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jueves, 4 de julio de 2013

La edad del cinismo (IV): daños colaterales

                     


Extraño credo del exterminio: barrer con todo con la secreta pretensión de sustraerse de sus efectos, recluidos en paraísos vallados por gendarmes del orden. Extraña inversión, también, de los términos de la vida: que las máquinas excavadoras arrasen las chozas que sirven de habitáculos y los disparos aplaquen lo naciente; que se ahoguen en el océano los que huyen de la pesadilla que nunca soñaron y que unos amos invisibles cultivan en algún lugar recóndito; dejar que se mueran, hacinados, hambrientos, desahuciados; encerrarlos en los campos que se propagan por el desierto; asesinar cualquier atisbo de revuelta; criminalizar a los que no aceptan callar y anestesiar a los que callan para que no puedan despertar jamás; dispararles desde la altura, torturar a sus hijos para que confiesen delitos que no cometieron; reventarles el cráneo, la esperanza; echarlos a las perreras, meterles un bozal y pegarles hasta que, furibundos, puedan destrozar a otros perros inermes; inocularles sobredosis de miedo hasta que imploren la protección de sus verdugos; inyectarlos con morfina; señalarlos como causas del fracaso en vez de esquirlas del sistema. Que se destrocen; que se mueran; que se arrastren o supliquen algo a cambio de migajas, haciendo ademanes reverenciales y sonriendo sumisos sin mostrar los dientes. Que se arrojen al vacío, se pongan un revolver en la sien y disparen contra sí mismos, anulando cualquier vestigio de autonomía. Que conviertan el mundo en un páramo. Que acumulen cielos custodiados mientras el infierno, cada vez más frío, se extiende en el submundo planetario. Que mueran como moscas, rociados por lluvias tóxicas; que no puedan nunca imaginar otra tierra para sus huesos y la sobrevida no quede expuesta por la promesa de lo diferente. Dejar que se coman el corazón del enemigo.
 
Esas imágenes no describen alguna obra terrorífica: forman parte del inventario del crimen organizado en el que (sobre)vivimos. Efectos colaterales del sistema. Los lugares se multiplican. Cuando pasa Afganistán viene Irak; cuando Irak es una escombrera viene Libia, convertido en una jungla; cuando Libia ya no es más que el recuerdo efímero de un líder empalado (tras su captura y entrega por parte de un comando franco-británico a la “turba salvaje”) viene Siria, el apoyo militar de Europa y EEUU a los grupos de Al Qaeda que participan enfilados en las tropas “rebeldes”. Después, o simultáneamente, puede ser otro. Habrá más, en el inventario modificable de las enemistades. Siempre habrá “tiranías” que destronar, a condición de que no coincidan con los intereses geopolíticos del bloque político-militar hegemónico. El asunto de primer orden es la construcción de enemigos mortales e infinitamente intercambiables, la invención de nuevas dicotomías que permitan perpetuar la globalización de la guerra. Su condición espectacularizada, análoga a un video-game, no niega en lo más mínimo la materialidad de los cientos de miles de muertos. Más todavía: cualquier reducción de la guerra a espectáculo olvida la condición irreductible de los cuerpos destrozados. La verdad de la aniquilación. La invisibilización de esta verdad convierte el sufrimiento en el fundamento (oculto) del espectáculo siniestro de la guerra.   
 
Infundir terror es la política a domicilio: si internamente se criminaliza a los movimientos disidentes, externamente se los aniquila o neutraliza bajo una montaña de escombros. El magnicidio está garantizado. El asesinato indiscriminado también. Los daños colaterales son parte del nuevo orden del mundo. Los sobrevivientes suplicarán seguridad a cambio de entregar los restos de su libertad. Incluso si eso supone desplegar un desproporcionado aparato de control sobre las poblaciones o preparar atentados de falsa bandera para lanzar los planes que de otro modo no podrían legitimar. El negocio de la guerra es también la rentabilización del crimen. La industria del miedo tiene que fundar la promesa de seguridad en el terror que produce por todos los medios. No es sólo una incitación al consumo que pueda calmar de forma temporal un miedo incesantemente incentivado; es también creación de nichos de mercado regando devastación en numerosos territorios. Las empresas de reconstrucción, desde hace tiempo, son complementarias a las fábricas del exterminio. Drones y excavadoras son la ecuación perfecta.
 
«Globicidio» -por recuperar el término acuñado por Günther Anders- es un término que define de forma ajustada la magnitud de la catástrofe en la que nos movemos: la atrocidad no sólo posible sino probable. No en vano Zygmunt Bauman lo cita en un libro elocuente desde su mismo título: Daños colaterales (1). El «síndrome de Nagasaki» se resume en la idea de que lo hecho una vez puede repetirse con un grado creciente de naturalidad. La naturalización del horror es uno de los males que afecta nuestra sociedad.  
 
Para decirlo de otro modo: el “potencial de barbarie” de la “civilización moderna” (por mantener esta terminología ambigua) es amplio. Las atrocidades nazis “(…) fueron excepcionales sólo en el sentido de que sintetizaron numerosos medios de esclavización y aniquilación ya puestos a prueba, aunque por separado, en la historia de la civilización occidental” (Bauman, 2011: 195). La Europa liberal es también un laboratorio de violencias tanto contra otros (que han padecido los efectos duraderos de la colonización y el imperialismo) como contra sí misma. El habituamiento a lo atroz es así una condición cultural del cinismo moderno. Los buenos padres y madres de familia hacen bien su trabajo con una soberana indiferencia ante lo(s) extraño(s).
 
La omnipotencia tecnológica presumida nos devuelve la imagen de nuestra impotencia. De ahí la idea misma de «tragedia» que ronda nuestro tiempo: se nos anuncia la inevitabilidad del desastre y la responsabilidad de los gobiernos de no impedirlo… Sin embargo, aceptar sin más esta posición es una claudicación política inadmisible. Una estratagema para llamarse al silencio, a la calma apócrifa de los despachos, al retiro de la escena pública, al resguardo de los altares y las misas académicas, a la imposición de un orden policial que se nutre de la represión del disenso. Tomar en serio la tesis foucaultiana que plantea -invirtiendo la tesis de Clausewitz (2)- la política como continuación de la guerra por otros medios es, ante todo, interpretar las fuerzas políticas en pugna como un campo de relaciones de poder, marcadas por diversos antagonismos sociales. A partir de ahí podemos empezar a pensar algo sobre nuestra contemporaneidad. Interrogar nuestro desarme, producto de derrotas históricas reversibles pero irreductibles. Nuestro punto de partida es la crítica a la resignación a la que quieren reducirnos. Desafiar la «paz perpetua» del capital, es decir, la declaración de guerra a todo(s) aquello(s) que no acepta(n) la alianza entre estado plutocrático, economía de mercado y cultura de masas como la ascensión final de la verdad o realización final de la civilización (supuestamente post-ideológica y post-histórica).
 
No necesitamos, sin embargo, seguir con estas “historias” para pensar nuestra historia, la historia en su proceso formativo, la historia que construimos colectivamente en condiciones de existencia determinadas, contra un cinismo hegemónico que pretende coagularla como destino inexorable, cosa irreversible, derrota intemporal de cualquier proyecto político que no se contente con la servidumbre. Por supuesto que dirán que la guerra es inevitable. Es su eslogan repetido. Dirán que no hay opción, mientras construyen una amenaza inusitada, una catástrofe inédita con magnitudes imprevisibles: armas de destrucción masiva, masacre inminente, terrorismo global, uso de armas químicas, violación de derechos humanos, tortura y crímenes de guerra… En cierto  sentido, su propaganda o sus profecías son perversamente certeras: despliegan exactamente todos los medios que adjudican a sus enemigos, produciendo las realidades terribles que anuncian.
 
El discurso imperial produce, pues, sus metáforas performativas: un escenario apocalíptico de destrucción que contribuye de forma decisiva a construir. No deja de ser sorprendente que estos ideólogos del apocalipsis acusen de “alarmistas” a quienes cuestionan radicalmente su retórica pacificadora y su práctica belicista. Ante la acusación de alarmismo nuestra réplica es que nunca lo somos suficientemente. Puede que en las condiciones actuales ni siquiera escuchemos la alarma cuando suene sobre nuestras cabezas, una vez más, este extraño credo del exterminio.
 
