que plantean los discursos informativos dominantes, entonces, leer una novela escrita tiempo atrás no sólo no constituye un obstáculo para pensar nuestro tiempo sino que puede favorecer su inscripción en una secuencia histórica mayor, sin que ello implique perder de vista las líneas de discontinuidad que pudieran estar operando. Contra una concepción deshistorizante, lo pertinente de este retorno es que permite pensar, tanto por sus contrastes como por sus similitudes, algunas claves del «ahora» eterno en el que el discurso postmoderno más conservador quiere instalarnos, como si no hubiera porvenir posible, en lo que contiene de alteridad y alteración, esto es, en su signo imprevisible[iii].

Volvamos, pues, sobre esa sociedad de la que habla Faulkner y que anticipa ya varias líneas de continuidad. La trama sorprende en su engañosa sencillez, a pesar de una estructura narrativa fragmentaria y difícil. Addie Bundren, madre de cinco hijos (Dewel Dell, Jewel, Darl, Cash y Vardaman) y esposa de Anse, agoniza en su cama, en las afueras del pequeño pueblo donde vive junto a su familia, mientras aguarda el féretro que uno de sus hijos construye por las noches. En efecto, todos parecen esperar el féretro, comenzando por Addie. Como si ese fuera el único lugar en que pudiera estar a salvo ya: el espacio final donde reposar. El esposo, por su parte, ha asumido el compromiso de llevarla hasta Jefferson tras su muerte, para que pueda yacer en paz junto a sus progenitores.

La peripecia se desata entonces. Con una carreta como único transporte, padre e hijos emprenden la marcha hacia la ciudad natal de Addie, a unos sesenta kilómetros de su residencia. El puente que lleva al destino deseado, sin embargo, ha sido arrastrado por el río crecido por las lluvias recientes. El encadenamiento de sucesos fatídicos se convierte en regla y la tarea de enterrar a la difunta amenaza con convertirse en una empresa imposible. En vez de encontrarnos con un registro épico, nos topamos con una odisea invertida, casi ridícula, causada ante todo por el tenaz compromiso que Anse asume, aunque más no sea en tanto compensación imaginaria ante el sufrimiento impartido a su mujer durante su vida, como si «cargar con el muerto» fuera una forma de reparación.

En resumen, la trama narrativa es relativamente simple (no obstante la fragmentariedad y pluralidad de perspectivas que asume el relato): la “normalidad” de la vida de una familia rural pobre de Tenesse es interrumpida por la muerte de la madre. Desde luego, Faulkner no ahorra detalles de esa “normalidad”. Los secretos abundan, los silencios se multiplican, la dureza emocional se intensifica. Incluso la experiencia amorosa aparece como mero orgullo, “(…) ese deseo furioso de ocultar la vil desnudez que traemos con nosotros (…)” (p. 50).

La pobreza atraviesa sus vidas de forma ubicua: introduce una dimensión carencial en cada uno de los actos, se instala como condición con la que se coexiste. La muerte en un contexto así se hace consuelo. Los hombres de la casa, al menos, tienen la posibilidad de descanso tras las duras jornadas de trabajo en el campo. En una sociedad patriarcal, sin embargo, esa tregua no vale para las mujeres: ni Addie ni su hija (Dewel Dell) pueden desplazarse de ese confinamiento a la necesidad -su rueda brutal que no se detiene hasta la muerte. La contundencia narrativa de Faulkner ahorra explicacionessobre esas desigualdades de género manifiestas dentro de la precariedad de unas vidas de por sí asediadas.

El problema, como decimos, es dar sepultura a quien no ha tenido posibilidad de descanso. Y ese problema supone atravesar el río crecido por las lluvias, a pesar del puente derribado por la corriente. Pero -lo intuimos- cuando hay un puente roto hay, ante todo, un peligro del que no se salva ni la muerta en su féretro, ni el “tiro” que arrastra la carreta y que es arrastrado fatalmente.

De desastre en desastre: la familia no tiene más camino que comprar otro “tiro” que sustituya al que se llevó la corriente, incluso si para ello es preciso empeñar el caballo de Jewel conseguido a fuerza de duplicar su jornada laboral y trabajar también por las noches. Su opinión, sin embargo, no cuenta para el padre, dispuesto a empeñar lo poco que (no) tiene para cumplir el mandato asumido.

Dar-sepultura, como en el caso de Antígona, es una cuestión ética; sin embargo, en este caso, no hay lucha contra la ley de la ciudad, contra la voluntad soberana, sino más bien contra la fuerza ciega de una naturaleza indomesticable. El problema en este viaje hacia el descanso es que no hay descanso. El cadáver comienza a descomponerse: la putrefacción adquiere dramática inmediatez. El “largo camino” de una decena de kilómetros es propicio a la descomposición. El cuerpo inerte evoca el drama de los vivos –incluso si el deseo de Darl es poner fin a esta agonía colectiva incendiando el cobertizo en el que está el féretro, mientras los demás duermen.

Pero no es fácil deshacerse de un cadáver e interrumpir la mortificación incesante que supone su transporte. La pierna quebrada de Cash (secuela de su rescate del féretro en el río crecido) parece correr la misma suerte. Un órgano gangrenado que ahonda la misma desolación, el presentimiento insistente de una amputación. El “sucio secretito” de Dewel Dell con el médico de cabecera de la familia, la obcecación del padre por cumplir un juramento absurdo, el internamiento de Darl tras su impulso piromaníaco, la ofensa del padre contra Jewel al arrebatarle el fruto de su trabajo, el dolor delirante de Vardaman que representa a su madre como un pez, forman parte de un puzzle terrible, en el que la ausencia de Dios se manifiesta como omnipresencia del sufrimiento.

El desenlace a toda esta desesperación no deja de ser sorpresivo: la conformación inmediata de un nuevo matrimonio de Anse, tras sepultar a su antigua esposa. No hay tiempo para el duelo o las despedidas. La restitución de la “normalidad” aparece así como primordial, aunque no deje de ser irónica: lo que se recompone no es más que una alianza patrimonial que con suerte permitirá reproducir la rueda de la subsistencia. El proceso se cierra relevando el vacío de la esposa: suturando su hueco a través del mito de la normalidad familiar.

En efecto, el acto restitutivo es el acto mítico por excelencia: la miseria, en lo que tiene de sacrificial y absurdo, prosigue su curso indiferente. Todo coagula ahí: en la unión de un viudo y una solterona que pone fin a una deriva en la que la muerta se pudre, como los recuerdos primeros de Addie de su experiencia amorosa, enterrada desde pronto, confinada en una rutina forzosa en la que no queda deseo alguno.

Quizás sea justo decir que Faulkner, como otros narradores del infierno, no alegoriza, lo que no significa que suscriba a una visión realista. Tampoco tenemos que alegorizar nosotros. La literalidad del relato es apabullante, incluso si esa «literalidad» está desde el principio horadada: en efecto, “las palabras no se ajustan nunca a lo que tratan de decir” (p. 160) y un poco más adelante: no son más que “una mera forma para llenar una carencia” (p. 161). Lo literal, pues, es ese desajuste, esa carencia que necesariamente rebasa toda propiedad, todo sentido propio.

