Escribir un poema contra la guerra no va evitar que los seres humanos sigan matándose entre sí. No persuadirá a quienes ejecutan prolijamente las órdenes genocidas ni, mucho menos, a quienes las imparten sin conmiseración. No alterará las decisiones estratégicas que las promueven ni permitirá cerrar una sola fábrica de misiles; no modificará los hilos de esa farsa que llaman “opinión pública” ni favorecerá el boicot a los que lucran con los muertos; no erosionará los silencios que se ciernen sobre los que sufren ni consolará a los que sobreviven. Un poema contra la guerra ni siquiera puede justificarse como catarsis. Horada, quizás, el curso sereno de la escritura, pero no subvierte las estructuras que sostienen la regularidad de ese crimen institucionalizado que es la guerra.
Escribir poemas contra la guerra no otorga a nadie un título de nobleza y hasta puede convertirse en una manera oportunista de procurar notoriedad (más fantaseada y efímera que otra cosa). La polémica es parte del espectáculo y escribir un poema sobre las penosas circunstancias de una guerra siempre corre el riesgo de convertirse en una de sus formas.
Todos saben de la soberana inutilidad de escribir un poema contra la guerra. No supone mérito estético alguno y su calidad es tan variable como quien lo escribe. Un poema semejante es como un poema sobre el hambre o el sufrimiento humano, el amor o la soledad, la dicha o la muerte. Siempre corre el riesgo de recaer en tópicos tan obvios como falaces, de repetir motivos que se apagan en su grandilocuencia, de insistir en el mismo gesto simplista o ingenuo. Quien sabe que un poema contra la guerra es inútil, tampoco puede confortarse con escribirlo. Quien se conforma con escribir esa clase de poemas no vive el desconsuelo: se limita a atenuar la estocada, toda esa vergüenza anónima que nos cae encima por permitir que una guerra siga siendo posible.
Sin embargo, quien carga contra un poema semejante, ¿no debería cargar también contra cualquier género de escritura que cuestione la guerra (comenzando por los ensayos y las novelas)? ¿Y por qué limitarse a estos escritos? ¿No tendría que arremeter, asimismo, contra la pintura, el cine, el teatro, la música o cualquier otra producción artística que se manifieste contra la guerra? ¿Y por qué habría de detenerse ahí? Roto ya el dique del arte o la escritura, ¿no estaría obligado a disparar contra los tratados filosóficos o las ciencias sociales, en suma, contra cualquier discurso que no se conforme con aceptar la guerra como hecho inexorable? ¿Cuándo esos discursos han detenido alguna vez un disparo (en el caso de que ese hubiera sido su objetivo)?
Tampoco hay razones para limitarse a los discursos artísticos, científicos o filosóficos. Al fin de cuentas, ¿cuántas muertes han evitado los movimientos pacifistas? Y para apurar el razonamiento: ¿por qué no cuestionar a los gobiernos nacionales que cuando no entran directamente en guerra la permiten, a los gremios que organizan sus cuerpos militares, a las iglesias que enfervorizan a sus feligreses con llamados santos, a los medios que no median para evitar la masacre, a los periodistas convertidos en profesionales de la desinformación, a la educación escolar que prepara la barbarie en nombre de la civilización, a las ONG que humanitariamente ayudan a enterrar a los muertos, a los ciudadanos y ciudadanas que se pronuncian inútilmente contra tanto estrago? ¿Qué decir de esos órganos gangrenados que organizan la desunión y hacen autopsias de los crímenes de guerra que pronto olvidarán con su retórica pacificadora? ¿Qué hay del Fondo Miserable Internacional y del Banco Mundial de la Injusticia, que vienen a alzar espléndidas autopistas con el montículo de cadáveres que deja la guerra?
Todos presumen saber que la impotencia es el signo de nuestra época. Impotencia para detener una guerra, evitar el holocausto cotidiano, encarcelar a los payasos cleptocráticos que declaran la guerra en sus despachos, enjuiciar a los amos que hacen de la guerra a muerte su ley de vida, revertir el saqueo que la guerra corporativa instaura como moneda de cambio, impedir el estado en guerra y su expansión de escombros.
Todos saben que vivimos en guerra y más todavía quienes escribimos contra ella. Escribir contra es una forma de luchar, más allá de la lógica de la guerra, aun si hubiera ocasiones en que parece ineludible. No es una simple declaración de amor o una negativa abstracta a toda forma de violencia, sino apuesta por una lucha sin guerra. La confusión de la lucha con la guerra es parte de la derrota. La impotencia colectiva es efecto de la guerra que perdimos los que vivimos contra.
