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jueves, 27 de diciembre de 2012

Preguntas sobre el movimiento 15-M: la experiencia de la derrota




Un movimiento social identificado con fechas específicas, ¿no anticipa ya la tarea de ser confinado temporalmente y hacerse previsible, incluso si rebasa el momento en que se constituyó y hace de las apariciones esporádicas una modalidad de su existencia? También el movimiento 15-M (o 25-S o 15-O, entre otros), en las condiciones presentes, ha de luchar para no convertirse en un asunto del pasado o, algo que viene a ser equivalente, para no terminar siendo una práctica residual protagonizada por una minoría de activistas asediados.


No seremos nosotros quienes nos apresuremos a celebrar su ritual fúnebre. La emergencia de este movimiento significó la posibilidad de una revuelta incipiente que, retroactivamente, ha sido sofocada. Si se compara con las protestas populares multitudinarias precedentes, el rodeo del Congreso el 20 de noviembre de 2012 por unos centenares de manifestantes (convocado por la coordinadora 25-S) muestra este giro: el “acontecimiento”, por así decirlo, ha perdido buena parte de su fuerza inicial, al punto de poner de manifiesto un despliegue policial completamente desmesurado. La policía ni siquiera ha tenido que apelar a la brutalidad que la caracteriza.


Lo imprevisible ha sido estabilizado bajo la forma de protestas discontinuas que no sólo no han sido atendidas en lo más mínimo por el gobierno nacional sino que, además, han sido desarticuladas de forma violenta y criminalizadas de distintas maneras. A nivel mediático, a menudo esta estrategia represiva fue planteada como recurso legítimo para “garantizar el estado de derecho” y las críticas al respecto se han centrado de forma tendencial en la actuación policial, tachada a lo sumo de “excesiva”, como si no mantuviera un vínculo orgánico con una cadena jerárquica de mando.


El repliegue involuntario, por lo demás, es evidente: si las acampadas constituyeron un gesto desafiante al orden público establecido, las manifestaciones actuales ya no parecen preocupar en exceso a un gobierno que hace tiempo definió su estrategia al respecto: dar el golpe de gracia “fuera de cámara”, incluso si para ello es necesario violar de forma descarada la escasa “libertad de prensa” que todavía queda, amedrentando a periodistas y confiscando sus materiales de trabajo.


No resulta extraño, pues, que nos preguntemos sobre una posible asimilación sistémica del movimiento 15-M, pensada no ya en términos de inclusión de sus demandas por parte del sistema político y económico vigente, sino por la vía del creciente aislamiento y fragmentación de sus reivindicaciones. El momento entusiasta en que lo “imposible” estaba ocurriendo se ha convertido en la constatación melancólica de las “oportunidades perdidas”. Sin embargo, ni antes fuimos ingenuamente optimistas ni ahora estamos dispuestos a entregarnos a la sabiduría del pesimismo. Precisamente porque percibimos en el movimiento signos de un agotamiento más que nunca necesitamos dar un nuevo impulso a aquello que nace de la rebelión contra un sistema que hay que calificar de criminal sin temor a la hipérbole.


Desde una perspectiva popular, el 15-M es probablemente uno de los acontecimientos políticos a nivel nacional más relevantes de las últimas décadas. Como irrupción de un sujeto colectivo heterogéneo, en una escena pública nacional marcada por un bipartidismo autista, rompió el anquilosamiento de la resignación. Confiábamos en que desde la pluralidad de sus líneas de fuerza pudiera elaborarse un proyecto político con capacidad de articular grupos heterogéneos. Lo reclamamos en varias ocasiones, no por encontrarnos ante una supuesta “falta de propuestas”, sino por el contrario, por toparnos con una verdadera explosión de sugerencias e iniciativas de acción. El problema aquí no estuvo nunca ligado a la escasez sino más bien a la sobreabundancia.


De ahí, quizás, lo que a mi entender han sido dos errores estratégicos fundamentales: la dispersión e indefinición de los objetivos de intervención y la multiplicación de apariciones sin confluencia en un frente popular común. En un contexto de creciente control de los participantes del 15-M, ¿no sería mejor centrarse en algunas reivindicaciones que permitan condensar el descontento popular y que sean, al mismo tiempo, imposibles de satisfacer dentro del orden hegemónico? Me temo que nada de ello está ocurriendo. Si desde el principio abogamos por una internacionalización de la revuelta, más bien aconteció lo contrario: la transnacionalización de una estrategia del miedo. En España, la resultante de esta escalada represiva se concretó no sólo en cargas policiales brutales sino también en un proceso de judicialización de la protesta pública que supuso, además de miles de imputados, detenidos y multados, millones de decepcionados.


Si desde el momento de su constitución reconocimos en el 15-M una «indignación» colectiva que reclamaba atención analítica y apoyo activo, quizás ahora debamos señalar el punto muerto en el que se está sumergiendo. El furor de los comienzos, cada vez más, está cediendo su lugar a un ritual rutinario, que apenas nos sacude del letargo por unas horas. El triunfo del miedo está convirtiendo la “primavera española” en un “invierno prolongado”.


El panorama no es alentador: si la marca profunda de este movimiento quizás haya sido, ante todo, la repolitización de diferentes grupos sociales, por otro lado es indudable que este proceso ha sido obstruido, sofocando su potencial subversivo. No es meramente un fracaso; el férreo control mediático y la consolidación de un estado policial son parte determinante de esta nueva derrota histórica en la que el saqueo sistémico sigue su curso indiferente. Los privilegios de casta apenas se han modificado. El orden jurídico vigente ha dado un nuevo giro reaccionario y el desmantelamiento del estado de bienestar y de derechos socioeconómicos básicos continúan su camino sin especiales dificultades. La marcha devastadora del neoconservadurismo ha sido reconducida sin más que modificaciones superficiales: una moratoria para una irrisoria minoría de desahuciados, un probable cambio nominal de los CIE, alguna cosmética para las redadas policiales.