Arturo Borra
 
(1) Zygmunt Bauman (2011): Daños colaterales, s/n, FCE, Madrid, p. 192 y ss.
(2) Karl Von Clausewitz (2003): De la guerra, trad. Francisco Moglia, Astri, Buenos Aires. Si en Clausewitz “(…) la guerra es sólo un arma de la negociación política, y por ello, no es en absoluto independiente en sí misma” (op. cit., p. 239), en Foucault lo político es una forma de guerra: “La historicidad que nos arrastra y nos determina es belicosa, no es parlanchina. De ahí la centralidad de la relación de poder, no de la relación de sentido. La historia no tiene «sentido», lo que no quiere decir que sea absurda e incoherente; es, por el contrario, inteligible y se debe poder analizar en sus mínimos detalles, pero a partir de la inteligibilidad de las luchas, de las estrategias y de las tácticas” (Foucault, Michel [1999]: Estrategias de poder, trad. Fernando Álvarez Uría y Julia Varela, Paidós, Barcelona, p. 45).

viernes, 10 de mayo de 2013

Para una crítica por venir: observaciones sobre el campo poético



“Algunos, adelantándose a muchos, van ganando el desierto”.
Antonio Porchia

“Para todos y para ninguno”.
Friedrich Nietzsche

-I-


En una época marcada por el escepticismo la crítica resulta sospechosa. El campo poético no escapa a ese estado de ánimo. Al menos en el contexto español, la crítica mutua de textos y prácticas poéticas se ha tornado algo completamente excepcional. La incomodidad de los cuestionamientos ha cedido a las conveniencias. No es de extrañar la ausencia de una «sociología del campo», como no sea la que se hace a menudo salvajemente, de forma anónima, reafirmando su resistencia a exponerse ella misma a la objetivación que practica con respecto a otros. Como diría Bourdieu, los objetivadores se resisten a ser objetivados, en tanto participantes del campo. Toda su autoridad mística se derrumbaría en su reenvío a una posición específica dentro de una trama de relaciones sociales de poder; en vez de la presunción de unos “evaluadores imparciales y desinteresados” (al modo de jueces implacables) nos toparíamos con unos jugadores más (parte del juego que juzgan), atravesados por apuestas específicas, basadas en valores y sentidos más o menos argumentables pero de ningún modo vinculantes (1).

Tampoco es de extrañar la desaparición casi total de una «crítica literaria» relevante. Es cierto que podrían señalarse algunas valiosas iniciativas en sentido contrario, pero eso no es óbice para reconocer el penoso “estado del arte” no sólo ya de la crítica especializada, sino también de la «crítica» en tanto operación específica de lectura. La primacía de las “reseñas literarias” más o menos elogiosas es de por sí ilustrativa; apenas si es concebible que alguien cuestione de forma abierta un texto poético sin que inmediatamente surjan los presupuestos de su “mala fe” o “enemistad”con respecto al autor de los textos cuestionados. La creación poética, concebida como atributo del yo, queda sustraída de la posibilidad de un análisis capaz de determinar sus límites. La crítica convertida en herejía es significada como una acción doblemente ofensiva: como ataque personal y como acto humillante a quien la recibe. No deja de ser paradójico que, en un contexto así, esta desaparición pública conviva con la proliferación de injurias y difamaciones privadas.

Dicho brutalmente: como no sea por algunas luminosas excepciones, la crítica literaria y sociológica brilla por su ausencia. En esas condiciones culturales, ¿cómo rehabilitar la crítica sin recaer en una nueva épica del sujeto que vendría a restituir de forma mesiánica la verdad incómoda del campo poético? No basta con dar un golpe en la mesa y restablecer, en un acto soberano, lo reprimido. Por mi parte, me limitaré a una intervención preliminar centrada en el análisis de algunas prácticas hegemónicas, aunque previsiblemente dicho proceso deje marcasconcretas en la producción poética. En último término, mediante un desplazamiento metonímico, es imposible no preguntarse si esta sintomática marginación de la crítica literaria y sociológica no conduce a la marginación de la dimensión crítica en la producción poética misma.

Antes de aventurar algunas hipótesis de lectura, sin embargo, anticipemos algunas limitaciones de semejante reflexión genérica: no permite discernir el valor diferencial y singular de determinadas creaciones poéticas ni identificar autores más o menos valiosos o irrelevantes. Con todo, no es mi propósito hacer «crítica literaria» sino procurar reconstruir algunas regularidades que atraviesanel campo, esto es, que forman parte de las condiciones de producción y recepción poéticas en el contexto español y que, por lo demás, explican al menos parcialmente nuestras luchas y apuestas.

Es cierto que el reproche es previsible: ¿por qué no nombrar a los responsables de esta situación ruinosa, suponiendo que los conocemos? ¿No deberíamos ser más osados, señalando con nombre y apellido a esos grupos de poetas, periodistas, editores y críticos profesionales que han convertido el campo poético español en una meseta en la que la condición de existencia es la rigurosa elusión del ejercicio abierto de la crítica? Semejante reproche, sin embargo, se apoya en el presupuesto metodológico de que es posible depositar en unos sujetos determinados la responsabilidad central, sino exclusiva, de esta situación (diferenciable de forma clara de casos específicos de corrupción, nepotismo, favoritismo o cualquier otro acto jurídica y éticamente ilícitos). La «inculpación» de unos individuos y grupos específicos, sin embargo, deja sin explicar por qué esta ausencia tendencial de intercambios críticos rebasa de forma evidente las fronteras de esos individuos y grupos. O, en otros términos, no da cuenta de las dificultades compartidas que tenemos al momento de producir esos intercambios.

Es en este punto en el que entra en juego una segunda razón, de carácter ético. Puesto que se trata de prácticas hegemónicas, la «estrategia de la denuncia» (2), basada en la ejemplificación, pone el riesgo a distancia. Confina la “mancha” a unos pocos elegidos, en vez de operar en el sentido de una interrogación colectiva que interpela en singular. Esa estrategia, de algún modo, cometería la injusticia inversa de la omisión. Puestoque es parte de nuestra responsabilidad empezar a construir de otro modo, lo que necesitamos no es identificar de forma más o menos acusatoria a unos presuntos responsables sino discernir modalidades operativas que configuran el actual campo poético.

La contrapartida de unas afirmaciones genéricas -que presuponen la existencia real de casos diferentes (la regla de la excepción)- es su carácter transversal. Limitarse a la mención de algunos notables como paradigma de estas prácticas no sólo no es un acto especialmente osado: es simplista y, en última instancia, nos impide reconocer la magnitud de un problema que nos implica de una manera más directa.

-II-


Separar el campo poético de sus condiciones histórico-sociales de producción es un error. Las prácticas poéticas están sobredeterminadas por una cultura hegemónica en la que la«resignación», cuando no el «conformismo», son pautas dominantes. No hay ningún abismo entre esa cultura y lo que ocurre en el espacio de lo poético. A pesar de las evidencias cada vez más lapidarias de un capitalismo de la catástrofe, el «discurso de la resignación», en el campo poético, deviene «imperativo de adaptación»: puesto que la relación del sujeto con sus condiciones de existencia es significada como intransformable, la “salida” prevaleciente no es otra que la de adaptarse. Jaqueada la alteridad (recluida a lo imposible), la coartada se hace nítida: no queda más alternativa que “hacerse un lugar” dentro del mundo conocido. El deber del goce es la puerta de ingreso de la permisividad ante lo inaceptable, esto es, el declive de la crítica.

En estas condiciones ideológicas y políticas, ¿cabe esperar algo del acto de poetizar y de los poetas? Eduardo Milán lo dice taxativamente: no cabe esperar nada. Pero“(…) decir o preguntarse «qué cabe esperar» es como creer que hay algo de elegidos -secretamente, en voz baja, murmurado porque carece de prestigio en el mundo real- en los que escribimos poesía y somos poetas. Lo que está en juego hace tiempo es lo humano. Y luego, de ahí, lo mejor de lo humano que puede ser la creación. Pero hay que precisar: la creación de buena calidad. También abunda la mala. Enesta época es dominante” (3).

Si en primera instancia lo que está en juego es lo humano, ¿qué implicaciones en ese plano tiene una matriz poética hegemónica que cultiva el desencanto y clausura su vínculo con la crítica? Puesto que este discurso poético descree de todo –salvo de sí mismo- no puede producir sino un sujeto resignado frente al actual estado de cosas. Si esto es así, ¿qué sentido podría tener esta poesía como no sea la prolongación del placer por otros medios, esto es, la procuración de un lugar distintivo que favorezca una carrera profesional “exitosa”, el uso de la escritura como punto de visibilidad fantaseada y lugar secreto de prestigio personal?

El cinismo es la ideología de la aceptación del presente. Según la ecuación al uso, en un mundo dañado no habría más remedio que resignarse o morir: “acomodarse” como se pueda o “quedar fuera”. En esta nueva modulación individualista, lo humano que se juega es este«individuo» normalizado que ha aprendido a callar –es decir: a no cuestionar- para acceder a los beneficios secundarios del orden existente, en particular, a un sistema de distinciones que carece de prestigio en el mundo real. Como no sea -valga la salvedad- para otros poetas. Creerse “elegidos”podría ser un buen consuelo sólo si nos conformamos a jugar con las reglas (dominantes) del arte.

