miércoles, 11 de abril de 2012

Diez preguntas sobre el anarquismo: una entrevista a María Prado Esteban de Arturo Borra



1)      Al menos en la Europa de la última década algunos movimientos sociales –tal como ocurre con el movimiento 15-M- han reactivado de forma más visible un cierto espíritu libertario. ¿Qué factores inciden en este retorno del anarquismo? De forma inversa: ¿por qué ese espíritu libertario no cuenta con apoyos sociales más amplios?

El 15-M, en su sector más auténtico y popular, al plantear la cuestión del Estado y el autogobierno, puso sobre la mesa la cuestión central de toda acción revolucionaria. Sin embargo tal idea ha quedado reducida a genial intuición no desarrollada ni materializada en un programa.

La posibilidad de superar la sociedad con Estado requiere un proyecto que tome en cuenta la excepcional complejidad de tal objetivo, pero, a día de hoy, sigue siendo un “estado de ánimo”, una inspiración que no se expresa en propuestas fundamentadas.

El problema es que el pensamiento libertario sigue operando con ideas elaboradas hace más de cien años en una realidad muy distinta de la de hoy. La sociedad actual, de la “información y el conocimiento”, en verdad del adoctrinamiento y el oscurantismo, el fideísmo religioso y la barbarie, no puede ser vencida con proyectos que ignoran la potencia excepcional de los mecanismos de dominación puestos en marcha por los Estados desde la Segunda Guerra Mundial.

De hecho, muchas de las ideas y las luchas que hoy se presentan como anarquistas toman su referencia y sus análisis del bagaje político de la socialdemocracia y aspiran a ampliar el Estado del bienestar como paradigma de la completa felicidad social. La industria de la conciencia, dominada por la izquierda desde hace casi cuarenta años (pronto serán cuarenta años de paz) ha matado casi por completo el pensamiento libre y ha impuesto una visión deformada de la realidad a varias generaciones.

La revista “Estudios”, proyecto en el que estoy comprometida, pretende precisamente, contribuir a la renovación del pensamiento libertario, a su adecuación al siglo XXI por la investigación independiente, autogestionada y comprometida de las realidades del presente. Desde mi punto de vista este es el único camino a conseguir una presencia social auténtica y con futuro.

2)      Admitamos que no hay garantías para la promesa de otro mundo posible. En esas condiciones de incertidumbre, ¿cómo movilizar a diferentes sujetos colectivos en la construcción de un porvenir deseado?

Me parece fundamental partir del reconocimiento de que existe incertidumbre e indeterminación en el devenir humano. La concepción de la historia como proceso sin sujeto, que toma su modelo de la mecánica, ha sido uno de los productos ideológicos más nocivos que hemos heredado de la Ilustración; es profundamente desmovilizador y envilecedor pues hace confiar en que el desenvolvimiento del propio sistema contiene su negación y anula completamente la acción del sujeto que queda reducido a nada. La historia, en los hechos comprobables, es una sucesión de encrucijadas en las que se entretejen multiplicidad de factores y permite abrir, no todas, pero sí un manojo de posibilidades en cada momento histórico. De entre esos componentes las decisiones y la acción del sujeto, como sujeto social, es una condición cardinal, por lo tanto hay una responsabilidad tanto social como individual en lo que la historia es.

El problema de la movilización es cuestión esencial pero olvidamos a menudo que el sujeto humano se mueve por ideas antes que por ninguna otra cuestión. No son, por sí, las condiciones materiales, la pobreza o la opresión lo que alimenta las revoluciones sino la conciencia sobre el significado de esos hechos y, ante todo, la capacidad para idear otro modelo distinto. Por ello escribe Soledad Gustavo que “las revoluciones no son hijas del estómago sino de la conciencia”.

Es en este plano, el de la conciencia en el que el sistema tiene hoy la iniciativa de forma concluyente y definitiva. El sujeto de las sociedades de la modernidad tardía ha interiorizado el fondo esencial del Estado y el capitalismo. Está enfrentado trascendentalmente con sus iguales, es egotista y solipsista hasta la médula, se mueve únicamente por su interés personal, todo lo espera de las instituciones en la forma de servicios del Estado, confía en que el dinero es la base de todas las libertades y por lo tanto el bien más deseado. Adora la comodidad y deplora cualquier sacrificio. Su espíritu anti-burgués, cuando existe, se funda en la envidia de las formas de vida de los ricos, por lo que solo alcanza a considerar la posibilidad del reparto de la riqueza pero no le atormenta la desaparición de la libertad.

Nada hay que tenga menos influencia social que la idea de autogestión porque todo el mundo anhela más y más “servicios públicos” que resuelvan sus necesidades vitales de la cuna a la tumba. En esta situación movilizarse es, en primer lugar, crear un nuevo paradigma que supere los fundamentos de la sociedad con Estado y con capitalismo. Pero eso no es fácil porque hoy la felicidad (como tranquilidad de ánimo y pequeños goces domésticos) está muy por encima de la libertad como ideal de vida.

3)      La frontera entre marxismo heterodoxo y anarquismo no siempre resulta nítida, aunque sus diferencias con respecto al estado son conocidas. En este punto, ¿qué puede aportar ese discurso marxista al movimiento libertario? 

Creo que el pensamiento libertario no debería perderse en debates ideológicos en un momento tan complicado como el presente. Establecer sistemas de ideas generales e intemporales es la garantía de permanecer en la marginalidad a la que parece que nos abocamos. La otra posibilidad nos obliga a poner toda nuestra energía en el análisis de los grandes cambios que han tenido lugar tanto en la esfera del poder constituido como en la naturaleza de la vida y de la conciencia de las clases populares.

Será necesario hacer frente a problemas sociales que difieren (por la forma concreta en que existen) en mucho de las que enfrentaron el marxismo y el anarquismo en sus orígenes. El descomunal crecimiento de los Estados y la integración del pueblo en sus proyectos, el adoctrinamiento intensivo de la población en el sistema educativo, el uso de las ideologías en la forma de religiones políticas y la imposición de las mentiras útiles al poder a través de ellas, la obligación universal del trabajo a salario con formas de laborar cada vez más dirigidas, jerarquizadas, embrutecedoras y degradantes. La publicidad masiva, el consumo inmoderado y dirigido, la falsificación de la historia,  la destrucción de todas las formas de vida horizontal, la desaparición de la vida privada, la completa segregación entre los sexos, la desaparición de la socialidad, la destrucción del lenguaje, la victimización de amplios sectores sociales y el surgimiento de leves (por el momento) vientos liquidacionistas, todo ello como parte del proceso de deshumanización en curso que alumbra la aparición de un neo-siervo que ame y defienda su esclavitud.

Todo esto se produce  en el contexto de la grave crisis de Occidente que presenta multiplicidad de planos de conflicto; es la crisis del imperio occidental que ha sido el director de la historia en los últimos quinientos años, lo es también de sus formas políticas y económicas, es decir, es crisis de las elites mandantes, pero, a la vez, incluye la consunción de la experiencia histórica, cultural, antropológica y estética del pueblo que ha tenido en Occidente señas de identidad claramente positivas, propias y singulares respecto al poder, constituyéndose como sujeto histórico con mismidad y proyecto propio.

4)      ¿De qué forma podría concebirse la transición desde los actuales estados-nación a una sociedad sin estado, dando por sentado que los grupos hegemónicos ya despliegan todos los medios disponibles –sin excluir la violencia- para retener su régimen de privilegios? ¿Cómo se regularían los conflictos tanto en la vida pública como privada en esa sociedad autogobernada?

