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viernes, 3 de agosto de 2012

Llamamiento del doctor Rath

Necesitamos más doctores Rath que llamen a la rebelión ante los cárteles en los que participan tanto políticos concretos como industrias farmacéuticas, poderes financieros, corporaciones trasnacionales y otros grupos de interés (como es el caso de las cúpulas religiosas).

Bajo la acusación reiterada de "conspiranoia" (palabra mágica si las hay y, sobre todo, repetida hasta la saturación ante las críticas severas a una máquina que tritura millones de vidas sin el menor remordimiento) lo que se condena es la osadía intelectual para cuestionar un sistema político, económico y cultural que tapona de forma creciente la posibilidad de una existencia autónoma, digna e igualitaria.


viernes, 18 de mayo de 2012

Acerca de las profecías de defunción del movimiento 15-M: un año después de lo imprevisible




Para tratarse de un “muerto” -tal como los profetas mediáticos y gubernamentales se apresuran a señalar- habrá que reconocer que el movimiento 15-M se comporta de un modo bastante extraño. No parece haberse dado por enterado, mostrando una vivacidad e inquietud renovadas. Incluso cuando ha logrado encadenar cuatro días consecutivos de protestas multitudinarias y caceroladas en diversos puntos del país, las condolencias se han multiplicado: movimiento en declive, moribundo, debilitado por la disminución de su aceptación social, desinflado por el control que ejercen en su interior “radicales” y “antisistemas”, cuando no “vándalos organizados”, etc. Poco importa que, desde una cierta izquierda escéptica, se le reproche más bien lo contrario, esto es, no haber ido demasiado lejos en la crítica al capitalismo y en la apuesta por la transformación del presente. Mientras el discurso hegemónico quiere matar simbólicamente al movimiento de indignados por “radical”, desde un polo contrario se le cuestiona por contra su falta de “radicalidad”. Por derecha y por izquierda, ambos discursos coinciden en algo fundamental; a saber, que se trata de un movimiento social indeseable que, para bien de la “democracia” o la “revolución”, está muerto o agonizante, incluso si para ello fuera necesario empujarlo al precipicio, realizando así la profecía de su defunción.

Sin embargo, pese al aparato propagandístico que certifica dicha defunción y de una auténtica arremetida por parte de las autoridades públicas contra los derechos cívicos de los manifestantes (que esas mismas autoridades deberían garantizar), pese a la persecución de la que muchos de sus miembros son víctimas (sufriendo detenciones arbitrarias y una auténtica judicialización de sus reivindicaciones políticas), pese a la política del miedo que quieren imponer los gendarmes del orden y del asedio constante que padecen diferentes activistas, un año después de esa irrupción de lo imprevisible, el 15-M no sólo sigue vivo, sino afianzado en sus demandas de justicia, ligadas tanto a un reclamo de cambio en el sistema político como a la exigencia de una transformación profunda en una dimensión institucional y económico-financiera. La politización radical que este movimiento propició a nivel colectivo -en un contexto cultural adverso marcado por la resignación, cuando no el conformismo- es signo de su relevancia en la vida pública. Insistir en que se trata de una mera reacción social defensiva, entroncada a un ciudadanismo progresista pero falto de miras revolucionarias, es simplista, como lo es juzgar de forma homogénea un movimiento heterogéneo.

Nada de ello es óbice para indagar en sus limitaciones, a condición de tomarse el trabajo de buscar respuestas más allá de los propios prejuicios, de “salir a la calle” también con el pensamiento. Más aún, lo que habitualmente se le recrimina puede que no sea sino aquello que merece más bien destacarse como modalidades de una práctica política diferenciada y cualitativamente novedosa: un movimiento sin líderes, marcado por la horizontalidad y la organización policéntrica, así como por su negativa a inscribirse en el sistema de partidos políticos, su distancia con los sindicatos mayoritarios, su heterogeneidad constitutiva, su crítica radical a los medios (por momentos indiscriminada y reductiva), su rebasamiento político de las instituciones, etc. Todo ello, lejos de ser obstáculo para su devenir, parece ser más bien su andamiaje singular.

Quizás sus limitaciones estén en puntos menos señalados: una cierta discontinuidad en sus acciones colectivas de protesta (aunque sin desconocer las acciones específicas realizadas contra los desahucios, los CIE, las redadas policiales, entre otras cosas); una dinámica asamblearia valiosa pero a menudo ralentizada por el desencuentro entre posturas; ciertas divisiones entre diferentes grupos participantes; la multiplicación excesiva de convocatorias (con el efecto de dispersión y desgaste que suele producir entre los convocados); la multiplicación de frentes de acción sin escalonamientos estratégicos; la dificultad para articular respuestas eficaces ante la escalada autoritaria del estado policial; la proliferación de propuestas sin una elaboración suficiente como proyecto político común; la carencia de una estrategia comunicacional (sin excluir una estrategia mediática) unificada que de notoriedad pública a los puntos nodales reivindicados por el 15-M…

Puede que el porvenir de este movimiento esté indisociablemente unido a la gestión que haga de esas supuestas limitaciones. Sin embargo, resulta ilegítimo reclamar que un movimiento de estas características resuelva en pocos meses lo que las fuerzas de izquierda no han resuelto en décadas. No son pocas las intervenciones valiosas que ha efectuado en un año de existencia; entre ellas, impedir múltiples desahucios, impulsar las huelgas de consumo, boicotear las redadas, denunciar los CIE, participar en acciones directas contra los bancos, exigir la dación en pago, presionar para la reducción del gasto político y la sanción de la ley de transparencia, visibilizar otras plataformas ciudadanas, exigir cambios en la ley electoral, apoyar otros movimientos, coordinar acciones de protesta a escala internacional, por mencionar algunas cuestiones. Más allá de esta enumeración incompleta, quizás lo más relevante sea su incidencia en la reconfiguración parcial del debate intelectual y político -incluyendo los términos en que se formula- y el cuestionamiento que ha propiciado con respecto al sistema económico-financiero, político e institucional hegemónico. Desde una perspectiva crítica, no parece exagerado sostener que a escala nacional, en la última década, no ha habido ningún otro acontecimiento político equivalente en magnitud. Dicho en términos positivos: la irrupción del movimiento 15-M no tiene precedentes inmediatos y aunque sus logros son pírricos por el momento, eso no resta en lo más mínimo su importancia como acontecimiento de primer orden.