La repetición del ritual iniciático, en este contexto cínico, es aceptación de unas jerarquías férreas e incuestionables. Acceder a un lugar subalterno sería también abdicar de su crítica: aceptar una«estrategia de sucesión», declinar toda insolencia. La autorización cruzadade los sujetos llamados a la sucesión puede adquirir visos inverosímiles: intercambio de premios en concursos públicos por parte de un jurado que luego será concursante y concursantes que serán jurado; tráfico manifiesto de influencias; acceso privilegiado a editoriales e industrias culturales, cuando no a cargos públicos y, en general, como decía Karl Krauss, mutuos «reenvíos de ascensor» que sancionan el juego de pertenencias y exclusiones. El ritual, por tanto, tiene una doble función delimitadora: confirmar los que pertenecen al clan y los que están fuera del círculo mágico de los favores, excluidos de los beneficios de la pertenencia, incluyendo el de las jóvenes revelaciones editoriales.

De forma relativamente independiente a esta dimensión social del ritual, más sorprendente resulta la celebración de un tejido de tópicos y trivialidades planteados como una suerte de iluminación sagrada. No es difícil identificar algunos de esos lugares comunes repetidos hasta el cansancio: la representación nada novedosa del individuo como fuente de novedad; la apelación esnobista a la antimoda; la construcción del sujeto poético como objeto erótico irresistible, incluyendo la femme fatale o el gigoló impenitente; la desconfianza ante cualquier apuesta innovadora y subversiva; la reivindicación de la transgresión (pero ¿qué se transgrede cuando las normas ético-políticas dominantes permiten casi todo?); el descrédito de valores y principios de orientación universalista; el rechazo teórico a la teoría; la reivindicación de lo cotidiano y del humor y, en definitiva, la defensa de la experiencia íntima como último refugio de un individuo (masificado). En un plano formal, los tópicos son más simples aun: la apología de la sencillez y la claridad formales; la reivindicación de un lenguaje coloquial, directo y comprensible; el rechazo realista a cualquier estilización (salvando el “estilo realista” desde luego); en suma, la defensa de una «poética de la transparencia» escrita por sujetos “corrientes”.



No se trata, claro está, de negarse a problematizar una serie de categorías metafísicas heredadas. El problema aquí es que este discurso acrítico se niega a hacerlo, aniquilando lo que desconoce. Paradójicamente, a pesar de su tenaz afirmación de la no-verdad y de una abigarrada apología de un relativismo más abstracto que efectivo, esta estética se reivindica a sí misma a fuerza de descalificar otros modos de producción poética. Ante el dogma de una sociedad posideológica, convertido en ideología dominante, consagra su propio vacío: puesto que proclama no creer en nada, lo único que cuenta es la excentricidad de las formas y las performances, en suma, la ceremonia de una estética vacía.

Un discurso semejante trae sus pequeños regocijos. Permite la circulación social, instaura la era del intercambio y evita que las intrigas de alcoba se conviertan en enemistades públicas. La euforia efímera es la contrapartida de esta forma de nihilismo que exculpa al propio sujeto de la responsabilidad en la producción del mundo social. Lo exime de cualquier deber–incluso si concebimos ese deber como algo que no está ligado a la deuda sino a un deseo razonable-. Pero puesto que según esta perspectiva no hay pauta de rectitud, tampoco hay nada que rectificar.

Si hay alguna «indignación» en esta posición es ante un mundo que no la reconoce lo suficiente. Es previsible que no falten antologías poéticas que rentabilicen un sentimiento colectivo esencialmente anónimo: no es cuestión de creencia, sino de visibilidad. Aunque sería erróneo decir que la“poesía indignada” es lo contrario a la indignación (po)ética, tampoco en este campo faltan oportunistas que buscan resguardarse, a través de la lógica del etiquetado de ocasión, del lugar inclasificable desde el que una poesía inconformista necesariamente se formula. Por retomar lo que decía Milán: “Yo apoyo a los indignados como ser humano. Yo me indigno. Eso marca mi escritura. Pero no es una receta ni un mandato. Todo ser humano debe indignarse. Se juega la vida en eso. Como poeta no sé si es necesario proclamarse. ¿En la modernidad la poesía no ha sido una suerte de indignación más o menos estentórea? No era Rimbaud un indignado? Lautréamont? Baudelaire? Mallarmé? Artaud? Duchamp? Satie? Martínez Rivas? Nicanor Parra? Décio Pignatari? Y sigue la lista. La creación artística que yo valoro vivía en el punto de indignación. Otra no. El problema es que esa que no se volvió mayoritaria y dominante”. Digamos entonces a modo de síntesis: poesía inconformista es aquella que se resiste a celebrar el“alma bella” en el desierto circundante, esto es, poesía que asume su vocación crítica. No es una cuestión de rótulos sino de modos de producción cultural. En términos poéticos, eso equivale a sostener que la revuelta (la puesta en crisis) empieza, ante todo, por el lenguaje, cuestionando las estructuras de una sintaxis normalizadora que asfixia el pulso.

Una estética del desencanto, por lo demás, no puede subvertir ninguna norma; ello supondría arriesgar otro horizonte de sentido. A lo sumo, se moverá en su borde para no quedar fuera de juego. La transgresión reafirma el centro en el mismo gesto de violarlo. No cuestiona la Ley; la usa para la extracción de un placer adicional. La fuerza liberadora de la risa es un pobre consuelo. La «transgresión» en su sentido habitual forma parte de una estructura trinitaria en la que también participan la Ley y la Prohibición. Como dicen Deleuze y Guattari “(…) no es nada, simple medio de reproducción” (4), cuando de lo que se trata es de sustituir esta reproducción circular por una progresión, una línea de fuga... Los presuntos transgresores no son en absoluto transgresores: el éxtasis de las drogas, de la sexualidad transitiva o abusiva, el abandono orgiástico o el exceso en cualquiera de sus formas habitualmente no transgreden nada y, cuando lo hacen, es a título de licencia poética que confirma la norma (5). Son parte del paisaje: síntoma de un deseo de escándalo que ya no escandaliza a nadie, referencia a una presunta osadía que se niega en el momento mismo en que renuncia a poner en cuestión alguna complicidad colectiva. A la luz de la resonancia que generan en un auditorio cautiv(ad)o (6) desde siempre, ¿qué otro sentido podría tener una poesía así concebida que no sea reproducir el ritual jerárquico de los nombres propios o el juego de las distinciones más fantaseadas que reales?

-III-

En este contexto, es interesante recordar la noción de«acto», tal como la reconstruye Slajov Zîzêk en términos psicoanalíticos. El«acto» es aquel que compromete “la dimensión de algún Real imposible”,orientado no al intento de resolución parcial dentro de un campo simbólico sino al “(…) gesto más radical de subvertir el principio estructurante mismo de dicho campo”.

Un acto no simplemente ocurre dentro del horizonte dado de lo que parece ser “posible”; redefine los contornos mismos de lo que es posible (un acto cumple lo que, dentro del universo simbólico dado, parece ser “imposible”, pero cambia sus condiciones de manera que crea retroactivamente las condiciones de su propia posibilidad) [7].

En un sentido radical, un acto implica atravesar la parte repudiada de sí mismo, la “fantasía imposible” que nos resulta inadmisible: su aparición transforma tanto a su agente como altera el campo hegemónico. Dicho de otra manera, es una intervención subversiva que apunta hacia lo Real (en tanto aquello que, en el mismo proceso de simbolización, se resiste a la simbolización).

Sólo hay que dar un paso para señalar que la osadía –el ejercicio de la libertad de crítica- supone pasaje al acto, atravesar la fantasía social fundamental que, sin embargo, es repudiada. Desde este prisma, es fácil advertir que las actuaciones poéticas prevalecientes distan de esta condición perturbadora. Más todavía: la prueba de su falta de riesgo reside en la rápida aceptación grupal de la que son objeto o, dicho en otros términos, en la identificación irreflexiva que producen.

A esta «osadía» tendencialmente ausente cabe contraponer la actual «mímica del escándalo», convertida en moneda corriente dentro del campo poético. Hablar de sexo y violencia, repetirse en lo obsceno, en la repugnancia escatológica, en los excesos nocturnos, en suma, apelar a unaretórica del reviente, forma parte de esta mímica. La estética del“friqui” (que hace del “sí mismo” la superficie misma del espectáculo), con todo, tiene algo semejante al clown: se ríe de sí para ocultar su tristeza. Si por una parte la contrapartida de este “yo poético” auto-encumbrado no es sino la de un lector reducido a espectador, por otro lado esa cumbre del yo tiene a menudo una dimensión paródica propia de saber, finalmente, que no se trata más que de una pantomima. La excentricidad como rasgo saliente de la subjetividad parece ser el renovado motivo poético en el inicio del siglo XXI (8): una respuesta típica ante las carencias socioafectivas de una sociedad del anonimato.

