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miércoles, 18 de diciembre de 2013

Una entrevista a Arcadi Oliveres de Eduardo Azumendi

Arcadi Oliveres, antes de entrar a una conferencia en Vitoria.
Arcadi Oliveres, antes de entrar a una conferencia en Vitoria.

Arcadi Oliveres (Barcelona, 1945) no puede reprimir la indignación cuando habla del actual sistema político y económico, de cómo se “dilapida” el dinero en ayudar a salvar bancos mientras se permite que miles de familias se hundan. Este profesor de Economía Aplicada de la Universidad Autónoma de Barcelona y presidente de la ONG Justicia y Pau ha participado en las jornadas sobre energía organizadas por la Plataforma Fracking Ez, en Vitoria. Además de hablar sobre la situación y las desigualdades energéticas Norte-Sur, Oliveres concedió una entrevista a El Diario Norte en la que aboga por “perder el miedo y rebelarse” contra el sistema político actual, al que considera enfermo y caldo de cultivo para la corrupción.  
 
Pregunta: Parece que eliminar las disfunciones de la crisis pasa por basar la economía en una menor rentabilidad y en un reparto más justo de la pobreza. ¿Estos preceptos son compatibles con el capitalismo?
Respuesta: No sé si son compatibles, pero sí sé que es absolutamente necesario para la humanidad. Si no es compatible, será el capitalismo el que tenga que desaparecer porque está en juego la supervivencia de la humanidad. Si el capitalismo no permite esta supervivencia, hagámosle desaparecer y dotémonos de un sistema que facilite la cobertura de necesidades básicas de la ciudadanía y el sostenimiento del planeta.
 
P. ¿Y cuál es la alternativa al sistema capitalista?
R. Nunca en la historia ha habido alternativas preparadas. Cuando desapareció el feudalismo y llegó el capitalismo no avisaron que a las doce terminaba uno y a las doce y un minuto comenzaba el otro. Se fueron cambiando las estructuras económicas, los señores feudales fueron perdiendo su poder, los burgueses de las ciudades lo fueron ganando. Nació el capitalismo comercial, después otro financiero e industrial. Y estamos en ese proceso hacia un capitalismo más humano que permita que la gente pueda cubrir sus necesidades.
 
P. Con más de seis millones de parados, ¿cómo es posible que no se produzca un estallido social?
R. Los medios de comunicación han metido el miedo a los ciudadanos y la gente todavía tiene el temor a perder las pequeñas cosas que le quedan. Si la historia de la humanidad hubiera funcionado así, nunca se hubiera progresado. Si los primeros objetores de conciencia al servicio militar no hubieran asumido la voluntad de ir tres años a la cárcel, el servicio militar seguiría vigente en la actualidad. Si las personas de color en Estados Unidos no se hubieran rebelado contra la discriminación racial, los negros todavía irían de pie en los autobuses. Nuestra obligación moral es perder el miedo y rebelarnos contra este sistema enfermo, caldo de cultivo para la corrupción y con políticos y bancos que tanto daño están haciendo.
 
P. ¿La desobediencia civil puede ser una forma de rebelión?
R. Sí, siempre que sea pacífica y no violenta. Hemos montado una plataforma con movimientos sociales y de izquierda para participar en las elecciones catalanas. Así, nos habremos quitado la mala conciencia de decir que hay que cambiar las cosas y no intentarlo.

P. ¿Está preparada la sociedad para ese movimiento?
R. Sí. Creo que ahora las circunstancias son muy favorables para que esto se emprenda. Se ha deteriorado tanto la situación que no hay otra alternativa. Le voy a contar un caso que ocurrió en Barcelona hace unos años. Cuando concluyó la guerra de Irak se formó un consorcio de 24 bancos a nivel mundial para captar fondos para su reconstrucción. ¿Curioso no? Que los que más han ayudado a destruir Irak ahora también se quieren lucrar con su reconstrucción. La Caixa formaba parte del consorcio y en Barcelona no gustó nada esa idea. Así que organizamos una campaña en tres fases. En la primera, repartimos pegatinas con el lema ‘La Caixa gana dinero con la sangre de los iraquíes’. En un segundo momento, un grupo de 80 voluntarios visitaron oficinas de la Caixa para entrevistarse con sus directores y preguntarles por Irak. Y la tercera fase consistió en que un grupo de 25 personas se acercaban en horas punta a las oficinas de la Caixa y se ponían a gritar que rompían sus cuentas con la entidad por su actitud en Irak. Al cabo de unas semanas, nos llamaron los responsables y nos pidieron que dejáramos la campaña. ¿A cambio de qué?, les preguntamos. Unos días más tarde abandonaron el consorcio. Siempre se puede conseguir que la sociedad secunde iniciativas organizadas de desobediencia civil, de respuesta al poder establecido.
 
P. Usted ya ha buscado una fórmula para Cataluña, una plataforma que reúne a ciudadanos indignados y movimientos de izquierda con el que pretende participar en las próximas elecciones al Parlamento catalán.
R. Yo he creído en eso, pero puedo equivocarme. Hay tanta gente que protesta que sería positivo que se uniese. A la crítica le falta dimensión política para tirar hacia adelante. La izquierda debería aprender y preparar más este tipo de actuaciones, porque con la derecha es imposible ya que solo mira la cartera. Yo no pertenezco a ningún partido, por eso en Cataluña he planteado una fórmula de coalición electoral: movimientos sociales, personas individuales y corrientes de izquierda. Todos se han subsumido en una candidatura de protesta con vistas a las elecciones en Cataluña. Ya se han adherido más de 30.000 personas y hemos empezado por reuniones en pequeños grupos locales. Dentro de dos años celebraremos unas primarias para formalizar una candidatura. Así, nos habremos quitado la mala conciencia de decir que hay que cambiar las cosas y no intentarlo.

Entrevista extraída de aquí.
 
 

sábado, 23 de noviembre de 2013

La institucionalización del estado policial: «ley de seguridad ciudadana» y represión social

 
 


 
Al gobierno español no le bastaron las medidas jurídicas y policiales que ya a principios de 2012 barajaba para contener la movilización popular que, previsiblemente, sus políticas de ajuste perpetuo vienen generando desde entonces. Todo indica que en los próximos años no habrá cambio de dirección: la oligarquía gobernante continuará con sus prácticas de saqueo privado y estrangulamiento público, apadrinando el enriquecimiento ilícito de las clases dominantes y el empobrecimiento generalizado de las clases subalternas. En ese contexto, no es difícil anticipar que el arco de la conflictividad social se tensará más todavía. De ahí el nuevo movimiento anticipado del gobierno, preocupado por regular los movimientos sociales contestatarios y ocupado en el oneroso trabajo de destrucción de los restos del estado de bienestar, la reestructuración oligopólica del mercado capitalista y la restauración de una cultura tradicionalista y jerárquica.
 
La escalada autoritaria que se sucede desde hace varios años reafirma que la política represiva es la contraparte necesaria del neoconservadurismo. La inminente aprobación de la nueva “Ley de Seguridad Ciudadana”, en este sentido, debe interpretarse como un capítulo más de esa política. El planteamiento de ese proyecto de ley es claro: proscribir aquellos instrumentos de lucha popular que, virtualmente, se muestran más eficaces. Realizar convocatorias por medios digitales, participar en escarches, insultar a la policía, manifestarse frente a instituciones del estado o filmar las actuaciones policiales, entre otros actos, podrían ser considerados faltas graves o muy graves penalizadas con multas siderales. A partir de ese momento, la discrecionalidad de los poderes estatales quedará reasegurada por ley: una suerte de mordaza ciudadana que amplía la impunidad policial, blinda a las autoridades políticas ante las protestas, abre la puerta a la generalización de detenciones arbitrarias y a las identificaciones masivas y, en definitiva, penaliza a aquellos que manifiestan su disconformidad con respecto a las políticas oficiales.
 
No se trata de ninguna exageración. La gravedad institucional de esta iniciativa legislativa está fuera de duda. Y -lo que no es menos grave- es de temer que los posibles conatos de protesta ciudadana no sean suficientes para detener la deriva antidemocrática que implica. El respaldo inconmovible de una parte del electorado que permitió a la derecha neoconservadora el acceso al gobierno constituye un contrapeso retórico frente a los movimientos disidentes, sumidos en una fragmentación alarmante que es preciso revertir. La política de la fuerza se ampara en la tautología de invocar la fuerza (electoral) para hacer política (reaccionaria). Da lugar a la institucionalización del «estado policial»  (instaurando la excepcionalidad como norma de actuación). Con ello, cortocircuita el discurso dominante que presupone la condición democrática de nuestras sociedades. Ante semejante regresión histórica, los llamados a la conciliación son tan vacíos como indeseables.
 
Si la derecha mediática presenta esta iniciativa legal como una suma de rectificaciones y actualizaciones de una regulación “deficitaria” del derecho de manifestación (que favorecería el “vandalismo” o el “incivismo”), es tarea de la izquierda mostrar cómo detrás de esta intervención lo que se pone en jaque es la libertad de organizar y participar en acciones de protesta sin convertirse en objeto de una vigilancia permanente y un castigo siempre latente, sustraídos ellos mismos de cualquier control público.
 
Lejos de tratarse de una “sana tarea de administración de los límites” para garantizar la “normalidad democrática”, esta nueva regulación autoriza el uso discrecional de las fuerzas policiales y la limitación autoritaria del derecho de reunión y manifestación. No sólo cabe sospechar esa presunta “normalidad”, demasiado próxima a la regularidad del abuso. Lo relevante en ese contexto es la representación de la protesta como una “amenaza a la paz social”. El correlato de esa representación es concebir el «orden público» como un cementerio en el que no hay posibilidad de discrepancia. Construir esa discrepancia como “atentado” es la violencia misma de un sistema político que rebasa las fronteras nacionales: sanciona la censura ideológica como procedimiento de una (pseudo)democracia tutelada por los poderes económico-financieros trasnacionales más concentrados.
 
Por eso sería un error, desde este ángulo, leer la política de criminalización en clave exclusivamente local. Más bien, constituye una respuesta glocala una previsión técnica de los expertos del ajuste: es seguro que ciertos grupos no se limitarán a consentir sin más la nueva contracción de oportunidades sociales que afecta al capitalismo en su fase actual. La intensificación de la represión, por tanto, no es en absoluto un fenómeno territorialmente circunscripto. Los proyectos de control -dignos de ciencia ficción- no cesan de multiplicarse, incluyendo desde luego el espionaje masivo, la persecución de activistas o el asedio a los que conciben el periodismo como una actividad informativa esencialmente crítica con respecto a los poderes establecidos. Ante la mirada incrédula de quienes reducen estas prácticas para-legales a cuestiones de seguridad, la globalización del estado policial es cada vez más real. Augura una nueva era de control: una suerte de ciudad gótica que, para prevenirse de la “turba revolucionaria”, es gobernada por mafias organizadas que han instalado el crimen y la corrupción como parte normal de su funcionamiento.
 
En suma, el endurecimiento de las leyes jurídicas en España es síntoma de una transformación política mucho más vasta. La restricción globalizada de las libertades ciudadanas, sea bajo el pretexto de la lucha contra el Terror o de la defensa del Orden, continúa su curso totalitario. El umbral que estamos atravesando no parece uno más entre tantos. La pesadilla de una sociedad administrada -proyectada en una pantalla de plasma en la que hablan personajes inapelables-, tanto más consistencia adquiere cuanto más teme el espectro de una revuelta. En particular, esa pesadilla se hace más vívida cuando lo fáctico se convierte en ley. Armar la fuerza de derecho es la estrategia al uso. Doble constatación: el abuso de autoridad como práctica normalizada y la conversión del abuso en norma legalmente sancionada.
 
Esgrimiendo amenazas venideras, el capitalismo no cesa de expandir el campo de lo siniestro, incluyendo el abandono del que son víctimas millones de seres humanos. Es cierto que no basta la imposición del miedo a los cuerpos o la penalización de las conciencias disidentes para desmontar resistencias sociales más o menos estructuradas. Pero la ofensiva ideológica es nítida. Por otra parte, no cabe subestimar el poder de las clases dominantes para producir adhesiones colectivas, bajo la expansión de una cultura masiva que a la vez que pone el éxito económico en la cúspide, naturaliza la exclusión como parte del juego. La “democracia” reducida a un procedimiento de alternancia entre oligarquías parlamentarias convierte la participación en delito. Aunque entre ese sistema formal de representación y el totalitarismo pueden plantearse algunas diferencias relevantes, las fronteras entre uno y otro se hacen cada vez más confusas. Es claro que el objetivo de esas oligarquías no es salvaguardar la convivencia humana, sino restablecer el mandato de la obediencia: la no aceptación de la desigualdad normativizada se construye como reprobable. Y si las falsas promesas de la pertenencia auguran la posibilidad (siempre postergada) de participar en los restos de un festín obsceno, la maldición de la exclusión social también compromete, de antemano, una impugnación jurídico-policial. Por definición, los restos del sistema son sospechosos y objeto permanente de penalización: culpables metafísicos de su “fracaso” existencial.
 
Es en ese campo en el que se hace inteligible el proyecto neoconservador hegemónico. Lejos de agotarse en la disputa por el sentido de lo público o el reparto de la riqueza, ese proyecto apuesta a consagrar con fuerza de ley la cadena jerárquica de autoridad. De ahí la transformación cultural profunda que implica, en particular, el abandono del ideal mismo de la «sociedad» como «comunidad de semejantes» y de los valores y prácticas que lo sostienen. La restauración de las jerarquías y la proliferación de desigualdades son planteadas no ya como déficits a corregir, sino como normas que suplementan aquel ideal malogrado en diversas experiencias históricas. Lo que antaño se juzgaba como injusticia es formulado desde esta perspectiva como parte inevitable de la competencia ilimitada en que quieren convertir la existencia. Laconcentración de poder económico, en vez de ser condenada como un desequilibrio a corregir mediante la intervención estatal, es legitimada como parte del juego de la “libre iniciativa privada”. La impunidad de los poderosos no es sino la consagración de este enlace espurio entre riqueza y legitimidad: la burguesía es declarada a priori inocente; puesto que es exitosa no puede ser culpable. La falacia se institucionaliza como sistema judicial radicalmente clasista: los damnificados son inculpados por los delitos que otros cometieron. No les basta borrar las huellas del crimen perpetrado; también se proponen invertirlo, imputando a las víctimas y desplegando un aparato de control que incumple las normas jurídicas que aplica a los otros.
 
 


 
La movilización total del bloque hegemónico significa, ante todo, una declaración de guerra a las clases populares y medias, aunque esa guerra no suponga de forma invariante la eliminación directa del otro. Habitualmente, alcanza con derrotarlo en una dimensión moral e intelectual: que acepte lo existente como el mejor de los mundos posibles o, al menos, que se resigne ante su supuesta inevitabilidad. Sorprenderse del impudor cínico de sus portavoces es vano. Seguirán dando por sentado, a pesar de la evidente contradicción de los términos, que la “naturaleza” de la sociedad es la desigualdad. Dentrode esta lógica, lo que no se acepta voluntariamente ha de ser aceptado de manera forzosa mediante la coacción policial y judicial.
 