El Estado surgido de las revoluciones liberales, que no es estado-nación porque se constituye como coalición de las elites locales que imponen a los pueblos un modelo de poder centralizado y maximizado, ha cumplido un ciclo histórico y ha obtenido victorias de orden estratégico. El sistema no solo ostenta el monopolio de la violencia sino que le pertenece la iniciativa estratégica en todos los frentes; la desaparición del pueblo como sujeto colectivo con un proyecto ajeno al Estado y enfrentado con éste está a punto de ocurrir, con ello puede decirse que el sistema estatal-capitalista habrá culminado su proyecto histórico.

Aún en estas condiciones es pertinente que pongamos sobre la mesa la posibilidad de una sociedad sin Estado y los complejos problemas que tal ideal plantea. La democracia no puede sustentarse sino en un sistema de asambleas pero esta reunión, cuando se convierte en pura formalidad, no es eficaz ni resolutiva como ha demostrado el 15-M.

La competencia de la asamblea requiere de unos factores previos que es necesario conseguir y que afectan en primer lugar a la calidad de las personas que conforman el grupo. La participación política y la autogestión de la sociedad no es un ejercicio  lúdico, cómodo y relajado porque implica que toda la comunidad asuma la responsabilidad sobre los problemas comunes, es decir, se comprometa. Por ello una sociedad basada en los derechos, en recibir antes que en dar, no puede ser sin Estado, porque para superar el Estado la existencia de cada individuo debe estar volcada en los deberes y las obligaciones hacia los demás y hacia sí mismo evitando que se constituya un aparato de protección pues, como dice  Carl Schmitt  el “protejo ergo obligo es el cogito ergo sum de los Estados”.

Asumir las tareas que implica la dirección colectiva de lo común requiere mucho esfuerzo, por ello una sociedad hedonista no puede ser sin Estado. La convivencia ha de ser buena y plena para que las estructuras de gestión colectiva funcionen, por eso una sociedad del enfrentamiento, el individualismo gregario, el victimismo frente a los iguales y la intolerancia, no puede ser sin Estado. Para autogestionar la vida se necesita buscar soluciones creativas desde el estudio concreto y profundo de cada situación, la reflexión tiene que ser una tarea tanto personal como colectiva, por eso una sociedad dogmatizada, cargada de consignas y axiomas y de pereza mental no puede ser sin Estado.

Una sociedad sin elites de dirección exige, por ello, cambios fundamentales en la cosmovisión que hoy domina, ha de superarse el ideario burgués que impera ampliamente y poner otros valores y aspiraciones en el centro de la vida: la o el sujeto que conforme la viabilidad del gobierno de los iguales tiene ante sí una tarea épica y debe dotarse de la fuerza y energía para acometerla, cuestión que, básicamente, ha de hacer por sí mismo y no esperarla de nadie, ha de bregar por la convivencia superando la idea de que la afinidad sea el único bien y aprendiendo a mirar con respeto y consideración las opiniones diferentes, ha de rechazar el poder en todas las circunstancias y poner especial énfasis en no desearlo para sí, tiene que desplegar todas las posibilidades del propio entendimiento a favor de la colectividad, ha de superar el concepto de la justicia para aspirar al de magnanimidad, ha de aprender a permanecer en minoría con dignidad y en mayoría con tolerancia. Una sociedad que desee el autogobierno tiene, necesariamente, que poner en un lugar central el amor, porque una sociedad sin amor tiene que ser, necesariamente, una sociedad con Estado.

Más no basta con desearlo y constituir el “espíritu” de la revolución, habrá que enfrentar una enorme cantidad de problemas, políticos, materiales, militares y económicos. Si la asamblea es una estructura de autogobierno muy eficaz en el plano local ¿Cómo abordar el plano global? ¿Es necesaria la existencia de entes supralocales? ¿Cómo se han de dirimir los conflictos entre asambleas? ¿Cómo evitar que el germen del Estado se vuelva a desarrollar? A todas estas cuestiones habría que añadir todos los problemas derivados del inevitable choque con la violencia estatal. Son más, en realidad, las preguntas que las respuestas lo que significa que queda mucho por hacer.

5)      Uno de los reproches más repetidos con respecto a la izquierda es su dificultad de construir frentes de lucha en común. ¿Qué responsabilidades históricas tiene el anarquismo en la fragmentación de esos movimientos que buscan activamente una transformación social radical?

Creo que el pueblo fue y debería ser, en el caso de existir, uno. La unidad no ha de hacerse en torno a las estructuras orgánicas y los partidos. No estoy en contra de que existan agrupaciones de afinidad pero creo que no deben suplantar al pueblo como sujeto colectivo diverso, plural pero fusionado como grupo que aspira al autogobierno. Esto no se ha entendido históricamente, la organización de la política a través de camarillas y grupos de presión como partidos, que pertenece a la tradición de la deplorable revolución francesa, ha contaminado la vida social y parece que nos obliga a pensar en ese paradigma.

Por otro lado yo no considero a la izquierda, en cuanto estructura orgánica, como parte de las fuerzas de la revolución sino que ha sido, desde la transición, el principal artífice de los proyectos del Estado y el capitalismo y agente de la destrucción de todos los movimientos de masas no dominados por sus aparatos. Sin embargo entre las bases de los partidos de izquierda o entre quienes simpatizan con ellos hay muchas personas valiosas que autoliquidan su espíritu revolucionario en actividades estériles y reaccionarias.

En mi opinión no se trata de llegar a acuerdos con la izquierda sino en recuperar la unidad básica del pueblo superando la obsesión dirigista de los partidos políticos.


6)      ¿Por qué deberíamos renunciar a abrir un frente de lucha también (aunque no solamente) en las instituciones del estado, considerando que sus políticas nos afectan de forma directa? ¿Qué posibilidades reales hay de articular «representación parlamentaria» y «democracia directa»?

Si se desea el autogobierno y la autogestión, la sociedad sin Estado y sin capitalismo no hay nada que hacer en las instituciones. Hay que tener claro que en los “órganos participativos” no es donde se toman las auténticas decisiones, no son, por tanto, el verdadero gobierno de la sociedad, lo sustancial se decide en las altas esferas del ente estatal y, sobre todo, en el ejército, cuestión que hoy se ha olvidado porque vivimos envueltos en ese halo de irrealidad que crea la sugestión propagandista del Estado.

El voto no fue una conquista del pueblo en 1890 ni de las mujeres en 1931, fue el camino a establecer la cooperación de los de abajo en su propia esclavitud lo que sigue siendo verdad hoy. No creo, por lo tanto en la participación institucional, más bien considero que hemos de autogestionar el máximo posible de las cosas que nos afectan y mantenernos ajenos, tanto como sea posible, a los organismos del Estado.


7)      Una lectura habitual de la célebre expresión “pasar del gobierno de los hombres a la administración de las cosas” es que ese pasaje equivale a una clausura de lo político, esto es, a una sociedad reconciliada, libre de antagonismos. En caso que resulte válida esa lectura, ¿hasta qué punto no se reintroduce un principio teológico en la historia humana, esto es, una dimensión mesiánica en la que el Otro es plenamente integrado a la comunidad?

El gobierno de los “técnicos” es otra utopía reaccionaria, en ese constructo el ser humano desaparece en cuanto humano para reaparecer como ente o cosa que es administrado junto al resto de las cosas. Pertenece a ese ideario, que cobra fuerza en nuestros días, de que todo lo complejo, conflictivo, difícil y problemático debe desaparecer para dar paso a una sociedad de lo fácil, lo ligero y, sobre todo, lo simple. La simplicidad es un rasgo común al pensamiento utópico, el tecnoutópico y el religioso, con ello se ahoga la posibilidad de enfrentar los verdaderos problemas de la condición humana que son extremadamente complejos e intrincados y que tienen aspectos que permanecen en el espectro de la incertidumbre. Esos problemas son la urdimbre en la que se inserta cualquier proyecto político superador del Estado por lo que no ponerlos en el centro nos condena a permanecer en el sistema de gobierno de las minorías y la opresión de la mayoría.