Llegados a este punto, ¿podríamos acometer la crítica a una matriz poética específica sin afrontar, en primera instancia, el cuestionamiento a unas prácticas hegemónicas? En el plano del análisis de esas matrices, la tentación es doble: 1) aceptar la dicotomía que desde hace décadas se propone en España (o se hace“poesía de la experiencia” o se hace “poesía metafísica”) o 2) aceptar dicotomías equivalentes, que reafirman una división bipolar del campo poético, en el que se jerarquiza el término denostado por la oficialidad (realismo sucio, poesía del silencio, poesía de la conciencia…). Para retomar uno de los argumentos centrales de La experiencia de lo extranjero: “(…) sólo las excepciones a ese sistema bifronte componen la poesía más viva que entre nosotros puede leerse hoy” (9). La proliferación de rótulos genéricos no oculta la voluntad de domesticar la proliferación de singularidades poéticas que es, a mi entender, lo decisivo al momento de reflexionar sobre lo poético (motivo por el cual este trabajo no puede ser más que un prefacio para una crítica por venir).

La hipótesis alternativa que quisiera recordar, entonces,avanza en otro sentido: no en la reivindicación de uno de los dos términos dicotómicos, sino en la puesta en cuestión de esta economía binaria, que oculta la heterogeneidad radical de la producción poética, esto es, la trama plural de líneas de creación discursiva que englobamos bajo la rúbrica de “poesía”. Tras la división bipolar lo que perdura es la aceptación de que sólo hay sólo dos modos de poetizar, suprimiendo del debate la pluralidad efectiva de iniciativas estéticas. Análisis de esta clase no sólo son escolares; excluyen de forma autoritaria los flujos poéticos que no encajan en esta taxonomía ya de por sí cercenada.

Para el caso, más que apelar a un espíritu taxonómico–que a lo sumo tiene interés como primera aproximación, pero que no nos exime de un análisis de todo lo que hubiera de innovador, singular y valioso en cada producción poética-, lo fundamental es seguir preguntándonos por la emergencia de iniciativas poéticas capaces de subvertir una lógica del campo que, como he anticipado, podría describirse en tres dimensiones interrelacionadas y diferenciables: a) una dinámica atrapada por el desencanto ideológico, b) el relativo desinterés con respecto al trabajo reflexivo de la forma y c) la primacía social de la lógica de los clanes.

Desentrañemos mínimamente esas tres dimensiones. En primer término, en nuestra actualidad se plantea la evidencia apabulladora de una poesía del desencanto que no es monopolio de la poética oficial en lo más mínimo. Incluso quienes se auto-representan como grupos alternativos (en términos tanto estéticos como políticos), la expansión de este discurso es notable y se hace manifiesto, ante todo, en un «imperativo de goce» dogmatizado, como salida individual a una sociedad que se representa falazmente como postideológica: puesto que no hay nada que creer, la única creencia sostenible es la que condena todas. En un marco así, la lucha política cede su relevancia a la lucha egoica por la consecución de un placer de por sí mitigado al interior de un grupo de pertenencia. Dejando a un lado las inconsistencias lógicas y políticas básicas que una postura así presupone, sus consecuencias en los procesos de escritura poética son inequívocas. Ante todo, como desinterés por el trabajo formal del poema como elaboración crítica. El efecto de este desencanto, sin embargo, no debería describirse como mera «despreocupación estilística»; más bien, se trata del desarrollo de un específico lenguaje de filiación; esto es, de un lenguaje marcado que permite al sujeto firmante inscribirse de forma explícita en determinado grupo poético y salir en términos imaginarios, mediante este mutuo reconocimiento, del anonimato del yo vivido como una condena.

Si esto es cierto, tal vez podamos explicar mejor la relativa uniformidad estética que desde la década de los ochenta predominó en España. Si bien desde hace una década esa relativa uniformidad no hace sino estallar mediante la irrupción pública de poéticas diversas, marginadas o emergentes, estamos lejos todavía de habernos liberado de un sistema de clasificación bifronte en el que las poéticas que se “enfrentan” terminan asemejándose entre sí, al centrarse ante todo en la descripción realista (presuntamente no estilizada) de una experiencia pensada en términos restrictivos. Una red de “motivos” tópicos reenvían a la cultura de la resignación a la que venía refiriéndome: conectan al “desengaño” como vínculo con la existencia. Talcomo analizó con detenimiento Chantal Maillard en Contra el arte y otras imposturas (10), la primacía de lo «kitsch» (como versión paródica del ideal vanguardista de fundir«vida» y «arte») consagra una doble degradación: la eliminación de la complejidad de la obra y su reducción a una suerte de souvenir de la memoria. La celebración de lo efímero forma parte ya de una«cultura de la globalización»:

Una cultura que lo fagocita todo y lo devuelve empequeñecido, degradado, trivializado. Se adueña de las formas y las devuelve simplificadas, estereotipadas, serializadas. La mentalidad kitsch lo impregna todo: hay espiritualidad kitsch, intelectualismokitsch, ecologismo kitsch, etc. Vivimos inmersos en el artificio, la artificiosa representación de lo que en otras épocas era genuino (Maillard, op.cit.: 35).

La retórica alternativista no oculta esta (contra)oficialidad que hace del desentendimiento de lo común norma de acción y que, incluso, no se priva de parodiar lo que entiende como caduco: un horizonte poético orientado por la crítica (filosófica, estética y política). Del mismo modo que la voluntad de trasgresión es su marca ética, el uso de un lenguaje precrítico es su signo inconfundible: el conservadurismo formal es, simultáneamente, sustracción del cuestionamiento radical del mundo histórico-social. ¿No es este discurso poético el que puede reconocerse de forma transversal en distintas “escuelas” y “grupos”? ¿Y no deberíamos evitar aquí el señuelo de la crítica ejemplar, cuando se trata de algo mucho más arraigado en la poesía como práctica cultural? La arbitrariedad del juego de inclusiones y exclusiones localiza los desaciertos en un exterior puesto a distancia. Ello no sólo no contribuye a dimensionar la magnitud del desastre sino, lo que es más significativo, omite el vínculo extratextual entre determinadas poéticas y el modo en que se distribuyen los capitales simbólicos en el campo poético presente.

Esta reflexión conecta a la tercera dimensión; esto es, al modo hegemónico de construcción de vínculos poéticos basados en una lógica cerrada, eminentemente endogámica, en la que la alteridad no tiene lugar. Es precisamente esta condición monológica y dogmática la que nos permite especificar el “clan” como modo hegemónico: lo que cuenta es el juego de alineaciones. No es extraño entonces que quien no conozca el mapa (y no digamos ya: quien lo cuestione de forma radical) se “pierda el juego”, esto es, quede excluido de los bautismos de la confesión y los rituales confirmatorios. En esta instancia, la distinción entre «comunidad abierta» y «clan»adquiere suma relevancia al momento de pensar distintas configuraciones grupales. No estoy cuestionando, claro está, las relaciones de amistad y el cultivo de «afinidades electivas» que, como en cualquier otra esfera de actividad, se producen entre poetas. Es evidente que casi todos participamos en grupos específicos y no hay nada ilegítimo en ello. Quienes cuestionan esas pertenencias, sencillamente, reproducen la mitología purista del “artista solitario” sustraído de la mundanidad. La referencia a la “lógica de los clanes”, por el contrario, remite a la construcción del propio grupo de pertenencia como referencia exclusiva, absoluta y central para juzgar aquello que ha de entenderse por «poesía válida» y a la distribución excluyente, jerárquica y monolítica que hace de las oportunidades que dicho grupo gestiona en función de un juego de lealtades personales. En otras palabras, un grupo se configura comoclan cuando pretende ejercer de forma autocrática el monopolio de la legitimidad artística, negando la posibilidad de un auténtico diálogo con otras posiciones poéticas. Por el contrario, llamo «comunidad abierta» a un grupo orientado hacia pautas exogámicas, no sólo capaz de descentrarse en sus juicios estéticos, sino que pone en práctica esa apertura crítica ante otras posiciones estéticas. Es evidente que semejante política de la hospitalidad no equivale a la aceptación de cualquier poética o a la celebración posmoderna de cualquier diferencia estética sino más bien al reconocimiento selectivo de otras poéticas que juzga valiosas y pertinentes.

Sobre este fondo, es fácil advertir que la primacía de una lógica clánica en el campo poético supone no sólo una cierta hostilidad ante la alteridad, a menudo manifiesta como indiferencia, sino una lógica homogeneizante que, en el orden de la escritura, se hace manifiesta tanto en la repetición de tópicos poéticos como, más en general, en el uso acrítico de un lenguaje de filiación que reproduce ideológicamente lo que hay que cuestionar. Por otro lado, al ceder a la presión de lo hegemónico, repite una tradición de corte individualista que, no obstante exaltar al “individuo”, lo realiena en clanes o tribus poéticas concretas. No se trata de una auténtica contradicción: nuestra formación social se reproduce instalando la hegemonía de un individualismo exacerbado que, paradójicamente, subordina al individuo a la normalización. Lo “normal”, en esta cultura de la dimisión, es la repetición de ciertos motivos hedonistas: la noche, la fiesta, las drogas, el desenfreno sexual (a pesar de que ese “desenfreno” es más fantaseado que real, fuertemente regulado por un hetero-sexismo imperante). En esas condiciones, los límites de una vida aplanada, reducida al circuito familiar, aparece como límite mismo de lo poetizable, desconociendo lo que escapa a ese horizonte como extemporáneo.