La democracia devaluada se hace manifiesta como inversión suprema: la violencia es proclamada como derecho. Invocando la razón de estado (cada vez más, la razón de mercado) la irracionalidad de la injusticia no hace sino expandirse. Seguirán experimentando con los límites de la “sociedad” convertida en laboratorio: no es dado conocer su grado de resistencia hasta que no se pone a prueba su “umbral de tolerancia”. Dicho en otros términos: hasta que no se indaga en su capacidad para soportar lo insoportable. Claro que en esa “sociedad” no se distribuyen de forma aleatoria las carencias y privilegios: la economía política del sacrificio, a la vez que amplía de forma permanente el círculo de seres humanos potencialmente sacrificables, exime a sus principales mentores.
 
A nivel nacional, las condiciones en que se despliegan las actuales luchas distan de ser favorables, en tanto las asimetrías de poder no cesan de agravarse. Que el gobierno logre amordazar a aquellos grupos políticamente más activos no es una fatalidad, sino producto (relativamente incierto) de una pugna. La situación de partida es inequívoca: el partido gobernante cuenta no sólo con el apoyo de un sistema judicial dominado por una mayoría conservadora o una fuerza policial obediente sino también con el respaldo de las oligarquías económico-financieras, el beneplácito de la troika europea y la connivencia vergonzante de una parte nada menor de la ciudadanía.
 
Seguir denunciando la criminalización de la protesta social no alcanza si no es complementada con fuertes réplicas colectivas, desplegadas de forma simultánea en diversos frentes, desde la interposición de recursos jurídicos hasta la participación crítica en los medios masivos de comunicación, sin olvidar instrumentos como la movilización social permanente, la generalización de la desobediencia civil, las huelgas generales o las huelgas de consumo, entre otros. Aunque las resistencias locales a ofensivas globales resulten insuficientes, constituyen un momento insoslayable.
 
El objetivo de domesticar la protesta social sólo puede ser revertido mediante la articulación de diferentes luchas sociales. Que algo similar pudiera producirse no depende de la espontaneidad de los movimientos sino de la construcción de un proyecto colectivo de otro signo político. Que semejante proyecto se insinúe en el horizonte actual dista de ser algo evidente: forma parte de nuestras irresoluciones más apremiantes.
 
 
Arturo Borra

sábado, 16 de noviembre de 2013

Una entrevista a Gayatri Spivak: ¿podemos oír al subalterno?

 


Gayatri Chakravorty Spivak es una referente mundial de una mezcla singular: feminista, marxista, deconstruccionista, poscolonial. Como en una madeja, cada una de esas etiquetas dice algo de ella pero no alcanza para definirla, aunque se las escriba todas juntas, apenas separadas por guiones. Incluso porque ella misma se encarga, en este diálogo, de poner alguna que otra fecha de vencimiento y cuestionar la autoridad de esas mismas clasificaciones. Spivak nació en Calcuta el 24 de febrero de 1942. Narra el ambiente familiar impregnado por una actitud de su madre que la marcaría para siempre: salir de uno mismo para acercarse al texto. Ese espíritu hogareño provenía de que sus padres se acercaron al movimiento de Ramakrishna: un "extático" -según lo define Spivak usando un concepto de William Blake- que buscaba convertirse en otra persona. Luego estaba el comunismo intelectual de su tío. Esa atmósfera armó una trama en la que todos sus aprendizajes posteriores fueron cayendo. En la India hizo sus primeros estudios universitarios. Al inicio de los años 70 se doctoró en Estados Unidos, con una tesis dedicada a la vida y la poesía de W.B. Yeats, bajo la dirección de Paul de Man. Tradujo al inglés a Derrida, otro de los personajes que la marcaron, convirtiéndose en la introductora de la deconstrucción en el mundo anglosajón. En 1983, con su ensayo «¿Puede hablar el subalterno?» (Cuenco de Plata, 2011), desató una polémica que perdura hasta hoy y ese texto se convirtió en un clási­co de los estudios poscoloniales. Junto al historiador Ranajit Guha, Spivak compiló una antología decisiva sobre los textos del Grupo de Estudios Subalternos (SSG) de la India, titulada Selected Subaltern Studies (1988), prologada por Edward Said. La definición de subalternidad tomada de Gramsci fue definida alguna vez por Spivak como una categoría situacional y a la vez poco rigurosa disciplinariamente hablando: “Me gusta la palabra ‘subalterno’ por una razón. Es verdaderamente situacional. ‘Subalterno’ comienza siendo una descripción de cierto rango militar. Luego fue usada para sortear la censura por Gramsci: él llamó monismo al marxismo y fue obligado a llamar subalterno al “proletariado”. La palabra, usada bajo coacción, se transformó en una descripción de todo aquello que no cabe en el estricto análisis de clase. Me gusta eso porque no tiene un rigor teórico”. Como consecuencia práctica de esa ampliación de los sujetos en lucha, Spivak se vincula desde hace varias décadas a movimientos feministas y ecologistas. Recientemente, entusiasta con el movimiento Occupy Wall Street, llamó a recuperar la herramienta de la huelga general. Entre Buenos Aires y Nueva York, este es el inicio de un diálogo que la traerá a Spivak a Buenos Aires invitada por el Programa Lectura Mundi de la Universidad Nacional de San Martín (UNSAM) en noviembre. La visita se hace con la colaboración de la editorial Paidos, que acaba de publicar su libro En otras palabras, en otros mundo. Pronto saldrá editada también su extensa introducción de De la Gramatología (Hilo Rojo) y se consiguen en castellano Crítica de la razón poscolonial y Otras Asias (Akal). Spivak enseña en la Universidad de Columbia, en Nueva York pero viaja por todo el mundo con su pasaporte hindú y dedica parte del año a la educación de maestros rurales en India. Fue premiada en 2012 con el Premio Kyoto, el equivalente japonés del Premio Nobel, en el área Filosofía y Letras. En esta conversación define también la práctica de enseñar desde un punto de vista político: se trata, dice, de impulsar una reorganización minuciosa de los deseos. Como esa niña que confiesa haber aprendido a leer con su madre y por ella misma a los tres años de edad, aquí todas las formas de leer de quien se declara una nómade al viejo estilo: la que se desplaza para hacer siempre lo mismo.

-¿Qué significa hoy para usted el rótulo “intelectual poscolonial” después de haber trabajado durante tanto tiempo en esa línea de pensamiento?
 
-Creo que el enfoque poscolonial corresponde a un periodo histórico determinado y pienso que hoy en día es necesario complejizarlo, debido a la importancia del elemento de lo que algunos llaman el Norte y el Sur. El pensamiento poscolonial estaba ligado a los movimientos de liberación nacional. Hoy el mundo ya no está enteramente organizado en términos de estados-nación, a pesar de que algunas decisiones económicas se tomen a ese nivel. E incluso eso no es del todo cierto. El período de liberación nacional, en su sentido estricto, prácticamente se ha terminado, con Israel como un ejemplo anómalo de este proceso. Así que no me considero de manera definitiva una pensadora poscolonial. De hecho, cuando comenzó el impulso poscolonial en mi escritura a comienzos de los 80, yo no estaba muy segura de que eso era lo que estaba haciendo, y en cuanto me di cuenta, fui muy cuidadosa, como siempre lo soy, en la apropiación de ese enfoque en el trabajo sobre el lugar que ocupa el migrante metropolitano en el mundo. El libro que publiqué en 1999 se llamó Crítica de la razón poscolonial y se trataba esencialmente de eso. Y el ensayo más famoso, “¿Puede hablar el subalterno?”, es de hecho una crítica de los reformistas indios, más que una crítica de los británicos, lo que hubiera sido más acorde con un enfoque poscolonial. Por eso creo que hoy en día se necesita un enfoque más acorde con la globalidad que un enfoque estrictamente poscolonial.
 
-Con respecto a este tema, en su obra más reciente ha hecho un llamado a repensar lo global. ¿Cómo se relaciona su trabajo con esta nueva configuración que va más allá de la teoría de la globalización de la década del noventa?
 
-Creo que la globalización es la posibilidad de establecer, a través de la digitalización, el mismo tipo de sistema de intercambio en todo el mundo. Ese es el primer paso. Después, dado que existen, como resultado de esos procesos, sectores muy grandes de las llamadas economías virtuales que nunca se realizan de acuerdo con la vieja disposición de los sistemas de Marx, se introduce un nuevo giro. La globalización ha introducido al mundo en un proceso de “espectralización” de lo rural a tal punto que la moneda de cambio es la información. Y además, una de las principales áreas de globalización es el capital financiero, que a primera vista no está ligado al capital industrial, hoy disgregado en multinacionales y transnacionales. El comercio mundial también adoptó la forma de operaciones financieras a través de los futuros de materias primas y demás, y cuando toda esta parafernalia de lo digital comience a colapsar como consecuencia del idealismo del capitalismo digital, entonces veremos que las realidades del capitalismo industrial no han desaparecido. Porque a medida que las sanciones de los organismos de crédito comiencen a sucederse una tras otra tras otra, como vimos después de la crisis financiera de 2007, lo que puede vislumbrarse en juego finalmente son los viejos principios del capitalismo industrial. La idea de la globalización, tal como la entienden los globalizadores capitalistas, no es suficiente para los que trabajan con la política de la auto-representación, colectiva o individual. Es allí que las ideas poscoloniales ya no parecen adecuadas, porque este proceso no puede explicarse en términos de liberación nacional y demás. Y existe también, por supuesto, globalización de la buena, que se da en llamar “socialismo internacional”. Pero, por desgracia, lo que ninguna de los dos partes toma para sí, y esto es una larga historia que no voy a resumir en esta respuesta, es la cuestión de la ética incondicional.
 
-¿Puede decirnos un poco más sobre qué sería esa ética incondicional y cómo se traduciría en intervenciones en términos de justicia? ¿Se trata de una ética que va más allá del canon deconstructivista?
 
-Hablando de manera general, existe una deconstrucción europea inspirada en la teología. También está la deconstrucción en crítica literaria, a la cual tampoco pertenezco más. Por lo tanto, hablo desde afuera de la máquina de la deconstrucción. Mi teoría sostiene que la ética incondicional es un impulso más que un sistema de pensamiento. Y en esto me parece que Derrida se relaciona con Kant en muchos sentidos, en un ensayo que se llama “Las dos fuentes de la religión”, que es una lectura de “La religión dentro de los límites de la mera razón”. Esto nos da muchos indicios sobre lo que estoy diciendo, y está presente en el libro de Derrida Economímesis. La idea es que existe algo que no podemos alcanzar desde el conocimiento. Lo que uno puede hacer es preparase para ese impulso, estar listo para responder cuando llegue el momento, como la memoria muscular de los deportistas. La práctica derivada de la enseñanza de lo literario, de la filosofía, es la idea de desplazamiento más allá de los límites del propio sujeto de una manera u otra. Y este aprendizaje de proyectarse hacia el espacio de otro comienza a entrenar el reflejo para una ética incondicional. Si llega el momento, no es algo que uno pueda organizar como un modo de conducta. Pero si eso está en tu memoria interior, entonces, cuando estés trabajando en un área de responsabilidad, no vas a reducir todo al egoísmo ilustrado. Por lo tanto, esa es una de las maneras en las que uno puede prepararse, para contribuir a la justicia social, más que al bienestar social o al justificado interés por los oprimidos y el ideal de los moralmente indignados que organizan actividades en nombre de los pobres.
 
-En simultáneo algunos de sus trabajos más recientes y su práctica como docente operan en el campo de la educación, como una intervención política con esta orientación hacia la ética incondicional. ¿Podría hablarnos un poco sobre esto, sobre su perspectiva de la educación en este nuevo momento de la globalización?
 
-No creo que lo que tengo para decir sea muy esperanzador. Pero lo digo, a pesar de todo, lo repito una y otra vez, con la esperanza de que alguien con mayor poder de persuasión lo escuche. Yo creo que la globalización requiere un cambio epistemológico tanto en los estudiantes como en los docentes, una nueva manera de saber, una manera distinta de construir los objetos de conocimiento. Y eso sólo se logra con la enseñanza lenta. Y como he dicho antes, no estoy hablando de la educación para la empleabilidad de los pobres, ni de las ciencias duras, ni de la administración de negocios. Es importante que se entienda que estoy hablando únicamente de cierta clase educación que es precisamente una preparación del sujeto para hacer todo lo demás, la cual hará imposible que esas personas entiendan la democracia sólo en términos de ganar elecciones y/o de ganar guerras. Por lo tanto, la idea de este tipo de educación es una reorganización minuciosa de los deseos, que es un tipo de formación de referencia. En los lugares donde trabajo, tanto en las esferas más altas, cuando enseño Literatura inglesa y Literatura alemana comparada en la universidad, y en el otro extremo, cuando doy clases a los hijos de los sin tierra, cuando les enseño a sus maestros a enseñar a través de las enseñanzas de los alumnos, siento que se ha perdido en ambos extremos la comprensión de la importancia del derecho al trabajo intelectual. En las esferas más altas porque el énfasis está puesto en otros conceptos como eficiencia, velocidad, el arte del hipertexto, el acceso al aprendizaje digital, todas esas otras cosas. Aclaro que no le tengo fobia a la tecnología pero esto tiene que ser un desarrollo extra, porque los ha hecho olvidarse del significado del trabajo intelectual. Y en los niveles más bajos, por otra parte, lo que se ve es la negación milenarista del derecho al trabajo intelectual, el castigo al trabajo intelectual. No me refiero sólo a la educación académica y tampoco me refiero a cuestiones de la humanidad global, estoy hablando de algo muy distinto. Me refiero al asunto de la reorganización minuciosa de los deseos.
 
-Mencionó que “¿Puede hablar el subalterno?” era más una crítica hacia la elite nacionalista que hacia la política colonial británica. Su propia perspectiva sobre el subalterno, proviniendo de ese período altamente deconstructivo, sin embargo está atravesada por su formación en Marx y Gramsci…
 
-Recuerden que incluso mientras estaba atravesando ese período de deconstrucción, seguí siendo profesora de los textos de Marx y también de Gramsci, y en 1976, Derrida dio un seminario sobre Gramsci en la Escuela Normal Superior de París.
 
-¿En serio? ¿A partir de sus conversaciones con él?
 
-Sí, sólo una vez. Lo hizo solo. Y si tuve algo que ver, sin dudas, lo ignoro por completo. Enseñaba un libro llamado Dans le texte, que tiene selecciones de Gramsci. Tengo notas muy detalladas de esos seminarios, que fueron tomadas por la persona con quien tenía una relación en ese momento, pero me perturbaría mucho leer esas notas ahora porque se cruzan con mi vida personal, de una manera muy grotesca. Así que nunca miré esas notas.
 