Con ello no quiero sugerir que no estemos en una situación próxima a lo que Gramsci señalaba como «crisis de hegemonía»: en el último año, las protestas públicas no han cesado de multiplicarse inundando la calle de distintos colores. Sin embargo, pese a la gravedad de lo que está ocurriendo, algo no funciona: las mareas no confluyen, las aguas siguen sin confundirse y ningún proyecto político alternativo ha logrado hasta el momento orientar las energías colectivas hacia otra parte. La “agenda de lucha” parece limitarse a unos reclamos sectoriales y, a lo sumo, a unas resistencias fragmentadas ante una ofensiva ideológica y política que tiene un derrotero tan virulento como previsible: despidos masivos en el sector público, privatización de sectores estratégicos del estado (incluyendo el “negocio” de las pensiones y de los servicios de empleo), recortes drásticos del gasto social, consolidación de un sistema fiscal regresivo, incremento de la corrupción estructural y el sistema de prebendas, aumento de las desigualdades sociales y de la pobreza relativa y absoluta, creciente concentración de medios y alineación ideológica, etc.   


La proliferación de conflictos sociales en la actualidad política española no deja mucho margen de duda. Lo que no es claro es si, en una coyuntura como la presente, un movimiento como el 15-M está en condiciones reales de canalizar dichos conflictos en un sentido transformador. No hay indicios de que esté ocurriendo algo semejante, aunque nada invita al sarcasmo. La guardia desengañada que nos prevenía de este supuesto “error” nunca se preocupó de aportar su experiencia de lucha para rectificarlo. La restauración autoritaria del control tampoco les inquietó en lo más mínimo. Es lo que tiene mirar las cosas desde arriba: uno no tiene que pasar por la incomodidad de la experiencia. Pero precisamente porque son nuestras luchas, nuestros deseos de justicia, debemos apostar por la (auto)crítica radical, también hacia un movimiento que amenaza con anquilosarse más allá de sus apariciones públicas efímeras. Lo que hace pocos meses parecía una brecha todavía abierta, ahora parece cerrarse. La indignación, sin embargo, no hace más que aumentar. Habrá que persistir, entonces, en el “error” de seguir buscando construir nuevos caminos, incluso si buena parte de sus trayectos no pudieran ser más que subterráneos.


La constatación es doble: el espectro de una revuelta sigue merodeando las ruinas del presente, pero su encarnación parece otra vez conjurada. Puesto que luchamos contra lo probable, sabíamos que esta asimilación sistémica podía ocurrir, aunque confiábamos que no ocurriera. Lo imprevisible, con todo, sigue latiendo: los antagonismos sociales no dejan de multiplicarse y cada vez más seres humanos son arrojados a los márgenes del capitalismo. No podemos predecir qué haremos como sujeto colectivo ante esta máquina de arrasar vidas.


Construir una salida en la aporía del presente tiene algo de tanteo más o menos lúcido: nunca sabemos cuánto puede resistir un muro hasta que intentamos derrumbarlo. Los resultados a veces son decepcionantes pero nunca definitivos: ninguna derrota desmiente el deseo de cambio sino que señala, más bien, su grado de dificultad. La decepción puede incluso ser aleccionadora. Los muros están ahí y no basta el furor espontáneo de la mañana para su derribo. La memoria de la derrota es una forma de aprendizaje; aprendemos siendo derrotados. Y, en efecto, algo hemos aprendido: también es preciso dinamitar los pilares subjetivos que sostienen esos muros. Sólo puede advenir otro tiempo si se gesta desde el deseo colectivo y se articula en un proyecto en común. Ante la repetición de la dificultad, siempre estará la coartada de la huida, el retorno a la resignación. Sin embargo, ¿qué sería de la posibilidad siempre latente de otra sociedad sin esa voluntad de cambio capaz de sobreponerse a la experiencia de la derrota?


Arturo Borra

sábado, 22 de septiembre de 2012

La economía política del sacrificio (IV): «El triunfo de la voluntad»


 

-I-

En 1935, la directora Leni Riefenstahl estrenaba El triunfo de la voluntad, la película más destacada de propaganda nazi que se haya realizado jamás. Encomendada por Hitler, este largometraje -a medio camino entre el documental y la ficción- basado en el congreso del partido nacionalsocialista de 1934, pasa revista por las múltiples dimensiones del nazismo, no sólo como “poderío militar”, sino ante todo, como “poder popular”: cientos de miles de seguidores coreando el nombre del Führer, en tanto líder absoluto del “renacer alemán”.

Poco comprenderíamos si redujéramos el fascismo a su faceta belicista o a una suerte de racismo exacerbado. El despliegue estético y simbólico que efectúa El triunfo de la voluntad, en la víspera de la segunda guerra mundial, rebasa claramente esas facetas: irradia un optimismo radical con respecto al nacionalsocialismo alemán como fuerza redentora, garante de la restitución mesiánica de la nación y de su misión esencial en el mundo. En tanto renacimiento alemán se trata ante todo del poder de la voluntad como fuerza ilimitada, emanación de un presunto Sujeto pleno que quiere imponer su impronta en el mundo por el “mandato cardinal” de dios y reparar, así, el sufrimiento del pueblo causado por la primera guerra.

La primera escena ya nos sitúa en esta proximidad del Líder con lo divino: a través de diversos planos de las nubes, la directora muestra el viaje de Hitler a Nuremberg (donde tendrá lugar el mencionado congreso). El líder está literalmente en el cielo. Cerca de dios, como un águila guerrera capaz de proyectar su sombra majestuosa sobre la tierra. Desde el descenso del Führer, una multitud ferviente lo aclama de forma incesante, mientras las familias desde los balcones honran al recién llegado con banderas nazis extendidas. Los primeros planos abundan: niños sonrientes, mujeres fascinadas por el talante del líder, jóvenes que reencuentran la figura del Padre… Desde los primeros compases, los fragmentos discursivos seleccionados por Riefenstahl ahondan en esta dirección: el Führer no es sino la divina encarnación del Pueblo Alemán: “Cuando usted juzga, el pueblo juzga; cuando usted actúa, el pueblo actúa” sentencia uno de los jerarcas nazis en uno de los tantos panegíricos del film.