La familia entera movilizada para enterrar el cuerpo inerte de la madre es una lucha drástica contra el tiempo que apremia. En este sentido, el tiempo del relato es el tiempo de la podredumbre, como ocurre también con la pierna de Cash. Breviario de podredumbre de Cioran podría obtener ahí su préstamo: “La historia no es más que un desfile de falsos Absolutos, una sucesión de templos elevados a pretextos, un envilecimiento del espíritu ante lo Improbable. Incluso cuando se aleja de la religión el hombre permanece sujeto a ella; agotándose en forjar simulacros de dioses, los adopta después febrilmente: su necesidad de ficción, de mitología, triunfa sobre la evidencia y el ridículo”[iv].

En el desfile de Faulkner la «religiosidad» resulta insoslayable: aparece como una justificación del sufrimiento, una aceptación de lo inaceptable. Como si el destino o la fatalidad no dejaran más camino que aguardar la propia muerte, entre la resignación y el consuelo, mientras fabrican nuestro féretro. La religiosidad, pues, aparece como renuncia al acto ético y político que constituye la rebelión. La mitología que instaura una sociedad de clases, marcada por el patriarcado, oculta así la verdad del abuso que asoma en la trama, en primer término, en la hija adolescente que hace favorcitos a quien le promete una solución a su embarazoso secreto o en la subalternidad indiscutida de la esposa. En efecto, ese mundo recuerda una historia de clase y de género: las “sirvientitas” que hacen favores sexuales a cambio de falsas promesas de los señoritos ansiosos de debutar después de ir a misa el domingo o la historia del matrimonio tradicional como forma opresiva de reproducción de la autoridad.

Lo terrible está ahí: en una escena pútrida que hace manifiesto no tanto el descalabro de lo normal sino la «normalidad» como hecho siniestro, regularidad del desastre que confluye en nuestro presente. Lo patológico es esta normalidad endurecida, entumecida, gangrenada, ultrajada. La estabilidad de la vida como penuria, de la familia como jaula, del matrimonio como alianza patrimonial, sustraída de la experiencia amorosa, de la singularidad insustituible de sus miembros. Al fin de cuentas, la difunta es como un “tiro”. No hay tiempo para el duelo. No hay otro  tiempo que el de procurar recomponer la normalidad perdida, aunque para ello el padre deba conseguir unos dientes postizos y así volver a sonreír ante su inminente nueva esposa, aun si ello supone despojar a la hija del dinero que tiene para abortar.

Nos toca a nosotros trazar nuestro viaje entre esa experiencia y la nuestra. No cabe descartar, al fin de cuentas, que también nosotros cargamos con un muerto en pleno proceso de putrefacción. Nuestra “normalidad” no es mejor en varios puntos (incluso si admitimos unas condiciones materiales de vida comparativamente mejores para algunos grupos y clases): la sustituibilidad infinita de cada uno de nosotros, la equivalencia general de las vidas endurecidas, la estructura de desigualdad que permanece en el contexto del capitalismo industrial. Como animales de tiro, lo que hay de singular en el/la muerto/a se esfuma: el recuerdo de una dulzura pasajera. El matrimonio como alianza instrumental sostiene una familia convertida en célula de una sociedad miserable y el pasaje del campo a la ciudad no hace sino intensificar esa miseria, esa gangrena que nos impide marcharnos o, al menos, caminar por pie propio.

Todo se pudre no es una simple constatación metafísica; una variante del ser para la muerte heideggeriano o de la conciencia de la finitud hegeliana. Es, ante todo, la inmediatez de un cuerpo que se deteriora, se estropea, se quiebra o entra en descomposición. La precisión lapidaria de la narración –sin visión privilegiada, sin omnisciencia alguna- queda reafirmada en un juego de perspectivas donde lo “real” no es esa cosa firme que subyace invariante, sino el trauma que cada cual asimila como puede –la temporalidad desquiciada que cortocircuita lo simbólico, arruina el relato, desarregla las ruedas o derrumba los puentes. Lo que es peor: la putrefacción ya está en esa pobreza extrema como “castigo de Dios”, en su extraña demostración de su amor (p. 104), en su promesa de restitución de la igualdad que aquí carecemos: “(…) el Señor les quitará lo que tienen a los que tienen y se lo dará a los que no tienen” (p. 104). La justicia divina contrasta con la injusticia mundana: nada que repare, en esta tierra oscura, el sufrimiento.

Mientras agonizo nos devuelve, por esa vía, al espejo de un trauma no conceptualizado: lo que hay de agonístico en la experiencia del “mientras”, en la vivencia del transcurso. No me consta que pueda describirse a Faulkner como un escritor irónico. Pero quizás no pueda eludirse aquí la dimensión irónica del relato, precisamente, como dimensión que erosiona la “seriedad” de lo recto, la doblez de las grandes intenciones, presentadas a menudo como actos épicos. Lo épico es lo que falta. De Benjamin a De Man, la ironía es poder corrosivo y ese poder, como crítica, no puede obviarse aquí. Como cuando el autor da voz al esposo para referirse a Addie: “Siempre fue de las que lo dejan todo limpio antes de irse” (p. 28) [lo que no deja de ser llamativo cuando esa “limpieza” refiere a los propios preparativos de su funeral].

La ironía conduce a la puesta en crisis de una vida normalizada en la que lo regular es la putrefacción de los cuerpos, la extensión de los “sucios secretitos”, la repetición de la penuria material y el embrutecimiento moral y espiritual. “Embrutecimiento”, sin embargo, sigue suponiendo un estado previo del sujeto próximo a un cierto desarrollo educativo, a una situación intelectual no-degradada. Quizás ese sea otro de los mitos en los que el individualismo se regodea: una naturaleza humana preconstituida que, en el mejor de los casos, la sociedad vendría a corromper, si no le atribuye ya algún impulso egoísta innato.

Pero quizás sea más exacto decir que los personajes de Faulkner nunca han salido de esa «bestialidad» que constituye el “término intermedio” entre «humanidad» y «animalidad». Es el término que él sugiere en varias ocasiones, como cuando Dewey Dell asume su imposibilidad de llanto: “No sé llorar” (p. 62); o en la propia conjetura de Vardaman de que su madre es un pez. Bestial, en efecto, es esa vida humana próxima a la vida animal, como un tiro o una mula.

A pesar de todo ese oprobio diario, algunos personajes de Faulkner deliran –y con ello, introducen un desajuste con respecto a una normalidad patológica. En un mundo bestial se empecinan en concebir una existencia más allá de la muerte brutal que los seres humanos padecen en la carencia generalizada, en la injusticia de la desigualdad de la tierra. La ironización de esa normalidad pone en discusión, precisamente, lo que aparece como un “ciclo natural”: desnaturaliza el padecimiento, dejando emerger de lo terrible una esperanza agonística, una demanda de justicia (indefinidamente postergada en esa tradición religiosa que la significa como algo venidero, esto es, como advenimiento divino). Un punto de fuga: Vardeman antes que Jewel, Darl antes que Cash.

La actualidad del relato de Faulkner es doble: la de una normalidad sacrificial, en la que los seres humanos viven como bestias, y la de la necesidad impostergable de interrumpir esa normalidad, pero no ya como quien viaja a enterrar la muerta, para restituir el patrimonio matrimonial y la rutina de la necesidad, sino como un desplazamiento irreversible, un proceso que revolucione la vida.

Pero las jaulas invisibles siguen intactas: de la bestialidad omnipresente en el mundo rural (los humanos como burros de carga a jornada completa) al free lance del urbanita que no conoce ya la frontera que separa tiempo de trabajoy tiempo de vida, como si tras la variación de estilos o formas vitales insistiera la misma inflexibilidad del mundo de la producción capitalista –y tanto más en nuestra época que anuncia la «flexibilidad ilimitada» como exigencia inflexible del capital.