Discurso, entonces, que al mostrar su desencanto ideológico, se repliega en una intimidad separada falazmente del contexto político, económico, social y cultural que la produce. Una intimidad así significada conduce a un intimismo confesionalista que deja sin elucidar las condiciones que producen los desgarramientos individuales, la soledad recurrente, la necesidad de escape, el refugio en una sexualidad efímera y la búsqueda desesperada de un excedente de placer que se fuga en el momento mismo de obtenerlo. Lo poético, configurado de este modo, deviene extensión del desencanto cotidiano: sólo cuenta lo propio, pero una propiedad que finalmente constata su vacío, a fuerza de un yo exhibicionista que, a pesar de tener más medios que nunca para mostrarse, apenas tiene algo que mostrar.

Como una maldición del sujeto, lo que un discurso de este tipo tiene para ofrecer apenas es tenido en cuenta. En un mundo donde todo debe tomarse con la misma carcajada, donde las utopías libertarias y socialistas suenan sospechosas o nostálgicas, lo único que queda es el mercado de las provocaciones: la confirmación de que ya no hay más que hacer o, peor aún, donde lo único que podemos hacer es entregarnos obsesivamente al Goce (de todas formas denegado o postergado). Otra vez: no se trata de oponerse a un cierto uso de los placeres, sino de problematizar un hedonismo planteado como imperativo, especialmente, cuando el plus-de-placer se logra a fuerza de desconocer el dolor (ajeno). Una postura así vacía el sentido mismo de la «alteridad»,ligada a la producción de significaciones, valores y prácticas diferenciadas que permitan sustraernos de un presente asfixiante.

El riesgo como parte constituyente de lo poético es aquí confinado por una fórmula de reiteración que reafirma el juego de las pertenencias, como si el “público” reclamara, ante todo, algunas señas de identidad. El ejemplo del“nuevo perfomer” ayuda a comprender. Es de sobra conocido que los surrealistas usaban las “perfomances” como puestas en acto de la extrañeza, incluso como medio catárquico o estrategia de conmoción. El retorno a la dimensión corporal del discurso bien puede formar parte del repertorio crítico de la poesía. Sin embargo, ¿no son las perfomances que dominan el presente formas de producir el cuerpo como superficie del espectáculo? ¿Una manera de encubrir la insignificancia del poema en tanto creación lingüística? El problema de este discurso sin palabras, centrado en el enunciador, es que no tiene nada que decir. La opción por el yo así modelado se convierte en ritual narcisista, en repetición de una risa desencantada: el mensaje es la imagen del cuerpo espectacularizado.

Podríamos decirlo de otra manera: allí donde la elaboración simbólica fracasa no queda más que un cuerpo cosificado. Porque lo cuestionable no es hacer del cuerpo una superficie poética (algo que en principio también el body-art hace con resultados dispares), sino la conversión del cuerpo en recurso exhibitivo, en un (pre)texto retórico para denunciar de manera efectista toda retórica poética que no acepte el pacto con esta clase de discurso corporal. No queda más que el golpe de impacto, como voluntad de dar fuerza a aquello que estructuralmente no puede tenerlo: un discurso que prescinde del trabajo simbólico, no sólo en el campo de lo formal, sino en el terreno de la producción elucidada de sentido. Una poética que se exime de realizar una crítica al lenguaje –condición para abrir tambiéna una crítica de lo real- no puede más que apelar a algunos tótemes: ante la repetición de lo fútil, la «idolatría» expresa este movimiento hacia un «Sujeto» soberano, en el que se toma la palabra bajo la tutela autorizante de un gran Otro que, por lo demás, no existe. Una escena así, sin embargo, no da lugar a la metáfora: al no aceptar la sustitución de los significantes, se reafirma en la literalidad de un hedonismo ciego a la herida del mundo.

-IV-

En ese contexto desacralizado que consagra como dogma dominante la imposibilidad de lo diferente, proponer una restauración de la virtud (poética) es una trampa: cifra en la elocuencia retórica la clave de lo poético, como si un perfecto cadáver de palabras –dispuestas a partir de unas reglas simples de rima, métrica y ritmo- fuera la summa deseada. La restauración convierte la poesía en un museo que sólo puede tener interés para los coleccionistas de frases bellas o aquellos que se dejan convencer de que lo interesante ha de ser, por fuerza, solemne (11).

La crítica a ciertos tópicos poéticos no tiene por qué convertirse en un llamamiento al orden dispuesto e impuesto por los presuntos maestros de la palabra que serían los poetas. Es más bien una interpelación a la pasión poética, al deseo de reconquistar, como decía Paul Celan, el «balbuceo» –y digo balbuceo, no laconía, el más habitual de sus simulacros-, como espacio en el que batallamos por decir lo indecible, por transitar a través del lenguaje a una experiencia en la que se batalla con el silencio, no para eliminarlo, sino para aprender a convivir con éste. El balbuceo: aquello que se fuga en las grietas del lenguaje. Lo que no puede ser más que tanteado. Una proclama o una declaración de principios pertenecen al orden prosaico; el cultivo del desencanto no nos sustrae de ahí. Es heterogéneo con respecto al abismo que balbuciendo tanteamos. En ese arte de lo imposible nos movemos. “La poesía es la verdadera resacralización laica del mundo”, decía Juarroz en un pequeño gran libro (12). Puede que en esta escritura nuestra opción sea aprender a naufragar, a seguir aferrándonos a tablas astilladas, a los restos de una pérdida primigenia. Siempre habrá otros que no aceptarán este hundimiento y protestarán con fuerza ante el ejercicio de descentramiento que esta escritura de la fragilidad exige. No es que sea impensable una poética del yo; una vez más, lo problemático es el modo de construirlo en términos simbólicos, el lugar –a menudo tan desmesurado como infantil- que este discurso le asigna ante la geografía fracturada del mundo.

Quizás toda la labor poética sea un largo aprendizaje del naufragio, esa entrega al hambre y al alambre, a los pájaros y a las hondas. Sospechar la belleza es una operación necesaria; convertir en doctrina lo feo -el feísmo- puede incluso ser interesante. Pero eximirse de atravesar por esas experiencias no es ninguna osadía. No deja de resultar llamativo que en nombre de la experiencia sea tan fácil perder de vista su radical heterogeneidad, reduciéndola a sus formas más estereotipadas y normalizadas.

-V-


Dicho lo cual, resulta claro que el efecto de este desencantamiento no es otro que el de un abrupto aplanamiento del horizonte experiencial (13), sin por ello poner en crisis el principio de autoridad. Su relativismo estético -que le permite tolerar la coexistencia indiferente de poéticas antagónicas entre sí- no es impedimento para absolutizar su universo. A pesar de un cierto pluralismo en germen que podría generar las condiciones de un debate crítico, capaz de determinar los límites de lo aceptable y la conciencia de los límites, se refugia en una posición que prescinde de todo criterio que no sea, estrictamente, un criterio de gusto. El esteticismo así constituido –esto es, la «soberanía del gusto»- da paso a una peculiar paradoja: aquello que no comulga con las preferencias propias es ignorado sin más.

De forma contradictoria, en este discurso desencantado sobrevive el encantamiento del “yo”. La estrategia más habitual no ahorra en esa extraña inversión que hace de la carencia una fortaleza. De ahí su anti-intelectualismo militante que repudia abiertamente todo acto de escritura que no se ajuste a sus patrones de transparencia, simplicidad, literalidad, estilo directo y sentido común. Que lo poético en otras prácticas estéticas sea la experiencia de la ruina (de los códigos, de las falsas evidencias, de lo sabido) no parece desestabilizar en absoluto ese núcleo anti-intelectualista que pone bajo sospecha aquello que no comprende. En vez de leer ahí una ocasión de aprendizaje, se limita a prejuzgarlo como retórica oscurantista. En última instancia, la lógica de la interrogación –requisito de toda crítica- perturba el estado vegetal que se anuncia como nuevo nirvana etílico. El imperativo de esta posmodernidad estética es anti-kantiano: atrévete a no pensar. En este circuito lo problemático es problematizar. No pensar es acceder al goce y ese acceso es lo único que a partir de ahora interesa. Que ese atrevimiento sea ceguera ante el otro apenas cuenta; que históricamente el anti-intelectualismo tenga una raigambre totalitaria (ocupada en hacer impensable otro mundo y otra existencia) tampoco parece resultar demasiado perturbador… siempre que nadie lo recuerde. De ahí que la lógica clánica sea el modo “funcional” por excelencia: quien no comulgue con lo propio es excomulgado de la polis poética (contra)oficial.