Cuatro años antes del estallido de la segunda guerra mundial, el sueño de una Identidad Absoluta es presentado como Gran Cuerpo Orgánico, dispuesto al sacrificio heroico, en el que ya no queda individualidad posible. Ejércitos de obreros con palas al hombro, como si fueran armas, desfilan por las calles, preparados para llevar a Alemania a la nueva era imperial. La “comunidad del Pueblo” –basada en la exclusión de elementos juzgados como “degenerados” y “débiles”, incluyendo viejos, enfermos, gitanos, judíos o comunistas- es establecida a partir del trabajo manual tanto agrícola como fabril. El industrialismo es significado como punto basal del proyecto nazi: una multitud homogénea, como la referencia a una mítica juventud que “no sabe de clases ni de castas” es elevada a categoría metafísica, capaz de acometer, con infinita lealtad y de forma desinteresada, el “más alto autosacrificio en pro de esta Nación”, empezando por el Führer.

Los enfoques contrapicados no hacen sino reforzar la jerarquía del que se presenta como enviado para liderar la tarea de construir un “pueblo” alemán: “Queremos ser un pueblo y a través de ustedes, llegar a ser este pueblo” declara Hitler. El sujeto popular, en este discurso, se construye a partir de la obediencia incondicional de los individuos, “amantes de la paz y valientes”, capaces de sostener el imperio a partir de una fortaleza resistente a la adversidad. Elllamado al endurecimiento se consuma en la disposición al sacrificio. Es precisamente ese «sujeto» el elegido para realizar en la historia la misión superior de Alemania. El optimismo, llevado a este extremo maquínico, no es sino la confianza ciega en la propia capacidad de dominio del sujeto, su poder para dejar su sello en el mundo, mucho más allá de sus manifestaciones militares.

Quizás por eso el poderío militar del nazismo sólo irrumpe tardíamente en la película, como una demostración de fuerza que adquiere sentido a través del respaldo del Pueblo (definido por la hermandad de sangre) fluyendo en un mar de banderas con la cruz-insignia nazi. Decenas de legiones militares y paramilitares de las SS y las SA mantienen filas frente al discurso del Führer, rodeado de simbolismos que convierten el acto en una liturgia planificada. Las formaciones armadas son presentadas como una unidad sin grieta, irrompible e incorruptible, que corona la lucha de Alemania, ligada al “porvenir del partido” en su estricta aristocracia. No se trata, pues, de un “pueblo” en el que las jerarquías hayan desaparecido; sólo los mejores tienen lugar como “camaradas” del partido nacionalsocialista, “eterno e indestructible pilar” del futuro que “pertenece enteramente” al Imperio. 

En síntesis, en la película de Riefenstahl la exaltación del nacionalismo corre pareja a la cancelación de cualquier vestigio de (auto)crítica con respecto al modo de concebir la nación en términos suprematistas. Aunque es indudable que el despliegue retórico del entonces canciller alemán es una evidente declaración de hostilidad ante los que son declarados como “no integrables” al gran Cuerpo Orgánico (similar, en eso, a líderes políticos mucho más recientes), quizás lo más perturbador en este discurso cinematográfico sea el despliegue espectacular de un dispositivo de identificación de gran escala, capaz de movilizar a millones de conciudadanos y de construir una voluntad colectiva orientada a la expansión ilimitada de la nación (lo que conocemos típicamente como «imperialismo»). En otras palabras, lo que quizás más inquieta en el film es la envergadura de un ritual colectivo en el que cada parte (reducida a partícula) manifiesta su sumisión incondicional a un presunto Todo cerrado, omnipotente y homogéneo.

Los primeros planos que hace Riefenstahl retratan una euforia esencial: la de estar presenciando lo increíble. Y, en efecto, la incredulidad misma cede ante la evidencia de que lo imposible se ha convertido en posible: la fragua de un “ejército invencible” de soldados-obreros, llamados a cumplir su misión dominadora en el mundo. Lo irresistible del espectáculo entra en escena; se convierte en un «optimismo ilimitado». La supuesta restitución de la plenitud del Sujeto (borrada en el plano simbólico su falta constitutiva) se manifiesta así en la certeza de la potencia, en la autoconfianza como base imperturbable del triunfo.

Resulta llamativo que apenas se haya reparado en este optimismo ilimitado al momento de interpretar el fascismo. Y, sin embargo, está implicado necesariamente: si el vínculo con el Otro es de desprecio absoluto ello es así, ante todo, porque este sujeto de dominio se auto-encumbra como esencialmente superior, en tanto encarnación plena del triunfo de la voluntad, potencia invulnerable ante los “obstáculos” humanos y técnicos que la ponen a prueba. Desprecio por el Otro y auto-exaltación -que rechaza lo que pudiera haber de otro en el sí mismo- son solidarios: como «proyección» de lo repudiado, la alteridad aparece en tanto imagen invertida. Cuanto más omnipotente me concibo, más despreciable me parece el Otro (1). La fantasía de omnipotencia del sujeto, representado como voluntad ilimitada, se cobra su saldo en el repudio generalizado de los otros reducidos a la impotencia.

No hay razones para suponer que esa solidaridad entre este desprecio hacia el exterior (proyectado sobre una “raza”, una “religión”, una “etnia” o una “nación”) y la autoexaltación (en última instancia, como autodesprecio reprimido) sea exclusiva al nazismo. Puede que esta suerte de odio primario hacia una exterioridad forme parte de lo que Castoriadis denomina «mónada psíquica». Tampoco es exclusivo al nazismo ese optimismo ilimitado: como autoconfianza plena, está presente en las fantasías más primarias del ser humano. En tercer lugar, la construcción discursiva de un “pueblo” tampoco es privativa a esta ideología; forma parte de cualquier discurso político con pretensiones hegemónicas.

