jueves, 18 de agosto de 2011

Más allá de un proyecto de bienestar cercado: refugiados y desplazados en el mundo


 -I-

El 20 de junio de 2011 se conmemoró el Sexagenario Día Mundial del Refugiado, como forma de recordar la drástica realidad que padecen más de 43 millones de personas forzadas a desplazarse de sus lugares de origen, aunque jurídicamente apenas 15 millones cuenten con la protección internacional en condición de «refugiadas». Según la Convención de Ginebra, «refugiada» es la persona que sufre algún tipo de persecución por motivos de raza, religión, nacionalidad, pertenencia a un determinado grupo social u opiniones políticas. A esos motivos hay sumar recientemente la orientación sexual como factor de persecución. En términos más concretos: un refugiado es una persona obligada a desplazarse fuera de su país o su ciudad natal, al peligrar su vida o su integridad física y psíquica. Ninguno de nosotros debería permanecer indiferente a esos desplazamientos forzosos. Europa los conoce bien: los ha sufrido en varias ocasiones, especialmente en el siglo XX, incluyendo el éxodo de millones de españolas y españoles a otros países de Europa y América Latina.

El “olvido”, sin embargo, merodea al estado español. En 2009, a pesar del aumento del número de personas refugiadas y desplazadas, en España apenas se solicitaron 3000 peticiones de protección, un 33% menos que en 2008. Esta cifra –la más baja que se conoce en España desde que existen estadísticas al respecto- señala una restricción grave del derecho de asilo. Al número ya reducido de peticiones, hay que sumar el hecho de que cada 100 solicitudes de asilo, sólo 3 se admiten a trámite. Eso equivale a decir que apenas el 3% de las personas que solicitan asilo tienen alguna posibilidad de obtener la condición de refugiada en territorio español (1).

La conclusión es inequívoca: el estado español está implementando una política de asilo de signo claramente restrictivo, que desconoce de hecho la realidad de cientos de miles de personas desplazadas de forma obligada. Las consecuencias de estas restricciones son múltiples. La primera es que la amplia mayoría de personas desplazadas no acceden a ningún tipo de protección internacional, pasando a formar parte del ejército de inmigrantes irregulares que subsisten malamente en la economía sumergida española, siempre y cuando no sean confinados en un CIE (Centro de Internamiento de Extranjeros), recluidos en campos de desplazados… o, en una medida que no sabemos, expulsados a los mismos países donde sus vidas peligran. La segunda consecuencia, no menos drástica: al impedir los accesos legales a esta masa de personas desplazadas, se crean las condiciones propicias para que las redes de tráfico y trata de personas se instalen como realidades paralelas a los ya mermados estados de bienestar. Que estas redes mafiosas viven de la extrema vulnerabilidad de estas personas para lucrar (violando los derechos humanos más elementales) ya lo sabemos. Lo que es menos evidente es que esa “industria” se nutra de las políticas de control de fronteras cada vez más rígidas e impermeables.

La historia de los refugiados y desplazados se repite en el presente, bajo formas diversas, en numerosos países. Según ACNUR, la lista está encabezada por Afganistán, Irak, Afganistán, Somalia, R. D. Congo, Myanmar, Colombia, Sudán, Vietnam, Eritrea y Serbia, sin contabilizar los 5 millones de refugiados palestinos. A esa lista hay que sumar los desplazados de Costa de Marfil, Libia, Túnez, Siria… y la lista se modifica cada vez que, en algún rincón ignoto del planeta, reaparecen los conflictos armados, las guerras interétnicas, las teocracias, las dictaduras militares y, en definitiva, la supresión de libertades fundamentales. Borrar de nuestra memoria esa historia sangrante no ayuda en absoluto a solucionar este drama colectivo.

La política de avestruz que la Unión Europea ha asumido no sólo es vergonzante: agrava el problema, entre otras cuestiones, porque de un plumazo convierte a esos cientos de miles de personas en “inmigrantes irregulares” susceptibles de expulsión y repatriación, privados de todo acceso a la ciudadanía y, por tanto, excluidos de derechos básicos tales como el derecho a trabajar o a disponer de una atención sanitaria satisfactoria.