-Y ese momento escribe su obra Limits and Openings of Marx in Derrida (Límites y aperturas de Marx en Derrida)…
 
-Esa forma de ver a Marx no era atrapante para mí. Lo escribí, porque me pidieron que escribiera algo para un volumen sobre post-estructuralismo. Y como iba a ser algo histórico, lo escribí, pero debo decir que Derrida nunca pensó en el capitalismo industrial y para mí, el concepto central de Marx es el de capitalismo industrial. Me conmueve muchísimo la lectura deconstructiva, por ende, me gustó. No olvidemos que Marx proviene de la misma filosofía alemana de la que en cierto punto Derrida también proviene. Así que se relacionan, pero alguien con mi lectura puede leer a Marx y no necesita apartarse de Marx. Eso en primer lugar. En segundo lugar, la idea del subalterno: siempre estaré en deuda con Gramsci. Como dije en mi ensayo, en el 2003, veinte años después de la publicación de ¿Puede hablar el subalterno? , dije que entendía que la idea de enseñar Marx en esa época provino de la idea de que no era posible para la resistencia mostrarse como resistencia. Y ese es el resultado, el mensaje de aquel texto. ¿Puede hablar el subalterno? es una pregunta retórica, y lo importante es saber si el subalterno puede hablar más que si el subalterno puede conversar. Son dos cosas muy distintas. El discurso no va a ser refutado por el oyente. A eso también me refería. Necesitábamos infraestructura, Gramsci escribió sobre las clases subalternas, y me llevó mucho tiempo profundizarlo. Pero no terminé en “¿Puede hablar el subalterno?”. Ese fue el comienzo hacia un intento por dejar de ser influenciada por la teoría francesa. Y lo que sucedió allí fue que me encontré con alguien de mi clase, porque eso era lo que yo podía entender mejor. Un escándalo dentro de mi propia familia, era la hermana de mi abuela la que protagoniza la escena del rito sati (N.de E.: se refiere al caso de Bubhaneswari Baduri, una de las viudas que se autoinmola en la pira del marido muerto). Y entonces me di cuenta de que no podía quedarme ahí, tenía que volver atrás, al escándalo familiar, para poder comenzar, y eso fue en 1983. Mucho tiempo después, concentrándome en el momento en que Gramsci se refiere a la instrumentación del nuevo intelectual, en una relación maestro-discípulo, de modo que el intelectual es el discípulo del medio del subalterno con el fin de producir el intelectual subalterno, comencé a darme cuenta de que lo que había encontrado. Era algo que provenía directamente de la extraordinaria imaginación y experiencia de este hombre que estaba en la cárcel: se trataba de aprender del subalterno. Y lentamente comencé a darme cuenta que el subalterno no son sólo personas que no tienen acceso a la movilidad social, que es algo que dije en las primeras etapas, y luego extendí al concepto de las clases que no tenían acceso a las estructuras abstractas del estado. Ahora, habiendo leído mucho más de Gramsci —recuerde que no estamos hablando sobre mi trabajo, sino sobre mi compresión de Gramsci— me di cuenta que el subalterno es esa metáfora militar donde estamos viendo a los oficiales con más antigüedad, que tienen una estructura donde no dan órdenes en el sentido común, pero sí las dan dentro de sus propios parámetros. Y Gramsci analizó en profundidad el vínculo entre las estructuras del prejuicio dentro del proletariado y el subalterno, de modo que la producción del subalterno intelectual tenía que incluir la comprensión de las clases subalternas como personas que tienen sus propias jerarquías, en vez de la antigua definición, más romántica si se quiere. Esto para mí ha sido algo mucho más práctico.
 
-¿Qué uso político tiene su noción de "esencialismo estratégico" actualmente?
 
-Diría que no se trata de un concepto teórico. Ese es el error que cometí al comienzo: lanzarlo hacia la historiografía deconstructiva, porque estaba un poco perturbada por la tarea que me había asignado Ranajit Guha de teorizarlos y cuando vi que en realidad estaban buscando la conciencia del subalterno, en vez de comprender que esto era en cierto modo esencialista, simplemente dije que se trataba de un uso estratégico del esencialismo. Y desde ese momento en adelante, desafortunadamente, se convirtió en una especie de excusa para la política de la identidad. Y creo, en una forma quizás muy anticuada, que la política de la identidad socava los fuertes requisitos de la democracia, que es la posicionalidad sin identidad, que luego tiene que ser dejada de lado para poder existir. Como escribí, todas las libertades que se conceden dentro de una democracia tienen que estar ligadas a cuestiones y causas para que esas libertades puedan ser ejercidas. Así que son puntos de contradicción. Nos dan una experiencia de “no-tránsito”, que eso de hecho se encuentra en otro lado. Y no comprendía eso cuando produje esa definición de esencialismo estratégico, porque no quería reconocer esa búsqueda de conciencia. Luego descubrí que la búsqueda de conciencia era en sí no necesariamente esencialista en la manera que yo pensaba que era, para la que entonces encontré esa excusa.
 
-Para cerrar lo que dijo sobre Marx y Gramsci. Sobre el momento actual, sobre el capital financiero global. ¿Qué del análisis de Marx sobre el capitalismo industrial nos puede ser útil para el momento actual?
 
-Te das cuenta de que es nutritivo. Yo trabajo en la Biblioteca Du Bois en Ghana, revisando la colección de libros del propio Du Bois, estudiando la marginalia, y hay algo que me pasó en mi tercera visita. En la primera visita, intentaba comprender qué era lo que iba a hacer. En la segunda visita, hice todo lo que pude con una notebook. En mi tercera visita, comencé a hacerlo a mano, porque en la primera visita descubrí que todo el trabajo de organización lo hacía la computadora, que era mucho más fuerte que mi cabeza. Y la única parte mía que se asimilaba a una computadora, en ese aspecto, aunque era menos fuerte que una computadora eran mis dedos. Así que esta vez, pensé, que hasta que llegue esa era de ciencia ficción, cuando la neurobiología pueda cargar en mi cabeza una computadora mucho más rápida, voy a utilizar la computadora de mi cabeza y veré qué sucede. Y me di cuenta de que podía hacerlo, porque creo que la inteligencia natural también es artificial. Y me di cuenta de que todo el trabajo que hice se organizaba de tal manera que la semana siguiente pude utilizar todo lo que había hecho en la biblioteca para dar un discurso en la Universidad de Pretoria, gracias a la computadora que es mi cabeza, en vez de la computadora como una prótesis. Lo mismo sucede con el capitalismo industrial, nutriendo la impresionante virtualidad y espectralización de lo digital. Lo que no puede verse es que en la presente coyuntura lo digital no puede apropiarse de lo contingente, porque cuanto más se esfuerza por atrapar lo contingente, deja de ser contingente. Ese es el problema. Cuanto mejor sea lo digital, lo contingente se convertirá en no contingente,: el acontecimiento escapa a lo digital. Y lo que queda es el capital industrial. La paradoja es que ya no podemos decir que está en manos de la clase trabajadora alcanzar la dictadura del proletariado. Eso sería algo absurdo. Sin embargo, tiene la inevitabilidad contingente de lo que perdura.
 
-¿Qué diría del pasaje de la hegemonía del capital industrial al capital financiero?
 
-En un primer momento la emergencia del capital financiero era como un suplemento. Pero se convirtió en algo mucho más grande cuando fue alcanzado por el materialismo, porque le permitió desplegarse completamente. De hecho, Lenin se refirió a los bancos como algo que cambió la naturaleza del capital. No era algo totalmente nuevo. Si uno quería comenzar, como Marx sabía, se podía hablar de usura. Una y otra vez digo que el género es nuestro primer instrumento de abstracción. Así que esta historia, la historia de la posibilidad de la abstracción, es algo sobre lo que se puede continuamente volver atrás y encontrar algo, pero en última instancia, no es útil, políticamente, para la lucha de hoy. Por ende, debo decir que cada ruptura es también una repetición, pero eso es para que nosotros podamos recordarlo, como un memento mori. Luego debemos considerar que la estructura que permanece no es una repetición, porque no es una repetición de lo mismo. Si se quiere, es una “iteración”. Desde ese punto de vista, diría que sí, que la financierización digital y las enormes economías virtuales difieren de lo que Lenin vislumbró y demás, pero también son casi lo mismo. Son una repetición, pero también un quiebre.
 
-Acaba de mencionar el género como una abstracción. En su trabajo actual, desde una perspectiva feminista, ¿cuál es el lugar de la mujer dentro de este nuevo contexto global?
 
-La mujer es compleja, son como dos diagramas de Venn, porque cuando uno observa el hecho de que, en términos generales, en lo que se refiere a la lucha de las mujeres, es la mujer burguesa la que realmente es una mujer. Mis estudios feministas son diferentes en distintos contextos. Yo misma me encuentro sólidamente posicionada dentro de la burguesía, así que todos los intentos por comprender la oposición a las mujeres que existe dentro de la burguesía contarán con mi apoyo, a menos que se trate de algo que no sea políticamente útil. Yo hablo en nombre de las mujeres, pero este no es el final del camino para mí. También trabajo con mujeres subalternas, tratando de encontrar maneras de formar personas que puedan resolver problemas.
 
-¿Qué piensa sobre el proyecto o la noción de lo nacional-popular de Gramsci, que se articula a través de las diferencias de clase, que es un proyecto que se intenta relanzar en Latinoamérica?
 
-Digamos que yo siento empatía por el proyecto latinoamericano. Creo que mientras que la idea del subalterno, la idea del lenguaje y otras en Gramsci pueden ser asombrosamente transformadas, la idea de lo nacional-popular tiene que ser desplazada. Gramsci quería mantener viva esa doble conciencia: sur y norte. Y en cierta medida, de ahí es de donde proviene el concepto nacional y popular, atravesando las clases. No voy a explicar sobre Latinoamérica, desde afuera, lo que uno comprende es que la idea de Latinoamérica y la inversión de los estados-nación en esa idea están en peligro. Lo que diría es que ahí veo al ideal de Gramsci desplazado a un terreno, en donde no se trata únicamente de una doble conciencia norte-sur; es un desafío aun mayor. Así que por ende, yo diría: dejen que Latinoamérica me enseñe algo sobre esto, cuando supere sus actuales peligros.
 
-Como una profesora, como una persona que lee... ¿Quién le enseño a leer? Es una pregunta que puede comprenderse desde distintos lugares.
 
-¡Es una pregunta tan linda! Me encanta. Debo comenzar por mi madre, porque ella me dijo que yo misma me enseñé a leer y a escribir. ¿Qué representa el testimonio de una madre? No lo sé pero ella me dijo eso. Me dijo que yo, como todos los niños, memorizaba canciones de cuna y rimas, y que podía señalar las cosas, sin que nadie me lo hubiera enseñado, y al poco tiempo parecía que de hecho ya estaba leyendo.
 
-¿Y ha leído de la misma manera desde aquel momento?
 
-He estado leyendo exactamente de la misma manera desde aquel entonces. Pero la persona que también me enseñó a leer un poco fui yo. Uno enseña lo que el alumno quiere aprender. No es así cuando se trata de cosas como la lectura. Siento que esta forma de leer, de ir hacia fuera, del texto como otredad, en vez de leer el texto como una afirmación del ser, siento que eso provino del aire que me rodeaba. Por ende, todos los maestros que me enseñaron a leer, me enseñaron esto. Dicho de otro modo: lo que sea que enseñara el maestro, se transformaba en esto. Mis padres entraron en contacto con el movimiento Ramakrishna en sus comienzos. Ramakrishna era un extático, utilizando un concepto de William Blake. Y uno de sus proyectos más extraños era el de convertirse en otra persona, en una mujer, en un musulmán, etcétera, aunque no lo formulaba de esa manera. Mi abuelo era el médico de Ramakrishna y estaba completamente convencido de que era un ser humano, al mismo tiempo que tenía todas estas otras maneras de salirse de sí en distintas direcciones. Y de hecho, hay una historia, que es muy, muy extraña, sobre un profesor escocés de Literatura Inglesa, llamado Hastie. Él estaba enseñando inglés en Bengala, porque recuerden que los bengalíes, como los británicos llegaron a través de Bengala, no conocían el idioma, ni tampoco cómo ser colonizadores, porque después de todo, los verdaderos emperadores eran los otomanos. En ese contexto, este profesor escocés de Literatura Inglesa, no recuerdo en qué universidad, le dijo a este alumno bengalí tan inteligente en una clase sobre las baladas líricas de Wordsworth, que esta manera de salir de uno mismo, esas epifanías, que la única persona en quien la había visto era en Ramakrishna en las orillas del Ganges. Así fue que hizo esa conexión a comienzos del siglo XIX. Y así que mi padre se inició (aunque esa palabra es una “compartimentalización”) y recibió sus primeras enseñanzas de la esposa de este hombre, de Ramakrishna. Ella ya era viuda, porque Ramakrishna murió en 1886, creo. Pero esto sucedió en 1920, cuando esta mujer fue maestra de mi padre. Así que, en primer lugar, una maestra mujer. En segundo lugar, este tipo de influencia. Y a mi madre, después de casarse con él, le enseñó uno de los discípulos directos de Ramakrishna. Pero la historia de mi madre, sus lecturas, también estaban de hecho impregnadas de esta actitud de salir de uno para acercarse al texto. Por eso creo que estaba en el aire, a mi alrededor, mientras crecía. Y por supuesto, también estaba el comunismo intelectual. El hermano de mi madre era miembro del Partido Comunista de la India antes de que se escindiera y se postuló como candidato para ser miembro de la Asamblea Legislativa y ganó. Y así fue como llegué a esta configuración inicial, de manera que todo lo que me enseñaran mis maestros caía dentro de esta trama. Y desde ese punto de vista, diría que ni siquiera lo traducía, sino que lo transformaba. Así que diría que mi maestra de inglés en la escuela, la señorita Ras, fue la primera que me enseñó y luego mi fantástico profesor en la universidad, a quien la Crítica de la razón poscolonial está enteramente dedicada, Tarak Nah Sen. Y luego, por supuesto, Paul De Man, con el literalismo.
 
-¿En qué idioma se siente más cómoda o, en un sentido más amplio, en qué idioma se siente usted misma?
 
-Sin dudas, puedo decir que conozco mejor el bengalí. Soy bilingüe. Como la mayoría de la gente bilingüe, no lo sé…
 
-¿Creció siendo bilingüe?
 