Lo singular del fascismo, más bien, hay que buscarlo en la específica articulación que produce entre lo psíquico y lo sociohistórico: en la apropiación que hace de estos elementos inconscientes reaccionarios y en la modelización de este pueblo como sujeto fiel, valeroso, obediente y desinteresado, capaz de autosacrificarse en nombre de la Causa alemana. En pocas palabras, si hay algo específico al fascismo es su poder para articular en su producción discursiva un deseo de omnipotencia y una promesa de restitución de una unidad social desgarrada. El sufrimiento padecido por más de dos décadas tras la primera guerra, mediante esta perspectiva redentora, adquiere una significación suprema: llevar a la nación a un destino de grandeza. Sobre ese transfondo, resulta menos sorprendente que este discurso político no sólo haya resultado verosímilpara una multitud contemporánea, sino también que haya sido capaz de producir una identificación colectiva de gran magnitud (2).

Contrariamente a quienes sostienen el carácter esencialmente único e irrepetible del nazismo y del holocausto judío, habría que insistir en que no hay nada “esencial” en esta forma de totalitarismo. Dicho de otro modo, fuera del carácter performativo de este discurso fascista no hay nada. Su poder de interpelación está ligado, simultáneamente, a la apelación a deseos profundos del ser humano y a la promesa mesiánica de un orden (la “comunidad popular”) capaz de restaurar la unidad primigenia de la sociedad. Comoformación discursiva, a través de una estética meticulosa y una estrategia propagandística efectiva, escenificó (produjo como escena real) la fantasía delirante del poder de la voluntad, a través de una interminable exhibición de fuerza. La historia del fascismo (que desborda con creces el “fascismo histórico”) es la historia de la encarnación del delirio de un funcionamiento maquínico ilimitado, en la que el propio mundo social es administrado racionalmente en función del dominio del sujeto.

Si la construcción de una «sociedad democrática» depende, en primer término, de mantener a raya esos delirios mediante la autolimitación ética y política, esto es, de la posibilidad de darnos normas comunes que permitan un juego transaccional equilibrado entre los otros y nosotros, lo peculiar del fascismo quizás sea el haber llevado más lejos de lo que se había hecho nunca en la historia la institucionalización de ese optimismo ilimitado de sí -mediante la técnica de la guerra y la industrialización de la masacre- en el que la voluntad del otro ya no cuenta. La cámara de gas y los campos de concentración, en este sentido, constituyen la contracara siniestra de esta confianza plena en el triunfo de la voluntad (transindividual): puesto que todo nos está permitido como pueblo, la voluntad de los otros queda reducida a cenizas, literalmente. El mismo hecho de que esas existencias puedan ser reducidas a nada las convierte, en esta lógica circular, en “despreciables”.

Así, la resultante de esta investidura psíquica y social es doble: por un lado, la expectativa inquebrantable de dominio por parte de este sujeto hacia el mundo, dominio que compromete simultáneamente la voluntad y la técnica. Por otro lado, un objeto de dominio constituido sobre lo repudiado, expulsado a la exterioridad, despojado de sus derechos de ciudadanía, de sus derechos humanos, de su condición humana. La primera dimensión de esta investidura puede ejemplificarse con la actitud persistente de Hitler ante las sucesivas batallas perdidas en el frente de Moscú (al punto de que la mera posibilidad de la derrota le fuera insoportable); la segunda dimensión queda ilustrada por el despojamiento a judíos y gitanos, entre otros, de su nacionalidad alemana, convirtiéndolos en extranjeros, para luego ser confinados a campos de exterminio. Apenas hace falta insistir que en la estructura misma de esos campos, la humanidad de los confinados queda reducida a la pura animalidad, lo que explica de cierta manera su constitución como objetos de experimentación y eliminación en serie.

La tenacidad de este proyecto suprematista, en cualquier caso, rebasa cualquier análisis psicológico e incluso psicoanalítico. Lo que entra en juego es el deseo colectivo de instituir una sociedad como invulnerable, incluso si para ello debe expulsar a crecientes masas sociales de su interior, a partir de algún rasgo identitario juzgado como “degenerado” (ser judío, comunista, homosexual, gitano, deficiente mental…). En este contexto, la aceptación de la propia vulnerabilidad hubiese supuesto la frustración de esa “expectativa inquebrantable de dominio” omnipresente en el fascismo. Como contrapartida a esta ceguera ideológica, dar al otro una posibilidad de existencia autónoma, una mínima consideración de su humanidad, hubiese significado la interrupción definitiva de este optimismo voluntarista. La ceguera, sin embargo, no es algo que pueda rectificarse con evidencias en sentido contrario: si el otro resiste como puede ante el poder de mi voluntad, tanto peor para el otro. Para invertir una expresión de Benjamin: la contratara del fascismo como «optimismo organizado» -que institucionaliza una fantasía delirante de omnipotencia- no es otra que la de los campos de exterminio y de la guerra mundial.     

-II-

Si es cierto que en la raíz del fascismo se halla el discurso de la omnipotencia que desprecia todo aquello que podría limitarlo/alterarlo, ¿qué cabría decir sobre ciertas matrices discursivas actuales? Por poner dos ejemplos, ¿qué habría que decir con respecto a esa jerga empresarial en la que sólo hay “ganadores” y “perdedores” o a la retórica belicista de los estados imperiales en la que sólo hay “demócratas” y “terroristas”?

Sería erróneo suponer que el fascismo intrínseco de estos discursos reside en la construcción de una dicotomía (o una separación binaria) entre la propia comunidad y los otros (habitualmente juzgados como inferiores). Puesto que no hay cultura que no instituya de forma específica esa frontera dicotómica, lo distintivo del fascismo reside más bien en el tipo de relación que construye con el Otro (en primer término, como sujeto racializado, pero más en general, como sujeto inconvertible).