Volvamos otra vez: la familia Bundren vive sus condiciones de existencia como voluntad divina, un castigo que contiene una futura recompensa: “Dios castiga a los que ama” (p. 104), aunque sea, ciertamente, una demostración “extraña” (sic). Y, en efecto, mucho habría que decir sobre esa claudicación ética en nombre de una “justicia divina” que posterga indefinidamente la justicia humana, sobre la extraña inversión de los castigos terrenales que carga con dureza las espaldas de esos seres bestiales que sueñan con descansar en paz. Al fin y al cabo, la misericordia no es más que una esperanza incierta, o mejor todavía, la espera de “Su gracia” de la que nunca se puede estar seguro. “El mero hecho de que hayas sido una esposa fiel no significa que no haya pecado alguno en tu corazón, y el mero hecho de que tu vida sea dura no quiere decir que la gracia del Señor ya te haya absuelto” (p. 156). No hay pues, absolución segura: Dios, como fundamento externo, inescrutable en su designio, no depara ninguna certeza. Exige, más bien, un sacrificio infinito sin contrapartida, sin garantía alguna de que nuestro devenir pueda compensar los rigores del presente.

Se dirá que esa religiosidadque acepta el castigo como posibilidad de una justicia venidera está ya muy lejos de nuestro contexto cultural presente. Y, sin embargo, tras la variación de figura, tras el cambio de significante, la metafísica del Mercado reintroduce por la ventana lo que había expulsado por la puerta: la aparición de otra forma del pecado, que es el consumo endeudado, el “consumo excesivo” de los pobres, los que no aceptan el fundamento externo, la ley soberana del Mercado.

Tras el cambio de fundamento, lo que se mantiene es la creencia (pseudo)religiosa en un determinante externo a la propia sociedad, un fundamento ligado a una fatalidad ante la que no cabría más que la obediencia incondicional, incluso si la demostración extraña de su amor al prójimo no fuera sino el implacable castigo a los “cercenados de la tierra”, como árboles en la mitad de la noche, padeciendo una tempestad ingobernable. La hipóstasis es clara: el dios-mercado no es menos inflexible que el que hace inciertas las cosechas. Ni menos cruel que aquel que arroja al camino con la promesa de una sepultura para la muerta.

“Es Él quien juzga y quien castiga, no nosotros” (p. 157): “cruz” y “salvación”. Él: figura de la «heteronomía»: aquel que determina la ley de vida y muerte. Dios o el Mercado, llámese como quiera. Ambos bestializan: en nombre de una justicia venidera, justifican el arrase de la libertad humana, la cancelación de un proyecto de autonomía individual y colectiva que niega cualquier trascendencia del fundamento con respecto a la sociedad.

A diferencia de Cioran, no requerimos elevar a rasgo metafísico insuperable esta sucesión de Falsos Absolutos, la necesidad mítica de adorar un significante despótico. La repetición circular, pues, no constituye una ley inexorable: forma parte de la alienación de lo humano en un gran Otro que, en última instancia, no existe. Quizás la enseñanza de Faulkner -si así puede llamarse a un relato atenido a la violencia de una facticidad sin parábola que no esté corroída- no sea otra que la de hacer visible esa resignación convertida en credo, la mitología de una salvación venidera que posterga indefinidamente la subversión política de un orden social que normaliza el sufrimiento. Hay quien enloquece en esa jaula. Quien se incendia en esta sociodisea sin épica. El delirio infantil de Vardaman nos recuerda la verdad enterrada junto a la muerta: “Mi hermano es Darl. Se ha ido a Jackson en el tren. No se ha ido en el tren para volverse loco. Se ha vuelto loco en nuestra carreta” (pp. 231-232). Puede que lo que sigue uniéndonos a Faulkner sea la voluntad de detener esa marcha ciega que asfixia la existencia.

 
Arturo Borra
 




[i]La edición que utilizo es la versión traducida por J. Zulaika, editada por Anagrama, 2012, Barcelona.
[ii]“En mi opinión, los textos son mundanos, hasta cierto punto acontecimientos, e incluso cuando parecen negarlo, son parte del mundo social, de la vida humana y, por supuesto, de momentos históricos en los que se sitúan y se interpretan” [Said, Edward (2004): El mundo, el texto y el crítico, trad. R. García Pérez,  Debolsillo, Barcelona, p. 15].
[iii] La noción de «tradición selectiva» es pertinente en este contexto: la “tradición”, más que mero elemento superviviente del pasado, a distancia del presente, aparece como fuerza preconfigurativa; una fuerza que recupera algunos elementos del pasado en detrimento de otros. Así pues, la «tradición» antes que factor inerte, constituye una versión intencionalmente selectiva del pasado conectado con un presente preconfigurado. “A partir de un área total posible del pasado y el presente, dentro de una cultura particular, ciertos significados y prácticas son seleccionados y acentuados y otros significados y prácticas son rechazados o excluidos” [Williams, Raymond (2000): Marxismo y literatura, 2ª ed., Península, Barcelona, p. 138].
[iv]Cioran, Emile (2001): Breviario de podredumbre, trad. F. Savater, Gallimard, p. 29-30.

sábado, 17 de mayo de 2014

Recital poético de María Negroni, Jueves 22 de mayo, 19:30 hs., La NAU

 






 
Ut pictura poesis (fragmento)
habría que decir

un trazo

de ningún lado a ningún lado

 

o bien esa minúscula

alegoría de lo abstracto

 

el mundo

acaso

-----efímero

------------tejiendo

 

signos imprecisos

de un alfabeto olvidado

 

María Negroni
 


 


María Negroni (Rosario, Argentina, 1951) es escritora, poeta, ensayista, novelista y traductora. Tiene un doctorado en Literatura en la Universidad de Columbia, Nueva York. Ha publicado numerosos títulos de poesía, entre ellos: Islandia (Monte Avila, 1994); El viaje de la noche (Lumen, 1994); Arte y Fuga (Pre-Textos, 2004), Andanza (Pre-Textos, 2009), La Boca del Infierno (Mantis, 2010), Cantar la nada (Bajo la Luna, 2011) y Elegía Joseph Cornell (Caja Negra, 2013). También publicó varios libros de ensayos: Ciudad Gótica (Bajo la luna, 1994 y 2007), Museo Negro (Grupo Editorial Norma, 1999), El testigo lúcido (Beatriz Viterbo, 2003), Galería Fantástica (Premio Internacional de Ensayo, Siglo XXI, México) y Pequeño Mundo Ilustrado (Caja Negra, 2012); dos novelas: El sueño de Ursula (Seix-Barral, 1998) y La Anunciación (Seix-Barral, 2007), y un libro-objeto en colaboración con el artista plástico Jorge Macchi, Buenos Aires Tour (Ediciones Turner, Madrid 2004). Su último libro, Cartas extraordinarias, acaba de ser editado por Alfaguara, Buenos Aires, 2013.

Entre sus traducciones, figuran: Louise Labé (Sonetos, Lumen, 1998); Valentine Penrose (Hierba a la luna y otros poemas, Angria, 1995); Georges Bataille (Lo arcangélico, Fundarte, 1995); H.D. (Helena en Egipto, Angria, 1994), Charles Simic (Totemismo y otros poemas, Alción, 2000), Bernard Noël (Contra-muerte y otros poemas, Alción, 2005), la antología de mujeres poetas norteamericanas (La pasión del exilio, Bajo la luna, 2007) y Emily Dickinson (La miniatura incandescente, en prensa en La Bestia Equilátera). Su obra ha sido traducida al inglés, al francés, al italiano y al sueco.