-No, no crecí siendo bilingüe. Para nada. No hablábamos inglés en casa y no lo hacemos ahora tampoco. No escribíamos cartas en inglés, nada de eso. Fui a un colegio secundario en Bengala, y el inglés era sólo una materia. Pero ahora sí soy bilingüe. Aun así, conozco mejor el bengalí, porque me di cuenta, cuando estaba haciendo las escuelas rurales, de que puedo darle clases a los niños de distintas regiones, por supuesto que la ciudadanía tiene algo que ver, pero si me ponen en el sur de Mississippi, no me creo capaz de enseñarle a los niños, en términos del idioma. Si me ponen en Yorkshire, tampoco me creo capaz de enseñar. Mientras que desde hace 30 años que doy clases a los niños de distintas regiones de Bengala, con distintos dialectos. Y es algo que puedo hacer. Si esa es una prueba de conocimiento, conozco mejor el bengalí. Mi hermana y yo siempre hablamos en bengalí. Ella tiene una Maestría en Química, no tiene ningún problema con el inglés. Es ridículo esperar que hablemos en inglés entre nosotras. De hecho, estábamos en el subte. Y le dije a ella: “Mirá…” (“Look!”) “Next Stop” (La próxima parada). Y le estaba hablando en bengalí. No estaba hablando en inglés aun si esas ambas palabras pueden ser reconocidas como palabras inglesas. Así que esa sería la prueba.
 
-¿Y en qué ciudad se siente más cómoda o la siente como su casa?
 
-Es algo difícil de decir. Todos los lugares se convierten en mi casa. Amo Nueva York y Calcuta. Soy más como la vieja versión del nómade, no la nueva definición. Es decir, adonde sea que vaya sigo haciendo exactamente las mismas cosas. No trato de recorrer los lugares como un turista, así que realmente se convierten en mi casa.


Entrevista realizada por Verónica Gago y Juan Obarrio

miércoles, 6 de noviembre de 2013

Algunas preguntas sobre la protesta social en España


 
 
Las expectativas de una creciente articulación de las resistencias populares, tras la explosión participativa en 2011 ligada al movimiento 15-M, parecen frustradas. A pesar de las numerosas manifestaciones colectivas (en defensa de la sanidad o la educación públicas, las pensiones o el derecho a la interrupción del embarazo y, en general, la defensa de determinadas conquistas históricas), no hay demasiados indicios que nos permitan prever una confluencia de “mareas” (verdes, blancas, violetas u otras).

 
La desarticulación entre estas protestas sigue siendo una evidencia abrumadora. El trabajo a nivel barrial y vecinal del despotenciado movimiento 15-M, aunque valioso, tampoco debería exagerarse: contribuye a construir una cultura cotidiana diferente y, sin embargo, al menos en el corto plazo, no parece que vaya a desembocar en una reconfiguración política radical que pueda actualizar el fantasma de una revuelta (policial y jurídicamente conjurada) ni, mucho menos, de un proceso de transformación social radical.

 
Dicho de forma sintética: a pesar de una escalada neoconservadora sin precedentes en España, impulsada por un aparato gubernamental corrupto y desacreditado, el grado de coordinación de las clases populares y medias en sus acciones de protesta es bajo y son, predominantemente, de carácter defensivo. Atenazadas por una política de amedrentamiento, dichas clases son tratadas como enfermos terminales a los que sólo resta aplicarles una terapia de electroshock para garantizar que no seguirán moviéndose después de muertos.
 

La estrategia del miedo (1), sin embargo, apuntalada por un proceso de criminalización de la disidencia, no es suficiente para explicar esta situación de fragmentación sectorial. La perplejidad y la resignación, pero más centralmente, la falta de un proyecto contrahegemónico, han conformado un blindaje sólido contra la posibilidad de lo (que hoy anuncian como) imposible.

 
Contra todos los pronósticos, la estafa del “rescate bancario”, el creciente endeudamiento público (200.000 millones de euros solamente en 2012), el saqueo de las prestaciones públicas, la consolidación de una estructura tributaria regresiva, los recortes de los servicios públicos, el desangre de los desahucios o los escándalos de corrupción estructural de los partidos de gobierno, por mencionar sólo algunas cuestiones, no han supuesto una radicalización de los conflictos sociales. Las manifestaciones se repiten como un coro de fondo: discontinuo, disfórico, improvisado, más o menos previsible. A pesar de las 36232 manifestaciones que se produjeron en los primeros diez meses de 2012 en España (2), que duplican las de 2011, las políticas que las motivaron no han cambiado en lo más mínimo.
 

La multiplicación de protestas públicas sectoriales se asemejan a una solución de desesperación: moverse sin saber dónde. No extrañan los reproches a esta hiperactividad que no oculta su falta de auto-reflexividad: los manotazos de ahogado nunca salvaron al ahogado. Dicho de otro modo: las catarsis colectivas no garantizan en lo más mínimo el cumplimiento de sus reivindicaciones.

 
Un repaso somero y esquemático puede ayudarnos a clarificar la cuestión. En el terreno de la educación pública las réplicas por parte de las comunidades afectadas son en “efecto diferido”: se despliegan a otra velocidad que la política oficial. Ni siquiera los movimientos estudiantiles han conseguido movilizarse de forma permanente, siendo como son uno de los colectivos más perjudicados tanto por el nuevo sistema de becas y tasas educativas como por un modelo de enseñanza impuesto parcialmente a nivel europeo y otro tanto por una política educativa retrógrada, fuera de toda consulta democrática. Las mareas docentes que se producen en algunos territorios revelan por su parte la inacción en otros territorios y, en conjunto, muestran la carencia de un plan de luchas, más o menos organizado y compartido. Y si esto vale para los profesores del ciclo primario y secundario, ni siquiera puede sostenerse con respecto al profesorado universitario, sumido en un letargo del que no parece despertarse.

 
Los sindicatos mayoritarios -amordazados por lo que el estado les adeuda y acorralados por una paulatina deslegitimación de la que son co-responsables- brillan por su ausencia. Ni siquiera han asomado la cabeza en los últimos meses, cuando se avecinan nuevas privatizaciones y un auténtico saqueo a las pensiones. No lo han hecho antes ni lo harán ahora. Demasiados comprometidos con el actual sistema de subvenciones estatales, su credibilidad ha quedado dinamitada, especialmente de cara a aquellos movimientos sociales y sindicales que han rechazado por espurias las negociaciones tripartitas con el gobierno nacional y la CEOE, representantes de los intereses económicos más concentrados.

 
Por su parte, es innegable que el activismo de la PAH ha evitado un número importante de desahucios, aunque su victoria sigue siendo pírrica mientras no logre la sanción de una nueva ley hipotecaria que contemple, de mínimo, la dación en pago. La mayoría automática de las iniciativas legislativas del PP como partido de gobierno bloquea esa posibilidad y las esperanzas cifradas a nivel europeo siguen siendo inciertas. Entretanto, el problema de la vivienda no hace sino aumentar, produciendo estragos en los afectados, incluyendo la expansión de los “sin techo”.

 
La “suerte” de la sanidad en vías de privatización sigue abierta precisamente por la combatividad del personal sanitario, especialmente en la comunidad de Madrid, que ha complementado la movilización con la interposición de sucesivos recursos judiciales. Es esa pulseada a muerte en varios frentes lo que está ralentizando el proceso privatizador. También jubilados y pensionistas como los afectados por las preferentes reclaman un lugar dentro del mapa de las protestas sociales. Sus logros están vinculados tanto a sus manifestaciones periódicas como a los fallos judiciales en los que incidieron favorablemente.
 

La enumeración de protestas locales puede extenderse de un modo casi exasperante: farmacias que cierran sus puertas por impagos por parte de los gobiernos autonómicos, familias con personas dependientes que han dejado de percibir la prestación correspondiente, plataformas para el cierre de los CIE, marchas contra las redadas policiales racistas, etc.
 

El malestar social es nítido. Las escenas que producen esos estados de ánimo colectivos son diversas, incluyendo el aumento de suicidios, de la violencia familiar y de género o las drogodependencias. Los “brotes verdes” que oficialmente proclaman son, simultáneamente, tierra seca para millones de familias sumidas en una desesperada falta de horizonte. El autismo autoritario y cínico del gobierno nacional y autonómico no juega a los dados: hace tiempo ha asumido que la contrapartida de su apuesta política era el azar de las protestas reducidas a una liturgia. Y, lo saben perfectamente, a menos que aparezca algo disruptivo -heterogéneo con respecto a lo que viene dándose en las protestas actuales- seguirán haciendo lo que ya han decidido hacer: reconfigurar de forma radical la sociedad española, a pesar de las resistencias que indudablemente suscita.
 

Por su parte, los discursos dominantes que circulan en los massmedia han tomado partido representando las movilizaciones populares como un ritual trivial, más o menos inocuo, parte de la “normalidad democrática”. Aunque no siempre tengan como objetivo desalentar la protesta, su construcción discursiva como escena cotidiana rutinizada y rutinaria, tiende a desactivar su carácter político: en vez de leerse como síntoma de una deslegitimación gubernamental, en tiempo récord, estas prácticas son planteadas como parte del orden establecido.

 
La conclusión provisoria que cabe apuntar es que en esta repetición de protestas sectoriales algo está fracasando de manera estrepitosa. Las políticas neoconservadoras que están arrasando la vida de millones de ciudadanos siguen su curso indiferente. La escalada contra los derechos sociales, económicos, culturales y políticos obtenidos en las últimas décadas no está siendo revertida en absoluto. La fragmentación social persiste y la calle –por no decir la “plaza”- no está provocando los cambios que se suponía iba a precipitar. El mismo sentido de las protestas públicas está en discusión y no faltan voces discordantes que advierten sobre una cierta naturalización de esas manifestaciones como parte de la vida cotidiana, reduciendo la lucha política a una escena más dentro del espectáculo global en el que sobrevivimos. Por su parte, el discurso oficial ni por asomo se plantea que esas demandas populares deben ser atendidas y gestionadas de forma democrática.
 

Llegados a este punto, la pregunta insiste: ¿qué eficacia política están teniendo las protestas sociales, una vez que reconocemos simultáneamente su necesidad y su insuficiencia? Si, a pesar de las numerosas movilizaciones de los últimos años, las políticas gubernamentales no han hecho más que agravar las desigualdades y la transferencia de recursos públicos a las élites financieras, ¿hasta qué punto no precisamos, desde un horizonte político antagónico, construir estrategias de lucha que rebasen el momento predominantemente defensivo al que parecen confinadas las protestas actuales? Y, lo que es más decisivo aun: ¿en qué medida podemos imaginar un giro político a partir de la articulación de diferentes sujetos en torno a otro proyecto de sociedad? ¿Cuáles son los límites de las clases populares y medias ante el desastre que se precipita sobre sus narices? Para decirlo de una forma más concisa: ¿hasta cuándo soportaremos este ultraje sistémico y sistemático sin convertir la indignación en una rebelión continua en diferentes dimensiones de nuestras vidas?

Arturo Borra  


(1)      He analizado este proceso en “La criminalización de la protesta social. La escalada autoritaria en España”, en http://www.rebelion.org/noticia.php?id=144938.

jueves, 18 de julio de 2013

Resistencias ante el presente: cuatro notas sobre el sujeto

 
1. En la extensa entrevista audiovisual El abecedario de Gilles Deleuze (1988), producida y realizada por Pierre André Boutang, se le formula al autor la siguiente pregunta, refiriéndose a algunas figuras intelectuales (artistas, filósofos y científicos): “¿A qué resisten exactamente?”. Deleuze en su respuesta se encarga de matizar que no se trata invariablementede «resistencia». La posición ambigua de las ciencias en el actual contexto no parece ocultable, aunque sean muchos y muchas aquellos que resisten “(…) al arrastre y a los deseos de la opinión corriente, a todo ese dominio de interrogación imbécil”. Por su parte, también el arte [aunque mejor sería decir cierto arte] consiste “(…) en liberar la vida que el hombre ha encarcelado”.

 
La ecuación sería la siguiente: crear –en el sentido radical del término- es resistir. Citando a Primo Levi (superviviente de los campos de exterminio nazi), Deleuze señala que uno de los motivos del arte y el pensamiento es una “cierta vergüenza a ser un hombre”. No se refiere al tópico de que “todos somos asesinos”. La idea de una «culpabilidad colectiva» disuelve responsabilidades desiguales. Incluso si admitiéramos algún grado de complicidad con lo existente, ello no niega niveles asimétricos de responsabilidad en la construcción social del presente. Semejante generalización sería una confusión burda entre víctimas y verdugos. La vergüenza de ser humano, con todo, persiste incluso entre las víctimas del nazismo: vergüenza por que algo semejante al exterminio haya sido posible para otros humanos; vergüenza de por haber transigido ante lo que esos otros hacían: “No me he convertido en verdugo, pero he transigido bastante para haber sobrevivido”. Y, en tercer lugar, vergüenza por haber sobrevivido “yo” y no cualquier otro.
 

Reformulemos, pues, la afirmación de Deleuze en nuestro contexto discursivo: la creación intelectual puede devenir una forma específica de resistencia, esto es, un modo de afrontar la vergüenza que sentimos. Por lo demás, no tenemos por qué confinar la «creación» al campo artístico o al campo intelectual, aun si reclamáramos a sus participantes responsabilidades específicas en la actual configuración social. Podemos resistir creando otras posibilidades en cualquier campo de la actividad humana, al menos, en cuanto nos salimos de “ese dominio de interrogación imbécil” en el que habitualmente nos movemos. Así planteadas las cosas, no sólo no deberíamos dar por descontada esa resistencia -intelectual, ética o política- sino que sería preciso dar cuenta, simultáneamente, de otras respuestas sociales marcadas por la resignación, el conformismo y la indiferencia ante las atrocidades que se repiten en el presente.
 

2. La objeción es previsible: puede que esas víctimas se hayan sentido avergonzadas ante lo que (les) ocurrió. Pero, al fin de cuentas, los campos de exterminio son cosa del pasado, algo ignominioso que ha quedado atrás y que no nos atañe directamente. No bien mencionemos los CIE, los campos de refugiados, Guantánamo, las cárceles secretas de la CIA, nos replicarán que no es lo mismo. Si procuramos nombrar las vejaciones del presente –torturas, asesinatos selectivos o en masa, atentados, persecuciones ideológicas, guerras imperiales, espionaje masivo, etc.- insistirán en que, a pesar de todo, hoy se las condena de forma rotunda a diferencia de otros tiempos.

 
Es cierto que podríamos replicar que esa condena moral universal no existe o que es completamente insuficiente. El problema, sin embargo, es mucho más grave: además de persistir la «lógica del campo» (1), tras las variaciones fenomenológicas, la fuerza de lo atroz mantiene su vigor. Lanzados a este círculo de supervivencia, incluso lo mortífero –esto es, males sociales endémicos como la desnutrición infantil y las hambrunas, la destrucción medioambiental, el desempleo y la explotación, la marginación social y la pobreza, el incremento de las asimetrías de poder, etc.- termina siendo minimizado no sólo por los poderes estatales, mediáticos y económicos, sino también por buena parte de la propia ciudadanía, atrapada por el pánico a perder lo que (no) tiene. La globalización de la catástrofe convierte los pequeños desastres diarios en riesgos presuntamente inevitables de la vida. Puestosen la lógica binaria de la vida o la muerte, sobrevivir podría resultar para muchos un mal menor. Naturalizada la exclusión social, el problema suele quedar reducido a quiénes son los que quedan fuera, sin reparar siquiera en que se puede estar “dentro” de modos diferentes, incluyendo esos modos que excluyen la posibilidad de otra vida.