-II-


A pesar de los prejuicios extendidos en esta materia, las personas refugiadas tienen serias dificultades de acceder a la protección internacional en los países industrializados: sólo el 20% es acogida por estas naciones. Eso significa que cuatro de cada cinco damnificados o bien deambulan por países económicamente subdesarrollados (improbablemente, en “vías de desarrollo”) o bien terminan en algún campo de desplazados en condiciones infrahumanas.

La creciente reticencia, cuando no hostilidad, de las sociedades y estados europeos hacia los refugiados, atizada por la fábrica de estereotipos que circulan en los medios de comunicación, contrasta con su presunta defensa incondicional de los derechos humanos. En particular, la política europea de asilo entierra la historia de sus sociedades ligadas a movimientos forzados. Lo que es igualmente grave: anticipa un porvenir en el que los «muros blancos» terminan siendo la realidad más consistente.

Si, por lo demás, los estados europeos (y estadounidense) buscaran la democratización de países gobernados despóticamente, sea apoyando revueltas populares o incluso interviniendo de forma militar, tal como ocurre en Libia, ¿cómo pueden desentenderse de uno de sus efectos inmediatos, como es la diáspora forzosa de miles de personas que quieren salvar sus vidas? En el terreno, la preocupación de Unión Europea es menos por el fenómeno que por sus efectos: asegurarse que no llegue ninguna “avalancha” a sus costas. Y si llega, dosificarla por la cuadrícula del vallado policial. Los que logran atravesar esa cuadrícula, desde luego, no tienen demasiadas garantías. Con suerte, se estará en ese irrisorio porcentaje del 3% a los que se les acepta a trámite la solicitud de asilo; con algo menos de suerte, terminará formando parte de la cuadrilla de “indocumentados” que no sólo están expuestos a una segura sobreexplotación laboral, sino también a una nueva criminalización: ser uno más de los “sin papeles” susceptibles de ser confinados hasta 18 meses en un centro de internamiento, según dicta la “directiva de retorno de los inmigrantes” (conocida como “directiva de la vergüenza”), aprobada en 2008 (2).

Volvamos, sin embargo, a los que quedan en el camino. A los cientos de miles que terminan en los campos de refugiados. Para formularlo con una pregunta tan penosa como necesaria: ¿cuál es la distancia que separa los campos de refugiados de los campos de concentración? No sugiero, desde luego, que sean idénticos. Sin embargo, si consideramos que en ambos casos se produce la suspensión temporal de derechos básicos, la privación de libertades no menos básicas, así como el hacinamiento y la precariedad material, la brecha se reduce de forma escandalosa.

Quizás debamos tomar más en serio lo que sugiere Agamben sobre la filiación entre campos de internamiento, campos de concentración y campos de exterminio. Incluso si planteáramos que no hay una línea de continuidad inexorable entre unos y otros, es innegable que en los tres espacios se constituyen espacios de control en los que el sujeto, al ser estigmatizado, está bajo sospecha permanente. Hasta el nazismo alegó como motivo de estos campos la necesidad de una “custodia protectora”, esto es, el desarrollo de una policía preventiva con independencia a cualquier contenido penal significativo que pudiera imputársele a una persona (3). Sin negar la existencia de especificidades irreductibles, en el interior de cualquiera de esos campos -tal como Hannah Arendt advirtió hace décadas en referencia al «totalitarismo»-  “todo es posible” a plena luz del día. Si esto es cierto, no estamos tan lejos como quisiéramos de un «núcleo totalitario» en el corazón mismo de las democracias parlamentarias de Europa y EEUU.