Nada de ello implica desconocer una multiplicidad de luchas sociales preexistentes. La historia del 15-M es la historia de una confluencia entre diversas plataformas ciudadanas y movimientos sociales disidentes y de ahí su peculiar fuerza. Que esa confluencia no esté exenta de tensiones y conflictos forma parte de su misma constitución plural. Dicha pluralidad, lejos de ser un obstáculo, ha sido uno de los rasgos que más ha facilitado la coordinación y articulación a nivel nacional e internacional con otros movimientos afines (algo que no se había conseguido desde las movilizaciones altermundistas de Rostock en Alemania en 2007). Tampoco debería inducir a engaño la merma real de adhesiones sociales: cualquier discurso político que reduzca sus ambigüedades necesariamente implica una divisoria de aguas. Razonablemente, la radicalización de un cuestionamiento al orden existente producirá un paulatino distanciamiento del sentido común hegemónico. Por lo demás, ni siquiera cabe descartar que esas irrupciones súbitas y discontinuas del 15-M en los espacios públicos no sean sino su peculiar modo de supervivencia: evitando estabilizarse; invisibilizándose cuando su aparición misma amenaza con convertirse en costumbre, parte del paisaje arrasado de un «capitalismo del desastre».

Los señalamientos anteriores, pues, no niegan la vigencia de un movimiento que se nutre de una indignación inlocalizable. Su ímpetu resiste las profecías de su extinción. El respaldo que cuenta a nivel social supera con creces la de cualquier partido político e, inversamente, los partidos que más han crecido están ligados a la recuperación (selectiva) de algunos de sus planteamientos. Sabemos que eso también puede ser un arma de doble filo. Pero esas tensiones e irresoluciones sólo pueden afrontarse en la historia efectiva. Razones para indignarse sobran ante un sistema político-económico que en plena crisis transfiere recursos públicos a la banca privada mientras, en una ofensiva brutal contra las clases populares, da el tiro de gracia a servicios públicos como la sanidad y la educación, prosigue un proceso de privatizaciones que beneficia a los responsables de la crisis o desmonta cualquier protección social. Estas políticas públicas regresivas, sin embargo, son apenas la punta del iceberg: condensan un proyecto social que apunta a consolidar las desigualdades estructurales, incrementar la rentabilidad de los poderes económico-financieros globales, reestablecer la legitimidad cultural del capitalismo y reorganizar el campo político de modo autoritario, a efectos de domesticar ese excedente de sentido que podría amenazarlo. En esa dirección, resulta claro que las políticas de criminalización de la protesta social no persiguen garantizar el efectivo cumplimiento de un supuesto “estado de derecho” que brilla por su ausencia, sino disciplinar a las clases sociales subalternas, esto es, amarrarlas a un modo de producción que las condena no sólo al paro o el empleo precario, sino también a la pobreza, la marginalidad y la restricción de las oportunidades vitales. Ante la debilidad de la hegemonía neoconservadora, la alianza  entre capital y estado tiene que echar mano a la coerción directa ante aquellos que la desafían.

Bajo esos imperativos, en una escala nacional, el Ministerio del Interior afronta un callejón sin salida. Por un lado, tiene que hacer el ridículo aportando cifras claramente falseadas de las manifestaciones del 12-M a efectos de minimizar la magnitud de la protesta y crear las condiciones para su deslegitimación. Por otro, tiene que ceder parcialmente a esos imperativos que pretende imponer, para evitar una situación más explosiva aún. En esa línea entre el autoritarismo y la contención producto de su debilidad, el gobierno procura atenazar al movimiento estableciendo constantes restricciones jurídico-policiales a las libertades de reunión y manifestación.  Ni siquiera así ha logrado detener la marea humana que sigue inundando las calles. Precisamente porque el gobierno nacional sabe de esa indignación creciente continúa con su plan de criminalización, ordenando unos desalojos violentos, unas detenciones aleatorias y unas imputaciones falsas que no tienen más objetivo que el amedrentamiento basado en el castigo ejemplar (en simultáneo al blindaje de impunidad de las clases dominantes, responsables del saqueo sistémico). A la par que quedan eximidos de culpa los verdaderos agentes criminales -corrompidos y corruptores-, la amenaza cernida sobre los manifestantes se intensifica: hasta cuatro años de cárcel por ejercer el derecho constitucional a manifestarse, inclusive si ese derecho es transfigurado ante la “opinión pública” como “resistencia y atentado a la autoridad” o alguna farsa semejante. La fachada democrática de un sistema así, más pronto que tarde, se derrumba con estrépito, no bien uno se niega a someterse a los mandatos del mercado, esto es, no bien la ciudadanía considerada de segunda mano ejerce su disidencia democrática.

Estamos, en efecto, ante una democracia secuestrada por el capitalismo globalitario. Aún si hubiera que ir más allá del movimiento de indignados, si en el camino hubiera que convertirlo en algo diferente, aún en esas condiciones de aceptación condicional, constituye un punto de arranque ante un sistema injusto que está triturando nuestras vidas. En su marcha por momentos subterránea alza la promesa de otro mundo posible. Como promesa, no podría no estar rodeada de incertidumbres (esas mismas que un cierto dogmatismo pretende clausurar con certezas perimidas, incapaces de elaborar el duelo que supone toda derrota histórica). Al menos quienes sabemos de la impostergabilidad de esa promesa, deberíamos proteger estos gérmenes que anticipan otra forma de existencia social, cuidándonos de llenar lo incierto con nuestros temores.

Un año después de este movimiento social emergente es difícil anticipar cuáles serán sus derroteros, pero en ningún caso deberíamos olvidar desde dónde partió. La evidencia multitudinaria de las plazas está ahí, aunque su significación siga resultando opaca. No sabemos siquiera si habrá en su seno un «devenir-revolucionario» o una «asimilación sistémica» que disuelva su potencial subversivo. El empeño que las autoridades gubernamentales ponen para matar al 15-M debería ser de mínima tomado como un indicio de que algo significativo se juega ahí: un acontecer político tan promisorio como incontrolable. Y si logran asesinarlo, desde luego, quedará todavía el espectro de una revuelta que seguirá rondando las ruinas del presente. Esa memoria de las derrotas también ayuda a imaginar nuevas intervenciones históricas que hagan posible lo (vivido tantas veces como) imposible.