Ya en 1947, tras la devastación de la segunda guerra mundial y las secuelas persistentes del nazismo, Adorno y Horkheimer nos advertían: “Así como la prohibición ha abierto siempre camino al producto más nocivo, del mismo modo la prohibición de la imaginación teórica abre camino a la locura política” (14). Quizás la locura política contemporánea no sea otra que la aceptación resignada de lo existente, lo que es decir también: la inmolación generalizada. Ante ello, cabe preguntar si el rechazo de la imaginación poética en tanto creación crítica no termina convirtiéndose en una “prohibición nociva”. Para formularlo de otra forma: ¿qué implicaciones vitales tiene este atemperamiento del impulso que cuestiona lo heredado, especialmente en el contexto de un capitalismo globalitario que arrasa millones de vidas? ¿Qué consecuencias arrastra con respecto a un proyecto de autonomía individual y colectiva? En este sentido, las consecuencias políticas de esta declinación son diversas y aunque no puedo detenerme en su examen exhaustivo, globalmente plantean un problema de primer orden (15).

Para limitarnos al campo poético, podríamos decir que la prohibición de la imaginación poética abre camino a la impostura performática: el “neo-malditismo” profesado forma parte de esta actuación estelar que se con-forma con lo existente. El gesto del infant terrible, en pleno adormecimiento ante la masacre diaria –proyectada en una pantalla de plasma- es funcional al régimen de los privilegios que sostienen –aunque de forma residual- a las sociedades europeas. La escritura poética ya no es significada como gasto, sino como reclamo (publicitario). Saber-venderse es la máxima de la poesía como espectáculo, más o menos circense, que el oyente/lector, según la soberanía del gusto, deberá adquirir en el escaparate de las mercancías culturales de élite.

“Intégrate al clan o no serás” es la apuesta estratégica que con probabilidad favorecerá el acceso privilegiado a una “vida maldita”: vivir sin someterse a las penurias corporales del trabajo asalariado, pasearse por los circuitos de recitales “alternativos” (¿con respecto a qué?), visitar cuanto “sarao” exista, participar en la saga de las antologías (casi siempre tan arbitrarias como las categorías de poesía que las sostienen [16]), multiplicadas al ritmo de la “nueva poesía” (como si lo poético fuera susceptible de reducirse a una cronología), sumarse al estrés de los viajes de presentación de libros publicados antes de ser escritos (y no digamos ya reescritos), en tanto“oportunidad” profesional y personal de contactación en la que no cabe descartar una espléndida noche de sexualidad poética.

La conclusión es clara: el neomalditismo es vida integrada, producto de una desigual distribución de las oportunidades simbólicas y materiales. El marketing agresivo del yo es síntoma de un deseo de reconocimiento inmediato que, sin embargo, no se interesa por el otro que podría reconocerlo. No es extraño que el tumulto sea parte del espectáculo: una “multitud de seres excepcionales” (como ironizaba Gombrowicz) demandando un reconocimiento que no está en condiciones de dar. Ante esa dificultad, el elogio o la adulación de los enunciadores son buenos sustitutos de una evaluación rigurosa de los enunciados.

La editorial “propia” y la proliferación de soportes tecnológicos de “universal acceso” –a condición de acceder a la tecnología misma y a sus claves de uso- es parte del síntoma: la impaciencia más absoluta ante el propio anonimato. Al fin y al cabo (suele decirse) “la tecnología democratiza”. Más allá de esa ilusoria igualdad virtual, lo que está en juego es la voluntad de distinción que no está dispuesta siquiera a atravesar la instancia onerosa de la (re)escritura capaz de (auto)cuestionarse. Lo que queda es “forjarse un nombre” a fuerza de golpes de efecto, producción de una marca, ocupar los espacios para que no los ocupen otros, garantizar la presencia continua, construir el yo como pauta publicitaria. “Operación triunfo” bien podría ser el nombre de este lanzamiento impúdico de estrellas en el firmamento oscuro de la “poesía eterna”, otro de los mitos de las industrias culturales dominantes. Al final, lo que se juega es el éxito vacuo -el “instante de fama” del que hablaba Andy Warhol- de un nombre de (no) autor que se diluirá en la irrelevancia de una escritura desnutrida. Y si se objetara, contradiciendo sus aspiraciones, que todos finalmente estamos destinados a la disolución (algo que no podemos sino reafirmar) otra vez tendríamos que señalar que no toda disolución es equivalente.

-VI-


Preguntarse cómo podríamos participar en un proceso de cambio colectivo sin alterar esta fisonomía de la subjetividad, aturdida por el propio eco, no es algo que pueda postergarse. La “poesía” o incluso la “literatura” mal podría incidir en otros campos sociales si se limitara a reproducir sus pautas exitistas, prescindiendo del examen de sí. Reinventar la sociabilidad sin reinventarnos a nosotros mismos no sólo es inviable: reduce lo social a un teatro (o a una representación) en el que los “actores” ya estarían constituidos. Una concepción así, sin embargo, desconoce la condición constitutiva del lazo social: traza una relación instrumental con los otros. Que en esta “escena” algún poeta se anuncie como showman no sorprende. Forma parte del mercado presentado como“alternativo” –bastante precario por lo demás- que tampoco repara en ceder a la“modernización” económica, esto es, en incorporar dócilmente el discurso capitalista en la práctica del funcionamiento editorial “independiente”,incluso bajo la nada novedosa planificación estratégica.

En este sentido, incluso para quienes consideramos que la mercantilización de la “obra de arte” que producen las industrias culturales no es un fenómeno reciente, lo que inquieta no es solamente la orientación (frustrada) al lucro, sino la omnipresencia de la lógica de la mercancía en el mismo proceso de creación poética y la más descarada despreocupación por el valor tanto estético como político de esas creaciones. Para resumirlo en términos de Milán (17):

Lo que ha ocurrido realmente, aunque en apariencia resulte lo contrario, es una nueva sumisión del arte al estatuto social, frente a una sociedad del desencanto y del simulacro, un arte igualmente desencantado y simulador. Si bien apostar por la utopía histórica resultó la mayoría de las veces una caída abismal en el totalitarismo, desoír las lecciones de la experimentación y del rigor que nos legó lo mejor de la vanguardia es igualmente suicida.


Aunque es evidente que esta constatación no nos exime del examen crítico de una producción poética singular, de forma genérica la producción poética que domina la escena se ajusta estrictamente a esta descripción: arte desencantado y simulador. ¿No es, precisamente, el efecto que cabe esperar ante la hegemonía de una cultura de la resignación que puesto que ha desistido de cambiar el mundo se auto-impone acomodarse a él?

No es tiempo, sin embargo, de concluir. Quizás sí de plantear un debate y abrir espacio para una interrogación de nosotros mismos. Por lo mismo, lo antedicho no tiene otra pretensión que la de construir una aproximación tentativa, necesariamente incompleta, a una realidad poliédrica. No basta señalar una cierta obstrucción de la crítica en el campo poético si no determinamos, simultáneamente, la génesis de esa obstrucción. Dicho de otro modo: esa obstrucción no es sino un síntoma–un efecto sobredeterminado- de un modo hegemónico de producción cultural. Ello supone rebasar estrictamente un análisis del campo, para inscribir las prácticas poéticas en condiciones históricas más amplias: las que remiten a una cultura hegemónica de la resignación, ávida de goce dentro de los límites dados de una experiencia vital cercenada.



Como he procurado mostrar, si bien dicho análisis cultural no nos exime de nuestras responsabilidades ético-políticas, permite comprender ciertas modalidades del campo poético actual, particularmente su declinación tendencial del ejercicio de la crítica, tanto en la produccióncomo en la recepción poéticas. La primacía de un discurso del desencanto conduce, en este punto, a una reivindicación del sujeto convertido en mónada, atrapado en una lucha por la distinción que demasiado a menudo compromete un juego de pleitesías y abdicaciones inaceptables.

Para articular de forma esquemática el planteamiento inicial: la reproducción de clanes poéticos es consecuencia del afán de supervivencia dentro de un contexto político-cultural que oblitera la alteridad. De forma paradójica, el individualismo acérrimo culmina en una realineación del sujeto: ante la creciente percepción de fragilidad universal en una sociedad del anonimato, este «individuo»convierte su grupo en refugio cerrado, búnker en el que construir una identidad que siente amenazada. La búsqueda de reafirmación se hace visible, en el plano escritural, a través de un lenguaje de filiación que se manifiesta en la repetición de unos tópicos o lugares comunes que sustraen este tipo de producción poética del trabajo de la crítica. Esasustracción tiene implicaciones estilísticas importantes; ante todo, la demanda de una «estética de la transparencia».

En síntesis, el escepticismo radical se transforma en la celebración acrítica de una estética vacua que, a la par que consagra el relativismo como credo abstracto, se aferra de forma absoluta a su particularidad. Es desde ese horizonte como mejor podemos entender el oportunismo de posiciones semejantes: lo que cuenta es, ante todo, un asunto de reconocimiento por todos los medios. El inconformismo con respecto al mundo social se convierte en inconformismo ante la falta de reconocimiento del yo. En vez de contribuir a la producción de una ruptura tanto estética como política, repite el círculo de la transgresión. Lamímica del escándalo, pues, ha desplazado el espacio para un auténtico «acto»:da lugar a «actuaciones» poéticas en las que la falta de osadía crítica es suplida con una dosis de excentricidad.