Pero, ¿no eran precisamente esas potencias las garantes últimas de un régimen que iba a protegernos, precisamente, del riesgo totalitario? En la economía binaria del discurso hegemónico ese núcleo totalitario no puede ser concebido: es un “impensable” que no impide la producción de experiencias como Auschwitz, Guantánamo o. de forma más próxima, los C.I.E. Puede que no haya un encadenamiento necesario entre estas experiencias, pero incluso si no lo hubiera, la mácula de cualquiera de estas variantes sobre una formación social democrática es tan inaceptable como indeleble.

Lo dicho, por lo demás, tampoco niega la distinción entre «democracia» y «totalitarismo». Más bien, socava las bases de un discurso hegemónico que se representa como encarnación plena de un régimen político democrático, amenazado de hecho tanto por los estados policiales como por los mercados económico-financieros que se desentienden del excedente de refugiados y desplazados que han fabricado.

-III-

Para explicar esta situación inaceptable, no es preciso poner el énfasis en la «mala fe» -o alguna otra falta ética- de los agentes estatales y económicos. Con lo que nos enfrentamos, en última instancia, es con la incapacidad crónica de las políticas europeas para dar una solución global a un problema que, sin lugar a dudas, los países industrializados han contribuido a crear. La realidad-límite de los refugiados pone de manifiesto el fracaso radical de los organismos internacionales –en particular, la Unión Europea, EEUU y la ONU- para dar una respuesta efectiva a un fenómeno de masas. La existencia de organizaciones humanitarias (compensando parcialmente las carencias de una gestión policial de estos flujos de personas) no refuta lo dicho; por el contrario, es producto de la constatación más directa de este fracaso.

Mientras no cambiemos las condiciones de sufrimiento y persecución en las que viven esos millones de personas, lo que una fecha conmemorativa nos recuerda no es más que nuestra actual incapacidad para impedir que “todo sea posible” a la luz del día. Duplicar nuestros esfuerzos para dar notoriedad pública a esta realidad injusta -en la que un ejército invisible debe abandonar sus hogares, sus patrias, sus gentes, con la incertidumbre a cuestas y el dolor del destierro- es un primer paso, insuficiente y necesario. Insuficiente, desde luego, porque la notoriedad pública no necesariamente se traduce en políticas transformadoras de esas injusticias. Necesario, asimismo, porque a pesar del incremento en número total de desplazados y refugiados en el mundo, la visibilidad de esta problemática no ha aumentado en nuestras sociedades europeas.

Lo que es peor: los discursos y prácticas racistas, xenófobas y discriminatorias en los últimos años se han propagado de forma alarmante, en consonancia a una crisis económica grave, pero también a una crisis ético-política en la que la actitud dominante es soltar la mano a los otros, reducidos a “deshechos” de los derechos humanos. Alguien nos recordará con razón que sustraernos del sufrimiento de los demás presagia que otros se desentenderán, a su debido momento, de nuestro propio sufrimiento. El punto decisivo, sin embargo, no es defender una «política de reciprocidad» en nombre de esa anticipación negativa, sino de reivindicar la solidaridad y la justicia como valores universales que tenemos que respetar más allá de las conveniencias coyunturales.

Pretender resolver problemas globales con soluciones locales no es otra cosa que querer apagar un incendio con gasolina. Del mismo modo, construir nuevos campos de internamiento no revierte en absoluto la proliferación de sujetos humanos fuera de campo (en el sentido cinematográfico del término), excluidos de toda ciudadanía. La consecuencia de esta exclusión es grave: impedir que esos sujetos puedan vivir más allá de los umbrales de supervivencia.


En ese sentido, el día mundial del refugiado es más que una conmemoración: es una oportunidad para reflexionar sobre esta injusticia histórica y hacer un llamamiento a cambiar ese núcleo inaceptable. El proyecto del bienestar cercado, rodeado de muros, está destinado al desastre. No podemos ser dignos mientras otros padecen una vida indigna. Apenas somos conscientes de la travesía que emprenden aquellos que ya no tienen lugar. Comprender esa travesía es mirar lo desapercibido, en particular, a quienes se embarcan en una aventura donde se está dispuesto a dar la muerte por otra vida. Conmemorar el día de los refugiados, para que no se convierta en un gesto hipócrita, debería ser también un grito colectivo, grito que no puede silenciarse incluso si no se lo escucha, porque detrás están los cuerpos despojados que lo sostienen. Es ese grito lo que nos interpela en el centro de nuestra responsabilidad política y ética.