Dicho lo cual, si hay un fascismo presente en el discurso capitalista (tanto en su variante empresarial como en su variante imperial) debe rastrearse en su ilimitada voluntad de lucro y poder, institucionalizada como práctica: literalmente, el Otro y los otros no constituyen un límite que habría que respetar. No es difícil adivinar que, en el discurso empresarial dominante, el “perdedor” está secretamente emparentado con el no-consumidor, el pobre por excelencia. A menos que se trate de un consumidor -y entonces el otro no es Otro-, la alteridad –lo que no se deja reducir a una equivalencia general- es considerada absolutamente despreciable. Su voluntad es indiferente: puedo experimentar con él, someterlo a hambrunas y enfermedades, imponerle una deuda infinita, condenarlo al desempleo estructural y a la marginalidad, apropiarme de su producto, encarcelarlo o hacerlo partícipe de una guerra; en suma, sacrificarlo en aras de la rentabilidad. Porsu parte, el discurso imperial desde su misma génesis declara su voluntad ilimitada de destrucción: no se trata de negociar o intentar construir con esos otros unos consensos mínimos sino sencillamente de aniquilarlos, incluso si para legitimar esta práctica terrorista contra el Terror necesita crear pánico entre los presuntos protegidos. La cuestión no se limita a los métodos usados contra el terror (tortura, encierros preventivos, control ilegal de las personas, asesinatos selectivos) sino también a los fines que tras esa guerra se urden: en primer término, la instauración de un estado de excepción permanente en el que todos los otros son sospechosos y potenciales enemigos.

Por lo demás, referirse al discurso capitalista no debería inducir a engaños: se trata de un dispositivo material que produce realidades históricas efectivas, reactivando una práctica totalitaria que tal vez haya que redescribir como «fascismo de intensidad variable» (3): el desprecio absoluto del Otro, según contextos sociohistóricos diferenciados, puede manifestarse en distintas magnitudes o intensidades, incluyendo su abandono o su eliminación. Puesto que este Sujeto de la Voluntadse erige en Amo, la voluntad de los otros constituye un obstáculo. Habría que apresurarse a señalar que sólo en el límite la posición del amo coincide con este polo fascista: mientras el amo necesita preservar al otro como esclavo, en el caso del fascismo esa amarra ya no resulta imprescindible, en la medida en que hay un Pueblo dispuesto a auto-sacrificarse. El punto de intersección parece claro: en ambos casos, el valor del Otro es puramente instrumental. Debe ser sometido si ha de triunfar la voluntad. La diferencia es que mientras en la dialéctica del amo y del esclavo este último conserva su vida a cambio de la pérdida de autonomía, en el devenir-fascista la pérdida de autonomía no supone necesariamente la preservación de la vida.

No hay garantía alguna: como metafísica del sacrificio exige una rendición absoluta y, simultáneamente, declara inútil dicha rendición: Auschwitz, los gulags, Guantánamo están ahí. El mismo sujeto popular que se auto-sacrifica está condenado a servir a una Voluntad trascendental de la que él no es más que su instrumento. Como en El Proceso de Kafka, la decisión sobre nuestra culpabilidad es inescrutable. No hay defensa posible. El poder de muerte (la «tanatopolítica») es ejercido de forma discrecional por una autoridad mística que se sustrae de cualquier control público y, en consecuencia, de la posibilidad de su cuestionamiento radical. Como encarnación del triunfo de la voluntad, esta autoridad encumbrada como soberana se arroga la potestad del exterminio. El fascismo como institucionalización de la voluntad ilimitada es la operación que borra los vestigios de otras posibilidades representadas como imposibilidad. Su optimismo radical consiste en una autoafirmación incondicional, perfectible a condición de que se la acepte como el fundamento mismo del Ser. El correlato objetivo de esa subjetividad es la de un mundo mejorable pero insustituible.

Llegados a este punto, ¿no estamos llevando demasiado lejos esta analogía entre «optimismo organizado» y «fascismo»? ¿No incurrimos en un error teórico fundamental al confundir este proyecto totalitario con la realidad histórica? Y más en general: ¿no estamos confundiendo un rasgo común a toda política –la gestión de la promesa- con una característica específica al fascismo? A mi entender, las tres preguntas deben ser contestadas de forma negativa.

La tesis de partida no es que todo voluntarismo optimista sea fascista, sino que el fascismo retoma e intensifica esa dirección práctica al punto en que no cabe ya la reflexión sobre los límites posibles y deseables de la propia acción. Sostener entonces que el fascismo promueve una acción autoafirmada incondicionalmente, fuera de toda limitación ética y política (en la que el Otro es cosificado, reducido a puro obstáculo) no es llevar “demasiado lejos la analogía”. Si todo antagonismo social tiende a construir una dicotomía entre “nosotros” y “ellos”, el fascismo plantea como forma específica de gestionarlo la imposición unilateral de la propia voluntad de dominio mediante la creación y organización de un sistema que abate a las mayorías, incluso si ese abatimiento no significara de forma inmediata el exterminio físico de los otros sino su confinamiento y marginación sistémicos. 

En segundo lugar, la “realidad histórica” no es nada por fuera de los proyectos políticos que la construyen. Como institución efectiva, esa realidad histórica no es una fatalidad sino resultante de la disputa (desigual) entre esos proyectos relativamente elucidados. Si un proyecto totalitario tiende a confundirse con la realidad histórica ello se explica, ante todo, por su carácter hegemónico. Eso no es negar, desde luego, resistencias sociales relativamente organizadas o prácticas sociales ancladas a otros imaginarios políticos. Pero esas resistencias no deberían hacernos perder de vista la hegemonía de un proyecto político que se basa en la construcción de la alteridad como amenaza sistémica que hay que suprimir a toda costa (asumiendo, además, ciertos “daños colaterales” planteados como “inevitables”). Como proyecto que encarna lo que Gramsci llamó una «voluntad colectiva», el fascismo actual pretende justificarse en nuevos fundamentos extra-sociales: no ya la Raza o la Nación, sino el Mercado, la Civilización o incluso la Democracia.