En el umbral en el que estamos no sobran los debates, pero mucho menos los combates cuerpo a cuerpo, por simbólicos que sean, capaces de abrir grietas en el presente. En esa frontera, necesitamos desplegar todas nuestras armas intelectuales y políticas para consolidar un frente de lucha amenazado por todas partes. Tanto las descalificaciones de una derecha reaccionaria que desprecia cualquier vestigio de democracia participativa como un falso radicalismo que denosta aquello que no encaja con sus modelos prefabricados de acción política, son síntomas de la incomodidad que produce un movimiento que no se ajusta al imaginario político heredado. Mientras ellos se apresuran a enterrar estas luchas emergentes en el pasado, una multitud -a veces sin saberlo- va escribiendo la historia del presente.


Arturo Borra

domingo, 13 de mayo de 2012

El 12-M en Valencia

Mientras el Ministerio del Interior vuelve a hacer el ridículo dando cifras absurdas sobre el número de asistentes -mintiendo de forma descarada para minimizar el 12-M- aquí compartimos unas fotos de la verdadera magnitud de la protesta social del 12-M en Valencia. Las columnas de manifestantes eran interminables y si queremos tener una mínima noción de este acontecimiento popular, tenemos que buscar información fuera de los dispositivos de la propaganda oficial.

Al menos 100.000 personas se manifestaron ayer en Valencia. Lo relevante, sin embargo, no son tanto las cifras como la convicción de que el 15-M es un movimiento que sigue su marcha, por momentos subterránea, con la promesa de otro mundo posible. 

 
















Al llegar la plaza, un vallado impedía el paso. Por extrañas razones, habían decidido trasladar a último momento la mascletá que suelen disparar desde el antiguo cauce a la plaza del ayuntamiento.







Poco tiempo duró el vallado. Muchos de nosotros comenzamos a gritar: "La plaza es del pueblo" y poco a poco, la gente se fue animando. Algunos comenzaron a tumbar las vallas, desafiando el cordón policial. De forma imprevista para la policía, una marea humana anegó la plaza, saltando la prohibición, arrancando las mascletás que ocupaban su centro.



Fue quizás el momento con más carga simbólica: la plaza como espacio público fue recuperada, a pesar de la estrategia del gobierno para impedirlo. 






Ellos seguirán mintiendo y criminalizando la protesta social. Mientras tanto, sin saberlo, una multitud va escribiendo la historia del presente.

domingo, 29 de abril de 2012

Diez preguntas sobre el anarquismo: una entrevista a Emilia Moreno de Arturo Borra



1) Al menos en la Europa de la última década algunos movimientos sociales –tal como ocurre con el movimiento 15-M- han reactivado de forma más visible un cierto espíritu libertario. ¿Qué factores inciden en este retorno del anarquismo? De forma inversa: ¿por qué ese espíritu libertario no cuenta con apoyos sociales más amplios?

El deseo de las personas por vivir en libertad, de forma solidaria y en sociedades donde la solidaridad, el comunitarismo y el apoyo mutuo rijan es tan antiguo como la de dominar e imponerse; es una dialéctica que siempre ha estado presente y, en este último siglo, no sólo el 15M, sino los movimientos okupa, los antiglobalización y otros han sido la cara de la primera. ¿Por qué no son más quienes se suman? Quizás sea una pregunta para quienes no comparten el ideal libertario como el que impulsa la mejor de las organizaciones humanas; lo que sí es cierto, es que son muchas y muchos quienes lo vienen buscando de una u otra manera, y el que sea difícil encontrarse no debe ser un obstáculo para seguir intentándolo.

2) Admitamos que no hay garantías para la promesa de otro mundo posible. En esas condiciones de incertidumbre, ¿cómo movilizar a diferentes sujetos colectivos en la construcción de un porvenir deseado?

Pienso que el error está en intentar movilizar; eso ya lo hace el poder.  Dirigir y decir a las personas qué es lo que deben hacer no tiene por qué ser  el objetivo. Es lógico el temor a los cambios profundos, es más fácil irse adaptando a las circunstancias e intentar mejorar desde dentro,  es fácil caer en el buenismo; y de este temor se vale el poder para someter. Por ello, admitiendo la dificultad de alcanzar ese “mundo nuevo que llevamos en nuestros corazones” lo mejor es echar a andar y demostrar andando sus posibilidades. Y hoy en día son muchos y muchas quienes han comenzado a caminar.

3) La frontera entre marxismo heterodoxo y anarquismo no siempre resulta nítida, aunque sus diferencias con respecto al estado son conocidas. En este punto, ¿qué puede aportar ese discurso marxista al movimiento libertario?

No me siento muy autorizada a contestar sobre el marxismo heterodoxo, entre otras cosas porque para mí son un enorme crisol de organizaciones y siglas muy diversas y heterogéneas.
En sus bases existe mucho de ideal utópico, y por ello, al igual que en el anarquismo, es imprescindible el encontrar puntos de encuentro para en la diversidad ser capaces de construir en positivo.

4) ¿De qué forma podría concebirse la transición desde los actuales estados-nación a una sociedad sin estado, dando por sentado que los grupos hegemónicos ya despliegan todos los medios disponibles –sin excluir la violencia- para retener su régimen de privilegios? ¿Cómo se regularían los conflictos tanto en la vida pública como privada en esa sociedad autogobernada?

Está claro que el poder no va a ceder sus privilegios. La actual organización, regida por entes netamente económicos y ultra nacionales, donde los conceptos de Estado y Nación sirven como instrumentos desde los que someter,  tiene un enorme aparato represor, en el que la propaganda y el control intelectual es una de sus mejores herramientas; consigue con ella convencer a buena parte de la sociedad del peligro que supone cualquier intento de cambio y que ésta le haga el trabajo sucio de su neutralización en la mayoría de las ocasiones.