 
Situados en una perspectiva histórica, esta naturalización muestra una diferencia sustantiva: hasta tiempos relativamente recientes, las sociedades europeas mantenían intacta la ilusión de que todo ese horror innombrable estaba demasiado lejos para afectarlas. Lo atroz es lo que ocurría con el Otro, por no decir que, según esa percepción dominante, lo atroz era el Otro a secas. Pero también esa ilusión ha estallado: la otredad es parte de la mismidad. Los males se multiplican de manera irrefrenable en las propias periferias europeas. En la proliferación de la miseria, la estafa planificada, la transferencia de recursos públicos a las elites empresariales y bancarias, el latrocinio monumental propiciado por la alianza entre sistema político y sistema económico-financiero, la primacía de una cultura cínica que claudica en sus compromisos inclusivos a la vez que exacerba su individualismo hedonista.

 
Lo atroz quizás ya no puede nombrarse de forma exhaustiva. Escapa al concepto. No por exceso de profundidad sino por multiplicación de facetas, por su existencia banal y extendida. La enumeración falla. Siempre hay más. Lo relevante es la matriz que produce esas atrocidades en las que vivimos. Las que a fuerza de repetición dejan de escandalizar, las que se instalan como parte estable de un capitalismo en ruinas, que se reproduce haciendo estragos, abatiendo ingentes masas sociales de las que cada cual, de forma más ilusoria que real, se autoexcluye, como si estuviéramos a salvo en el reparto de las desigualdades.

 
 
3. Resistir es crear otras posibilidades vitales: convertir la vergüenza en un sentimiento revolucionario que nos permita dejar de transigir, esto es, no ceder a la política de resignación que hegemoniza nuestro presente. Por eso la indignación no puede bastar si no deviene rebelión. Mucho menos la queja privada que, además de pasivizar al sujeto, permite de manera indefinida su coexistencia con el malque lo aqueja. Desafiar esa resignación es movilizar nuestra energía política. Articular frentes de lucha en común en torno a proyectos colectivos que pongan en crisis la formación capitalista misma (y no sólo su variante neoconservadora).

 
La vergüenza es parte de nuestra experiencia social. No hemos hecho más que otros para evitar la maquinaria del sacrificio. No somos verdugos, pero permitimos que ellos sigan haciéndolo. Llámese saqueo visible, crimen organizado, expolio, corrupción sistémica, impunidad. Claro que no bien queremos identificar ese “ellos”, los rostros también se hacen múltiples. No están del otro lado. Ni lejos. No es una cuestión irrelevante si preguntamos a cada cual qué está haciendo (qué estamos haciendo) para no permitir lo atroz. Para no conformarnos con estar dentro, aunque se trate de un mal-estar, de una presencia al límite de lo presente. En particular, ante el déficit de reflexión en torno a lo que Bourdieu llama especialistas en el manejode los capitales simbólicos, resulta de vital importancia preguntarse qué están haciendo esos sujetos para no comportarse como verdugos. Puesto que los «intelectuales» no constituyen una categoría independiente y autónoma de individuos, sino que pertenecen a grupos sociales determinados, no sólo no es lícito presuponer su participación en prácticas sociales transformadoras, sino que también exige indagar cómo participan en la producción de hegemonía.


Para decirlo de un modo inclusivo: ante la ofensiva radical del capitalismo financiero, ¿qué estamos haciendo los sujetos académicos, científicos, artísticos y filosóficos? ¿Cómo resistimos, si lo hacemos, quienes participamos en el trabajo intelectual, incluyendo a los periodistas como supuestos “profesionales de la (des)información”? Las preguntas no se detienen ahí: ¿qué ocurre con los millones de trabajadores y trabajadoras, con los parados y paradas, con los movimientos estudiantiles, con los movimientos de gays, lesbianas, bisexuales y transexuales, con los diferentes sindicatos, los colectivos inmigrantes y refugiados, en suma, con los cientos de miles de humanos afectados por una política de lo atroz?

 
4. Sería un error suponer que la baja participación en las protestas públicas responde sola o principalmente a la desafección ciudadana, la despolitización y el escepticismo ante manifestaciones colectivas desoídas de forma sistemática por gobiernos autistas o el apoyo vergonzante a las actuales direcciones gubernamentales. No hay por qué descartar algo más desconcertante: la perplejidad extendida ante una «política de shock» globalitaria que no cesa de expandirse.

 
No es preciso disociar esas dimensiones. Probablemente, el irregular nivel de movilización sea síntoma de unos consensos mayoritarios erosionados pero persistentes y, simultáneamente, de una perplejidad política de los que, de formas diferenciadas, somos damnificados. ¿No es precisamente ese estado de ánimo colectivo lo que bloquea la articulación crítica de una práctica política radical, con fuerza suficiente para poner en crisis la hegemonía actual? ¿No habría incluso que ir más allá de lo que es inmediatamente reconocido como «político», para desplazarse al análisis crítico de nuestras formas colectivas de vida?

 
Tal vez sea preciso insistir en el punto: nadie escapa de ese estado como no sea mediante un trabajo (auto)crítico que nunca está asegurado. Dicho de otra manera, no hay posibilidad de rebelión sin el cuestionamiento radical del mundo, de nuestras formas de existencia y de nosotros mismos. Todavía seguiría siendo una mera coartada si a ese espectro de la crítica no le exigiéramos la encarnación en una práctica social transformadora. Ante la vergüenza de nuestracomplicidad que la crítica hace manifiesta, nos queda la posibilidad del acto: la creación de una praxis colectiva que interrumpa su permisividad, incluso aquella que se justifica teóricamente.

 
No se trata, en este sentido, de un llamado simple a la acción. No todo activismo es de por sí mejor. De forma complementaria, la tesis marxiana de la autodestrucción del capitalismo a partir de las contradicciones de su ley de desarrollo histórico es, de mínima, dudosa. No hay nada que indique que la formación capitalista no pueda reproducirse en medio de los escombros, incluso si ello supusiera una mutación histórica radical a partir de la institucionalización de una gobernanza supranacional sustraída a los poderes democráticos. En última instancia, la condición de existencia de nuestra formación social es la producción de un mundo arruinado en el que sobreabundancia y carencia coexisten.

En ese contexto, reflexionar sobre nuestras posibilidades de acción y su articulación con otras prácticas a nivel global se convierte en una necesidad política de primer orden. Es parte de nuestra responsabilidad ante una exigencia de justicia. No basta cuestionar las actuales estructuras políticas, económicas y culturales si no cuestionamos, simultáneamente, a los «sujetos» individuales y colectivos que las sostienen. Cuestionar ciertas teorías del sujeto, entonces, no habilita a clausurar la reflexión en torno a éste. El sujeto no es un mero soporte pasivo de estructuras cerradas, sino «agente» que participa en la reproducción/ transformación del presente. Demasiado a menudo olvidamos -a pesar de algunos filósofos- que no sólo la historia nos hace sino que también nosotros hacemos la historia efectiva. La concepción (objetivista) de una «historia sin sujeto» se limita a invertir el idealismo (subjetivista) de un «sujeto sin historia», pero no permite subvertir a los «sujetos históricos» que, en condiciones materiales específicas, plantean una relación determinada con lo que heredan. Incluso si fuéramos “moscas atrapadas en una telaraña”, nuestro deseo de salir no perdería fuerza.

La vergüenza sigue ahí. “Estamos auto-divididos, auto-alienados, somos esquizoides. Nosotros los-que-gritamos somos también nosotros-los-que-consentimos” (2). La vergüenza de consentir es también la que nos incita a gritar. Precisamente porque las grietas de la realidad social son cada vez más numerosas, es a nosotros a quienes atañe convertir esos gritos colectivos en nuevas intervenciones históricas que nos lleven más allá de la desolación del presente.

 

 Arturo Borra

 
(1) Para un análisis obre la «lógica del campo» puede consultarse Giorgio Agamben, Medios sin fin, Pretextos, Valencia, 2010.
 

(2) Holloway, John, Cambiar el mundo sin tomar el poder, El Viejo Topo, España, 2002, p. 201.

 

 

viernes, 10 de mayo de 2013

Para una crítica por venir: observaciones sobre el campo poético



“Algunos, adelantándose a muchos, van ganando el desierto”.
Antonio Porchia

“Para todos y para ninguno”.
Friedrich Nietzsche

-I-


En una época marcada por el escepticismo la crítica resulta sospechosa. El campo poético no escapa a ese estado de ánimo. Al menos en el contexto español, la crítica mutua de textos y prácticas poéticas se ha tornado algo completamente excepcional. La incomodidad de los cuestionamientos ha cedido a las conveniencias. No es de extrañar la ausencia de una «sociología del campo», como no sea la que se hace a menudo salvajemente, de forma anónima, reafirmando su resistencia a exponerse ella misma a la objetivación que practica con respecto a otros. Como diría Bourdieu, los objetivadores se resisten a ser objetivados, en tanto participantes del campo. Toda su autoridad mística se derrumbaría en su reenvío a una posición específica dentro de una trama de relaciones sociales de poder; en vez de la presunción de unos “evaluadores imparciales y desinteresados” (al modo de jueces implacables) nos toparíamos con unos jugadores más (parte del juego que juzgan), atravesados por apuestas específicas, basadas en valores y sentidos más o menos argumentables pero de ningún modo vinculantes (1).

Tampoco es de extrañar la desaparición casi total de una «crítica literaria» relevante. Es cierto que podrían señalarse algunas valiosas iniciativas en sentido contrario, pero eso no es óbice para reconocer el penoso “estado del arte” no sólo ya de la crítica especializada, sino también de la «crítica» en tanto operación específica de lectura. La primacía de las “reseñas literarias” más o menos elogiosas es de por sí ilustrativa; apenas si es concebible que alguien cuestione de forma abierta un texto poético sin que inmediatamente surjan los presupuestos de su “mala fe” o “enemistad”con respecto al autor de los textos cuestionados. La creación poética, concebida como atributo del yo, queda sustraída de la posibilidad de un análisis capaz de determinar sus límites. La crítica convertida en herejía es significada como una acción doblemente ofensiva: como ataque personal y como acto humillante a quien la recibe. No deja de ser paradójico que, en un contexto así, esta desaparición pública conviva con la proliferación de injurias y difamaciones privadas.

Dicho brutalmente: como no sea por algunas luminosas excepciones, la crítica literaria y sociológica brilla por su ausencia. En esas condiciones culturales, ¿cómo rehabilitar la crítica sin recaer en una nueva épica del sujeto que vendría a restituir de forma mesiánica la verdad incómoda del campo poético? No basta con dar un golpe en la mesa y restablecer, en un acto soberano, lo reprimido. Por mi parte, me limitaré a una intervención preliminar centrada en el análisis de algunas prácticas hegemónicas, aunque previsiblemente dicho proceso deje marcasconcretas en la producción poética. En último término, mediante un desplazamiento metonímico, es imposible no preguntarse si esta sintomática marginación de la crítica literaria y sociológica no conduce a la marginación de la dimensión crítica en la producción poética misma.

Antes de aventurar algunas hipótesis de lectura, sin embargo, anticipemos algunas limitaciones de semejante reflexión genérica: no permite discernir el valor diferencial y singular de determinadas creaciones poéticas ni identificar autores más o menos valiosos o irrelevantes. Con todo, no es mi propósito hacer «crítica literaria» sino procurar reconstruir algunas regularidades que atraviesanel campo, esto es, que forman parte de las condiciones de producción y recepción poéticas en el contexto español y que, por lo demás, explican al menos parcialmente nuestras luchas y apuestas.

Es cierto que el reproche es previsible: ¿por qué no nombrar a los responsables de esta situación ruinosa, suponiendo que los conocemos? ¿No deberíamos ser más osados, señalando con nombre y apellido a esos grupos de poetas, periodistas, editores y críticos profesionales que han convertido el campo poético español en una meseta en la que la condición de existencia es la rigurosa elusión del ejercicio abierto de la crítica? Semejante reproche, sin embargo, se apoya en el presupuesto metodológico de que es posible depositar en unos sujetos determinados la responsabilidad central, sino exclusiva, de esta situación (diferenciable de forma clara de casos específicos de corrupción, nepotismo, favoritismo o cualquier otro acto jurídica y éticamente ilícitos). La «inculpación» de unos individuos y grupos específicos, sin embargo, deja sin explicar por qué esta ausencia tendencial de intercambios críticos rebasa de forma evidente las fronteras de esos individuos y grupos. O, en otros términos, no da cuenta de las dificultades compartidas que tenemos al momento de producir esos intercambios.

Es en este punto en el que entra en juego una segunda razón, de carácter ético. Puesto que se trata de prácticas hegemónicas, la «estrategia de la denuncia» (2), basada en la ejemplificación, pone el riesgo a distancia. Confina la “mancha” a unos pocos elegidos, en vez de operar en el sentido de una interrogación colectiva que interpela en singular. Esa estrategia, de algún modo, cometería la injusticia inversa de la omisión. Puestoque es parte de nuestra responsabilidad empezar a construir de otro modo, lo que necesitamos no es identificar de forma más o menos acusatoria a unos presuntos responsables sino discernir modalidades operativas que configuran el actual campo poético.

La contrapartida de unas afirmaciones genéricas -que presuponen la existencia real de casos diferentes (la regla de la excepción)- es su carácter transversal. Limitarse a la mención de algunos notables como paradigma de estas prácticas no sólo no es un acto especialmente osado: es simplista y, en última instancia, nos impide reconocer la magnitud de un problema que nos implica de una manera más directa.

-II-


Separar el campo poético de sus condiciones histórico-sociales de producción es un error. Las prácticas poéticas están sobredeterminadas por una cultura hegemónica en la que la«resignación», cuando no el «conformismo», son pautas dominantes. No hay ningún abismo entre esa cultura y lo que ocurre en el espacio de lo poético. A pesar de las evidencias cada vez más lapidarias de un capitalismo de la catástrofe, el «discurso de la resignación», en el campo poético, deviene «imperativo de adaptación»: puesto que la relación del sujeto con sus condiciones de existencia es significada como intransformable, la “salida” prevaleciente no es otra que la de adaptarse. Jaqueada la alteridad (recluida a lo imposible), la coartada se hace nítida: no queda más alternativa que “hacerse un lugar” dentro del mundo conocido. El deber del goce es la puerta de ingreso de la permisividad ante lo inaceptable, esto es, el declive de la crítica.