Aceptar que ninguna sociedad perfecta y armónica nos espera, porque tal comunidad no sería ya humana, es la primera condición para poder aspirar al bien social posible. Solo puede concebirse el ascenso de la libertad como libertad limitada realizable, la buena convivencia como equilibrada relación entre lo individual y lo comunitario. Pero la relación entre la esfera personal y la social tendrá siempre un punto de contradicción y conflicto que solo puede ser superado parcialmente comprendiendo que lo colectivo, para darse como limitación de la opresión y no como su maximización (cosa que sucede por ejemplo en las sociedades orientales en el que cada individuo es, tan solo, el engranaje de la gran máquina social),  ha de basarse en la mejora y excelencia de cada sujeto que hará una aportación original, única y insustituible a la comunidad de modo que lo colectivo será tanto más potente cuanto más elevada sea cada una de sus singularidades.

8)      En algunas variantes ácratas, de modo similar a lo que ocurre en el liberalismo, la noción de «poder», circunscripta al estado, es concebida en términos negativos y represivos. Ahora bien, ¿qué implica desistir de toda forma de poder? ¿Qué puede hacer el antipoder ante poderes imperiales globales, despreocupados de la injusticia cotidiana y de la violencia que ejercen sobre millones de seres humanos?

El aparato académico gusta de los debates abstractos y conceptuales. El poder no es un concepto sino un hecho real materializable en múltiples actos. No deseo definirme sobre el poder en general sino entender el fundamento de la autoridad ilegítima, en primer lugar la del Estado, que es la fuente de la mayor parte de la iniquidad social. La sociedad actual se desgarra en luchas por la supremacía, en enfrentamientos múltiples entre facciones entregadas a conseguir cuotas de poder para sí frente a los otros iguales. El “homo hominis lupus” de Hobbes se ha hecho realidad y, con ello, la justificación del Estado que es el órgano imprescindible para poner orden en la jauría social. Todas las corrientes que azuzan estas batallas son agentes del Estado pues ocultan el origen del mal y lo señalan donde no es sino secuela y síntoma.

Lo es, por ejemplo, el feminismo que ha urdido una guerra civil entre los sexos con el argumento de que los hombres han abusado históricamente de las mujeres, una falacia que no es verificable cuando se contrasta con los hechos de nuestra historia (que no es la historia universal, obviamente), mientras que sí se puede confirmar que fue el Estado el que definió la obligación jurídica de la prevalencia del varón a través de sus leyes positivas (para nuestro tiempo el hito fundamental es el Código Civil de 1889). Sin embargo la conflagración entre mujeres y varones es muy positiva para el ente estatal que ha ganado a una parte de las féminas para sus planes y ha desactivado a otra gran porción que viven en la confusión y la parálisis por causa del conflicto psíquico que provocan tales construcciones que obligan a la mujer media a “comulgar con ruedas de molino” y reescribir su propia biografía para hacerla coincidir con la ortodoxia.

Quienes consideran, como Stirner, que el único dios verdadero es su propio Yo, y sacralizan el individuo aislado de sus iguales, enfrentado trascendentalmente con ellos para hacer prevalecer sus deseos, opiniones y necesidades, no son sino los funcionarios del Estado encargados de liquidar a su enemigo.

La pugna entre el Estado y el pueblo (si existiera) se daría en la forma de desafío entre dos poderes de naturaleza muy distinta, mientras el poder del Estado deviene de la hegemonía de la minoría y la dominación sobre la mayoría, el poder del pueblo reside en el pacto entre iguales en pos de unas metas elegidas y el compromiso para, unidos en lo sustantivo, permitir  la diversidad y el albedrío en todo lo demás. No sabemos si podrá darse tal combate singular y cómo podría manifestarse el choque con esos poderes imperiales globales. A lo largo de la historia muchas guerras asimétricas las ganaron los débiles; el ejército de Napoleón, el más potente desplegado hasta entonces en Europa, con 260 mil hombres fue mantenido en jaque por unos 50 mil guerrilleros, con una participación general del pueblo, incluidas las mujeres y con propuestas militares muy creativas y poco ortodoxas ¿Es imbatible el poder militar actual? No lo sabemos.

9)      La abolición de todo principio de jerarquía a menudo choca contra el reclamo de autoridad por parte de una subjetividad que con Guattari podemos denominar  «capitalística». ¿Cuáles serían los espacios estratégicos fundamentales para cambiar esa subjetividad dominante y qué papel deberían jugar los intelectuales en este proceso de cambio?

No creo en la función de los intelectuales sino en la autogestión del conocimiento. En la situación actual la tarea más apremiante es de orden intelectivo y a ello deberíamos entregarnos todos los que aspiramos a la transformación social positiva ¿Porqué habríamos de crear una casta intelectual? Más bien todos y todas hemos de asumir los quehaceres necesarios para ampliar la esfera de la revolución, sean estos del tipo que sean, poniendo las bases para crear el sujeto capaz de transformar el mundo que será, obligatoriamente, un individuo no especializado sino que aspire a la integralidad y a desplegar sus potencialidades en todos los campos.

Más es cierto que aún rompiendo con la coraza de la especialización cada sujeto seguirá siendo limitado pues la totalidad no es alcanzable por el individuo, por lo tanto cada uno, al aportar aquello en que es mejor, ejercerá una cierta autoridad sobre los demás. Este hecho, per se, no supone establecer una jerarquía social pues quien sea autoridad en una parte será discípulo de los otros en otra. Claro que ello plantea una inquietante reflexión a tener muy en cuenta, que si una parte de la sociedad se derrumba en la comodidad y abandona sus obligaciones la jerarquía se impondrá casi de forma natural. Eso significa que una sociedad sin poderes ilegítimos solo lo será mientras mantenga a la casi totalidad de sus miembros en situaciones límite de esfuerzo y dedicación para sostener el ideal de la libertad y la convivencia humana y, por lo tanto, haga innecesaria la existencia de una casta intelectual, política o militar.

10)  La actual arremetida del capitalismo mundializado, facilitada por la institucionalización del estado de excepción, parece estar conduciéndonos a un punto de no retorno en el que el desastre ecológico y social es una posibilidad cierta, nada remota. ¿Cómo reinventar las luchas libertarias en el siglo XXI, considerando esta dinámica económico-política que nos enfrenta a una situación inédita en nuestra historia?

Nos hallamos, efectivamente, a las puertas de una catástrofe de dimensiones dramáticas. La principal tragedia del momento presente no es la económica o la ecológica, ni siquiera, con ser terrible, la amenaza de guerra, lo peor es la desintegración del ser humano que hoy se está realizando; una demolición planificada de la interioridad del sujeto que está siendo vaciado de todo lo autoconstruido para ser rellenado con materiales elaborados directamente en los dominios del Estado.