Si esto es así, la condición de posibilidad de una«crítica literaria» es la crítica misma a unas prácticas poéticas que dan por presupuesto aquello que hay que demostrar: no sólo la validez de ciertas «categorías poéticas» sino también la validez de una división poética bipolar que excluye lo más relevante de la producción poética actual. Si bien desde hace tiempo esa división ha estallado, la persistencia de clanes poéticos parece ir en otra dirección: la del reforzamiento de unas fronteras que apuntan no sólo a la consagración poética de sus miembros, sino también a la exclusión de todo(s) lo(s) demás. Con ello, se plantea una lógica homogeneizante de la escritura que reproduce de forma dogmática un específico lenguaje de filiación. El abandono de una crítica del lenguaje, por lo demás, contribuye a un bloqueo más radical: la posibilidad de cuestionar los límites del presente. El goce egoico del reconocimiento es, simultáneamente, desconocimiento de un mundo herido.

Semejante situación provoca efectos devastadores sobre la misma significación de la «experiencia», reducida a unas pocas vivencias privadas sustraídas de toda (auto)reflexividad y separadas de forma inválida de sus condiciones de existencia. Lo que cuenta son las señas de identidad, incluso si esas señas se presentan como“alternativas”. Una experiencia así recortada, como procuré argumentar, tiene implicaciones no sólo en la crítica literaria al uso o en la lectura crítica de los discursos poéticos: borra la dimensión crítica de la producción poética dominante.

Una vez más, es preciso remarcar que estas formas artísticas no agotan el campo poético actual. Constituyen observaciones de índole general que deben ser matizadas a partir de resistencias efectivas y activas. Nadie está fuera, pero también es posible procurar estar dentro de distintos modos. ¿No deberíamos, entonces, intentar movernos donde el juego incomoda, admitiendo que sustraerse retóricamente del juego ya es parte de este juego? Procurar sostener una posición en exilio no tiene nada que ver con irse a otra parte o desistir de la escritura. Es impulsar el descentramiento tanto poético como ético, a partir del cuestionamiento del juego de la autoridad.

Otra poesía no sólo es posible: forma parte de una realidad que se produce en los márgenes de la producción discursiva dominante. El reconocimiento público que en ocasiones obtiene esta otra poesía,sin embargo, no tiene que inducirnos a engaño. Puesto que estamos dentro, nuestra salida sólo puede construirse desde las grietas. Una crítica por venir es la exigencia de esa otra poesía que ya está aquí. La hospitalidad ante esa poesía es, también, la hospitalidad ante otro mundo.

Arturo Borra

(1) En otro nivel habría que interrogar los presupuestos éticos de la crítica anónima. Por definición, el discurso anónimo es aquel que no tiene que responder por lo que dice. Esta peculiar irresponsabilidad ¿no abre camino habitualmenteal juicio dogmático que se sustrae del lugar precario en el que sitúa a sus“objetos” (d)evaluados? Y como práctica, ¿qué vínculo plantea con respecto a una más que pertinente osadíaintelectual?

(2) Lo dicho no niega que dicha estrategia sea necesaria ante la evidencia de una práctica ilegítima, como por ejemplo la concesión irregular de un premio. De hecho, he participado en varias de estas denuncias. Lo que sí pongo en cuestión es que esa estrategia sea válida al momento de analizar una problemática transversal.

(3) En “Diez preguntas sobre la urgencia: una entrevista a Eduardo Milán”, en periódico Rebelión,04-01-2012, versión electrónica: http://www.rebelion.org/noticia.php?id=142351.

(4) Gilles Deleuze y Félix Guattari (1978): Kafka, por una literatura menor, Era, México, p. 98.

(5) Desde esta perspectiva, si nos siguen resultando de interés escritores como el Marqués de Sade o Henry Miller ello se debe no tanto a su carácter transgresor, sino a su capacidad para subvertir determinadas normas relativas a la sexualidad, la moralidad o el sentido del “buen gusto”.

(6) La (carencia de) resonancia no es prueba de valor. El «valor estético», aunque carece de «objetividad», no es un asunto de“psicología de masas”: si bien todo valor se produce en específicos juegos de poder, ello no niega que su «validez» remita a un campo de intersubjetividad en el que la crítica puede y debe jugar un papel insoslayable.

(7) Slavoj Zîzêk (2004):“Lucha de clases o posmodernismo? ¡Sí, por favor!”, en VVAA, Contingencia, hegemonía, universalidad (2004), FCE, Argentina, p. 132.

(8) No se trata de argumentar contra la necesidad (subjetiva) de cierta autodestrucción; al fin y al cabo, puede que vivamos en un tiempo en el que un mínimo de escapismo resulte irrenunciable. Sin embargo, confundir necesidad con virtud no puede sino conducir a nuevas confusiones.

(9) Miguel Casado (2009): La experiencia de lo extranjero, Galaxia Gutenberg, Barcelona, p. 84.

(10) Chantal Maillard (2009): Contra el arte y otras imposturas, Pretextos, Valencia, p. 33.

(11) Este virtuosismo forma parte del mito de la poesía como técnica; aunque ese mito todavía goza de un cierto prestigio –piénsese en los que aún hablan de “poesía pura”, de“auténtica poesía”, de “poesía verdadera”-, apenas podría explicar el temblor de un poema. No nos permite comprender por qué un poema formalmente impecable puede dejarnos en el más indiferente de los estados. Que hay una dimensión técnica y retórica en lo poemático es innegable; que el efecto estético se reduzca a esa dimensión es completamente diferente.

(12) Roberto Juarroz (2000): Poesía y realidad, Pretextos, Valencia, p. 32.

(13) Queda por indagar en las condiciones histórico-locales de producción de ese desencanto, incluyendo el «franquismo» no sólo como régimen político, sino también como proceso cultural.

(14) Theodor Adorno y Max Horkheimer (1997): Dialéctica del Iluminismo, Sudamericana, México, p.9.

(15) Remito aquí a las reflexiones realizadas por Cornelius Castoriadis (1997): El mundo fragmentado, Altamira, Buenos Aires.

(16) Aquí deberíamos incluir categorías al uso como por ejemplo el de poesía femenina o poesía joven, como si la “feminidad” o la “juventud” fueran virtudes metafísicas independientemente a la calidad de la producción poética. A menudo, poesía femenina significa también poesía feminista, lo cual resulta mucho más interesante cuando logra desplazarse de la norma «heterosexista». Por su parte, poesía joven explota la imagen del enfant terrible (del que Rimbaud sería su adalid), como si la juventud fuera portadora esencial de algún valor intrínsecamente superador y emancipador.

(17) Eduardo Milán (2004): Resistir. Insistencias sobre el presente poético, Fondo de Cultura Económica, México,p. 60.


*Imágenes de Parkeharrison

jueves, 24 de enero de 2013

Apuntes para seguir caminando (contra una política de la resignación)




-I-

Hablar de “derrota” del movimiento 15-M conduce, de forma inexorable, a una sucesión de malentendidos: dar por sentado que ya no tiene relevancia política, absolutizar su repliegue, sentirse obligado a abandonar sus filas o incluso condenarlo a una bella veleidad. Nada de ello está implicado cuando nos preguntamos sobre el momento actual de este movimiento y afirmamos que la experiencia de la derrota es parte del largo aprendizaje que hemos de atravesar todos aquellos que participamos, de formas y en grados diversos, en este movimiento.

Un pensamiento que se pretenda crítico, sin embargo, no puede eludir el malentendido si aspira a producir debates fecundos. Forma parte de ese debate preguntarse, ante todo, por los logros y deudas contraídas por el movimiento 15-M a fuerza de encarnar un impulso político transformador en una fase histórica marcada hasta entonces no sólo por el letargo y la apatía generalizadas, sino también por la desmovilización popular. En ese debate -cómo no- la reflexión sobre una posible derrota debe tener lugar, no para entregarse al derrotismo, sino para reactivar el momento fundante de la «indignación» y seguir pensando estrategias de acción más efectivas.

Dicho claramente: puesto que la «indignación» ante las injusticias repetidas de un sistema corrupto no ha mermado, tenemos que pensar qué medios y estrategias podemos darnos para que esa emoción colectiva no quede en un ritual catárquico (o en una simple queja privada) y pueda constituirse en fuerza impulsora de un proceso de cambio social. Esa posibilidad sigue siendo incierta y depende de nuestra práctica que las grietas abiertas en un pasado inmediato no se cierren. Señalar el riesgo de asimilación sistémica del movimiento 15-M es apostar por que eso no ocurra.