En estas condiciones ideológicas y políticas, ¿cabe esperar algo del acto de poetizar y de los poetas? Eduardo Milán lo dice taxativamente: no cabe esperar nada. Pero“(…) decir o preguntarse «qué cabe esperar» es como creer que hay algo de elegidos -secretamente, en voz baja, murmurado porque carece de prestigio en el mundo real- en los que escribimos poesía y somos poetas. Lo que está en juego hace tiempo es lo humano. Y luego, de ahí, lo mejor de lo humano que puede ser la creación. Pero hay que precisar: la creación de buena calidad. También abunda la mala. Enesta época es dominante” (3).

Si en primera instancia lo que está en juego es lo humano, ¿qué implicaciones en ese plano tiene una matriz poética hegemónica que cultiva el desencanto y clausura su vínculo con la crítica? Puesto que este discurso poético descree de todo –salvo de sí mismo- no puede producir sino un sujeto resignado frente al actual estado de cosas. Si esto es así, ¿qué sentido podría tener esta poesía como no sea la prolongación del placer por otros medios, esto es, la procuración de un lugar distintivo que favorezca una carrera profesional “exitosa”, el uso de la escritura como punto de visibilidad fantaseada y lugar secreto de prestigio personal?

El cinismo es la ideología de la aceptación del presente. Según la ecuación al uso, en un mundo dañado no habría más remedio que resignarse o morir: “acomodarse” como se pueda o “quedar fuera”. En esta nueva modulación individualista, lo humano que se juega es este«individuo» normalizado que ha aprendido a callar –es decir: a no cuestionar- para acceder a los beneficios secundarios del orden existente, en particular, a un sistema de distinciones que carece de prestigio en el mundo real. Como no sea -valga la salvedad- para otros poetas. Creerse “elegidos”podría ser un buen consuelo sólo si nos conformamos a jugar con las reglas (dominantes) del arte.

La repetición del ritual iniciático, en este contexto cínico, es aceptación de unas jerarquías férreas e incuestionables. Acceder a un lugar subalterno sería también abdicar de su crítica: aceptar una«estrategia de sucesión», declinar toda insolencia. La autorización cruzadade los sujetos llamados a la sucesión puede adquirir visos inverosímiles: intercambio de premios en concursos públicos por parte de un jurado que luego será concursante y concursantes que serán jurado; tráfico manifiesto de influencias; acceso privilegiado a editoriales e industrias culturales, cuando no a cargos públicos y, en general, como decía Karl Krauss, mutuos «reenvíos de ascensor» que sancionan el juego de pertenencias y exclusiones. El ritual, por tanto, tiene una doble función delimitadora: confirmar los que pertenecen al clan y los que están fuera del círculo mágico de los favores, excluidos de los beneficios de la pertenencia, incluyendo el de las jóvenes revelaciones editoriales.

De forma relativamente independiente a esta dimensión social del ritual, más sorprendente resulta la celebración de un tejido de tópicos y trivialidades planteados como una suerte de iluminación sagrada. No es difícil identificar algunos de esos lugares comunes repetidos hasta el cansancio: la representación nada novedosa del individuo como fuente de novedad; la apelación esnobista a la antimoda; la construcción del sujeto poético como objeto erótico irresistible, incluyendo la femme fatale o el gigoló impenitente; la desconfianza ante cualquier apuesta innovadora y subversiva; la reivindicación de la transgresión (pero ¿qué se transgrede cuando las normas ético-políticas dominantes permiten casi todo?); el descrédito de valores y principios de orientación universalista; el rechazo teórico a la teoría; la reivindicación de lo cotidiano y del humor y, en definitiva, la defensa de la experiencia íntima como último refugio de un individuo (masificado). En un plano formal, los tópicos son más simples aun: la apología de la sencillez y la claridad formales; la reivindicación de un lenguaje coloquial, directo y comprensible; el rechazo realista a cualquier estilización (salvando el “estilo realista” desde luego); en suma, la defensa de una «poética de la transparencia» escrita por sujetos “corrientes”.



No se trata, claro está, de negarse a problematizar una serie de categorías metafísicas heredadas. El problema aquí es que este discurso acrítico se niega a hacerlo, aniquilando lo que desconoce. Paradójicamente, a pesar de su tenaz afirmación de la no-verdad y de una abigarrada apología de un relativismo más abstracto que efectivo, esta estética se reivindica a sí misma a fuerza de descalificar otros modos de producción poética. Ante el dogma de una sociedad posideológica, convertido en ideología dominante, consagra su propio vacío: puesto que proclama no creer en nada, lo único que cuenta es la excentricidad de las formas y las performances, en suma, la ceremonia de una estética vacía.

Un discurso semejante trae sus pequeños regocijos. Permite la circulación social, instaura la era del intercambio y evita que las intrigas de alcoba se conviertan en enemistades públicas. La euforia efímera es la contrapartida de esta forma de nihilismo que exculpa al propio sujeto de la responsabilidad en la producción del mundo social. Lo exime de cualquier deber–incluso si concebimos ese deber como algo que no está ligado a la deuda sino a un deseo razonable-. Pero puesto que según esta perspectiva no hay pauta de rectitud, tampoco hay nada que rectificar.

Si hay alguna «indignación» en esta posición es ante un mundo que no la reconoce lo suficiente. Es previsible que no falten antologías poéticas que rentabilicen un sentimiento colectivo esencialmente anónimo: no es cuestión de creencia, sino de visibilidad. Aunque sería erróneo decir que la“poesía indignada” es lo contrario a la indignación (po)ética, tampoco en este campo faltan oportunistas que buscan resguardarse, a través de la lógica del etiquetado de ocasión, del lugar inclasificable desde el que una poesía inconformista necesariamente se formula. Por retomar lo que decía Milán: “Yo apoyo a los indignados como ser humano. Yo me indigno. Eso marca mi escritura. Pero no es una receta ni un mandato. Todo ser humano debe indignarse. Se juega la vida en eso. Como poeta no sé si es necesario proclamarse. ¿En la modernidad la poesía no ha sido una suerte de indignación más o menos estentórea? No era Rimbaud un indignado? Lautréamont? Baudelaire? Mallarmé? Artaud? Duchamp? Satie? Martínez Rivas? Nicanor Parra? Décio Pignatari? Y sigue la lista. La creación artística que yo valoro vivía en el punto de indignación. Otra no. El problema es que esa que no se volvió mayoritaria y dominante”. Digamos entonces a modo de síntesis: poesía inconformista es aquella que se resiste a celebrar el“alma bella” en el desierto circundante, esto es, poesía que asume su vocación crítica. No es una cuestión de rótulos sino de modos de producción cultural. En términos poéticos, eso equivale a sostener que la revuelta (la puesta en crisis) empieza, ante todo, por el lenguaje, cuestionando las estructuras de una sintaxis normalizadora que asfixia el pulso.

Una estética del desencanto, por lo demás, no puede subvertir ninguna norma; ello supondría arriesgar otro horizonte de sentido. A lo sumo, se moverá en su borde para no quedar fuera de juego. La transgresión reafirma el centro en el mismo gesto de violarlo. No cuestiona la Ley; la usa para la extracción de un placer adicional. La fuerza liberadora de la risa es un pobre consuelo. La «transgresión» en su sentido habitual forma parte de una estructura trinitaria en la que también participan la Ley y la Prohibición. Como dicen Deleuze y Guattari “(…) no es nada, simple medio de reproducción” (4), cuando de lo que se trata es de sustituir esta reproducción circular por una progresión, una línea de fuga... Los presuntos transgresores no son en absoluto transgresores: el éxtasis de las drogas, de la sexualidad transitiva o abusiva, el abandono orgiástico o el exceso en cualquiera de sus formas habitualmente no transgreden nada y, cuando lo hacen, es a título de licencia poética que confirma la norma (5). Son parte del paisaje: síntoma de un deseo de escándalo que ya no escandaliza a nadie, referencia a una presunta osadía que se niega en el momento mismo en que renuncia a poner en cuestión alguna complicidad colectiva. A la luz de la resonancia que generan en un auditorio cautiv(ad)o (6) desde siempre, ¿qué otro sentido podría tener una poesía así concebida que no sea reproducir el ritual jerárquico de los nombres propios o el juego de las distinciones más fantaseadas que reales?

-III-

En este contexto, es interesante recordar la noción de«acto», tal como la reconstruye Slajov Zîzêk en términos psicoanalíticos. El«acto» es aquel que compromete “la dimensión de algún Real imposible”,orientado no al intento de resolución parcial dentro de un campo simbólico sino al “(…) gesto más radical de subvertir el principio estructurante mismo de dicho campo”.

Un acto no simplemente ocurre dentro del horizonte dado de lo que parece ser “posible”; redefine los contornos mismos de lo que es posible (un acto cumple lo que, dentro del universo simbólico dado, parece ser “imposible”, pero cambia sus condiciones de manera que crea retroactivamente las condiciones de su propia posibilidad) [7].

En un sentido radical, un acto implica atravesar la parte repudiada de sí mismo, la “fantasía imposible” que nos resulta inadmisible: su aparición transforma tanto a su agente como altera el campo hegemónico. Dicho de otra manera, es una intervención subversiva que apunta hacia lo Real (en tanto aquello que, en el mismo proceso de simbolización, se resiste a la simbolización).

Sólo hay que dar un paso para señalar que la osadía –el ejercicio de la libertad de crítica- supone pasaje al acto, atravesar la fantasía social fundamental que, sin embargo, es repudiada. Desde este prisma, es fácil advertir que las actuaciones poéticas prevalecientes distan de esta condición perturbadora. Más todavía: la prueba de su falta de riesgo reside en la rápida aceptación grupal de la que son objeto o, dicho en otros términos, en la identificación irreflexiva que producen.

A esta «osadía» tendencialmente ausente cabe contraponer la actual «mímica del escándalo», convertida en moneda corriente dentro del campo poético. Hablar de sexo y violencia, repetirse en lo obsceno, en la repugnancia escatológica, en los excesos nocturnos, en suma, apelar a unaretórica del reviente, forma parte de esta mímica. La estética del“friqui” (que hace del “sí mismo” la superficie misma del espectáculo), con todo, tiene algo semejante al clown: se ríe de sí para ocultar su tristeza. Si por una parte la contrapartida de este “yo poético” auto-encumbrado no es sino la de un lector reducido a espectador, por otro lado esa cumbre del yo tiene a menudo una dimensión paródica propia de saber, finalmente, que no se trata más que de una pantomima. La excentricidad como rasgo saliente de la subjetividad parece ser el renovado motivo poético en el inicio del siglo XXI (8): una respuesta típica ante las carencias socioafectivas de una sociedad del anonimato.

Llegados a este punto, ¿podríamos acometer la crítica a una matriz poética específica sin afrontar, en primera instancia, el cuestionamiento a unas prácticas hegemónicas? En el plano del análisis de esas matrices, la tentación es doble: 1) aceptar la dicotomía que desde hace décadas se propone en España (o se hace“poesía de la experiencia” o se hace “poesía metafísica”) o 2) aceptar dicotomías equivalentes, que reafirman una división bipolar del campo poético, en el que se jerarquiza el término denostado por la oficialidad (realismo sucio, poesía del silencio, poesía de la conciencia…). Para retomar uno de los argumentos centrales de La experiencia de lo extranjero: “(…) sólo las excepciones a ese sistema bifronte componen la poesía más viva que entre nosotros puede leerse hoy” (9). La proliferación de rótulos genéricos no oculta la voluntad de domesticar la proliferación de singularidades poéticas que es, a mi entender, lo decisivo al momento de reflexionar sobre lo poético (motivo por el cual este trabajo no puede ser más que un prefacio para una crítica por venir).

La hipótesis alternativa que quisiera recordar, entonces,avanza en otro sentido: no en la reivindicación de uno de los dos términos dicotómicos, sino en la puesta en cuestión de esta economía binaria, que oculta la heterogeneidad radical de la producción poética, esto es, la trama plural de líneas de creación discursiva que englobamos bajo la rúbrica de “poesía”. Tras la división bipolar lo que perdura es la aceptación de que sólo hay sólo dos modos de poetizar, suprimiendo del debate la pluralidad efectiva de iniciativas estéticas. Análisis de esta clase no sólo son escolares; excluyen de forma autoritaria los flujos poéticos que no encajan en esta taxonomía ya de por sí cercenada.

Para el caso, más que apelar a un espíritu taxonómico–que a lo sumo tiene interés como primera aproximación, pero que no nos exime de un análisis de todo lo que hubiera de innovador, singular y valioso en cada producción poética-, lo fundamental es seguir preguntándonos por la emergencia de iniciativas poéticas capaces de subvertir una lógica del campo que, como he anticipado, podría describirse en tres dimensiones interrelacionadas y diferenciables: a) una dinámica atrapada por el desencanto ideológico, b) el relativo desinterés con respecto al trabajo reflexivo de la forma y c) la primacía social de la lógica de los clanes.

Desentrañemos mínimamente esas tres dimensiones. En primer término, en nuestra actualidad se plantea la evidencia apabulladora de una poesía del desencanto que no es monopolio de la poética oficial en lo más mínimo. Incluso quienes se auto-representan como grupos alternativos (en términos tanto estéticos como políticos), la expansión de este discurso es notable y se hace manifiesto, ante todo, en un «imperativo de goce» dogmatizado, como salida individual a una sociedad que se representa falazmente como postideológica: puesto que no hay nada que creer, la única creencia sostenible es la que condena todas. En un marco así, la lucha política cede su relevancia a la lucha egoica por la consecución de un placer de por sí mitigado al interior de un grupo de pertenencia. Dejando a un lado las inconsistencias lógicas y políticas básicas que una postura así presupone, sus consecuencias en los procesos de escritura poética son inequívocas. Ante todo, como desinterés por el trabajo formal del poema como elaboración crítica. El efecto de este desencanto, sin embargo, no debería describirse como mera «despreocupación estilística»; más bien, se trata del desarrollo de un específico lenguaje de filiación; esto es, de un lenguaje marcado que permite al sujeto firmante inscribirse de forma explícita en determinado grupo poético y salir en términos imaginarios, mediante este mutuo reconocimiento, del anonimato del yo vivido como una condena.