Comprender las estructuras de la deshumanización y las formas como ésta se produce es cardinal hoy pues solo comprendiendo este proceso es viable enmendarlo. Entre estos instrumentos están: el Estado del bienestar que ha despojado al individuo de la autogestión de las propias necesidades vitales y las de sus cercanos, convirtiéndolo en un infantiloide, inepto para la supervivencia, incapacitado para tomar decisiones en torno a su propia vida y ha destruido la trama de la convivencia horizontal que, al quedar sin funciones, era más fácilmente eliminable. El trabajo asalariado, que se organiza de tal manera que impide el acto del pensar, anula el juicio, embrutece de forma superlativa, educa en la obediencia ciega y ocupa una parte cada vez mayor del tiempo de vigilia de las personas; algunas corrientes  como el feminismo han hecho del salario la bandera de la emancipación creando una generación de mujeres que aman sus cadenas, adoran el embrutecimiento laboral diario, se enamoran de lo repetitivo, parcializado y dirigido desde fuera y renuncian, por ello, a la vida personal y privada. El aparato de adoctrinamiento que asalta al individuo permanentemente, que incluye la publicidad, la industria del espectáculo, con el cine a la cabeza, la “literatura” que no podría, si se examina con rigor, llamarse con tal término, el funcionariado estatal, las diversas ramas de la industria dedicadas a la conciencia y su modificación (psicología, sociología, etc.), la Organizaciones No Gubernamentales (que viven de las subvenciones y ejercen de apóstoles del Estado benéfico) y, sobre todo, el sistema educativo y la universidad. El individuo del presente es así aleccionado de la cuna a la tumba y está en trance de, como el personaje de Orwell, no entender otra cosa que consignas.

La reescritura de la historia que materializa un desarraigo fenomenal del sujeto, un vaciamiento interior y una rotura con su pasado que es presentado como la suma de todo lo infame y corrompido; se complementa con la obligación política impuesta de escupir sobre la cultura occidental devenida, para las clases con poder, en origen de todos los males del mundo, de ese modo la experiencia civilizada de los pueblos europeos que ha tenido una presencia real y propia en la historia de Occidente es arrojada al vertedero de la historia camuflándola entre las perversidades realizadas por los poderhabientes.

Lo que asciende en este momento es un modelo de sociedad de la barbarie, un capitalismo esclavista, que ya se ha hecho real en China y los emergentes, un modelo político del despotismo ilimitado; probablemente para producirse el salto cualitativo a ese nuevo paradigma será necesaria una guerra,  lo que vendrá después solo podemos intuirlo.

Más allá de preguntarnos si es posible hacer frente a una situación de catástrofe civilizacional  como la que padecemos deberíamos únicamente preguntarnos si es necesario… y hacerlo.

viernes, 6 de abril de 2012

Nuevo blog para denunciar los abusos policiales

La brutal represión en Barcelona en ocasión del 29-M, con decenas de personas hospitalizadas y detenidas, ha desatado una cascada de críticas contra las actuaciones policiales, ordenadas por el conseller del interior de Catalunya, especialmente explícito en su afán de criminalizar la legítima protesta social. Para facilitar la denuncia de las víctimas de esa represión (y de las que vendrán), ciudadanos agredidos por el poder policial han abierto un blog con decenas de testimonios, que puede consultarse aquí.

No caben dudas que estamos asistiendo a la consolidación de un estado de excepción donde las autoridades que presuntamente deberían atenerse al derecho son los primeros en transgredirlo con absoluta impunidad (sin olvidar la actual voluntad de sancionar leyes antidemocráticas que conviertan el ejercicio público de la disidencia en una práctica calificada de terrorista).

En este contexto, hay que seguir recordando la reflexión de Benjamin al respecto: "Lo ignominioso de esta autoridad [policial] consiste en que para ella se levanta la distinción entre derecho fundador y derecho conservador. (…) las competencias de la policía rara vez le son suficientes para llevar a cabo sus más groseras operaciones, ciegamente dirigidas en contra de los sectores más vulnerables y juiciosos, y contra quienes el Estado no tiene necesidad de proteger las leyes. (…) El «derecho» de la policía indica sobre todo el punto en que el Estado, por impotencia o por los contextos inmanentes de cada orden legal, se siente incapaz de garantizar por medio de ese orden, los propios fines empíricos que persigue a todo precio. De ahí que en incontables casos la policía intervenga «en nombre de la seguridad», allí donde no existe una clara situación de derecho (…)”.

¿Qué legitimidad democrática puede tener una institución así, que ejerce la violencia informe de manera “inconcebible, generalizada y monstruosa” al decir de este autor ? La respuesta no es sencilla, pero la pregunta mantiene su vigencia y más en un contexto actual de cargas policiales absolutamente desproporcionadas (disparos a la cabeza, uso generalizado de gases lacrimógenos, cargas indiscriminadas, infiltración de policía secreta, detenciones arbitrarias, etc.), ligadas al abuso de autoridad permanente por parte de quienes la detentan. La política del miedo que pretenden impulsar sólo puede sostenerse en un giro policial del estado que no duda en usar la violencia sistemática como "método disuasorio". Extraña retórica la que el autoritarismo político de la derecha está construyendo... Y para quienes quieran más muestras de que no se trata de ninguna exageración, aquí tenéis algunas:  






 

viernes, 30 de marzo de 2012

Más sobre la policía secreta infiltrada en las manifestaciones de Barcelona

Un día después de los incidentes de Barcelona, atribuidos a presuntos "grupos radicales" o "antisistema", una vez más comprobamos la presencia de policía secreta infiltrada en las movilizaciones, encapuchados como los "sospechosos" a los que persiguen. Una retórica gubernamental cada vez más autoritaria, en este caso, se articula a métodos de dudosa vigencia democrática. 

Lo más decisivo: en menos de 24 horas, el gobierno catalán ya prevé la instauración de leyes contra lo que llaman la "kale borroka". Sólo la ceguera podría hacer suponer que esta inmediatez entre incidentes y criminalización de la protesta social es casual. ¿Han sido las mismas autoridades gubernamentales las que han infiltrado para reventar una huelga y luego poder instaurar un estado de excepción legitimado por la actuación marginal de estos grupos de identidad desconocida? ¿Qué tipo de legalidad respalda este tipo de prácticas policiales que incluyen hasta agresiones a manifestantes? Y si se observa el tercer video, la pregunta se hace insistente: ¿no será la policía quien produce incendios para justificar la creciente represión, con nuevas leyes que coartan la libertad de reunión y manifestación? El cuarto video así lo sugiere.

Un nuevo capítulo de la guerra sucia... y nuestra indignación en aumento... 

A.B.







martes, 27 de marzo de 2012

Lo que nos lleva (más allá): huelga general y movilización colectiva permanente



El paro como mal endémico no da cuenta de la magnitud del daño que el capitalismo produce en nuestras vidas. Si una de las pocas industrias que todavía crece, de forma  descontrolada, es la pobreza y la marginación social, eso significa que una huelga general realizada por los trabajadores no logrará cubrir más que una parte (significativa pero radicalmente insuficiente) de nuestras reivindicaciones no sólo económicas sino también políticas.

Estamos en un umbral histórico en que el capital concentrado -en su alianza obscena con un estado reconfigurado como estado policial- “va por todas”: la precarización de la vida es una realidad palpable y el festín obsceno de nuestros amos no parece conformarse con eso. Ante esta reduplicación de sus apuestas más funestas, a menos que aceptemos el arrase de nuestros derechos, no podemos sino intensificar nuestras luchas, desafiar las políticas del miedo, movilizar nuestras voluntades hasta el punto donde ya no sea posible que “las cosas (incluyendo los humanos cosificados) funcionen”.

Si los sindicatos mayoritarios han terminado convocando a una huelga general no será solamente por el candado que les echaron en la puerta de La Moncloa, sino también por la presión que ejercen las luchas sociales crecientemente articuladas frente a una política de saqueo de conquistas vitales que, en otro tiempo, muchos imaginaron definitivas.  

Aunque el sentido de la huelga general del 29-M no es para todos los convocantes el mismo, en todos los casos hay un punto en común: quedarse inmóviles frente a esta arremetida neoconservadora es un suicidio colectivo. No es consuelo que los trabajadores «rompehuelgas», fieles vasallos de una derecha obediente a los mandatarios europeos del ajuste, también sufrirán en cuerpo propio los efectos nefastos de esta reforma laboral que, parodiando a Lenin, se limita a conceder todo el poder al empresariado.