Obtuvo las siguientes becas: Guggenheim (1994), Rockefeller (1998), Fundación Octavio Paz (México, 2002), New York Foundation for the Arts (2005), Civitella Ranieri (Italia, 2007) y American Academy (Roma, 2008). Su libro Islandia recibió el premio del PEN American Center al mejor libro de poesía en traducción del año (Nueva York, 2001). Actualmente dirige la Maestría en Escritura Creativa de la Universidad Nacional de Tres de Febrero en Buenos Aires.

 


lunes, 12 de mayo de 2014

Una microentrevista a Arturo Borra, de Víktor Gómez


 
1/ ¿Cuál es el punto de partida de tu libro? ¿Qué cuestión o cuestiones indaga, provocaron su consumación en poemario?

Para trazar lo (im)posible parte de un presente en ruinas. De la soledad de una tierra calcinada. En el libro anterior –Figuras de la asfixia- procuré reconstruir las aristas de un daño persistente, nada metafísico, que se esparce en diferentes dimensiones de nuestra existencia. Aunque ahí ya asomaban algunos materiales utópicos, oscuramente fue consolidándose en mí la convicción de que la escritura poética debía perforar el muro de lo actual para vislumbrar otro horizonte. Lo que hoy proclaman imposible no es sino un intento de clausurar la alteridad. A tientas, traté de pensar esa alteridad, desde una interrogación que no oculta momentos de perplejidad, con las dificultades del caso. Recurrir a lo alegórico es signo de esa dificultad, de esa distancia con respecto a lo representable. Por eso el viento, el deseo de desplazarse y abrir una salida. De manera simultánea a esa escritura alegórica, me sentí obligado a reflexionar sobre sus condiciones de posibilidad; de ahí esa segunda parte del libro (“Tierra de nadie”) que indaga en el sentido mismo del acto de escribir. Dentro de esas coordenadas internas, pero también en diálogo con acontecimientos políticos de primer orden como el surgimiento del movimiento 15-M, la desembocadura del poemario no podía ser otra que una “poética de la revuelta”.

 
2/ ¿Qué buscas como lector en tus lecturas más personales? ¿qué funciones podría atender la poesía para el ciudadano de hoy?

 
Aunque me interesan diferentes tipos de lecturas –filosóficas, científicas, literarias-, en todas busco las preguntas centrales –no siempre explícitas- que estructuran su devenir y abren un camino a la reflexión crítica. Desconfío de aquellos textos que se desarrollan como sistemas cerrados, más o menos dogmáticos. En el plano poético, prefiero aquellas lecturas que me ayudan a afrontar lo desconocido, al borde de lo (im)pensable. Una escritura que elude lo abismal miente, porque oculta nuestra indefensión esencial.

Los discursos poéticos pueden contribuir a sospechar lo que se instala como «evidencia»: su trabajo es ante todo el cuestionamiento de lo heredado –pero un trabajo anclado a nuestra experiencia vital, a las heridas que nos nombran y comprometen lo humano y no a un consignismo fácil o a una preceptiva abstracta. La claridad y simplicidad que algunos libros irradian pueden terminar cegando. Prefiero aquellas lecturas que ayudan a cambiarnos a nosotros mismos y se lanzan al sueño para hacer visibles las jaulas en las que nos movemos.
 
No sé si cabe asignar alguna función política general a la poesía y en cualquier caso la producción poética suele rebasarla. Aun así, si hay algo que puede aportar a la ciudadanía es su espíritu inconformista, distante a las fórmulas políticamente correctas o a un cierto intimismo que separa las emociones del mundo histórico en que vivimos. Ante un orden social sacrificial e injusto nuestro camino es rebelarnos, en primer término, subvirtiendo la gramática de producción de los discursos hegemónicos. En ese sentido, la poesía puede erosionar –y así ocurre en algunos casos- la lógica de lo que se plantea como inexorable. ¿Qué es esa erosión sino apertura, la posibilidad siempre intacta de ampliar nuestros exiguos márgenes de libertad? Debemos a esa poesía el socavamiento de lo unívoco. Pero difícilmente podría producirse algo semejante si no fuéramos capaces de desplazarnos de una posición mesiánica, más ávida de seguidores que de interlocutores dispuestos a una revuelta íntima.

 
3/¿Qué relación si es que la hay podrías exponernos entre tu escritura y las palabras "Transtierro", "Exilio", "Violencia"?

 
Ante las distintas violencias sistémicas, el exilio poético tiene significación vital: abre la posibilidad -nunca asegurada- de una resistencia subjetiva. Ni siquiera podría sostener que mi escritura (suponiendo que algunos textos admiten este tipo de apropiación) está exenta de las huellas de esas violencias. La interpretación misma es una de sus formas, al imponer un ordenamiento a lo real. Aun así, persiste el deseo de ir más allá, de abrir paso mediante lo escrito a otro porvenir. Es ese deseo lo que produce el exilio como movimiento que se desplaza de manera forzosa de las fronteras presentes. El transtierro nace ahí: es el momento en que la partida se hace fecunda, transformando la privación (aquello que nos falta) en promesa de una vida inédita. ¿No es esa la terra incognita que perseguimos también –aunque no solamente- con la poesía?
 

domingo, 2 de marzo de 2014

«¿Qué hacer de la pregunta "qué hacer"?» -Jaques Derrida




 Jacques Derrida
 
¿Qué hacer? Pensar lo que viene. ¿Toca? Y entonces ¿cómo hacerlo? ¿Qué hacer? y ¿qué hacer de este imperativo? ¿En qué tono tomarlo? ¿Desde qué altura?
 
Nadie aquí lo duda, cierto aplomo, un aplomo que algunos, tal vez con razón, consideran sonambúlico, es lo que se precisa para atreverse donde sea a emprender con bastante calma, en suma, aunque sea denegándolo, aunque sea con el tono de la contra-profecía, el diagnóstico, cuando no el pronóstico del estado del mundo, y para adelantar tranquilamente unos como informes de desplomo panóptico sobre el estado del mundo, sobre el estado de la unión o de la desunión de Europa y del mundo, sobre el estado de los Estados en el mundo, sobre el nuevo orden o el nuevo desorden mundial, y también para permitirse, aunque sea denegándola, la prescripción o la contra-prescripción geopolítica. Todo esto dejando entender que el discurso geopolítico se paraliza en una suerte de impase o aporía generalizada: nada funciona y todo puede suceder. El aplomo consiste aquí en darse por autorizado el desplomo panorámico y mundial desde algo así como un antepecho, pero al borde del abismo, del desierto o del caos. Este aplomo de desplomo puede parecer sonambúlico, pues es un procedimiento, precisamente, un desplazamiento, un paso, un movimiento o una acción, un «hacer» guiados por ese extraño cuidado vigilante que los sonámbulos mantienen en el momento del riesgo más grande. Unos sonámbulos caminan al borde del caos abismal, y en el momento en que saben y declaran que ya no más, que todo está desajustado, desarticulado (out of joint, como dice Hamlet), que nada funciona, que todo acaba en el no-camino, el impase, la aporía, en el momento en que son persuadidos de que este mismo discurso panorámico es anticuado, se hacen adelante, si no como locos, visionarios, profetas o poetas, alucinados, por lo menos como soñadores que quieren mantener los ojos abiertos («pesimistas activos», diría Alain Minc). Si de una vez nombro el sueño, sin disociarlo del sonambulismo, es para tomarlos, como se dice, del lado bueno. No para desdeñar, todo lo contrario, el riesgo absoluto que corre el sonámbulo, sino para aproximar, más allá del saber y de la filosofía, política o no, aun más allá de todos los modelos y de todas las normas prescriptivas cuyo agotamiento vivimos, el pensamiento de lo que viene y que no puede sino ser aliado de lo que contrae parentesco con el sueño y con lo poético, siempre que, evidentemente, se piense el sueño de manera distinta de la habitual. Quiero recordar que, a la pregunta «¿qué hacer?», a lo que simultáneamente constituye, diría, una pregunta muy vieja, sin duda, ni tan vieja sin embargo, pero también una pregunta nuevecita, una pregunta todavía no escuchada, entre otras cosas Lenin contesta, y con precauciones interesantes, «es preciso soñar».
 