Si esto es cierto, tal vez podamos explicar mejor la relativa uniformidad estética que desde la década de los ochenta predominó en España. Si bien desde hace una década esa relativa uniformidad no hace sino estallar mediante la irrupción pública de poéticas diversas, marginadas o emergentes, estamos lejos todavía de habernos liberado de un sistema de clasificación bifronte en el que las poéticas que se “enfrentan” terminan asemejándose entre sí, al centrarse ante todo en la descripción realista (presuntamente no estilizada) de una experiencia pensada en términos restrictivos. Una red de “motivos” tópicos reenvían a la cultura de la resignación a la que venía refiriéndome: conectan al “desengaño” como vínculo con la existencia. Talcomo analizó con detenimiento Chantal Maillard en Contra el arte y otras imposturas (10), la primacía de lo «kitsch» (como versión paródica del ideal vanguardista de fundir«vida» y «arte») consagra una doble degradación: la eliminación de la complejidad de la obra y su reducción a una suerte de souvenir de la memoria. La celebración de lo efímero forma parte ya de una«cultura de la globalización»:

Una cultura que lo fagocita todo y lo devuelve empequeñecido, degradado, trivializado. Se adueña de las formas y las devuelve simplificadas, estereotipadas, serializadas. La mentalidad kitsch lo impregna todo: hay espiritualidad kitsch, intelectualismokitsch, ecologismo kitsch, etc. Vivimos inmersos en el artificio, la artificiosa representación de lo que en otras épocas era genuino (Maillard, op.cit.: 35).

La retórica alternativista no oculta esta (contra)oficialidad que hace del desentendimiento de lo común norma de acción y que, incluso, no se priva de parodiar lo que entiende como caduco: un horizonte poético orientado por la crítica (filosófica, estética y política). Del mismo modo que la voluntad de trasgresión es su marca ética, el uso de un lenguaje precrítico es su signo inconfundible: el conservadurismo formal es, simultáneamente, sustracción del cuestionamiento radical del mundo histórico-social. ¿No es este discurso poético el que puede reconocerse de forma transversal en distintas “escuelas” y “grupos”? ¿Y no deberíamos evitar aquí el señuelo de la crítica ejemplar, cuando se trata de algo mucho más arraigado en la poesía como práctica cultural? La arbitrariedad del juego de inclusiones y exclusiones localiza los desaciertos en un exterior puesto a distancia. Ello no sólo no contribuye a dimensionar la magnitud del desastre sino, lo que es más significativo, omite el vínculo extratextual entre determinadas poéticas y el modo en que se distribuyen los capitales simbólicos en el campo poético presente.

Esta reflexión conecta a la tercera dimensión; esto es, al modo hegemónico de construcción de vínculos poéticos basados en una lógica cerrada, eminentemente endogámica, en la que la alteridad no tiene lugar. Es precisamente esta condición monológica y dogmática la que nos permite especificar el “clan” como modo hegemónico: lo que cuenta es el juego de alineaciones. No es extraño entonces que quien no conozca el mapa (y no digamos ya: quien lo cuestione de forma radical) se “pierda el juego”, esto es, quede excluido de los bautismos de la confesión y los rituales confirmatorios. En esta instancia, la distinción entre «comunidad abierta» y «clan»adquiere suma relevancia al momento de pensar distintas configuraciones grupales. No estoy cuestionando, claro está, las relaciones de amistad y el cultivo de «afinidades electivas» que, como en cualquier otra esfera de actividad, se producen entre poetas. Es evidente que casi todos participamos en grupos específicos y no hay nada ilegítimo en ello. Quienes cuestionan esas pertenencias, sencillamente, reproducen la mitología purista del “artista solitario” sustraído de la mundanidad. La referencia a la “lógica de los clanes”, por el contrario, remite a la construcción del propio grupo de pertenencia como referencia exclusiva, absoluta y central para juzgar aquello que ha de entenderse por «poesía válida» y a la distribución excluyente, jerárquica y monolítica que hace de las oportunidades que dicho grupo gestiona en función de un juego de lealtades personales. En otras palabras, un grupo se configura comoclan cuando pretende ejercer de forma autocrática el monopolio de la legitimidad artística, negando la posibilidad de un auténtico diálogo con otras posiciones poéticas. Por el contrario, llamo «comunidad abierta» a un grupo orientado hacia pautas exogámicas, no sólo capaz de descentrarse en sus juicios estéticos, sino que pone en práctica esa apertura crítica ante otras posiciones estéticas. Es evidente que semejante política de la hospitalidad no equivale a la aceptación de cualquier poética o a la celebración posmoderna de cualquier diferencia estética sino más bien al reconocimiento selectivo de otras poéticas que juzga valiosas y pertinentes.

Sobre este fondo, es fácil advertir que la primacía de una lógica clánica en el campo poético supone no sólo una cierta hostilidad ante la alteridad, a menudo manifiesta como indiferencia, sino una lógica homogeneizante que, en el orden de la escritura, se hace manifiesta tanto en la repetición de tópicos poéticos como, más en general, en el uso acrítico de un lenguaje de filiación que reproduce ideológicamente lo que hay que cuestionar. Por otro lado, al ceder a la presión de lo hegemónico, repite una tradición de corte individualista que, no obstante exaltar al “individuo”, lo realiena en clanes o tribus poéticas concretas. No se trata de una auténtica contradicción: nuestra formación social se reproduce instalando la hegemonía de un individualismo exacerbado que, paradójicamente, subordina al individuo a la normalización. Lo “normal”, en esta cultura de la dimisión, es la repetición de ciertos motivos hedonistas: la noche, la fiesta, las drogas, el desenfreno sexual (a pesar de que ese “desenfreno” es más fantaseado que real, fuertemente regulado por un hetero-sexismo imperante). En esas condiciones, los límites de una vida aplanada, reducida al circuito familiar, aparece como límite mismo de lo poetizable, desconociendo lo que escapa a ese horizonte como extemporáneo.

Discurso, entonces, que al mostrar su desencanto ideológico, se repliega en una intimidad separada falazmente del contexto político, económico, social y cultural que la produce. Una intimidad así significada conduce a un intimismo confesionalista que deja sin elucidar las condiciones que producen los desgarramientos individuales, la soledad recurrente, la necesidad de escape, el refugio en una sexualidad efímera y la búsqueda desesperada de un excedente de placer que se fuga en el momento mismo de obtenerlo. Lo poético, configurado de este modo, deviene extensión del desencanto cotidiano: sólo cuenta lo propio, pero una propiedad que finalmente constata su vacío, a fuerza de un yo exhibicionista que, a pesar de tener más medios que nunca para mostrarse, apenas tiene algo que mostrar.

Como una maldición del sujeto, lo que un discurso de este tipo tiene para ofrecer apenas es tenido en cuenta. En un mundo donde todo debe tomarse con la misma carcajada, donde las utopías libertarias y socialistas suenan sospechosas o nostálgicas, lo único que queda es el mercado de las provocaciones: la confirmación de que ya no hay más que hacer o, peor aún, donde lo único que podemos hacer es entregarnos obsesivamente al Goce (de todas formas denegado o postergado). Otra vez: no se trata de oponerse a un cierto uso de los placeres, sino de problematizar un hedonismo planteado como imperativo, especialmente, cuando el plus-de-placer se logra a fuerza de desconocer el dolor (ajeno). Una postura así vacía el sentido mismo de la «alteridad»,ligada a la producción de significaciones, valores y prácticas diferenciadas que permitan sustraernos de un presente asfixiante.

El riesgo como parte constituyente de lo poético es aquí confinado por una fórmula de reiteración que reafirma el juego de las pertenencias, como si el “público” reclamara, ante todo, algunas señas de identidad. El ejemplo del“nuevo perfomer” ayuda a comprender. Es de sobra conocido que los surrealistas usaban las “perfomances” como puestas en acto de la extrañeza, incluso como medio catárquico o estrategia de conmoción. El retorno a la dimensión corporal del discurso bien puede formar parte del repertorio crítico de la poesía. Sin embargo, ¿no son las perfomances que dominan el presente formas de producir el cuerpo como superficie del espectáculo? ¿Una manera de encubrir la insignificancia del poema en tanto creación lingüística? El problema de este discurso sin palabras, centrado en el enunciador, es que no tiene nada que decir. La opción por el yo así modelado se convierte en ritual narcisista, en repetición de una risa desencantada: el mensaje es la imagen del cuerpo espectacularizado.

Podríamos decirlo de otra manera: allí donde la elaboración simbólica fracasa no queda más que un cuerpo cosificado. Porque lo cuestionable no es hacer del cuerpo una superficie poética (algo que en principio también el body-art hace con resultados dispares), sino la conversión del cuerpo en recurso exhibitivo, en un (pre)texto retórico para denunciar de manera efectista toda retórica poética que no acepte el pacto con esta clase de discurso corporal. No queda más que el golpe de impacto, como voluntad de dar fuerza a aquello que estructuralmente no puede tenerlo: un discurso que prescinde del trabajo simbólico, no sólo en el campo de lo formal, sino en el terreno de la producción elucidada de sentido. Una poética que se exime de realizar una crítica al lenguaje –condición para abrir tambiéna una crítica de lo real- no puede más que apelar a algunos tótemes: ante la repetición de lo fútil, la «idolatría» expresa este movimiento hacia un «Sujeto» soberano, en el que se toma la palabra bajo la tutela autorizante de un gran Otro que, por lo demás, no existe. Una escena así, sin embargo, no da lugar a la metáfora: al no aceptar la sustitución de los significantes, se reafirma en la literalidad de un hedonismo ciego a la herida del mundo.

-IV-

En ese contexto desacralizado que consagra como dogma dominante la imposibilidad de lo diferente, proponer una restauración de la virtud (poética) es una trampa: cifra en la elocuencia retórica la clave de lo poético, como si un perfecto cadáver de palabras –dispuestas a partir de unas reglas simples de rima, métrica y ritmo- fuera la summa deseada. La restauración convierte la poesía en un museo que sólo puede tener interés para los coleccionistas de frases bellas o aquellos que se dejan convencer de que lo interesante ha de ser, por fuerza, solemne (11).

La crítica a ciertos tópicos poéticos no tiene por qué convertirse en un llamamiento al orden dispuesto e impuesto por los presuntos maestros de la palabra que serían los poetas. Es más bien una interpelación a la pasión poética, al deseo de reconquistar, como decía Paul Celan, el «balbuceo» –y digo balbuceo, no laconía, el más habitual de sus simulacros-, como espacio en el que batallamos por decir lo indecible, por transitar a través del lenguaje a una experiencia en la que se batalla con el silencio, no para eliminarlo, sino para aprender a convivir con éste. El balbuceo: aquello que se fuga en las grietas del lenguaje. Lo que no puede ser más que tanteado. Una proclama o una declaración de principios pertenecen al orden prosaico; el cultivo del desencanto no nos sustrae de ahí. Es heterogéneo con respecto al abismo que balbuciendo tanteamos. En ese arte de lo imposible nos movemos. “La poesía es la verdadera resacralización laica del mundo”, decía Juarroz en un pequeño gran libro (12). Puede que en esta escritura nuestra opción sea aprender a naufragar, a seguir aferrándonos a tablas astilladas, a los restos de una pérdida primigenia. Siempre habrá otros que no aceptarán este hundimiento y protestarán con fuerza ante el ejercicio de descentramiento que esta escritura de la fragilidad exige. No es que sea impensable una poética del yo; una vez más, lo problemático es el modo de construirlo en términos simbólicos, el lugar –a menudo tan desmesurado como infantil- que este discurso le asigna ante la geografía fracturada del mundo.

Quizás toda la labor poética sea un largo aprendizaje del naufragio, esa entrega al hambre y al alambre, a los pájaros y a las hondas. Sospechar la belleza es una operación necesaria; convertir en doctrina lo feo -el feísmo- puede incluso ser interesante. Pero eximirse de atravesar por esas experiencias no es ninguna osadía. No deja de resultar llamativo que en nombre de la experiencia sea tan fácil perder de vista su radical heterogeneidad, reduciéndola a sus formas más estereotipadas y normalizadas.

-V-


Dicho lo cual, resulta claro que el efecto de este desencantamiento no es otro que el de un abrupto aplanamiento del horizonte experiencial (13), sin por ello poner en crisis el principio de autoridad. Su relativismo estético -que le permite tolerar la coexistencia indiferente de poéticas antagónicas entre sí- no es impedimento para absolutizar su universo. A pesar de un cierto pluralismo en germen que podría generar las condiciones de un debate crítico, capaz de determinar los límites de lo aceptable y la conciencia de los límites, se refugia en una posición que prescinde de todo criterio que no sea, estrictamente, un criterio de gusto. El esteticismo así constituido –esto es, la «soberanía del gusto»- da paso a una peculiar paradoja: aquello que no comulga con las preferencias propias es ignorado sin más.

De forma contradictoria, en este discurso desencantado sobrevive el encantamiento del “yo”. La estrategia más habitual no ahorra en esa extraña inversión que hace de la carencia una fortaleza. De ahí su anti-intelectualismo militante que repudia abiertamente todo acto de escritura que no se ajuste a sus patrones de transparencia, simplicidad, literalidad, estilo directo y sentido común. Que lo poético en otras prácticas estéticas sea la experiencia de la ruina (de los códigos, de las falsas evidencias, de lo sabido) no parece desestabilizar en absoluto ese núcleo anti-intelectualista que pone bajo sospecha aquello que no comprende. En vez de leer ahí una ocasión de aprendizaje, se limita a prejuzgarlo como retórica oscurantista. En última instancia, la lógica de la interrogación –requisito de toda crítica- perturba el estado vegetal que se anuncia como nuevo nirvana etílico. El imperativo de esta posmodernidad estética es anti-kantiano: atrévete a no pensar. En este circuito lo problemático es problematizar. No pensar es acceder al goce y ese acceso es lo único que a partir de ahora interesa. Que ese atrevimiento sea ceguera ante el otro apenas cuenta; que históricamente el anti-intelectualismo tenga una raigambre totalitaria (ocupada en hacer impensable otro mundo y otra existencia) tampoco parece resultar demasiado perturbador… siempre que nadie lo recuerde. De ahí que la lógica clánica sea el modo “funcional” por excelencia: quien no comulgue con lo propio es excomulgado de la polis poética (contra)oficial.

Ya en 1947, tras la devastación de la segunda guerra mundial y las secuelas persistentes del nazismo, Adorno y Horkheimer nos advertían: “Así como la prohibición ha abierto siempre camino al producto más nocivo, del mismo modo la prohibición de la imaginación teórica abre camino a la locura política” (14). Quizás la locura política contemporánea no sea otra que la aceptación resignada de lo existente, lo que es decir también: la inmolación generalizada. Ante ello, cabe preguntar si el rechazo de la imaginación poética en tanto creación crítica no termina convirtiéndose en una “prohibición nociva”. Para formularlo de otra forma: ¿qué implicaciones vitales tiene este atemperamiento del impulso que cuestiona lo heredado, especialmente en el contexto de un capitalismo globalitario que arrasa millones de vidas? ¿Qué consecuencias arrastra con respecto a un proyecto de autonomía individual y colectiva? En este sentido, las consecuencias políticas de esta declinación son diversas y aunque no puedo detenerme en su examen exhaustivo, globalmente plantean un problema de primer orden (15).