Una huelga general, sin embargo, no bastará para frenar y subvertir la actual política gubernamental, a menos que sea el eslabón inicial de una cadena de movilizaciones permanentes, en la que se articulen diferentes modos de lucha. Puesto que la magnitud de la catástrofe social va mucho más allá de una tasa de paro elevada, una huelga general no puede tomarse más que como punto de arranque, como una actualización de un cierto espíritu de la revuelta que sólo puede materializarse en la radicalización de los antagonismos sociales, esto es, en la erosión de una hegemonía política que amenaza con institucionalizar lo peor en nombre de la urgencia.  

Pero lo sabemos bien: el actual sistema político-económico produce un excedente de vidas humanas condenadas a ser parias, sin acceso al empleo (no digamos ya de calidad), pero también sin acceso a la vivienda, a servicios públicos en proceso de privatización, en suma, a una vida digna. Las «periferias interiores» del capitalismo son cada vez más anchas y forman el punto muerto de una economía del excedente que desecha ingentes masas de seres humanos “no-reciclables”.

Que en España esta política económica agrava sin precedentes este drama, ampliando más todavía la desigualdad socioeconómica y generalizando el precariado es evidente.  La contrarreforma iniciada tiene capítulos diversos y la reforma laboral no será la última estocada a las clases populares. La huelga general no cambiará nada si no es principio de una movilización permanente. Porque no basta con que se conserven los derechos laborales conseguidos si estos no sólo se incumplen en multitud de ocasiones por parte de una casta empresarial rapaz sino que además ya contienen la marca del expolio y la explotación laboral.

La realidad de los «trabajadores precarios» no es la excepción sino la regla en estas condiciones. De modo más general, la realidad de una ciudadanía de segunda mano global afectada por el deterioro de sus vidas es cada vez más indisimulable. La economía política del capitalismo es, de forma visible, la economía del reciclaje/eliminación de las vidas humanas reducidas a material de descarte. La muerte o supervivencia de millones no es asunto de su interés. Para atajar su “peligrosidad” están los estados como gestores de la crisis, con su ejército de expertos del ajuste (cómplices de un orden criminal que les llena los bolsillos y enflaquece sus sensibilidades).

La huelga general sólo nos llevará más allá de este paisaje arruinado si se articula a una práctica de disidencia radical. Esperar una simple restauración o conservación de la situación precedente, como querría una postura social-demócrata, es erróneo. Lo que está en juego no debería ser la mera defensa del estado de bienestar o de un mercado laboral capitalista que desde siempre aceptaron la desigualdad y la explotación como datos de partida. Lo que más bien se juega, aquí y ahora, es nuestro sentido de justicia: la posibilidad de que nuestras vidas no queden reducidas a la supervivencia entre escombros.


Arturo Borra

jueves, 22 de marzo de 2012

Más allá del problema del paro: capitalismo y marginación sistémica



1) Un desplazamiento de problemática: del paro a la marginación
 
Producir una interpretación crítica del presente reclama ante todo desplazarse de unas problemáticas y unas categorías de análisis que, a fuerza de circulación, tienden a instalarse como obvias. Es esa obviedad de las lecturas la que dificulta la posibilidad de la crítica. La repetición dogmática y omnipresente de un discurso de la crisis, con su centramiento excluyente en el problema del paro, omite una problemática comparativamente más grave en las sociedades europeas actuales: el crecimiento acelerado y constante de la «pobreza» y de la «exclusión social». Aunque la cuestión del «desempleo» es sin dudas relevante, tal como es construido en el discurso hegemónico produce un efecto de oscurecimiento con respecto a un drama mayor, que es el número creciente de personas que no acceden a una cobertura satisfactoria de sus necesidades vitales más elementales, con todas las consecuencias psíquicas y sociales que ello acarrea.
 
Incluso una tasa de paro inaceptable como la actual -que en España se acerca ya al 25 %- resulta insuficiente para reconstruir un diagnóstico crítico del presente. La tasa de desempleo no representa de forma suficiente la magnitud de la catástrofe social, producto de unas políticas públicas que han recortado drásticamente el gasto social y de una economía que estructuralmente no sólo no está en condiciones de garantizar el pleno empleo, sino que expulsa a una parte cada vez más relevante de la “población activa”.
 
En estas condiciones, el actual sistema político-económico produce un excedente que no tiene ninguna probabilidad de inclusión laboral (de la misma manera que también dificulta su acceso a la vivienda, a servicios públicos crecientemente restrictivos como la educación escolar y la sanidad, a la participación en proyectos culturales autónomos o a consumos culturales que no se agoten en la estereotipia normalizante de los massmedia y de la industria cultural dominante).

La lógica de lo urgente posterga la reflexión sobre lo que, en este contexto, podría ser otra forma de existencia social. El hueso del “paro” –convertido en un significante vacío que explicaría todos nuestros males presentes- impide siquiera pensar en las condiciones económicas, políticas y culturales determinantes que han provocado esta situación. Difícilmente podremos desarticular ese discurso hegemónico si no cuestionamos el modo y los términos en que construye los “problemas” que luego promete resolver de forma falaz. Para formular la pregunta en la terminología aséptica al uso: ¿qué posibilidad de “reinserción laboral” tienen los “parados de larga duración”, pertenecientes a “colectivos especialmente vulnerables” en “riesgo de exclusión social” en las condiciones del presente? La respuesta es evidente: ninguna. Constituyen un sobrante de vidas humanas de las que puede prescindir sin dificultad alguna.

Dicho lo cual, seguir insistiendo en resolver el problema del paro sin inscribir esa problemática en un contexto histórico-político concreto resulta una necedad. Si bien una alta tasa de paro sigue resultando funcional al disciplinamiento social -garantizando la caída del salario real, modalidades precarias de contratación, condiciones laborales inaceptables y creciente desindicalización-, resulta ilusorio suponer que la inclusión estadística en esa “tasa de paro” podría equivaler, sin más y de forma general, a la posibilidad de una reinclusión laboral de todas las categorías de parados. Dicho de otra manera, en nuestro presente resulta cada vez más nítida la segmentación de los parados, en la que algunas de sus categorías ni siquiera cuentan como “ejército de reserva”: forman parte estructural de la «periferia interior» del capitalismo; el punto muerto de una economía del excedente que en su derroche necesita desechar ingentes masas de seres humanos “no-reciclables”, esto es, definitivamente no-empleables.

En ese sentido, podría hablarse de una suerte de desacople entre lo simbólico y lo real en el discurso hegemónico: por una parte, una tecnología estadística y unos medios masivos que a la vez de garantizar la hipervisibilidad de unas cifras de desempleo absolutamente desmesuradas, impiden conocer las condiciones que las producen; por otro, unos cuerpos sufrientes que sólo son incluidos en su equivalencia económica general (como desempleados), pero no en la singularidad irrepresentable de su drama vital.

Por su parte, las actuales políticas económicas en España (aunque la referencia podría extenderse a otros países europeos) no hacen más que agravar esta situación estructural con medidas y decretos-ley que ahondan la opción de las contrarreformas laborales y el ensanchamiento de la desigualdad, esto es, el camino de la universalización del precariado: congelamiento salarial, ampliación de jornadas laborales, incremento de la temporalidad, aumento de la movilidad geográfica y funcional, abaratamiento del despido y ampliación de las causas objetivas para hacerlo procedente (incluyendo la disminución de ingresos en tres trimestres consecutivos), facilidad para descolgarse de los convenios colectivos por parte de las empresas,  incremento de la desigualdad en los términos de la negociación colectiva, deterioro de los derechos en materia de salud de los trabajadores, etc. No es mi objetivo analizar la reforma laboral sancionada recientemente; me contentaré con señalar, como ya lo han hecho en otras ocasiones precedentes, que esa reforma agravará más aún el problema del desempleo y constituye una política regresiva que concede poderes absolutos al empresariado, consolidando la asimetría en unas relaciones laborales ya de por sí desequilibradas.