Es necesario que seamos capaces de combatir esta propaganda, y aunque con dificultad, internet se está demostrando una buena herramienta tanto en la transmisión de la información, como en la difusión de las ideas y su debate. Sólo se precisa ir despertando el hambre de saber y conocer, y últimamente tanto recorte y tanta restricción está llevando a muchas personas a buscar. Hemos de ser capaces de tener las respuestas.

Y en cuanto a la última cuestión: sólo la experiencia nos podrá responder a estas preguntas, será maravilloso poder contestar algún día, pero como decía Lucía Sánchez Saornil, serán otras quienes alcancen el sueño, nosotras bastante hacemos con caminar hacia él.

5) Uno de los reproches más repetidos con respecto a la izquierda es su dificultad de construir frentes de lucha en común. ¿Qué responsabilidades históricas tiene el anarquismo en la fragmentación de esos movimientos que buscan activamente una transformación social radical?

Bueno, cada uno tiene su versión en cuanto a responsabilidades a lo largo de la historia, pero tanto en la primera internacional, como en la guerra civil española no hay muchas dudas de quién fue la damnificada, y cómo a su costa y por perseguir meramente el poder se perdió la oportunidad de hacer realidad una utopía que podría haber cambiado la historia del mundo.

Y en cuanto a la actualidad, una buena amiga dice que todo partido u organización de izquierda, por pequeña que sea, es susceptible de dividirse por dos. Siempre me ha hecho sonreír la ocurrencia, pero no deja de ser una de las grandes lacras con la que nos hemos de enfrentar. Quienes nos decimos herederos y herederas de organizaciones nacidas a finales del siglo XIX y principios del XX, nos hemos aferrado en muchas ocasiones a la literalidad de sus planteamientos, creados para una sociedad muy diferente a la actual, con medios y condiciones de vida inimaginables entonces, y nos hemos olvidado de aplicar su espíritu. La rigidez ha propiciado desencuentros en ocasiones absurdos, provocando un fundamentalismo diametralmente opuesto al objetivo y el pensamiento de las organizaciones originarias.

6) ¿Por qué deberíamos renunciar a abrir un frente de lucha también (aunque no solamente) en las instituciones del estado, considerando que sus políticas nos afectan de forma directa? ¿Qué posibilidades reales hay de articular «representación parlamentaria» y «democracia directa»?

Representación parlamentaria y democracia directa son términos absolutamente opuestos e irreconciliables; participar en las instituciones es reconocerlas, reconocer su poder para decidir sobre nuestras vidas. Pretender incidir en ellas es legitimarlas y como dice  Ricardo Flores Magón “las revoluciones fracasan porque, una vez triunfan, los hombres delegan el poder en el gobierno revolucionario”. Nunca nadie debe delegar en un gobierno.

7) Una lectura habitual de la célebre expresión “pasar del gobierno de los hombres a la administración de las cosas” es que ese pasaje equivale a una clausura de lo político, esto es, a una sociedad reconciliada, libre de antagonismos. En caso que resulte válida esa lectura, ¿hasta qué punto no se reintroduce un principio teológico en la historia humana, esto es, una dimensión mesiánica en la que el Otro es plenamente integrado a la comunidad?

Nunca he compartido esta expresión, al margen del valor que pueda tener por el momento y la voluntad del Saint-Simon, creo que el gobierno nunca puede pasar de las personas a las cosas, dado que quien tiene capacidad de incidir sobre el mundo son las personas y para su bien y provecho es que se han de tomar las decisiones. Las propuestas de Saint-Simon, reconociéndole el mérito de lo novedoso en su momento, han quedado totalmente sobrepasadas. Es obvio que la organización industrial por sí sola no redistribuye la riqueza, y por tanto es necesario algo más, o diferente, al gobierno de las cosas.

8) En algunas variantes ácratas, de modo similar a lo que ocurre en el liberalismo, la noción de «poder», circunscripta al estado, es concebida en términos negativos y represivos. Ahora bien, ¿qué implica desistir de toda forma de poder? ¿Qué puede hacer el antipoder ante poderes imperiales globales, despreocupados de la injusticia cotidiana y de la violencia que ejercen sobre millones de seres humanos?

El anarquismo no defiende el anti-poder o la falta de poder, sino su ejercicio responsable y colectivo, defiende la autoridad de quien la tiene desde el conocimiento y el respeto, defiende el poder de las personas y su coherencia, y su única forma de luchar contra el poder constituido es la justicia, la coherencia y la suma de la mayoría a la que defiende;  una utopía quizás, pero también el motor que mueve a muchas personas.

9) La abolición de todo principio de jerarquía a menudo choca contra el reclamo de autoridad por parte de una subjetividad que con Guattari podemos denominar  «capitalística». ¿Cuáles serían los espacios estratégicos fundamentales para cambiar esa subjetividad dominante y qué papel deberían jugar los intelectuales en este proceso de cambio?

Solo hay un espacio de cambio posible: la base; para que haya un cambio sólido y real, que no acabe en una nueva decepción y en una operación de maquillaje es imprescindible comenzar desde abajo, desde cada una de las personas, su familia, su entorno…No podemos construir otra sociedad si cuando volvemos a casa repetimos los roles mercantilistas y patriarcales que denunciamos; sólo comenzando por uno mismo podemos aspirar a otra sociedad y en esta tesitura cada cual ha de ser coherente en su ámbito, incluido el intelectual

10) La actual arremetida del capitalismo mundializado, facilitada por la institucionalización del estado de excepción, parece estar conduciéndonos a un punto de no retorno en el que el desastre ecológico y social es una posibilidad cierta, nada remota. ¿Cómo reinventar las luchas libertarias en el siglo XXI, considerando esta dinámica económico-política que nos enfrenta a una situación inédita en nuestra historia?

Se está reinventando cada día en las asambleas de barrios, en las plazas tomadas, en las cooperativas autogestionadas, en los huertos ecológicos…Es mucha la tarea que hay que hacer para conseguir detener el desastre ecológico. La primera de todas: asumir que este estilo de vida absurdo al que nos han acostumbrado es imposible de mantener y que la austeridad no tiene por qué aportarnos menos felicidad, sino al contrario hacernos sentir mucho mejor con nosotros y nosotras mismas.

miércoles, 11 de abril de 2012

Diez preguntas sobre el anarquismo: una entrevista a María Prado Esteban de Arturo Borra



1)      Al menos en la Europa de la última década algunos movimientos sociales –tal como ocurre con el movimiento 15-M- han reactivado de forma más visible un cierto espíritu libertario. ¿Qué factores inciden en este retorno del anarquismo? De forma inversa: ¿por qué ese espíritu libertario no cuenta con apoyos sociales más amplios?