 [Me pregunto de dónde puede venirnos la hybris, a menos que no sea también la inocencia, la inconsciencia y por ende la humildad infantil, incorregiblemente infantil de semejante aplomo de esta audacia descarada que es aquí la nuestra. Digo «infantil» porque, si no conozco bien, «personalmente», como suele decirse, a Alain Minc, con quiera me topé rápidamente poco antes de esta sesión, lo que leo y percibo de él sobre la escena pública me deja pensar que lo que tal vez nos acerque, más allá de la cantidad de diferencias a cuya enumeración renuncio, es que sobre la escena intelectual pública o política algunos podrían pensar que ambos hemos conservado (me perdonará esta alianza abusiva o esta anexión dudosa) una cierta juvenilidad, con todo lo que ella puede exponer cuanto a inocente frescura, pero también cuanto a atrevimiento o insolencia, incongruidad, descortesía intempestiva.
 
Desembarcamos sea lo que sea y la que sea la edad de lo que sabemos, en cuanto a experiencia y saber. No sabemos de dónde nos viene el aplomo al borde de lo que hace reír; llorar o sobre todo titubear en el vacío.
 
Pero no me detendré en la hipótesis según la que esta hybris sonanibúlica que nos asigna al aplomo y al desplomo sería el carácter del que sea, de Minc o mío por ejemplo: por el contrario creo que nuestro tiempo, eso de lo que estamos hablando, lo que viene quizás a través del caos, del desierto, del abismo, del desorden mundial la desconstrucción general o todas las figuras de un apocalipsis sin apocalipsis, etc., eso nos impone pensar y pensar desde este frágil aplomo y nos coloca en este lugar, nos sitúa allí donde pensar, y pensar (políticamente y poéticamente) lo que viene (por ende el porvenir al presente) no puede hacerse si no desde el lugar de este aplomo a la vez sonambúlico y vertiginoso.]
 
¿De dónde viene el aplomo en general?
 
Aplomo. Llamemos. ¿Qué es lo que llamamos aplomo? Cualquiera que sea la manera como lo escuchen, lo pronuncien o lo escriban, «aplomo» es un bello vocablo. No una argucia, tampoco un concepto bien formado, sino un bello vocablo. No a causa de las tentaciones homonímicas que lo hacen derivar caprichosamente hacia la orden expresa o el llamado (cuando llamamos, cuando nos llamamos según el llamado pues no podemos pensar lo que viene sin lanzar o escuchar algún llamado, algo parecido a una orden expresa, un deber, una ley, una prescripción, sin tratar de escuchar lo justo, de escuchar justamente alguna cosa que llamo la justicia, un llamado que de alguna manera viene de nosotros pero a la vez sobre nosotros, un llamado por el que nos llamamos desde el otro). No a causa de esos juegos homonímicos ni de todo lo que la palabra en aplomo pueda significar muy precisamente, en fisiología, en arquitectura, en pintura y también en música, sino en razón de la señal que siempre esgrime hacia el atrevimiento de un «quedarse parado», hacia una física planteada a partir de la verticalidad, es decir a partir de lo que una plomada nos indica respecto de la pesadez terrestre y por ende de la tierra: pues, no nos lo ocultemos, las preguntas que abordamos con este aplomo sonambúlico hoy no son nada menos que las preguntas de la tierra (a bulto y en detalle, de manera no menos urgente que concreta, imaginosa, inmediata, inmediatamente éticas, jurídicas, geopolíticas -preguntas de la geopolítica al borde y más allá de las preguntas dichas geopolíticas: ¿qué hacer? ¿qué vamos a hacer con la tierra? ¿sobre la tierra? y la pregunta de lo que se queda parado sobre la tierra no es apenas una pregunta ecológica aunque permanezca sobre el horizonte de lo más ambicioso o más radical que la ecología hoy podría asumir-), preguntas de la tierra, entonces, y preguntas del hombre (en aplomo o no sobre la tierra): ¿qué es el hombre, cuál es la identidad o la unidad del hombre sobre la tierra y más allá de la tierra, más allá de la posición erguida, más allá de lo planetario y tal vez también de lo geopolítico que hoy pensamos de manera completamente distinta, tal vez completamente distinta de como era pensado en la Edad Media, por no hablar de cierta modernidad?
 
A lo mejor para resistir, para no sucumbir al vértigo que me sobrecogía a la idea de semejante sesión, al filo de un programa tan perturbador, me doy el aplomo y el atrevimiento necesarios para atreverme a enunciar la pregunta: ¿qué hacer? ¿qué hacer, aquí, ahora? Y aquí, ahora, ¿qué hacer de la pregunta «¿qué hacer?»? He aquí una extraña pregunta, pregunta redoblada, reflejada, que da la impresión de impugnar el «pensar lo que viene» de nuestro título, como si, desde la primera frase, se tratara de substituir pensar por hacer, reemplazando simultáneamente un imperativo, «pensar lo que viene», mediante una interrogación, «¿qué hacer?», si no por una doble interrogación: -«¿Qué hacer de la pregunta “¿qué hacer?”?».
 
De ninguna manera es ésta mi intención, ni pretendo atenerme a una abstracción de tal magnitud. Pues la pregunta «¿qué hacer?» por el momento parece tan indeterminada cuanto la orden expresa «pensar lo que viene», por más que se añada, como acabo de hacerlo «aquí y ahora», sin decir si pienso en el «aquí y ahora» de esta sesión o en el «aquí y ahora» de Francia, de Europa, de la tierra o del mundo, otros tantos lugares y por ende puntos de vista distintos y no siempre configurables. No por nada dije «del mundo», pues en el momento de escoger un título nos habíamos fijado en el de «pensar el mundo», nada menos, antes de detenernos en «pensar lo que llega», y a este propósito sin duda diré una palabra tratando de demostrar que, no obstante su evidente ambición y en su aparente desmesura, estos dos títulos son agudos, exclusivos y determinados en lo que prescriben o prometen.
 
Pero si darse a pensar es lo que hay que hacer; y si pensar es también, e inmediatamente, e ineluctablemente, pensar lo que hay que hacer ante lo que viene, es decir ante lo que sucede y ante el evento por venir, entonces, ante o en frente de lo que viene, esta tarea daría acceso a otra experiencia de lo que debería aliar el hacer y el pensar. No obstante las apariencias, tamaña tarea, creo yo, es a la vez nueva, inédita en sus formas históricas y más urgente, más imperativa que nunca, hoy, aquí y ahora.
 