Sin embargo, el auténtico pánico moral ante la posibilidad del paro (1) no debería hacernos olvidar algo más fundamental: I) que “empleo” no equivale en absoluto a una “garantía” en la cobertura de las necesidades básicas ni mucho menos a un presunto “ascenso social” e, inversamente,  II) que el “desempleo” no equivale, en términos sociales, a “pobreza” de forma invariante. En otras palabras, el acceso al empleo no equivale a salir de una situación de pobreza. La categoría de «trabajadores pobres», sin embargo, mantiene el equívoco, por sugerir la posibilidad de que un trabajador podría no serlo: la idea de un «trabajador rico» es una contradicción en los términos. En efecto, las social-democracias europeas han construido la promesa de una mejora de las condiciones económicas de vida mediante el trabajo asalariado. No es mi propósito negar algunas conquistas al respecto asociadas al estado de bienestar, pero en esta fase histórica es claro que esas conquistas están siendo literalmente demolidas por las propias políticas de estado. El brutal expolio sistémico al que están siendo sometidas las clases trabajadoras -por más dispositivos ideológicos de legitimación que se desplieguen para sostener lo contrario y a pesar de la omnipresente maquinaria de propaganda masiva que trabaja para reconvertir simbólicamente el expolio en oportunidad de empleo- no deja margen de duda. La política de “mejoras salariales” (cuestionada por Marx por no apostar a la abolición de las actuales relaciones de producción) se revela finalmente como ilusoria: la precarización de todas las categorías de trabajadores implica un nuevo lazo entre trabajo asalariado y carencia, incluso si no todas esas categorías sociolaborales están similarmente afectadas por la precarización.

Si por una parte “empleo” no significa a secas “inclusión social”, inversamente, “desempleo” no significa necesariamente “pobreza” en la medida misma en que las prestaciones sociales del estado de bienestar –minusválido por lo demás- sean preservadas y potenciadas. No es difícil advertir que también ese dique de contención está siendo dinamitado, abriendo la última compuerta para la sobreproducción de nuevos pobres. Con el giro neoliberal europeo (un giro que en España se produce explícitamente a partir de mayo de 2010, aunque con antecedentes indiscutibles) el común denominador entre “trabajadores asalariados” y “parados” será crecientemente un régimen de carencias estructurales (potenciado por una cultura consumista que produce una intensificación de deseo que termina arrasando al propio sujeto deseante).

La tesis marxiana de la paulatina proletarización de la sociedad adquiere hoy otro sentido: remite no ya a un crecimiento relativo de trabajadores asalariados (dado el aumento porcentual del paro y la disminución global de trabajadores en el aparato productivo), sino al incremento de la “prole” en situación de miseria o, en mayor medida, en condiciones deficientes de vida (con independencia a si el sujeto accede o no a los mercados de trabajo). En la raíz etimológica de término está contenida esta doble significación. Como es sabido, en El manifiesto comunista, «proletario» equivale a miembro de la clase obrera, o más ampliamente, de la clase asalariada: en contraposición a la burguesía como propietaria de los medios de producción, proletario es aquel que no puede vender sino su «fuerza de trabajo». En las condiciones actuales, la raíz del término adquiere una nueva resonancia: “proletarii” es aquel que no puede aportar más que prole a una formación que los deshecha. No cuentan ni siquiera como «fuerza de trabajo». Se trata, pues, de la producción por parte del capitalismo financiero de una ciudadanía de segunda mano global afectada por la pauperización de sus condiciones de vida y sólo tangencialmente vinculada al mundo de la producción (económica).

Aunque se insista en el carácter cíclico de la economía capitalista (con sus momentos contractivos y expansivos) y se enfatice la necesidad de reconversión o “reciclaje” (y el término ya es un síntoma) de los perfiles laborales para mejorar la “empleabilidad”, lo que está en juego no es la inclusión universal de los otros en igualdad de condiciones, sino el trazado político-cultural que establece la frontera entre los sujetos que pueden acceder a algún tipo de trabajo en condiciones de creciente deterioro material y los que no tienen la más mínima posibilidad de ser reincluidos en ese campo, ni siquiera en sectores donde la explotación laboral adquiere visos más esclavizantes aún.

Abogar por un desplazamiento de problemática equivale a dejar de situar el desempleo como causa de la “pobreza”, para pensar la producción de las carencias estructurales –incluyendo el paro- como consecuencias necesarias del capitalismo financiero (avalado tanto por los estados nacionales vigentes como por las instituciones políticas y financieras internacionales). Si bien esta producción de carencias es consustancial al capitalismo –mucho más, tras el “derrumbe del Muro” en 1989-, la centralización del sistema financiero en su fase actual y la primacía mundial de las grandes corporaciones trasnacionales acrecienta de forma drástica estas condiciones en el núcleo mismo de la economía del excedente. La liquidación de millones de puestos de trabajo, el desajuste entre mano de obra excedentaria y necesidades productivas y el desguace de un fallido estado de bienestar conducen en este punto al incremento porcentual de la población en esta situación marginal. Si la promesa del “pleno empleo” constituye una imposibilidad estructural en este modo de producción, en las actuales condiciones (y no sólo en Europa) esta imposibilidad consolida la realidad de la carencia expandida en cientos de millones de personas, declaradas técnicamente prescindibles.

La conclusión es drástica: desde la perspectiva del capital, esos millones de vidas humanas carecen absolutamente de relevancia, tanto desde la dimensión de la producción como del consumo. El “problema” queda restringido a la gestión de esta masa marginal. Se trata de una ciudadanía de segunda mano, cada vez más extendida, tratada en la práctica como «deshecho humano» (por usar los términos de Zygmun Bauman), esto es, como excedente que hay que reciclar en cierta medida (2). Apenas somos suficientemente conscientes de lo que supone construir el planeta como una poderosa y descontrolada fábrica de residuos. La naturalización de una «cultura de los residuos» carece de precedentes. Ante el “horroroso espectro de la desechabilidad” (3), incluso quienes serán los próximos en la lista prefieren frecuentemente cerrar los ojos o desviarse hacia un centro comercial, soñando con hacerse «indispensables» a partir de unos «méritos» con fecha de caducidad.

Desde una perspectiva sistémica, lo que cuenta no es ya la existencia misma de esas vidas sino meramente su tratamiento: su gestión como residuos. Si por un lado la falta absoluta de reciclaje podría conducir a riesgos más o menos imprevisibles (terrorismo, criminalidad, trata de personas, etc.), la inversión que supone el reciclaje (formación para el empleo, subsidios, ayudas a la vivienda, programas de reinserción laboral, ayudas para la cooperación y el codesarrollo, etc.), en la actual ecuación basada en el rendimiento, no puede ser más elevada que el costo de desecharlos completamente. De modo periódico, la economía política del reciclaje deberá decidir hasta qué medida recicla.

No hay ningún significado estable en ese cierta medida. Si el límite de la social-democracia era la indigencia (reciclar para evitar la miseria o pobreza extrema dentro de las fronteras nacionales), el neoliberalismo no parece tener un límite intrínseco: las únicas razones para el reciclaje residen en la gestión del riesgo, esto es, en regular la aparición de la “amenaza terrorista”, el incremento de la “delincuencia” y la aparición de “movimientos sociales” con potencial subversivo (identificados, en última instancia, como una variante local del terrorismo global [4]). En el contexto de la globalización capitalista, no es la evitación de la muerte de millones lo que importa sino la gestión de un excedente de supervivientes que hay que mantener bajo control. La constitución del capitalismo en una máquina biopolítica fascista, ligada a regulaciones culturales específicas, no es ninguna metáfora: cada día, por medios diferentes, confina y elimina flujos humanos “técnicamente prescindibles”.