El 15-M, en su sector más auténtico y popular, al plantear la cuestión del Estado y el autogobierno, puso sobre la mesa la cuestión central de toda acción revolucionaria. Sin embargo tal idea ha quedado reducida a genial intuición no desarrollada ni materializada en un programa.

La posibilidad de superar la sociedad con Estado requiere un proyecto que tome en cuenta la excepcional complejidad de tal objetivo, pero, a día de hoy, sigue siendo un “estado de ánimo”, una inspiración que no se expresa en propuestas fundamentadas.

El problema es que el pensamiento libertario sigue operando con ideas elaboradas hace más de cien años en una realidad muy distinta de la de hoy. La sociedad actual, de la “información y el conocimiento”, en verdad del adoctrinamiento y el oscurantismo, el fideísmo religioso y la barbarie, no puede ser vencida con proyectos que ignoran la potencia excepcional de los mecanismos de dominación puestos en marcha por los Estados desde la Segunda Guerra Mundial.

De hecho, muchas de las ideas y las luchas que hoy se presentan como anarquistas toman su referencia y sus análisis del bagaje político de la socialdemocracia y aspiran a ampliar el Estado del bienestar como paradigma de la completa felicidad social. La industria de la conciencia, dominada por la izquierda desde hace casi cuarenta años (pronto serán cuarenta años de paz) ha matado casi por completo el pensamiento libre y ha impuesto una visión deformada de la realidad a varias generaciones.

La revista “Estudios”, proyecto en el que estoy comprometida, pretende precisamente, contribuir a la renovación del pensamiento libertario, a su adecuación al siglo XXI por la investigación independiente, autogestionada y comprometida de las realidades del presente. Desde mi punto de vista este es el único camino a conseguir una presencia social auténtica y con futuro.

2)      Admitamos que no hay garantías para la promesa de otro mundo posible. En esas condiciones de incertidumbre, ¿cómo movilizar a diferentes sujetos colectivos en la construcción de un porvenir deseado?

Me parece fundamental partir del reconocimiento de que existe incertidumbre e indeterminación en el devenir humano. La concepción de la historia como proceso sin sujeto, que toma su modelo de la mecánica, ha sido uno de los productos ideológicos más nocivos que hemos heredado de la Ilustración; es profundamente desmovilizador y envilecedor pues hace confiar en que el desenvolvimiento del propio sistema contiene su negación y anula completamente la acción del sujeto que queda reducido a nada. La historia, en los hechos comprobables, es una sucesión de encrucijadas en las que se entretejen multiplicidad de factores y permite abrir, no todas, pero sí un manojo de posibilidades en cada momento histórico. De entre esos componentes las decisiones y la acción del sujeto, como sujeto social, es una condición cardinal, por lo tanto hay una responsabilidad tanto social como individual en lo que la historia es.

El problema de la movilización es cuestión esencial pero olvidamos a menudo que el sujeto humano se mueve por ideas antes que por ninguna otra cuestión. No son, por sí, las condiciones materiales, la pobreza o la opresión lo que alimenta las revoluciones sino la conciencia sobre el significado de esos hechos y, ante todo, la capacidad para idear otro modelo distinto. Por ello escribe Soledad Gustavo que “las revoluciones no son hijas del estómago sino de la conciencia”.

Es en este plano, el de la conciencia en el que el sistema tiene hoy la iniciativa de forma concluyente y definitiva. El sujeto de las sociedades de la modernidad tardía ha interiorizado el fondo esencial del Estado y el capitalismo. Está enfrentado trascendentalmente con sus iguales, es egotista y solipsista hasta la médula, se mueve únicamente por su interés personal, todo lo espera de las instituciones en la forma de servicios del Estado, confía en que el dinero es la base de todas las libertades y por lo tanto el bien más deseado. Adora la comodidad y deplora cualquier sacrificio. Su espíritu anti-burgués, cuando existe, se funda en la envidia de las formas de vida de los ricos, por lo que solo alcanza a considerar la posibilidad del reparto de la riqueza pero no le atormenta la desaparición de la libertad.

Nada hay que tenga menos influencia social que la idea de autogestión porque todo el mundo anhela más y más “servicios públicos” que resuelvan sus necesidades vitales de la cuna a la tumba. En esta situación movilizarse es, en primer lugar, crear un nuevo paradigma que supere los fundamentos de la sociedad con Estado y con capitalismo. Pero eso no es fácil porque hoy la felicidad (como tranquilidad de ánimo y pequeños goces domésticos) está muy por encima de la libertad como ideal de vida.

3)      La frontera entre marxismo heterodoxo y anarquismo no siempre resulta nítida, aunque sus diferencias con respecto al estado son conocidas. En este punto, ¿qué puede aportar ese discurso marxista al movimiento libertario? 

Creo que el pensamiento libertario no debería perderse en debates ideológicos en un momento tan complicado como el presente. Establecer sistemas de ideas generales e intemporales es la garantía de permanecer en la marginalidad a la que parece que nos abocamos. La otra posibilidad nos obliga a poner toda nuestra energía en el análisis de los grandes cambios que han tenido lugar tanto en la esfera del poder constituido como en la naturaleza de la vida y de la conciencia de las clases populares.

Será necesario hacer frente a problemas sociales que difieren (por la forma concreta en que existen) en mucho de las que enfrentaron el marxismo y el anarquismo en sus orígenes. El descomunal crecimiento de los Estados y la integración del pueblo en sus proyectos, el adoctrinamiento intensivo de la población en el sistema educativo, el uso de las ideologías en la forma de religiones políticas y la imposición de las mentiras útiles al poder a través de ellas, la obligación universal del trabajo a salario con formas de laborar cada vez más dirigidas, jerarquizadas, embrutecedoras y degradantes. La publicidad masiva, el consumo inmoderado y dirigido, la falsificación de la historia,  la destrucción de todas las formas de vida horizontal, la desaparición de la vida privada, la completa segregación entre los sexos, la desaparición de la socialidad, la destrucción del lenguaje, la victimización de amplios sectores sociales y el surgimiento de leves (por el momento) vientos liquidacionistas, todo ello como parte del proceso de deshumanización en curso que alumbra la aparición de un neo-siervo que ame y defienda su esclavitud.