Lo que acabo de decir a propósito de semejante alianza imperativa del hacer y el pensar lo injerto en tal proposición de Alain Minc, precisamente en tal página de su libro, para ser más explícito cuando habla (p. 219 de La nueva Edad Media) de esa figura que los matemáticos llaman un «conjunto vacío» y donde Alain Minc sitúa el llamado a lo que hoy nos es rehusado o prohibido, a saber, cito, «una filosofía de la acción». Los intelectuales parecen retirarse del «debate público», él señala, y así sucede no por desinterés respecto de la cosa pública sino porque, cito, la sociedad ya no es «“pensable”» (aplica comillas a esta palabra sobre la que quisiera también regresar más tarde: ¿qué es lo que aquí llamamos pensar?) y después de haber señalado simultáneamente la necesidad y la esterilidad o el fracaso de una «reflexión pluri-dimensional» y la «urgencia» «postulada» de «mezclar la economía, la sociología, la etnografía, la ciencia política y la historia», él pregunta: «¿qué se habrá realizado concretamente, que no sea soñar [subrayo] gigantes intelectuales que no existen? Su ausencia tal vez no sea fortuita: este género de adiciones entre saberes tan diversos corresponde sin duda a lo que los matemáticos llaman un conjunto vacío. Debe ser una filosofía de la acción». Claro está, Alain Minc no deja de ser irónico o escéptico tanto respecto de tal sueño cuanto de dicha filosofía de la acción (ni en mayor grado que él creo que la urgencia del «hacer» o de la pregunta «¿qué hacer?» esté a la medida de una filosofía de la acción ni de esa filosofía de la historia de la que ya decía Hugo que no se pueden inscribir en ella los eventos que vienen de nosotros o sobre nosotros). Él cree, con razón me parece, que los objetivos que podían orientar tal filosofía de la acción, empezando por cierta idea del progreso, se han destruido. Pero, por más que salude con igual ironía a todos los prescriptores, una ironía que por otra parte me parece justa («¡Buena suerte, señores prescriptores!», p. 219), de todas formas lo que da a su libro su aplomo y lo mantiene parado, de cabo a rabo, es el capítulo final, ese llamado, prescriptivo y normativo, a la responsabilidad francesa, y no sólo al pueblo de Francia, sino al Estado Nación llamado Francia, a unos conciudadanos.
 
Quisiera correr el riesgo de una palabra, tan sólo una palabra (hoy todo será demasiado breve) alrededor de la pregunta «¿qué hacer, aquí y ahora?»: si por una parte empata con el pensamiento de lo que viene, si no puede dejarse separar de él, semejante pregunta, no lo olvidemos, ya es una herencia, dispone de una genealogía muy noble, a la vez ética y política.
 
Tiene una historia la pregunta «¿qué hacer?», aunque parezca remitir a una necesidad de todos los días, de todos los tiempos, de todas las edades y de todas las culturas; esta pregunta tiene una historia muy aguda, una historia crítica y esta historia crítica es una historia moderna La gravedad de lo que viene, aunque sea también el chance de que lo que venga sea realmente lo que viene, es decir absolutamente inédito -nuevo- sin ejemplo y resistente a cualquier repetición posible, es que ya no sepamos qué hacer, hoy, de la pregunta «¿qué hacer?», ni en su forma ni en su contenido...
 
La heredamos, sin embargo se nos substrae algo de su herencia, y nos toca re-inventar radicalmente las condiciones mismas de esta pregunta.
 
En esta forma literal, si no me equivoco, la pregunta «¿qué hacer?», no es medieval y no habría podido serlo, sin duda por razones esenciales.
 
Tal como la heredamos, no menos de Kant que de Lenin, se trata de una pregunta moderna en un sentido preciso cuya radicalidad no podía desplegarse ni en la Edad Media ni en una post-edad-media cartesiana, es decir en lo que entonces se llamaba el mundo y que era bordeado, determinado, en todos los sentidos de la palabra, por un horizonte teológico, antropo-teológico o teológico-político. La pregunta «¿qué hacer?» no podía todavía surgir, en su radicalidad, sino hasta cuando una idea democrática, secular, laica, hubiese taladrado ese horizonte antropo-teológico-político o empezado a socavar los fundamentos del mismo.
 
Pero, a la inversa, y es éste todo el problema de lo que hoy se nos viene y de lo que distingue la especificidad aguda de nuestro tiempo, la pregunta «¿qué hacer?» ya no puede desplegarse en toda su potencia, es decir sin horizonte, mientras un horizonte o unos atrevimientos teleológicos o onto-teleológicos siguen bordeándola, como es todavía el caso para Kant y Lenin, quienes todavía tenían o presumían una cierta idea del hombre o de la revolución, de la finalidad, del estadio final, de la adecuación final, del telos o de una idea reguladora sobre cuyo fondo se levantaba la pregunta «¿qué hacer?», la que entonces en efecto se hacía posible, pero por eso mismo no vertiginosa, no abismal, arrestada en sus límites, es decir en su horizonte.
 
Pregunta «¿qué hacer?» como pregunta ética y política, ciertamente, pero especificada entonces por una modernidad, y dos veces por una modernidad crítica pre-revolucionaria, y dos veces por hombres que tenían la intención de hablar en nombre y en vista de una cierta emancipación democrática. Kant y después Lenin han dejado retumbar la pregunta «¿qué hacer?», y cada uno por su lado lo hicieron justamente antes de unas Revoluciones que todavía no hemos pensado (pues para pensar lo que viene hay que pensar lo que advino, y la dificultad inherente al pensamiento del porvenir es ipso facto el arresto ante un pasado que de golpe deviene más enigmático que nunca, ofrecido a todas las reinterpretaciones, cuando no a todas las revisiones: serían sencillas las cosas si supiéramos lo que habrá sido la Edad Media, y si de ella nos hemos salido a suficiencia, en qué sentido, para correr el riesgo o por tener que regresar, de nuevo, hacia alguna nueva Edad Media). Kant y Lenin entonces han lanzado y ponderado los dos un «¿qué hacer?», escribiéndolo bajo esta forma literal a la vigilia de dos revoluciones de las que, tan extrañamente, nosotros vivimos más y menos la muerte, la descomposición, la putrefacción, las dos revoluciones de las que llevamos el luto. Y ciertamente es de ahí de donde partimos o hablamos. En todo caso, es innegable que los dos libros que constituyen el pretexto para esta discusión, desde sus adentros (y no únicamente en razón de la fecha externa de su publicación), son históricamente marcados por el después de estas dos revoluciones. Y ambos dicen -es lo mínimo de lo que tienen en común- que la euforia occidental y el triunfo neo-liberal, de pecho inflado al final de la secuencia soviética, era tan artificial cuanto un pulmón artificial y tan poco duradero cuanto la más ciega denegación.
 
Estos dos libros no se habrían podido escribir, algo en ellos no se habría podido escribir, es la certeza mínima que de ellos puede sacarse, ni antes ni durante esas dos revoluciones -preciso: esas dos revoluciones, las que se han dado este nombre de revolución, la de 1789 o de 1917. Los primeros renglones del libro de Alain Minc hacen referencia a la caída del muro de Berlín. Y esta marca, esta fecha interna se repite a todo lo largo del libro.
 