2) La problemática de la marginación sistémica

Aunque el alcance de las tesis precedentes rebasa cualquier realidad nacional, algunas informaciones empíricas al respecto, atinentes a la situación en España, ilustran la realidad de esta catástrofe evitable. Según el último informe disponible realizado por la “Red de lucha contra la pobreza y la exclusión social EAPN” (5), ya en 2010 había en España 11.666.827 de personas en situación de pobreza, un millón más que en 2009. A pesar del compromiso formal con la estrategia común de la Unión Europea de reducir para el 2020 en un 25% la pobreza en los propios países miembros, la tendencia (no sólo a nivel nacional) es exactamente la contraria. La conclusión del informe es inequívoca: “La diferencias entre los datos de 2009 y 2010 muestran un avance claro de la pobreza y la exclusión social, que las medidas y estrategias no han logrado detener, menos aún disminuir”.

La medición del riesgo de pobreza y exclusión social se basa en el indicador propuesto por la Unión Europea, denominado AROPE (At Risk Of Poverty and/or Exclusion) e incluye los factores de la Renta, la Privación Material Severa (PMS) y la Intensidad de trabajo. La resultante es que en el año 2010, el índice de pobreza y exclusión social para España es del 25,5%. Esto significa que ya en 2010 uno de cada cuatro residentes era pobre. Siguiendo el informe, incluso en los momentos de prosperidad económica de la última década no se redujo en absoluto la pobreza y la exclusión. Contra cualquier fabulación ligada a una «teoría del derrame», se puede corroborar estadísticamente la hipótesis contraria: el crecimiento económico es perfectamente compatible con el crecimiento de la pobreza.

Por su parte, en la estimación del INE se plantea una variación de poco menos del 5 %. Según el Instituto Nacional de Estadística, en 2011, el 21,8% de la población residente en España está por debajo del umbral de riesgo de pobreza (situándolo en 2010 en el 20,7% [6]). Aunque la medición según el AROPE sería ostensiblemente superior para 2011, en cualquier caso los resultados son de por sí suficientemente graves como para advertir un crecimiento de la pobreza que las actuales políticas neoliberales no harán sino agravar de forma vertiginosa, tal como ocurrió en el contexto latinoamericano en la década de los 90 del siglo pasado. 

Si bien no es mi propósito iniciar en este contexto una discusión técnica sobre las mediciones de la pobreza, es importante señalar que “(…) hablar de pobreza hoy en día significa aproximarse a un complejo mosaico de realidades que abarcan, más allá de la desigualdad económica, aspectos relacionados con la precariedad laboral, los déficit de formación, el difícil acceso a una vivienda digna, las frágiles condiciones de salud y la escasez de redes sociales y familiares, entre otros” (7), lo que exige, según estos autores, introducir un concepto más amplio de «exclusión social», que contempla mecanismos de marginación más complejos y multifacéticos que los considerados en el concepto de «pobreza».

Si comparamos estas informaciones con las macrotendencias mundiales se puede comprobar que los índices de pobreza nacionales se aproximan a la tasa de pobreza mundial. Sin embargo, mientras organismos como el Banco Mundial prevén una disminución de la pobreza extrema en el mundo, organismos como la OCDE prevén su aumento en España. Los altos índices de pobreza y exclusión social que en otros períodos históricos se atribuían, de forma eufemística, a los “países en vías de desarrollo”, corresponden hoy a una buena parte de los países presuntamente “desarrollados”. Por lo demás, si bien hay sobradas razones para anticipar un crecimiento de la pobreza en España en los próximos años, hay también buenas razones para poner en duda el optimismo eufórico que organismos como el Banco Mundial muestran con respecto a la disminución de la pobreza extrema o pobreza absoluta a nivel mundial en el período 2005-2010. El problema de esta medición es doble: no sólo precede a la recesión o desaceleración de los países centrales y a la crisis financiera mundial (los últimos datos refieren a 2008), sino que no establecen ninguna correlación entre diferentes políticas económicas y las variaciones significativas en la distribución geográfica de la pobreza. Según los datos aportados, la tasa de pobreza disminuyó del 52% de la población mundial en 1981 al 42% en 1990 y al 25% en 2005 (unos 1400 millones de personas), lo que probaría que el “mundo está bien encaminado”. Sobre la base de esas estadísticas, el BM estima que para 2015 la población en situación de pobreza extrema será de 883 millones de personas (correspondientes a un 15 % de la población mundial [8]). Sin embargo, no tenemos ninguna razón para tomar en serio estas proyecciones tranquilizadoras: su base estadística es inválida, en tanto omite los efectos de la debacle iniciada en 2008 sobre la población mundial.

La fantasía de un “mundo bien encaminado” hace indiscernible la pregunta acerca de qué países han logrado disminuir la pobreza extrema y cuáles no. La conclusión es nítida: en el grupo en que la pobreza extrema se ha reducido se sitúan diferentes países latinoamericanos y asiáticos, mientras que en el grupo en el que ha aumentado, se encuentran diferentes países europeos y EEUU, entre otros. Es válido, por tanto, extraer conclusiones contrarias a las del BM: los países que han mejorado sus índices de pobreza extrema son precisamente aquellos que se han negado a aplicar los recetarios neoliberales que este organismo financiero prescribe. En este sentido, su euforia infundada no permite dimensionar en lo más mínimo la magnitud del desastre en términos de un empobrecimiento social generalizado que, sin llegar al límite de la miseria o la pobreza extrema, viven en situación permanente de “riesgo de exclusión social”. Basta mencionar el Indicador de Pobreza Multidimensional (IPM), elaborado por la ONU y la Universidad de Oxford, para poner en duda las estimaciones del Banco Mundial. Según este IPM, en 2011 a nivel mundial hay más de 1.700 millones en situación de pobreza extrema, es decir, un tercio de la población mundial, planteándose graves privaciones en salud, educación o nivel de vida (9).

En síntesis, la hipótesis del declive de la pobreza extrema no hace sino ocultar la creciente desigualdad socioeconómica a nivel mundial y el aumento de personas que se mueven entre la línea de la pobreza relativa y la absoluta. Es suficientemente sintomático que 4.000 millones vivan con una renta per cápita anual inferior a los 1.500 dólares (aunque desde luego el poder adquisitivo real varíe según los países) y que el 20% de la población más rica acapare más del 85% del consumo mundial. Aunque podríamos seguir ahondando en estos aspectos, lo antedicho alcanza para concluir que España está afectada por un proceso de precarización generalizada que no es en absoluto inédito en la historia del capitalismo, sino uno de sus axiomas fundamentales: la marginación sistémica como condición de su reproducción ampliada.

3) El mundo como vertedero

La noción misma de «exclusión social» no debe inducir a engaños. Dar cuenta del umbral en el que vivimos supone no perder de vista dos realidades yuxtapuestas que aquí no puedo más que mencionar grosso modo. La primera puede conceptualizarse bajo el concepto de «inclusión subordinada», en la que cabe analizar bajo qué modos jerárquicos y subalternizantes se produce la inclusión de las personas no sólo en el campo laboral sino, en general, en la vida social y cultural tanto en los países centrales como en los periféricos. Más que reforzar la dicotomía entre inclusión y exclusión, se trata de analizar qué tipo de inclusión se produce con respecto a determinados colectivos y el modo en que se producen las «periferias interiores» de los países centrales. El ejemplo de los “colectivos de inmigrantes”, en el plano de los mercados de trabajo, es claro. Además de ser una de las poblaciones que más padece la exclusión laboral directa (en España superan en más de 13 puntos el porcentaje de parados locales), es uno de los colectivos que más afectado está por este tipo de inclusión segregada, confinados en unos pocos sectores económicos de baja cualificación, con salarios más desfavorables con respecto a los trabajadores locales, con mayor nivel de temporalidad, en puestos subalternos y otros perjuicios sistémicos (10). La tranquilizadora idea de “inclusión” oculta la desigualdad radical en la que diferentes sujetos participan en un campo específico, sea el económico, el político o el cultural. Habrá que recordar, pues, que la inclusión no basta si no incluye, como principio constitutivo, la igualdad material.