Todo esto se produce  en el contexto de la grave crisis de Occidente que presenta multiplicidad de planos de conflicto; es la crisis del imperio occidental que ha sido el director de la historia en los últimos quinientos años, lo es también de sus formas políticas y económicas, es decir, es crisis de las elites mandantes, pero, a la vez, incluye la consunción de la experiencia histórica, cultural, antropológica y estética del pueblo que ha tenido en Occidente señas de identidad claramente positivas, propias y singulares respecto al poder, constituyéndose como sujeto histórico con mismidad y proyecto propio.

4)      ¿De qué forma podría concebirse la transición desde los actuales estados-nación a una sociedad sin estado, dando por sentado que los grupos hegemónicos ya despliegan todos los medios disponibles –sin excluir la violencia- para retener su régimen de privilegios? ¿Cómo se regularían los conflictos tanto en la vida pública como privada en esa sociedad autogobernada?

El Estado surgido de las revoluciones liberales, que no es estado-nación porque se constituye como coalición de las elites locales que imponen a los pueblos un modelo de poder centralizado y maximizado, ha cumplido un ciclo histórico y ha obtenido victorias de orden estratégico. El sistema no solo ostenta el monopolio de la violencia sino que le pertenece la iniciativa estratégica en todos los frentes; la desaparición del pueblo como sujeto colectivo con un proyecto ajeno al Estado y enfrentado con éste está a punto de ocurrir, con ello puede decirse que el sistema estatal-capitalista habrá culminado su proyecto histórico.

Aún en estas condiciones es pertinente que pongamos sobre la mesa la posibilidad de una sociedad sin Estado y los complejos problemas que tal ideal plantea. La democracia no puede sustentarse sino en un sistema de asambleas pero esta reunión, cuando se convierte en pura formalidad, no es eficaz ni resolutiva como ha demostrado el 15-M.

La competencia de la asamblea requiere de unos factores previos que es necesario conseguir y que afectan en primer lugar a la calidad de las personas que conforman el grupo. La participación política y la autogestión de la sociedad no es un ejercicio  lúdico, cómodo y relajado porque implica que toda la comunidad asuma la responsabilidad sobre los problemas comunes, es decir, se comprometa. Por ello una sociedad basada en los derechos, en recibir antes que en dar, no puede ser sin Estado, porque para superar el Estado la existencia de cada individuo debe estar volcada en los deberes y las obligaciones hacia los demás y hacia sí mismo evitando que se constituya un aparato de protección pues, como dice  Carl Schmitt  el “protejo ergo obligo es el cogito ergo sum de los Estados”.

Asumir las tareas que implica la dirección colectiva de lo común requiere mucho esfuerzo, por ello una sociedad hedonista no puede ser sin Estado. La convivencia ha de ser buena y plena para que las estructuras de gestión colectiva funcionen, por eso una sociedad del enfrentamiento, el individualismo gregario, el victimismo frente a los iguales y la intolerancia, no puede ser sin Estado. Para autogestionar la vida se necesita buscar soluciones creativas desde el estudio concreto y profundo de cada situación, la reflexión tiene que ser una tarea tanto personal como colectiva, por eso una sociedad dogmatizada, cargada de consignas y axiomas y de pereza mental no puede ser sin Estado.

Una sociedad sin elites de dirección exige, por ello, cambios fundamentales en la cosmovisión que hoy domina, ha de superarse el ideario burgués que impera ampliamente y poner otros valores y aspiraciones en el centro de la vida: la o el sujeto que conforme la viabilidad del gobierno de los iguales tiene ante sí una tarea épica y debe dotarse de la fuerza y energía para acometerla, cuestión que, básicamente, ha de hacer por sí mismo y no esperarla de nadie, ha de bregar por la convivencia superando la idea de que la afinidad sea el único bien y aprendiendo a mirar con respeto y consideración las opiniones diferentes, ha de rechazar el poder en todas las circunstancias y poner especial énfasis en no desearlo para sí, tiene que desplegar todas las posibilidades del propio entendimiento a favor de la colectividad, ha de superar el concepto de la justicia para aspirar al de magnanimidad, ha de aprender a permanecer en minoría con dignidad y en mayoría con tolerancia. Una sociedad que desee el autogobierno tiene, necesariamente, que poner en un lugar central el amor, porque una sociedad sin amor tiene que ser, necesariamente, una sociedad con Estado.

Más no basta con desearlo y constituir el “espíritu” de la revolución, habrá que enfrentar una enorme cantidad de problemas, políticos, materiales, militares y económicos. Si la asamblea es una estructura de autogobierno muy eficaz en el plano local ¿Cómo abordar el plano global? ¿Es necesaria la existencia de entes supralocales? ¿Cómo se han de dirimir los conflictos entre asambleas? ¿Cómo evitar que el germen del Estado se vuelva a desarrollar? A todas estas cuestiones habría que añadir todos los problemas derivados del inevitable choque con la violencia estatal. Son más, en realidad, las preguntas que las respuestas lo que significa que queda mucho por hacer.

5)      Uno de los reproches más repetidos con respecto a la izquierda es su dificultad de construir frentes de lucha en común. ¿Qué responsabilidades históricas tiene el anarquismo en la fragmentación de esos movimientos que buscan activamente una transformación social radical?

Creo que el pueblo fue y debería ser, en el caso de existir, uno. La unidad no ha de hacerse en torno a las estructuras orgánicas y los partidos. No estoy en contra de que existan agrupaciones de afinidad pero creo que no deben suplantar al pueblo como sujeto colectivo diverso, plural pero fusionado como grupo que aspira al autogobierno. Esto no se ha entendido históricamente, la organización de la política a través de camarillas y grupos de presión como partidos, que pertenece a la tradición de la deplorable revolución francesa, ha contaminado la vida social y parece que nos obliga a pensar en ese paradigma.