En todo caso, hagamos lo que hagamos de esta sincronía o de esta coincidencia, la pregunta «¿qué hacer?» habrá siempre resonado al borde del abismo o del caos, en frente del horizonte más indeterminado, más angustioso, cuando se diría que todo debe ser repensado, re-decidido, re-fundado, de arriba abajo, y ahí donde tal vez el abajo, el fundamento y la fundación llegan a faltar. Pues el caos (palabra presente en el título del primer capítulo de La nueva Edad Media) es la forma de todo porvenir en cuanto tal, de todo lo que viene (un porvenir ya previsible en su orden y en su forma no sería por-venir). El evento es esencialmente caótico. Por otra parte el abismo abierto al khaos es también la forma abierta y vana de mi boca (khainô), la del mentón caído, cuando ya no sé qué decir, pero también cuando llamo o cuando tengo hambre.
 
Empecé nombrando la revolución. Lo hice sin demora, para dar el tono y anunciar el color. Pues, a riesgo de sorprender aquí y allá, hablaré en favor de la revolución, en nombre de la revolución y autorizándome el uso de las palabras que generalmente se le asocian y que hoy se juzgan siempre más arcaicas o fuera de moda, siempre más retro (revolución, justicia, igualdad, emancipación, etc.). Pero trataré de hacer notar que si en el curso de estos tres últimos decenios no he sido el último en desconfiar de todos los esquemas y contraseñas que les han sido asociados durante tanto tiempo -a la revolución, a las dos grandes revoluciones europeas, al legado de relatos pertinentes, a la justicia, a la igualdad o a la emancipación‑ y si raramente he tenido la palabra revolución sobre los labios, se debe al hecho de que estas elocuencias políticas eran determinadas por imaginerías esquemas, escenarios representaciones, hasta conceptos, a la vez desconstruibles y hoy más destruidos y obsoletos que nunca. Sin embargo una cierta revolución en la idea misma de revolución, en su concepto y en sus esquemas [para hablar como Kant: en lo que ata su idea a su concepto y a su intuición], en su simbólica, en sus imágenes, en su teatro y en sus escenarios, otra revolución -y de aquí otra contraseña para la justicia, la igualdad, la emancipación, etc- otra revolución no tan sólo es lo que nos comanda la respuesta a la pregunta «¿qué hacer?», por más difícil, por más indiscernible que pueda parecer, sino además y ante todo es lo que nos inspira y comanda y dicta en nosotros la pregunta «¿qué hacer?». Esta pregunta quisiera leerla en el corazón del libro de Alain Minc, otro motivo para decirle, para inducirlo al sobresalto o simplemente a la risa, que, en la margen de tal o tal otra denegación (aunque en la lógica de la denegación consista todo el problema del discurso político), su libro es, o sea debería ser, de inspiración revolucionaria.
 
No tendremos el tiempo de hablar de Kant o de Lenin. Lástima, pues creo en la necesidad urgente de hacerlo, lo más pacientemente posible. Me contentaré con aislar dos rasgos. Ante todo un rasgo actual, sobre-actual o inactual, de la pregunta kantiana. Ésta responde (puesto que una pregunta ya responde) a lo que Kant llama el interés de mi razón. Este interés es simultáneamente especulativo y práctico y entrelaza tres preguntas: «¿qué puedo saber?» (Was kann Ich wissen?, pregunta especulativa), «¿qué tengo que hacer?» (Was soll Ich tun?, pregunta moral que en cuanto tal no pertenece propiamente a la crítica de la razón pura), y «¿qué me está permitido esperar?» (Was darf Ich hoffen?, doble pregunta, a la vez práctica y especulativa). Ahora bien, en la concatenación de estas tres preguntas, la pregunta del medio, «¿qué tengo que hacer?» (Was soll Ich tun?) se ata complicada pero irreductiblemente, igual que hoy, a la pregunta del poder-saber, de la ciencia, al «¿qué puedo saber?», o sea al «¿qué puedo gracias al saber?», pero también a la doble pregunta teórico práctica que es una suerte de raíz común para ambas: «¿qué me está permitido esperar?» (sobre la que insisto en razón de la mesianicidad revolucionaria que en ella se encuentra necesariamente implicada).
 
Ahora bien, esta pregunta de la esperanza, a la vez común a las tres y por ende primera, es precisamente la pregunta del porvenir de lo que viene, de lo que sucede, de lo que puede suceder así como de lo que tiene que suceder. La esperanza, dice Kant, corre a la conclusión o redunda en concluir que algo es [o sea, sei] (que determina así el último fin posible) puesto que algo tiene que suceder (weil Etwas geschehen soll). Mientras el saber concluye que alguna cosa es (o sea) (que actúa como causa suprema) porque algo sucede (weil etwas geschieht). Pero si la pregunta de la esperanza se ata a la de lo que viene como «esto tiene que suceder», si no sólo queda constantemente supuesta de antemano, implicada en la pregunta especulativa del saber y en la pregunta práctica del «¿qué hacer?», sino que además las anuda entre sí, se sabe también que en otro lugar (en la Introducción a su curso de Lógica) Kant somete estas tres preguntas a una cuarta. ¿Cuál? La del hombre («¿qué es el hombre?») y del hombre como ser cosmopolítico, como ciudadano del mundo.
 
Las tres primeras preguntas, y la que las fundamentaba y las recogía como pregunta de la esperanza ante la venida de lo que sucede, procedían de la razón humana, de la razón del hombre, por ende no en cuanto ser natural sino en cuanto ciudadano del mundo, no como sujeto político perteneciente a tal o cual nación, ciudadano de éste o de aquel Estado, sino en cuanto ciudadano cosmopolítico. Y Kant no se ha contentado con yuxtaponer la cuarta pregunta a las otras tres. Las tres primeras, incluyendo entonces el «¿qué hacer?» y «¿qué me está permitido esperar?», hay que ponerlas a la cuenta de la antropología fundamental ya que estas tres preguntas remiten a la cuarta.
 
Sin imponerles una disertación, tan sólo anoto que, respecto del horizonte de esta antropología y del derecho internacional que debía ordenar este pensamiento de lo cosmopolítico, de las relaciones entre naciones y de la soberanía de los Estados, etc., Kant podía entonces arreglárselas a partir de unas Ideas, Ideas reguladoras que seguían siendo también onto-teológicas. De ahí que las preguntas del hacer y de la esperanza podían formularse, cómo no, pero en el mismo lance se encontraban como neutralizadas, cerradas de antemano por una suerte de respuesta anticipada. De un solo lance formadas y cerradas. La condición de posibilidad de su formación sella de inmediato su cerrazón. Se creía saber qué hacer desde el momento en que la pregunta podía ser planteada. No sobra señalar cómo este horizonte regulador, que ha venido desconstruyéndose como por sí mismo, sea hoy más indeterminado que nunca, así como lo es la respuesta a la pregunta «¿qué es el hombre?», aunque se dé por anticipación y presunción, sin hablar de la que concierne al mundo, al hombre en cuanto ciudadano, como lo que puede o no atar la democracia al Estado y a la nación, etc. Esta pregunta por la esencia del hombre no es una pregunta de especulación metafísica abstracta para filósofos de profesión: hoy se plantea, lo sabemos, en la urgencia concreta y cotidiana, al legislador, al sabio, al ciudadano en general (trátese de los problemas del genoma llamado humano, del capital, de la capitalización y de la apropiación, estatal o no, del saber, del tecno-saber a este mismo respecto, en los bancos de datos -enorme problema de la capitalización y del derecho a la apropiación que sigue todavía intacto ante de nosotros, junto con la pregunta por la propiedad en general y por la propiedad del cuerpo propio, con las preguntas biotecnológicas alrededor del injerto, de la proteticidad en general, de la inseminación artificial, de la madre como madre-portadora, etc., de la diferencia sexual y del derecho de la mujer de disponer de su cuerpo, de la inteligencia artificial, de la historia de los conceptos que definen los derechos del hombre, el sujeto, el ciudadano, las relaciones entre el hombre y la tierra, el hombre y el animal, el inmenso debate llamado ecológico, etc- si ustedes así lo quisieran, podríamos precisar la cosa al infinito). Por lo tanto nuestra pregunta «¿qué hacer?» y «¿qué está permitido esperar?» no puede olvidar su historia kantiana (y pre-revolucionaria), pero tampoco confiar en ella y repetirla. Es porque ya no disponemos de sus premisas ni de su horizonte teleológico que nuestro «¿qué hacer?» es a la vez más desesperado, más desvalido y de un solo lance más próximo de lo que él ha que ser (a saber desvalido, abierto a la irrupción absolutamente radical de lo nuevo, aunque sea respecto de quien hace la pregunta: si esta pregunta debe guardar todo su vigor radical, ni siquiera tenemos que presumir que sepamos quién la formula, ni si esta pregunta es propiamente humana, ni lo que pueden querer decir las palabras propiamente humana, ni tampoco de cuál revolución, una vez más esta pregunta define el espacio pre-revolucionario).
 