Lejos de cualquier resignación política, nuestra apuesta es seguir luchando de forma entusiasta contra una política de la resignación que presenta la actualidad (del saqueo) como una realidad ineludible, producto de “decisiones inevitables” (lo que no es más que un oxímoron). Para ahondar en esa lucha entusiasta es crucial llamar la atención sobre la peculiar eficacia que está teniendo la política del miedoinstitucionalizada a nivel gubernamental y elaborar opciones que nos permitan neutralizarla. Desde el momento en que ningún gesto es meramente constatativo, señalar que en los últimos meses ha habido un repliegue del 15-M y una restauración autoritaria del control basada en la propagación del miedo reclama, de nuestra parte, un esfuerzo adicional para pensar cómo podríamos intentar replicar a esa situación y retomar la iniciativa perdida.

Desde luego, articular la disidencia como movimiento político excede cualquier reflexión individual y sería un contrasentido que alguien se arrogara esa labor, máxime en un movimiento que carece de forma explícita de líderes. Esa responsabilidad es necesariamentecolectiva y elaborar una preceptiva abstracta (muy propia de las utopías diseñadas por filósofos) es tan inconducente como indeseable: sitúa al sujeto en la posición del amo que imparte mandatos que, por si fuera poco, no está en condiciones de hacer cumplir. No es extraño que todavía la vieja guardia siga recriminándole al mundo persistir en el error y no seguir obedientemente sus mandamientos redentores.

Lo antedicho, sin embargo, no nos exime de intentar elucidar algunas alternativas de acción, siempre que sean interpretadas como material abierto de discusión, apuntes de una lucha que sigue abierta a pesar de un cierto desaliento frente a unas autoridades gubernamentales sumisas al capital económico-financiero más concentrado. La negativa a sugerir algunas ideas en nombre del antiautoritarismo es de mínima discutible. ¿Por qué no podríamos contribuir, de forma tentativa, a la construcción de un proyecto político colectivo, ya en germen, por el que estamos dispuestos a luchar y que nos compromete de forma directa? 

-II-

En las últimas semanas, tres iniciativas asociadas al movimiento 15-M resultan de gran valor: a) la creación del “fondo de resistencia 2.0”, b) la presentación de querellas judiciales contra diferentes autoridades emblemáticas del actual régimen de privilegios, privatización y corrupción y, c) el apoyo técnico y moral a “Alfon” contra la criminalización acometida por el gobierno.

Resumamos la significación de estas iniciativas. En primer lugar, la consolidación de un fondo de resistencia permitirá afrontar algunas de las multas que afectan a miles de indignados por manifestarse de “forma ilegal”, según califica el gobierno nacional. La generalización de las multas forma parte de una estrategia disuasoria que bien puede neutralizarse si se dispone de una cobertura común. A eso hay que sumar otra medida sumamente atinada: apelar judicialmente las sanciones administrativas, lo que permite evitar el ahogo económico en el que quieren sumir al movimiento.

En segundo término, la ampliación de las querellas judiciales a distintas autoridades públicas, por delitos de malversación de fondos públicos y apropiación indebida, entre otros, constituye una réplica fundamental al proceso de judicialización del que son objeto muchos participantes del movimiento 15-M. Si la estrategia gubernamental está centrada en la criminalización del activismo –a golpes de reformas judiciales y represión policial-, la denuncia pública no basta y necesita ser complementada con una estrategia jurídica que permita contrarrestar de forma eficaz la “cruzada” del gobierno.

En tercer término, el apoyo técnico y moral a “Alfon”, visible a través de manifestaciones sociales y apoyo jurídico, es otro punto significativo. Tras ser acusado por “alarma social” –una figura aberrante que no consta en el código penal vigente- y encerrado en régimen de aislamiento, esa intervención a doble nivel ha permitido la  liberación de este activista luego de 57 días de cárcel. El amedrentamiento que mediante estos “castigos ejemplares” persigue el gobierno sólo puede ser neutralizado con la movilización continua de otros participantes y con el servicio profesional de un equipo de juristas y abogados que permitan interponer los recursos pertinentes.

En conjunto, estas prácticas constituyen intervenciones valiosas que es vital potenciar como réplicas al hostigamiento que el movimiento 15-M sufre por parte de las autoridades gubernamentales y policiales. Permiten imaginar líneas de continuidad del 15-M. Recuperar la iniciativa, sin embargo, supone dar un paso más allá: elaborar un proyecto político alternativo a partir de la integración conceptual de la multiplicidad de propuestas que se fueron elaborando en el último año y medio por parte de los diferentes colectivos en el interior de este movimiento.
En otras palabras, se trata de favorecer la articulación entre distintos grupos y sectores a partir de la producción de un horizonte de sentido en común. Hasta donde sé, la conversión de una multitud de demandas en un proyecto colectivo capaz de escalonar los objetivos de intervención, es algo pendiente y dificulta la construcción de vínculos más estrechos con otros sujetos (entre otros, parados, trabajadores de la salud y la educación, estudiantes, grupos feministas, sindicatos minoritarios, inmigrantes, jubilados, entre otros), así como con plataformas ciudadanas como la Plataforma contra la Pobreza y la Exclusión Social o la Plataforma de Afectados por la Hipoteca (PAH).

Dicho de otra manera: la condición de expansión y consolidación del 15-M está asociada a dos dimensiones centrales: el desarrollo de un proyecto colectivo (como mapa de unos objetivos y unas prácticas específicas) y la construcción de unos vínculos intersectoriales e intergrupales (no sólo a nivel nacional) que permitan radicalizar un frente común de lucha que, al menos en principio, no tiene por qué excluir la interlocución con partidos políticos de izquierda. Es evidente que ambas dimensiones están interrelacionadas y son mutuamente dependientes: exigen coordinación y trabajo colaborativo, además de una revisión crítica de lo realizado.

Hasta donde sé, el movimiento 15-M afronta en el presente una encrucijada, luchando más bien por su supervivencia. Globalizar la resistencia supone más que sostener la indignación: es darle un camino transformador que supone, entre otras cuestiones, una estrategia de comunicación que permita un posicionamiento crítico también en el campo de los medios de comunicación. La repolitización de decisiones planteadas como técnicas o económicas forma parte de su derrotero y este proceso sólo puede proseguir ante una “opinión pública” ambivalente en la medida en que las protestas confluyan y adquieran una mayor notoriedad a nivel colectivo. En ese contexto, la convocatoria a una «huelga general indefinida» a nivel europeo y la «movilización permanente» son parte del arsenal que también desde el 15-M se podría alentar.

-III-

Al nulo interés de los sindicatos mayoritarios por articular sus manifestaciones con las luchas de otros movimientos sociales contestatarios habría que contraponer la inclusión de las clases trabajadoras (incluyendo los parados) en un movimiento como el 15-M. Sólo una articulación contrahegemónica permitirá pasar de unas protestas sociales de carácter defensivo a una intervención democrático-radical que transforme las condiciones del presente. El planteamiento de una huelga general indefinida como punto nodal en una cadena de demandas sociales más amplias (imposibles de satisfacer dentro del actual orden hegemónico) podría unificar una multiplicidad de luchas sociales (1).

Desde luego, otras medidas complementarias, que promueven una legítima desobediencia civil, circulan desde hace tiempo en el seno del movimiento 15-M: huelgas de consumo, jornadas de reflexión, piquetes informativos, asambleas barriales, etc. Apenas hay que insistir en su importancia. En cambio, sí merece la pena enfatizar la necesidad estratégica de construir una «equivalencia general» en una cadena diferencial de reivindicaciones. Sólo entonces una multitud puede reconocerse como sujeto popular, esto es, como “pueblo”. Sugerí en otra ocasión que el significante de “indignados” era tan ambivalente como inclusivo, lo que de algún modo favorecela producción de identificaciones colectivas y la internacionalización de este tipo de movimientos disidentes (2). La lucha por las nominaciones nunca es algo meramente anecdótico. Forma parte de las luchas simbólicas en las que se juega el sentido y legitimidad social de un movimiento como el 15-M. 

Cualquiera sea la forma en que el movimiento se nombre a sí mismo, resulta central la recuperación discursiva de lo que hay de común en las experiencias de distintos grupos y seres humanos. Si es cierto que el porvenir de cualquier movimiento depende de la gestión de sus límites, mucho más cierto todavía es que sin la construcción de lazos ideológicos con otros grupos subalternos y plataformas ciudadanas el movimiento 15-M arriesga su potencialidad como agente transformador.

Ante una catástrofe social mundializada, no hay razones para detener lo que podríamos llamar la universalización de la indignación. Su devenir es impredecible, pero se nutre de la memoria de las injusticias. Forma parte de nuestra responsabilidad intelectual, política y ética que esa memoria se haga manifiesta en una praxis que interrumpa el saqueo sistémico al que estamos expuestos.



Arturo Borra


(1)  He desarrollado este punto en “Sobre una siniestra normalidad: por la huelga general indefinida” (http://www.rebelion.org/noticia.php?id=159181) y en “Lo imposible rehabilitado: el sentido de una huelga general indefinida” (http://www.rebelion.org/noticia.php?id=161048).  

(2) Remito a “Democracia y revuelta: la experiencia de ruptura del 15-M” (http://old.kaosenlared.net/noticia/democracia-revuelta-experiencia-ruptura-15-m).