Por otro lado yo no considero a la izquierda, en cuanto estructura orgánica, como parte de las fuerzas de la revolución sino que ha sido, desde la transición, el principal artífice de los proyectos del Estado y el capitalismo y agente de la destrucción de todos los movimientos de masas no dominados por sus aparatos. Sin embargo entre las bases de los partidos de izquierda o entre quienes simpatizan con ellos hay muchas personas valiosas que autoliquidan su espíritu revolucionario en actividades estériles y reaccionarias.

En mi opinión no se trata de llegar a acuerdos con la izquierda sino en recuperar la unidad básica del pueblo superando la obsesión dirigista de los partidos políticos.


6)      ¿Por qué deberíamos renunciar a abrir un frente de lucha también (aunque no solamente) en las instituciones del estado, considerando que sus políticas nos afectan de forma directa? ¿Qué posibilidades reales hay de articular «representación parlamentaria» y «democracia directa»?

Si se desea el autogobierno y la autogestión, la sociedad sin Estado y sin capitalismo no hay nada que hacer en las instituciones. Hay que tener claro que en los “órganos participativos” no es donde se toman las auténticas decisiones, no son, por tanto, el verdadero gobierno de la sociedad, lo sustancial se decide en las altas esferas del ente estatal y, sobre todo, en el ejército, cuestión que hoy se ha olvidado porque vivimos envueltos en ese halo de irrealidad que crea la sugestión propagandista del Estado.

El voto no fue una conquista del pueblo en 1890 ni de las mujeres en 1931, fue el camino a establecer la cooperación de los de abajo en su propia esclavitud lo que sigue siendo verdad hoy. No creo, por lo tanto en la participación institucional, más bien considero que hemos de autogestionar el máximo posible de las cosas que nos afectan y mantenernos ajenos, tanto como sea posible, a los organismos del Estado.


7)      Una lectura habitual de la célebre expresión “pasar del gobierno de los hombres a la administración de las cosas” es que ese pasaje equivale a una clausura de lo político, esto es, a una sociedad reconciliada, libre de antagonismos. En caso que resulte válida esa lectura, ¿hasta qué punto no se reintroduce un principio teológico en la historia humana, esto es, una dimensión mesiánica en la que el Otro es plenamente integrado a la comunidad?

El gobierno de los “técnicos” es otra utopía reaccionaria, en ese constructo el ser humano desaparece en cuanto humano para reaparecer como ente o cosa que es administrado junto al resto de las cosas. Pertenece a ese ideario, que cobra fuerza en nuestros días, de que todo lo complejo, conflictivo, difícil y problemático debe desaparecer para dar paso a una sociedad de lo fácil, lo ligero y, sobre todo, lo simple. La simplicidad es un rasgo común al pensamiento utópico, el tecnoutópico y el religioso, con ello se ahoga la posibilidad de enfrentar los verdaderos problemas de la condición humana que son extremadamente complejos e intrincados y que tienen aspectos que permanecen en el espectro de la incertidumbre. Esos problemas son la urdimbre en la que se inserta cualquier proyecto político superador del Estado por lo que no ponerlos en el centro nos condena a permanecer en el sistema de gobierno de las minorías y la opresión de la mayoría.

Aceptar que ninguna sociedad perfecta y armónica nos espera, porque tal comunidad no sería ya humana, es la primera condición para poder aspirar al bien social posible. Solo puede concebirse el ascenso de la libertad como libertad limitada realizable, la buena convivencia como equilibrada relación entre lo individual y lo comunitario. Pero la relación entre la esfera personal y la social tendrá siempre un punto de contradicción y conflicto que solo puede ser superado parcialmente comprendiendo que lo colectivo, para darse como limitación de la opresión y no como su maximización (cosa que sucede por ejemplo en las sociedades orientales en el que cada individuo es, tan solo, el engranaje de la gran máquina social),  ha de basarse en la mejora y excelencia de cada sujeto que hará una aportación original, única y insustituible a la comunidad de modo que lo colectivo será tanto más potente cuanto más elevada sea cada una de sus singularidades.

8)      En algunas variantes ácratas, de modo similar a lo que ocurre en el liberalismo, la noción de «poder», circunscripta al estado, es concebida en términos negativos y represivos. Ahora bien, ¿qué implica desistir de toda forma de poder? ¿Qué puede hacer el antipoder ante poderes imperiales globales, despreocupados de la injusticia cotidiana y de la violencia que ejercen sobre millones de seres humanos?

El aparato académico gusta de los debates abstractos y conceptuales. El poder no es un concepto sino un hecho real materializable en múltiples actos. No deseo definirme sobre el poder en general sino entender el fundamento de la autoridad ilegítima, en primer lugar la del Estado, que es la fuente de la mayor parte de la iniquidad social. La sociedad actual se desgarra en luchas por la supremacía, en enfrentamientos múltiples entre facciones entregadas a conseguir cuotas de poder para sí frente a los otros iguales. El “homo hominis lupus” de Hobbes se ha hecho realidad y, con ello, la justificación del Estado que es el órgano imprescindible para poner orden en la jauría social. Todas las corrientes que azuzan estas batallas son agentes del Estado pues ocultan el origen del mal y lo señalan donde no es sino secuela y síntoma.

Lo es, por ejemplo, el feminismo que ha urdido una guerra civil entre los sexos con el argumento de que los hombres han abusado históricamente de las mujeres, una falacia que no es verificable cuando se contrasta con los hechos de nuestra historia (que no es la historia universal, obviamente), mientras que sí se puede confirmar que fue el Estado el que definió la obligación jurídica de la prevalencia del varón a través de sus leyes positivas (para nuestro tiempo el hito fundamental es el Código Civil de 1889). Sin embargo la conflagración entre mujeres y varones es muy positiva para el ente estatal que ha ganado a una parte de las féminas para sus planes y ha desactivado a otra gran porción que viven en la confusión y la parálisis por causa del conflicto psíquico que provocan tales construcciones que obligan a la mujer media a “comulgar con ruedas de molino” y reescribir su propia biografía para hacerla coincidir con la ortodoxia.