Porque –hay que recordarlo- nuestras sociedades opulentas crecen bajo la sombra de miles de “vidas desperdiciadas” como lanza con dureza Zygmunt Bauman: “(…) la nueva plenitud del planeta significa, en esencia, una aguda crisis de la industria de eliminación de residuos humanos. Mientras que la producción de residuos humanos persiste en sus avances y alcanza nuevas cotas, en el planeta escasean los vertederos y el instrumental para el reciclaje de residuos” (4).

La realidad de los refugiados debe analizarse no sólo teniendo en cuenta las crecientes desigualdades Norte-Sur o la inadecuación de las políticas de asilo predominantes, sino también con el análisis de los actuales vertederos humanos que el “primer mundo” produce, convirtiendo una multitud des-rostrada en recurso superfluo. Paradójicamente, esa referencia al otro contribuye a interrogar ese nosotros del que formamos parte, en la responsabilidad de lo que sabemos y de lo que preferimos no saber para evitar la responsabilidad que tenemos ante los demás. A esa responsabilidad infinita con el otro Emanuel Levinas lo llamaba «justicia».

Puesto que no hay neutralidad posible, tomar parte por los “sin-parte” es enfrentar, en primer lugar, el miedo ante otros sujetos culturales, construidos de forma reduccionista -desde una perspectiva etnocéntrica- como “barbarie”. A ese prejuicio hay que replicar con Todorov: “El miedo a los bárbaros es lo que amenaza con convertirnos en bárbaros” (5). A pesar de los repudios, del otro lado, no hay más que sujetos semejantes, demandando lo que les han usurpado. Contra toda naturalización de ese sufrimiento anónimo, tenemos que recordar que ninguna de estas situaciones, que han convertido lo excepcional en norma, es inevitable. Y puesto que no cedemos a la amnesia que termina haciendo del naufragio de muchos el espectáculo de pocos, no podemos sino volver a preguntar: ¿cómo gestionamos nuestra disconformidad para que esta geografía de la fractura no sea nuestra última residencia?
Arturo Borra 


(1) Para un análisis de la política de asilo en España, puede consultarse el “Informe Refugiados CEAR 2010”, disponible en http://issuu.com/movicecapesp/docs/cearnforme2010  
(2) Conviene recordar que la Comisión Europea en la directiva mencionada, a la par de “unificar” las regulaciones sobre inmigración ilegal, endureció sus condiciones de retención, ampliando el tiempo de confinamiento de las personas en situación irregular. Puede consultarse el texto completo de la “Resolución legislativa del Parlamento Europeo, de 18 junio de 2008, sobre la propuesta de Directiva del Parlamento Europeo y del Consejo relativa a procedimientos y normas comunes en los Estados miembros para el retorno de los nacionales de terceros países que se encuentren ilegalmente en su territorio”, en http://register.consilium.europa.eu/pdf/es/08/st03/st03653-re03.es08.pdf  
(3) Agamben, G., Medios sin fin, Pretextos, Valencia, 2010, p. 27 y siguientes. Con rotundidad, señala Agamben: “El campo es el espacio que se abre cuando el estado de excepción empieza a convertirse en regla. En él el estado de excepción, que era esencialmente una suspensión temporal del orden jurídico, adquiere un sustrato espacial permanente que como tal, se mantiene, sin embargo, de forma constante fuera del orden jurídico normal” (op.cit., p. 38).
(4) Bauman, Z., Vidas desperdiciadas, Debate, España, 2008, p.17.
(5) Todorov, T., El miedo a los bárbaros, Galaxia Gutenberg, España, 2008, p.18.