Para limitarnos al campo poético, podríamos decir que la prohibición de la imaginación poética abre camino a la impostura performática: el “neo-malditismo” profesado forma parte de esta actuación estelar que se con-forma con lo existente. El gesto del infant terrible, en pleno adormecimiento ante la masacre diaria –proyectada en una pantalla de plasma- es funcional al régimen de los privilegios que sostienen –aunque de forma residual- a las sociedades europeas. La escritura poética ya no es significada como gasto, sino como reclamo (publicitario). Saber-venderse es la máxima de la poesía como espectáculo, más o menos circense, que el oyente/lector, según la soberanía del gusto, deberá adquirir en el escaparate de las mercancías culturales de élite.

“Intégrate al clan o no serás” es la apuesta estratégica que con probabilidad favorecerá el acceso privilegiado a una “vida maldita”: vivir sin someterse a las penurias corporales del trabajo asalariado, pasearse por los circuitos de recitales “alternativos” (¿con respecto a qué?), visitar cuanto “sarao” exista, participar en la saga de las antologías (casi siempre tan arbitrarias como las categorías de poesía que las sostienen [16]), multiplicadas al ritmo de la “nueva poesía” (como si lo poético fuera susceptible de reducirse a una cronología), sumarse al estrés de los viajes de presentación de libros publicados antes de ser escritos (y no digamos ya reescritos), en tanto“oportunidad” profesional y personal de contactación en la que no cabe descartar una espléndida noche de sexualidad poética.

La conclusión es clara: el neomalditismo es vida integrada, producto de una desigual distribución de las oportunidades simbólicas y materiales. El marketing agresivo del yo es síntoma de un deseo de reconocimiento inmediato que, sin embargo, no se interesa por el otro que podría reconocerlo. No es extraño que el tumulto sea parte del espectáculo: una “multitud de seres excepcionales” (como ironizaba Gombrowicz) demandando un reconocimiento que no está en condiciones de dar. Ante esa dificultad, el elogio o la adulación de los enunciadores son buenos sustitutos de una evaluación rigurosa de los enunciados.

La editorial “propia” y la proliferación de soportes tecnológicos de “universal acceso” –a condición de acceder a la tecnología misma y a sus claves de uso- es parte del síntoma: la impaciencia más absoluta ante el propio anonimato. Al fin y al cabo (suele decirse) “la tecnología democratiza”. Más allá de esa ilusoria igualdad virtual, lo que está en juego es la voluntad de distinción que no está dispuesta siquiera a atravesar la instancia onerosa de la (re)escritura capaz de (auto)cuestionarse. Lo que queda es “forjarse un nombre” a fuerza de golpes de efecto, producción de una marca, ocupar los espacios para que no los ocupen otros, garantizar la presencia continua, construir el yo como pauta publicitaria. “Operación triunfo” bien podría ser el nombre de este lanzamiento impúdico de estrellas en el firmamento oscuro de la “poesía eterna”, otro de los mitos de las industrias culturales dominantes. Al final, lo que se juega es el éxito vacuo -el “instante de fama” del que hablaba Andy Warhol- de un nombre de (no) autor que se diluirá en la irrelevancia de una escritura desnutrida. Y si se objetara, contradiciendo sus aspiraciones, que todos finalmente estamos destinados a la disolución (algo que no podemos sino reafirmar) otra vez tendríamos que señalar que no toda disolución es equivalente.

-VI-


Preguntarse cómo podríamos participar en un proceso de cambio colectivo sin alterar esta fisonomía de la subjetividad, aturdida por el propio eco, no es algo que pueda postergarse. La “poesía” o incluso la “literatura” mal podría incidir en otros campos sociales si se limitara a reproducir sus pautas exitistas, prescindiendo del examen de sí. Reinventar la sociabilidad sin reinventarnos a nosotros mismos no sólo es inviable: reduce lo social a un teatro (o a una representación) en el que los “actores” ya estarían constituidos. Una concepción así, sin embargo, desconoce la condición constitutiva del lazo social: traza una relación instrumental con los otros. Que en esta “escena” algún poeta se anuncie como showman no sorprende. Forma parte del mercado presentado como“alternativo” –bastante precario por lo demás- que tampoco repara en ceder a la“modernización” económica, esto es, en incorporar dócilmente el discurso capitalista en la práctica del funcionamiento editorial “independiente”,incluso bajo la nada novedosa planificación estratégica.

En este sentido, incluso para quienes consideramos que la mercantilización de la “obra de arte” que producen las industrias culturales no es un fenómeno reciente, lo que inquieta no es solamente la orientación (frustrada) al lucro, sino la omnipresencia de la lógica de la mercancía en el mismo proceso de creación poética y la más descarada despreocupación por el valor tanto estético como político de esas creaciones. Para resumirlo en términos de Milán (17):

Lo que ha ocurrido realmente, aunque en apariencia resulte lo contrario, es una nueva sumisión del arte al estatuto social, frente a una sociedad del desencanto y del simulacro, un arte igualmente desencantado y simulador. Si bien apostar por la utopía histórica resultó la mayoría de las veces una caída abismal en el totalitarismo, desoír las lecciones de la experimentación y del rigor que nos legó lo mejor de la vanguardia es igualmente suicida.


Aunque es evidente que esta constatación no nos exime del examen crítico de una producción poética singular, de forma genérica la producción poética que domina la escena se ajusta estrictamente a esta descripción: arte desencantado y simulador. ¿No es, precisamente, el efecto que cabe esperar ante la hegemonía de una cultura de la resignación que puesto que ha desistido de cambiar el mundo se auto-impone acomodarse a él?

No es tiempo, sin embargo, de concluir. Quizás sí de plantear un debate y abrir espacio para una interrogación de nosotros mismos. Por lo mismo, lo antedicho no tiene otra pretensión que la de construir una aproximación tentativa, necesariamente incompleta, a una realidad poliédrica. No basta señalar una cierta obstrucción de la crítica en el campo poético si no determinamos, simultáneamente, la génesis de esa obstrucción. Dicho de otro modo: esa obstrucción no es sino un síntoma–un efecto sobredeterminado- de un modo hegemónico de producción cultural. Ello supone rebasar estrictamente un análisis del campo, para inscribir las prácticas poéticas en condiciones históricas más amplias: las que remiten a una cultura hegemónica de la resignación, ávida de goce dentro de los límites dados de una experiencia vital cercenada.



Como he procurado mostrar, si bien dicho análisis cultural no nos exime de nuestras responsabilidades ético-políticas, permite comprender ciertas modalidades del campo poético actual, particularmente su declinación tendencial del ejercicio de la crítica, tanto en la produccióncomo en la recepción poéticas. La primacía de un discurso del desencanto conduce, en este punto, a una reivindicación del sujeto convertido en mónada, atrapado en una lucha por la distinción que demasiado a menudo compromete un juego de pleitesías y abdicaciones inaceptables.

Para articular de forma esquemática el planteamiento inicial: la reproducción de clanes poéticos es consecuencia del afán de supervivencia dentro de un contexto político-cultural que oblitera la alteridad. De forma paradójica, el individualismo acérrimo culmina en una realineación del sujeto: ante la creciente percepción de fragilidad universal en una sociedad del anonimato, este «individuo»convierte su grupo en refugio cerrado, búnker en el que construir una identidad que siente amenazada. La búsqueda de reafirmación se hace visible, en el plano escritural, a través de un lenguaje de filiación que se manifiesta en la repetición de unos tópicos o lugares comunes que sustraen este tipo de producción poética del trabajo de la crítica. Esasustracción tiene implicaciones estilísticas importantes; ante todo, la demanda de una «estética de la transparencia».

En síntesis, el escepticismo radical se transforma en la celebración acrítica de una estética vacua que, a la par que consagra el relativismo como credo abstracto, se aferra de forma absoluta a su particularidad. Es desde ese horizonte como mejor podemos entender el oportunismo de posiciones semejantes: lo que cuenta es, ante todo, un asunto de reconocimiento por todos los medios. El inconformismo con respecto al mundo social se convierte en inconformismo ante la falta de reconocimiento del yo. En vez de contribuir a la producción de una ruptura tanto estética como política, repite el círculo de la transgresión. Lamímica del escándalo, pues, ha desplazado el espacio para un auténtico «acto»:da lugar a «actuaciones» poéticas en las que la falta de osadía crítica es suplida con una dosis de excentricidad.

Si esto es así, la condición de posibilidad de una«crítica literaria» es la crítica misma a unas prácticas poéticas que dan por presupuesto aquello que hay que demostrar: no sólo la validez de ciertas «categorías poéticas» sino también la validez de una división poética bipolar que excluye lo más relevante de la producción poética actual. Si bien desde hace tiempo esa división ha estallado, la persistencia de clanes poéticos parece ir en otra dirección: la del reforzamiento de unas fronteras que apuntan no sólo a la consagración poética de sus miembros, sino también a la exclusión de todo(s) lo(s) demás. Con ello, se plantea una lógica homogeneizante de la escritura que reproduce de forma dogmática un específico lenguaje de filiación. El abandono de una crítica del lenguaje, por lo demás, contribuye a un bloqueo más radical: la posibilidad de cuestionar los límites del presente. El goce egoico del reconocimiento es, simultáneamente, desconocimiento de un mundo herido.

Semejante situación provoca efectos devastadores sobre la misma significación de la «experiencia», reducida a unas pocas vivencias privadas sustraídas de toda (auto)reflexividad y separadas de forma inválida de sus condiciones de existencia. Lo que cuenta son las señas de identidad, incluso si esas señas se presentan como“alternativas”. Una experiencia así recortada, como procuré argumentar, tiene implicaciones no sólo en la crítica literaria al uso o en la lectura crítica de los discursos poéticos: borra la dimensión crítica de la producción poética dominante.

Una vez más, es preciso remarcar que estas formas artísticas no agotan el campo poético actual. Constituyen observaciones de índole general que deben ser matizadas a partir de resistencias efectivas y activas. Nadie está fuera, pero también es posible procurar estar dentro de distintos modos. ¿No deberíamos, entonces, intentar movernos donde el juego incomoda, admitiendo que sustraerse retóricamente del juego ya es parte de este juego? Procurar sostener una posición en exilio no tiene nada que ver con irse a otra parte o desistir de la escritura. Es impulsar el descentramiento tanto poético como ético, a partir del cuestionamiento del juego de la autoridad.

Otra poesía no sólo es posible: forma parte de una realidad que se produce en los márgenes de la producción discursiva dominante. El reconocimiento público que en ocasiones obtiene esta otra poesía,sin embargo, no tiene que inducirnos a engaño. Puesto que estamos dentro, nuestra salida sólo puede construirse desde las grietas. Una crítica por venir es la exigencia de esa otra poesía que ya está aquí. La hospitalidad ante esa poesía es, también, la hospitalidad ante otro mundo.

Arturo Borra

(1) En otro nivel habría que interrogar los presupuestos éticos de la crítica anónima. Por definición, el discurso anónimo es aquel que no tiene que responder por lo que dice. Esta peculiar irresponsabilidad ¿no abre camino habitualmenteal juicio dogmático que se sustrae del lugar precario en el que sitúa a sus“objetos” (d)evaluados? Y como práctica, ¿qué vínculo plantea con respecto a una más que pertinente osadíaintelectual?

(2) Lo dicho no niega que dicha estrategia sea necesaria ante la evidencia de una práctica ilegítima, como por ejemplo la concesión irregular de un premio. De hecho, he participado en varias de estas denuncias. Lo que sí pongo en cuestión es que esa estrategia sea válida al momento de analizar una problemática transversal.

(3) En “Diez preguntas sobre la urgencia: una entrevista a Eduardo Milán”, en periódico Rebelión,04-01-2012, versión electrónica: http://www.rebelion.org/noticia.php?id=142351.

(4) Gilles Deleuze y Félix Guattari (1978): Kafka, por una literatura menor, Era, México, p. 98.

(5) Desde esta perspectiva, si nos siguen resultando de interés escritores como el Marqués de Sade o Henry Miller ello se debe no tanto a su carácter transgresor, sino a su capacidad para subvertir determinadas normas relativas a la sexualidad, la moralidad o el sentido del “buen gusto”.

(6) La (carencia de) resonancia no es prueba de valor. El «valor estético», aunque carece de «objetividad», no es un asunto de“psicología de masas”: si bien todo valor se produce en específicos juegos de poder, ello no niega que su «validez» remita a un campo de intersubjetividad en el que la crítica puede y debe jugar un papel insoslayable.

(7) Slavoj Zîzêk (2004):“Lucha de clases o posmodernismo? ¡Sí, por favor!”, en VVAA, Contingencia, hegemonía, universalidad (2004), FCE, Argentina, p. 132.

(8) No se trata de argumentar contra la necesidad (subjetiva) de cierta autodestrucción; al fin y al cabo, puede que vivamos en un tiempo en el que un mínimo de escapismo resulte irrenunciable. Sin embargo, confundir necesidad con virtud no puede sino conducir a nuevas confusiones.

(9) Miguel Casado (2009): La experiencia de lo extranjero, Galaxia Gutenberg, Barcelona, p. 84.

(10) Chantal Maillard (2009): Contra el arte y otras imposturas, Pretextos, Valencia, p. 33.

(11) Este virtuosismo forma parte del mito de la poesía como técnica; aunque ese mito todavía goza de un cierto prestigio –piénsese en los que aún hablan de “poesía pura”, de“auténtica poesía”, de “poesía verdadera”-, apenas podría explicar el temblor de un poema. No nos permite comprender por qué un poema formalmente impecable puede dejarnos en el más indiferente de los estados. Que hay una dimensión técnica y retórica en lo poemático es innegable; que el efecto estético se reduzca a esa dimensión es completamente diferente.

(12) Roberto Juarroz (2000): Poesía y realidad, Pretextos, Valencia, p. 32.

(13) Queda por indagar en las condiciones histórico-locales de producción de ese desencanto, incluyendo el «franquismo» no sólo como régimen político, sino también como proceso cultural.

(14) Theodor Adorno y Max Horkheimer (1997): Dialéctica del Iluminismo, Sudamericana, México, p.9.

(15) Remito aquí a las reflexiones realizadas por Cornelius Castoriadis (1997): El mundo fragmentado, Altamira, Buenos Aires.

(16) Aquí deberíamos incluir categorías al uso como por ejemplo el de poesía femenina o poesía joven, como si la “feminidad” o la “juventud” fueran virtudes metafísicas independientemente a la calidad de la producción poética. A menudo, poesía femenina significa también poesía feminista, lo cual resulta mucho más interesante cuando logra desplazarse de la norma «heterosexista». Por su parte, poesía joven explota la imagen del enfant terrible (del que Rimbaud sería su adalid), como si la juventud fuera portadora esencial de algún valor intrínsecamente superador y emancipador.

(17) Eduardo Milán (2004): Resistir. Insistencias sobre el presente poético, Fondo de Cultura Económica, México,p. 60.


*Imágenes de Parkeharrison