La segunda noción que resulta central considerar es la de «exclusión inclusiva», acuñada por Agamben, que remite a lo que es incluido como excepción por el sistema y que, sin embargo, no pertenece a él  o, dicho de otra manera, “el ser incluido a través de una exclusión” (11). Extraer todas las implicaciones que suponen estas categorías rebasa estas páginas, pero lo dicho es suficiente para advertir que los “excluidos” son reincluidos de múltiples formas, bajo la marca de su estigma. Son objeto de múltiples políticas, situados fuera de una «normalidad» construida a partir de un «poder normalizante» (12) que desplaza de un  análisis económico a un análisis institucional que implica lo político y lo cultural: los “anormales” más que meramente abandonados, tanto para el estado como para el mercado y la industria cultural de masas, son portadores de una peligrosidad que debe controlarse de forma más o menos minuciosa y someterse a estrictas regulaciones que incluyen desde una política de reciclaje hasta una política de encierro, sin excluir mecanismos de excepción como la criminalización, el asesinato selectivo, la guerra franca o la propagación planificada de hambrunas y enfermedades endémicas.

Aunque los «anormales», estudiados por Foucault en otro contexto, no pueden ser identificados de manera válida con este ejército de sujetos marginados (lo que Bauman denomina «parias de la modernidad»), también es cierto que este ejército bien podría constituir en la actualidad una de sus especies. Producto de una marginación sistémica que adquiere modalidades diferentes ligadas al eje inclusión/ exclusión, la formación capitalista actual produce categorías identitarias de lo monstruoso que, no obstante asignarle un estatuto de excepcionalidad, tiende a convertirlas en regla.

Es precisamente esa regularidad de la excepción lo que se insinúa en un sistema-mundo convertido en un inmenso vertedero humano, en el cual «inclusión exclusiva», «inclusión subordinada» y «exclusión social» no sólo no se excluyen mutuamente, sino que se articulan en relaciones de contigüidad. De forma más visible que en otras variantes del capitalismo, la alianza neoconservadora entre economía de mercado, estado policial y cultura de masas lanza con fuerza renovada el interrogante acerca de la reconstitución del fascismo en nuestra sociedad globalitaria.
 
Arturo Borra


(1)     Para una reflexión sobre el efecto disciplinario del paro, remito a “Cuatro tesis sobre el trabajo en el capitalismo” en http://www.rebelion.org/noticia.php?id=139608.

(2)     BAUMAN, Zygmunt (2005): Vidas desperdiciadas. La modernidad y sus parias, trad. Pablo Hermida Lazcano, Paidós, Barcelona.

(3)     BAUMAN, Zygmunt, op.cit., p. 168.

(4)     La regulación de estos riesgos no equivale en absoluto a su supresión: el riesgo controlado es condición necesaria para la reproducción de la industria bélica y del extraordinario negocio de la seguridad. Tomando datos oficiales aportados por SIPRI, solamente bajo el rubro de “gasto militar”, en 2010 EEUU invirtió el 4,8% de su PIB, Israel el 6,5 %, Iraq el 6%, Jordania el 5,2%, Emiratos Árabes el 5,4%, Arabia Saudita el 10,4 %  y Rusia el 4 %, por mencionar algunos países que encabezan el gasto, muy por delante de China (2%) e India (2,4%) (http://datos.bancomundial.org/indicador/MS.MIL.XPND.GD.ZS/countries). A pesar de la crisis financiera y el endeudamiento invocados de forma permanente para justificar medidas de excepción y recorte, la amplia mayoría de los países han incrementado el gasto mundial en armamento, tal como informa el Instituto Internacional de Estudios para la Paz (SIPRI). A nivel global se han gastado 1,5 billones de dólares (1,2 billones de euros), lo que muestra una tendencia en aumento con respecto al año 2000 (http://www.dw.de/dw/article/0,,5643326,00.html). Si EEUU supera los 660 mil millones de dólares de gasto anuales, China le sigue con 100 mil millones de dólares y Francia con  más de 60000 millones de dólares. Aunque a menudo impliquen desajustes económicos importantes para los estados, la alta rentabilidad de las guerras es incontestable, del mismo modo que lo es la venta de armamento o la industria de la seguridad.


(6)     Para consultar el informe de prensa, http://www.ine.es/prensa/np680.pdf. Es claro que las variaciones metodológicas inciden en la medición. En este caso, el «umbral de pobreza» es medido en este caso por la distribución de los ingresos por unidad de consumo de las personas, fijado el umbral en el 60% de la media. De lo anterior se desprende fácilmente que la medición del INE se realiza sobre un indicador que contempla menos factores y, con ello, no es de extrañar que algunas situaciones reales de carencia no sean detectadas. Aún así, dicha investigación plantea que el 35,9% de los hogares no tiene capacidad para afrontar gastos imprevistos (op. cit).

(7)     Me remito aquí al estudio de Joan Subirats (director), Clara Riba, Laura Giménez, Anna Obradors, Maria Giménez, Dídac Queralt, Patricio Bottos y Ana Rapoport: Pobreza y exclusión social. Un análisis de la realidad española y europea, en  http://obrasocial.lacaixa.es/StaticFiles/StaticFiles/f28d31d9615d5210VgnVCM1000000e8cf10aRCRD/es/vol16_es.pdf


(9)     Para consultar el resumen de la pobreza multidimensional en 2011: http://hdr.undp.org/es/centrodeprensa/resumen/pobreza/

(10) He procurado hacer un abordaje más sistemático de esta problemática en “La discriminación en el mercado laboral español: crisis capitalista y dualización social”, en  http://www.rebelion.org/noticia.php?id=133998.

(11) Remito al respecto a AGAMBEN, Giorgio (2010): Homo Sacer. El poder y la nuda vida¸ trad. Antonio Gimeno Cuspinera, Pretextos, Valencia, p. 35 y ss.

(12) La genealogía de ese «poder normalizante» ha sido investigada por Michel Foucault en diversos textos, especialmente en Vigilar y castigar. Nacimiento de la prisión, trad. Aurelio Garzón del Camino, S.XXI, Argentina, 1989.

viernes, 9 de marzo de 2012

«La doctrina del shock», basada en el libro de Naomí Klein

Pretenden arrebatarnos nuestra historia, reescribirla según la gramática del miedo, privarnos de nuestra sensibilidad, sumirnos en el pánico. Todo ello facilita la aceptación de lo terrible en función de querer evitar lo peor. A su política que promueve la resignación, nosotros opondremos el llamado lúcido al sabotaje.


jueves, 1 de marzo de 2012

Sobre los presuntos "radicales" en la manifestación de Barcelona

La estafa sistémica y la violencia policial y política ejercida contra la ciudadanía necesita crear como compensación la imagen de una violencia callejera, encarnada en presuntos "radicales" que, en verdad, no son más que pretextos fabricados desde el mismo poder gubernamental. No es la primera ni la última vez que la policía se infiltra para reventar manifestaciones legítimas contra un saqueo politico-institucional sin precedentes democráticos.

Ante la falsa imagen de los "radicales" nuestro camino es la radicalización de la protesta social. Como la misma etimología del término "radical" señala, se trata de ir "a la raíz" de este problema: la ofensiva global del capital.