Finalmente, no toda promesa se gestiona como «redención» a partir de la autoafirmación ilimitada de la voluntad y por extensión del sacrificio de los otros. Lo peculiar del fascismo –como variante del mesianismo- es que esgrime una promesa de plenitud basada en la restitución mítica de la organicidad del cuerpo social, en la supresión del antagonismo eliminando arquetípicas identidades “parasitarias”. En este caso se trata de una promesa construida como certeza de un futuro reconciliado: la erradicación del Otro como reparación de las desgarraduras de la sociedad.  

 
                                                      -III-

En su texto sobre “El surrealismo, la última instantánea de la inteligencia europea”, Walter Benjamin destacaba un peculiar optimismo social-demócrata al que contraponía la «organización del pesimismo» por parte de una política revolucionaria (1988: 59 [4]), caracterizada por una desconfianza múltiple: 

Desconfianza en la suerte de la literatura, desconfianza en la suerte de la libertad, desconfianza en la suerte de la humanidad europea, pero sobre todo, desconfianza, desconfianza, desconfianza en todo entendimiento: entre las clases, entre los pueblos, entre éste y aquel (1988: 60).

En efecto, ¿cómo podríamos abogar por una sociedad diferente sin “pesimismo organizado”? Contra el optimismo social-demócrata, Benjamin invoca la «desconfianza» no como forma de eximirse de la propia responsabilidad política ante los otros, ni mucho menos como restauración de una política beligerante sino, por el contrario, como reconocimiento de una dificultad en la construcción de un  “entendimiento” común entre clases, pueblos, individuos. De ahí esta desconfianza frente a las expectativas triunfalistas que el reformismo introduce. No hay nada seguro en una “política revolucionaria”. La literatura, la libertad, la humanidad europea, el mutuo entendimiento no pueden darse por firmes sin más, como si estuvieran aseguradas de una vez, desterrada al fin la “barbarie”.

Sólo nos queda nuestra voluntad (limitada) de intentar un cambio social radical, sin falsos triunfalismos ni esperanzas escatológicas. Antes que la ilusiónsocialdemócrata de que las “cosas funcionan a pesar de todo” (llámese mercado, estado, democracia o instituciones sociales a secas), esta política antifascista debe partir de un cierto pesimismo organizado, capaz de cuestionar radicalmente la herencia de la masacre industrializada.

En nuestros términos: mientras el reformismo socialdemócrata pretende regular el “sacrificio” que el fascismo produce a diario, una política revolucionaria buscará cuestionar de base la misma economía política del sacrificio que presupone el capitalismo y sus ideólogos neoconservadores. Ahora bien, ¿no son los defensores de la socialdemocracia profundamente cínicos cuando declaran que no saben del sacrificio, de la muerte planificada, del desprecio absoluto que el capitalismo instituye ante los no-consumidores, los disidentes, los parias, en definitiva, los «suicidados de la sociedad»? Si toda burocracia fascista ya es cínica al ocultar su impotencia en un desenfrenado optimismo, ¿no se es infinitamente más cínico cuando se nos llama a mantener un optimismo moderado por este sistema, cuando sabemos que no hay ninguna razón para hacerlo? ¿Qué podrían decir, por lo demás, los profetas neoliberales que no sea una prepotente racionalización del mal ajeno en función de los propios beneficios (simbólicos y económicos), incluso si para ello precisan ocultar el punto de no-retorno que estamos traspasando como humanidad?  

Puede que el devenir del capitalismo no tuviera por qué habernos conducido, de forma inevitable, a esta forma de fascismo en la que vivimos (aunque es indudable que su estructura misma ya presupone la desigualdad de clases). Puede incluso que «modernidad» y «holocausto» no estuvieran enlazados de forma constitutiva y se trate de un lazo contingente que se institucionalizó a fuerza de diferentes metamorfosis culturales, políticas y económicas. Si hubiera un devenirineludible, entonces, no habría estrictamente devenir sino una ley inmanente de desarrollo histórico: el “origen” ya contendría su principio de transformación interna. Pero que ese devenir no fuera la resultante necesaria del capitalismo no niega en lo más mínimo que la «significación imaginaria social» del dominio racional del mundo –para volver a Castoriadis- no haya adquirido una supremacía inédita en la historia humana, al punto de apartar de forma violenta la significación de la autonomía individual y colectiva, central en la modernidad (5). La radicalización de ese “dominio racional” (que desata, por lo demás, fuerzas incontrolables) sobre el mundo y los otros es, precisamente, lo que hemos llamado el optimismo ilimitado del fascismo. En este sentido, nuestra sociedad contemporánea está regida cada más por la locura que supone la voluntad de instauración de un orden racional transparente, regido por imperativos unidimensionales de eficacia y eficiencia.

Si esto es cierto, el reformismo no es en absoluto un antídoto contra esa “somnolencia dogmática” en la que quieren sumirnos a fuerza de repetición mediática. Si el fascismo implica la autoexaltación voluntarista –incluso si para ello hunde en un irrevocable pesimismo a cada vez más seres humanos-, la ideología socialdemócrata es el llamado cínico a moderar esas expectativas, sin poner en cuestión los basamentos de este sistema de abatimiento al que nos hemos referido. Una política revolucionaria, antes que proponerse restituirel optimismo entre esos miles de millones de humanos representados como cuerpos descompuestos o como descomposición del Cuerpo Orgánico, tiene que hacerse cargo del pesimismo: organizarlo para articular una promesa que necesariamente parte de la desesperación a la que nos arrojan. En otras palabras, no es nuestra tarea invitar a una confianza en el futuro, enarbolando falsos consuelos, una especie de esperanza metafísica a resguardo de la historia. Más bien, se trata de sumergir en la historia un horizonte de fuga, enganchar –por decirlo así-  pesimismo y esperanza. Del pesimismo puede y quizás debe nacer otra forma de promesa: la que sostiene que otro mundo es posible. La que emerge de la negación de que “las cosas funcionan a pesar de todo”.