Todos saben de la declaración de guerra que los poderes han lanzado contra las mayorías fracturadas, convertidas en minorías. Es cierto que las guerras actuales son cada vez menos guerras: se limitan a la masacre -el mero barrido del otro. No por ello habríamos de dejar incólume la lógica de la guerra como enfrentamiento a muerte con un enemigo en última instancia espectral. La guerra de fuerzas que deliran su omnipotencia construye impotencia en cada barrido. También esa impotencia ante la guerra, consecuencia de la derrota, es lanzadera para construir otras posibilidades humanas más allá de la guerra, una potencia otra que se niega a lo que las elites de la guerra ordenan.
Llegados a este punto, ¿qué sentido tiene no ya escribir un poema sino una vida contra la guerra? A la inversa, ¿qué sentido tiene el ser humano que ha desistido de luchar contra los ejecutivos y empresarios de la guerra -esos operadores de la catástrofe?
Todos presumen saber que la impotencia poética es parte de la impotencia generalizada ante la guerra. No convertiremos más que a los convertidos, no disuadiremos a los señores de la guerra, no impediremos que sigan ejerciendo su poder de muerte o hagan del crimen un negocio rentable. Defender los armisticios, reivindicar el diálogo, apostar por el reconocimiento no va a detener el curso indiferente de la aniquilación. Incluso sus cronistas terminan formando parte de la guerra como fórmula suprema de la nulidad.
Pero aun si no supiéramos nada del sentido de esta práctica de lucha, podríamos señalar que escribir y vivir contra la guerra puede contribuir a sustraernos de la cadena de la impotencia y cuestionar la resignación ante lo que declaran imposible. Puede que escribir contra la guerra sea una forma de no sumarse al estado de guerra o al orden social de los escombros, a la excepcionalidad permanente de la guerra convertida en regularidad de la tristeza.
Entonces, no sólo escribir un poema contra: vivir, manifestarse, resistir a la guerra. Ejercer la libertad de cuestionar el estado de guerra, poner bajo suspenso la impotencia generalizada en la que vivimos. Quizás no todos saben que escribir poemas contra la guerra es una forma de no habituarse a ella, que formular un discurso contra la guerra es un modo de no aceptar la indiferencia zoológica que da por inexorable una existencia en guerra. Quizás no todos saben que el llamado contra la guerra, incluso si su fin no fuera divisable, es una forma de recordar una sociedad deseable antes que un orden temido, una interrogación por la justicia antes que una justificación del derecho (a la guerra), una reivindicación de la igualdad humana antes que una constatación de las jerarquías (militares) de la vida en guerra.
No todos saben que parte de la guerra es impedir la imaginación de un tiempo sin guerra, un porvenir en que no ya no es necesario escribir o vivir contra la impotencia ante la repetición escandalosa de la guerra. No todos saben que la formulación de la promesa de una sociedad más allá de la guerra es parte del deseo revolucionario de sabotear las máquinas de guerra que cada día nos aplastan. Luchar contra la guerra es erosionar la vida en guerra en que malvivimos incluso si escribimos contra. Escribir contra es dar testimonio de un dolor sin testigos y a través de ese acto testimoniante rebelarse contra los que deciden que la guerra sea el único discurso posible -la evidencia de nuestra impotencia.
Un discurso contra la guerra -¿lo sabemos?- es mejor que aquel que la defiende como mal necesario en la medida en que también se hace práctica contra el espectáculo que niega la masacre de toda guerra, la muerte irreductible del otro que sigue ahí, sin sepultura ni testimonio. Escribimos contra para cambiarnos a nosotros mismos y desafiar el mutismo obediente a los señores de la guerra. ¿Qué sería de nosotros si esos discursos y prácticas se anudaran, construyeran una cultura contra, trazaran lazos entre los cuerpos, último soporte de la guerra, incluso si fuera tele-dirigida? ¿Qué clase de omnipotencia megalómana podría condenar a la impotencia una contracultura en común?
También la escritura puede resistir al canto de las sirenas, también la vida puede resistir, rebelarse como sueño, ayudarnos a confiar en las posibilidades humanas más allá de la guerra (aun si su fin no cesara de postergarse), en el reconocimiento del otro como semejante, en la promesa de comenzar a cambiar el mundo en que malvivimos desmotando la guerra que llevamos dentro.
Arturo Borra