Por eso no sólo toca pensar: es más urgente que nunca, y no se reduce ni al ejercicio del saber ni al del poder. Por el contrario supone cierta vigilancia suplementaria dirigida hacia estas áreas de decisión del pensamiento (por ejemplo la pregunta por el hombre, por el ser del hombre y por la vida y por sus prótesis, por el tele-trabajo, la pregunta por la producción y la pregunta por el ser, ahí donde comanda la pregunta todavía nuevísima del «¿qué hacer?», la pregunta del «ven», la pregunta por la justicia alrededor de la que en Espectros de Marx intenté mostrar cómo resulta indisociable de la pregunta por la presencia o no-presencia del presente, etc.). Estas áreas de decisión, cuyo enunciado telegráfico me perdonarán, tienen que imponerse ya a cada instante, cotidianamente, inmediatamente, a cada paso, a cada frase, de manera nueva, no solamente a cada cual sino particularmente a quienes hacen profesión es decir a quienes pretenden ejercer los cargos de decididores responsables, magisterios o ministerios (hombres políticos de toda clase, sean legisladores o no, hombres y mujeres de ciencia, enseñantes, profesionales de los media, consejeros e ideólogos en todos los dominios, en particular de la política, de la ética o del derecho). Todas estas personas serían radicalmente incompetentes, paradójicamente, no si de antemano supiesen, como casi siempre creen, qué es el hombre, etc., qué es la vida, qué quiere decir «presente», etc., qué quiere decir «justo», qué quiere decir «venir», es decir el que viene, el otro, la hospitalidad, el don; serían incompetentes, como creo que lo son frecuentemente, porque creen saber, porque están en posición de saber y son incapaces de articular estas preguntas y de aprender a formarlas. No saben dónde y cómo se han formado, o cómo aprender a volverlas a formar.
 
Hubiera querido proponer un argumento análogo respecto del «¿qué hacer?» de Lenin, en 1911-2, pero el tiempo se está acabando. Recuerdo lo que en este texto, como en el de Kant, hoy no ha envejecido: la condena de la «baja del nivel ideológico» para la acción política, la idea de que toda «concesión» teórica, según la expresión de Marx, es nefasta para la política, así como la condena del oportunismo (hay que pensar y actuar a destiempo, contra la corriente), la condena del espontaneísmo, del economismo y del chauvinismo nacional (lo que no suspende las tareas nacionales), la condena de la «falta de espíritu de iniciativa de los dirigentes» políticos, es decir revolucionarios, que deberían correr riesgos y romper con las facilidades de consenso y de las ideas recibidas (es lo que propone Alain Minc en un libro tan leninista, en el fondo), y sobre todo, lo que envejeció menos que nunca, el análisis de lo que liga la internacionalización, la mundialización del mercado, no menos que de la política, a la ciencia y a la técnica. Todo esto se amarra en el «¿qué hacer?» de Lenin. Échenle ojo.
 
Sin embargo el sujeto revolucionario de este horizonte cosmopolítico que orienta el «¿qué hacer?» de Lenin ya no es el sujeto del derecho kantiano y de su revolución. Por ende ya no es el mismo «¿qué hacer?». Este nuevo «¿qué hacer?» prescribe una revolución en el concepto de revolución.
 
Respecto de lo que hoy nos importa, respecto de lo que se nos viene y lo que decíamos respecto de la velocidad y de las dos leyes heterogéneas de la aceleración, habría que interrogar lo que Lenin afirma del sueño en la decisión política. Finge temer a los marxistas realistas que van a recordarle, contra la utopía, cómo la humanidad según Marx se asigna únicamente tareas realizables y en la perspectiva de unos objetivos que crecen juntamente con el partido; he aquí que Lenin enfrenta a contrapelo esta lógica realista como lógica del partido y, al reparo de una cita de Pissarev, hace el elogio del sueño en política. Pero distinguiendo dos sueños y dos desfases entre el sueño y la realidad. El buen desfase, el buen sueño, se da cuando mi sueño, cito, «va más rápido que el curso natural de los eventos», o todavía, sigo citando, llega a «adelantarse al presente». «Sueños como estos, desafortunadamente son muy escasos en nuestro movimiento», anota Lenin. La mala disyunción onírica se produce cuando el desfase no tiene esperanza y no se adelanta a nada: cuando el pensamiento de aventura, sin el que no hay porvenir y ni siquiera evento político, sin el que no viene nada, llega a ser el juguete de los aventureros y del aventurismo.
 
Puesto que mi intención no consiste, ni aquí ni en otros lugares, en hacer la apología de Marx o de Lenin, mucho menos del marxismo-leninismo en bloque (es fácilmente imaginable que la cosa no me interesa mucho), apenas sitúo con una palabra el lugar en que Lenin, a su vez, sutura sea la pregunta «¿qué hacer?» sea esta posibilidad radical de distinción sin la que no hay ni pregunta «¿qué hacer?», ni sueño, ni justicia, ni relación con lo que viene en cuanto relación con el otro; y esta sutura o esta saturación condena a la fatalidad totalizante y totalitaria tanto a los revolucionarismos de izquierda cuanto a los de derecha. Pues Lenin mide el desfase con el metro de la «realización», es la palabra que él emplea, mediante el cumplimiento adecuado de lo que él llama el contacto entre el sueño y la vida. El telos de esta adecuación suturante -de la que traté de mostrar de qué manera cerraba igualmente la filosofía o la ontología de Marx- clausura el porvenir de lo que viene. Prohíbe pensar lo que, en la justicia, supone siempre inadecuación incalculable, disyunción, interrupción, trascendencia infinita. Esta disyunción no es negativa, es la misma apertura y el chance del porvenir, o sea de la relación con el otro como lo que viene y quien viene. La definición mínima de la justicia que, en Espectros de Marx o Fuerza de ley, es a la vez distinta del derecho y opuesta a toda una tradición, incluida la de Marx, de Lenin o de Heidegger, corresponde a la definición propuesta por Levinas, de manera breve aunque intratable, cuando, hablando de esta irreductible inadecuación, de esta desproporción infinita, dice: «La relación con otro, o sea la justicia» (Totalidad e Infinito, p. 62).
 
 
 
Jacques Derrida
Extraído de «Derrida en castellano»