Precisamente porque en primer lugar no se trata de que las cosas funcionen -como si los parámetros instrumentales fueran fines-, ni mucho menos de “volver a lo de antes” o esperar a que “todo se resuelva” (como si las soluciones tecnocráticas actuales no fueran formas de reducir a la nada lo que escapa a ese “todo” deseado). Nada se resuelve: ya no podemos ni queremos aguardar. No tenemos más que el deseo de darnos lo que no tenemos. No es que nutramos secretamente un optimismo futuro. No tenemos certeza de que alguna vez la realidad histórica sea más justa; y si hay lucha, si luchamostodavía, es porque esa realidad no está asegurada ni puede estarlo de una vez. En ese punto, es cierto, siempre fuimos pesimistas. Pero aun así, si luchamos todavía, es porque en esa incerteza, la promesa de una salida revolucionaria nos permite sustraernos de una ética de la resignación. Esaesperanza incierta, minúscula, sustraída del mesianismo (al que tampoco Benjamin escapa) es la que quizás nos atañe en un tiempo en el que, en nombre del optimismo, están aplastando de forma literal nuestras vidas.


Arturo Borra
 
(1) Este componente proyectivo fue planteado pocos años después del holocausto nazi por Adorno y Horkheimer en “Elementos del antisemitismo” en Dialéctica del iluminismo (1997), trad. H.A. Murena, Sudamericana, México DF.

(2) Al respecto, resulta esclarecedora la reflexión de Castoriadis: “La disolución, en las sociedades capitalistas, de todas las instancias de colectividades intermedias significantes y, por lo tanto, la supresión de posibilidades de identificación alternativa para los individuos, seguramente tuvo como efecto una crispación identificatoria sobre las entidades religión, nación o raza y, por ende, exacerbó inmensamente la tendencia al odio al extranjero en todas sus formas” (Castoriadis, C. [2002]: Figuras de lo pensable op. cit, pág. 195).  

(3) Esta redescripción, por lo demás, parte de las reflexiones que Méndez Rubio ha ahondado como «fascismo de baja intensidad», en Méndez Rubio, A. (2012), La desaparición de lo exterior: Cultura, crisis y fascismo de baja intensidad, Eclipsados, Zaragoza.

(4) Benjamin, W. (1988): Imaginación y sociedad. Iluminaciones I, Taurus, Madrid.

(5) Castoriadis, C. (1993): El mundo fragmentado, Altamira, Buenos Aires.

 

martes, 19 de junio de 2012

La economía política del sacrificio (II): los suicidados de la sociedad



En 1968 Antonin Artaud lanzó una piedra sobre la moral colectiva con su Van Gogh, el suicidado de la sociedad (1). Era su peculiar modo de tejer una rebelión subterránea, también emprendida contra una mera «revolución externa» tal como la defendían algunos miembros surrealistas, pertenecientes al partido comunista (2). Apenas sabemos del impacto general que ese libro-estocada pudiera infligir entre sus lectores. Pero sí podemos reconstruir el deseo de Artaud de reconstruir, a través del pintor holandés, una salida al laberinto: aclarar lo oscuro, abrigar el desamparo que circunda todo lo humano, no como abstracta «naturaleza humana» sino en específicas condiciones históricas.

En su reivindicación de la vida, se topó con las fosas en que la sociedad arroja a los que repudia: aquellos que son acorralados en su existencia por unas condiciones completamente asfixiantes. Ante esas fuerzas expulsoras -la máscara hipócrita y la mentira- Artaud procuró elaborar como réplica un teatro de la crueldad que las expusiera en su farsa. Lejos de la ideología de la desesperación que suele atribuírsele, Artaud partía de ella para rebasarla, liberando su potencia creadora. Nacido del dolor, luchó como tantos otros contra las causas evitables del sufrimiento. En su referencia al pintor dice:

pues [Vicent Van Gogh] no es para este mundo, nunca es para esta tierra, que todos hemos siempre trabajado, luchado, aullado el horror de hambre, de miseria, de odio, de escándalo y de asco, aunque todo eso nos haya embrujado, hasta que por fin nos hemos suicidado, ¡pues acaso no somos todos, como el mísero Van Gogh, suicidados por la sociedad! (Artaud, 2007: 108).

Como el mísero Van Gogh muchos de nosotros aullamos. Puede que la mayoría evitemos el irreversible “pasaje al acto”, pero ¿hacia adónde, si no a la muerte, se está conduciendo a los acorralados de la “sociedad”? ¿qué fosa están cavando para enterrar ese montón de huesos sacrificados en nombre de la salvación (privada), mientras los hipócritas y mentirosos compulsivos –entre los que cuentan, desde luego, multitud de periodistas, políticos, clérigos, empresarios, agentes financieros, juristas, economistas, profesores y profesionales de todas las calañas…- se conduelen con un gesto consternado?

Los suicidados rompen cualquier cifra (3). La autodestrucción no es una mera especulación apocalíptica: forma parte de las posibilidades -¿mediatas?- de nuestra autonomía. Los suicidados de la sociedad crecen; son legión. En España, Grecia, Japón, Lituania, Hungría..., en cada rincón donde un proyecto vital se autocancela. A cada momento alguien es arrojado a esa situación desesperada en la que ya no hay punto de retorno, en la que la decisión humana se confunde con la imposibilidad de tomar una nueva decisión, acercándose a un umbral de irreversibilidad. A cada momento se acorrala a muchos contra el precipicio; luego alguien dirá que se tiraron. Sus testimonios no cuentan. Como no cuentan en tanto fenómeno «noticiable», a menos que ocurra en algún país preferentemente lo más distante posible, no sea caso que nos demos cuenta que estamos asistiendo a un holocausto silencioso producido por quienes iban a evitarlo. A nivel mediático, la omisión es justificada con el pretexto de no incitar a que otros repitan el mismo acto. Pero con la misma lógica, ¿por qué mostrar guerras, estafas, crímenes y una vasta tipología de males humanos? ¿No incitan con ello a su repetición?

Diremos, aunque más no sea para no parecer locos, que el testimonio incómodo de un cuerpo suicidado sólo puede acogerlo quien, a pesar de todo, sigue vivo. El cuerpo sigue siendo del otro. Nuestros cuerpos siguen aquí. No tenemos más remedio que replicar: ¿no muere en cada una de esas muertes, de forma quizás irreparable, algo de nuestra dignidad, si es que estuvo alguna vez? ¿No somos todos suicidados por la sociedad? ¿No se suicida algo en nosotros cada vez que hay un suicidio -no importa de quién-? Alguna vez lo dijo lapidariamente Chantal Maillard: “Quien se suicida inculpando deja a alguien inhabilitado para la redención” (Maillard, 2006: 70 [4]). ¿Y no es cada suicidado de la sociedad una inculpación colectiva que cancela toda promesa redentora?

A través de ese señalamiento mudo, ellos reafirman la locura colectiva –aunque esa locura sea “normalizada”, rigurosamente administrada, convertida en pauta mayoritaria-.  Locura de permanecer incólumes frente al corral. De seguir permitiendo –aunque fuera a regañadientes- el acorralamiento. De dejarnos empujar y que otros empujen, de fingir que no nos damos cuenta, que al fin y al cabo podría haber hecho otra cosa, que el suicidado se tiró libremente desde un séptimo piso, o libremente se pegó un tiro en la cabeza.

Claro que uno aprende a vivir con esta patología. Aprende a vivir en la indiferencia, ese peso muerto de la historia como decía Gramsci. Uno aprende casi todo: a mirar para otro lado, a pedir una manta para cubrir a quien, según dictan las denegaciones al uso, no fue empujado sino que optó, con toda la libertad del mundo, arrojarse al vacío. Y, en efecto, puede incluso que tras esa ironía haya algo muy serio: que también el suicidio puede ser producto de una decisión libre, por más prohibición que corra en sentido contrario. Con Camus o Cioran, podríamos argumentar en ese sentido. Pero sin temor a la contradicción, ese reconocimiento también supone reivindicar el derecho a no suicidarse, el derecho a no tener que arrojarse al vacío, a no encontrarse acorralado, aullando “el horror de hambre, de miseria, de odio, de escándalo y de asco”.

Llegados a este punto, cabría preguntarnos si lo que mata no es, más que la «anomia» durkheimiana, la sobre-codificación de una sociedad donde sus flujos maquínicos ya no se rigen por ninguna codificación moral: unas normas completamente arruinadas pero que siguen apareciendo como vinculantes. Llámese «trabajo», «éxito», «familia», «calidad de vida»… estereotipos identitarios que apuntan a regular una máquina social descontrolada, fuera de quicio, que ha estallado hace rato, derramando su miseria por todas partes.

¿Qué queda ante este sin-salida? ¿Qué podríamos hacer, al fin y al cabo, ante este acorralamiento que padecemos? ¿Y quiénes somos nosotros para indicar el camino, si también los nuestros se han interrumpido, si es que estuvieron abiertos alguna vez, si es que no se trató simplemente de una ilusión óptica anunciada por las llamadas “sociedades opulentas”?

Quizás no seamos nadie. Pero desde ese anonimato, precisamente, se trata de volver a interrogar estas ruinas, de sacudir la aporía en la que se nos va una vida que no sea mera supervivencia. En esas condiciones, ¿qué podría significar hoy lo político en su sentido radical sino esa posibilidad de construcción de una salida al sin-salida en el que el capitalismo nos ha encerrado? Y puesto que somos suicidados por la sociedad, ¿no deberíamos más que nunca erigir la promesa de otra vida?


 Arturo Borra



(1) Artaud, Antonin (2007): Van Gogh, el suicidado por la sociedad, Argonauta, Buenos Aires.

(2) Artaud, Antonin: En plena noche o el bluff surrealista en http://www.katarsis-webzine.blogspot.com.

(3) El suicidio no forma parte del debate público. Es una noticia fugaz que se pierde tan rápido como la vida de la que habla. Es un asunto político de primer orden: incluso si fuera una opción legítima, ¿qué determinantes de nuestra formación social inciden en esta decisión y, especialmente, qué relación se plantea entre las crisis sistémicas y la tasa de suicidio?  Alegar que el número de suicidios apenas se incrementó en los últimos cinco años de los que se tienen registro (http://www.forumlibertas.com/frontend/forumlibertas/noticia.php?id_noticia=22015&;id_seccion=8) no cambia las cosas. Eso sólo podría ser tranquilizador si cada día, solamente en España, no se quitaran la vida 10 personas, según las últimas estimaciones del INE del 2009. 3.429 víctimas al año no pueden consolar a nadie. Que Grecia e Irlanda hayan incrementado las tasas de suicidio en período de crisis (hasta alcanzar un 17% y un 13%, respectivamente, por cada 100.000 habitantes), aunque lejos aun de Lituania, Letonia o Hungría, es síntoma suficiente de este drama desaparecido de los medios masivos de comunicación. ¿Deberíamos consolarnos con que los miles de suicidados no se multipliquen?

(4) Maillard, Chantal (2006): Husos, Pretextos, Valencia.

sábado, 22 de octubre de 2011

«Rebelde amanecer» -un documental de Osvaldo Bayer



"Auka liwen" (Rebelde amanecer) reconstruye una genealogía de la infamia: el etnocidio perpetrado bajo el mando del general Rocca, en nombre de un proyecto nacional que excluía a los llamados pueblos originarios de su propio territorio. La "campaña del desierto" forma parte de esos episodios terribles en los que la "civilización" se invoca para cometer una de las peores atrocidades de la historia argentina del S.XIX: el exterminio de miles de indígenas.
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Imposible comprender nuestro presente sin remitirnos a esa genealogía. El expolio a esos pueblos sigue vigente, bajo la forma de la marginación, la pobreza y la discriminación que sufren sus descendientes. Aunque se trata de un daño irreparable, la restitución de sus tierras (en propiedad actual de la misma oligarquía terrateniente que se las robó) y el reconocimiento de sus derechos históricos constituyen hoy dos deudas que deben saldarse, sin más postergación.
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A.B.



Parte I


Parte II