Quienes consideran, como Stirner, que el único dios verdadero es su propio Yo, y sacralizan el individuo aislado de sus iguales, enfrentado trascendentalmente con ellos para hacer prevalecer sus deseos, opiniones y necesidades, no son sino los funcionarios del Estado encargados de liquidar a su enemigo.

La pugna entre el Estado y el pueblo (si existiera) se daría en la forma de desafío entre dos poderes de naturaleza muy distinta, mientras el poder del Estado deviene de la hegemonía de la minoría y la dominación sobre la mayoría, el poder del pueblo reside en el pacto entre iguales en pos de unas metas elegidas y el compromiso para, unidos en lo sustantivo, permitir  la diversidad y el albedrío en todo lo demás. No sabemos si podrá darse tal combate singular y cómo podría manifestarse el choque con esos poderes imperiales globales. A lo largo de la historia muchas guerras asimétricas las ganaron los débiles; el ejército de Napoleón, el más potente desplegado hasta entonces en Europa, con 260 mil hombres fue mantenido en jaque por unos 50 mil guerrilleros, con una participación general del pueblo, incluidas las mujeres y con propuestas militares muy creativas y poco ortodoxas ¿Es imbatible el poder militar actual? No lo sabemos.

9)      La abolición de todo principio de jerarquía a menudo choca contra el reclamo de autoridad por parte de una subjetividad que con Guattari podemos denominar  «capitalística». ¿Cuáles serían los espacios estratégicos fundamentales para cambiar esa subjetividad dominante y qué papel deberían jugar los intelectuales en este proceso de cambio?

No creo en la función de los intelectuales sino en la autogestión del conocimiento. En la situación actual la tarea más apremiante es de orden intelectivo y a ello deberíamos entregarnos todos los que aspiramos a la transformación social positiva ¿Porqué habríamos de crear una casta intelectual? Más bien todos y todas hemos de asumir los quehaceres necesarios para ampliar la esfera de la revolución, sean estos del tipo que sean, poniendo las bases para crear el sujeto capaz de transformar el mundo que será, obligatoriamente, un individuo no especializado sino que aspire a la integralidad y a desplegar sus potencialidades en todos los campos.

Más es cierto que aún rompiendo con la coraza de la especialización cada sujeto seguirá siendo limitado pues la totalidad no es alcanzable por el individuo, por lo tanto cada uno, al aportar aquello en que es mejor, ejercerá una cierta autoridad sobre los demás. Este hecho, per se, no supone establecer una jerarquía social pues quien sea autoridad en una parte será discípulo de los otros en otra. Claro que ello plantea una inquietante reflexión a tener muy en cuenta, que si una parte de la sociedad se derrumba en la comodidad y abandona sus obligaciones la jerarquía se impondrá casi de forma natural. Eso significa que una sociedad sin poderes ilegítimos solo lo será mientras mantenga a la casi totalidad de sus miembros en situaciones límite de esfuerzo y dedicación para sostener el ideal de la libertad y la convivencia humana y, por lo tanto, haga innecesaria la existencia de una casta intelectual, política o militar.

10)  La actual arremetida del capitalismo mundializado, facilitada por la institucionalización del estado de excepción, parece estar conduciéndonos a un punto de no retorno en el que el desastre ecológico y social es una posibilidad cierta, nada remota. ¿Cómo reinventar las luchas libertarias en el siglo XXI, considerando esta dinámica económico-política que nos enfrenta a una situación inédita en nuestra historia?

Nos hallamos, efectivamente, a las puertas de una catástrofe de dimensiones dramáticas. La principal tragedia del momento presente no es la económica o la ecológica, ni siquiera, con ser terrible, la amenaza de guerra, lo peor es la desintegración del ser humano que hoy se está realizando; una demolición planificada de la interioridad del sujeto que está siendo vaciado de todo lo autoconstruido para ser rellenado con materiales elaborados directamente en los dominios del Estado.

Comprender las estructuras de la deshumanización y las formas como ésta se produce es cardinal hoy pues solo comprendiendo este proceso es viable enmendarlo. Entre estos instrumentos están: el Estado del bienestar que ha despojado al individuo de la autogestión de las propias necesidades vitales y las de sus cercanos, convirtiéndolo en un infantiloide, inepto para la supervivencia, incapacitado para tomar decisiones en torno a su propia vida y ha destruido la trama de la convivencia horizontal que, al quedar sin funciones, era más fácilmente eliminable. El trabajo asalariado, que se organiza de tal manera que impide el acto del pensar, anula el juicio, embrutece de forma superlativa, educa en la obediencia ciega y ocupa una parte cada vez mayor del tiempo de vigilia de las personas; algunas corrientes  como el feminismo han hecho del salario la bandera de la emancipación creando una generación de mujeres que aman sus cadenas, adoran el embrutecimiento laboral diario, se enamoran de lo repetitivo, parcializado y dirigido desde fuera y renuncian, por ello, a la vida personal y privada. El aparato de adoctrinamiento que asalta al individuo permanentemente, que incluye la publicidad, la industria del espectáculo, con el cine a la cabeza, la “literatura” que no podría, si se examina con rigor, llamarse con tal término, el funcionariado estatal, las diversas ramas de la industria dedicadas a la conciencia y su modificación (psicología, sociología, etc.), la Organizaciones No Gubernamentales (que viven de las subvenciones y ejercen de apóstoles del Estado benéfico) y, sobre todo, el sistema educativo y la universidad. El individuo del presente es así aleccionado de la cuna a la tumba y está en trance de, como el personaje de Orwell, no entender otra cosa que consignas.

La reescritura de la historia que materializa un desarraigo fenomenal del sujeto, un vaciamiento interior y una rotura con su pasado que es presentado como la suma de todo lo infame y corrompido; se complementa con la obligación política impuesta de escupir sobre la cultura occidental devenida, para las clases con poder, en origen de todos los males del mundo, de ese modo la experiencia civilizada de los pueblos europeos que ha tenido una presencia real y propia en la historia de Occidente es arrojada al vertedero de la historia camuflándola entre las perversidades realizadas por los poderhabientes.

Lo que asciende en este momento es un modelo de sociedad de la barbarie, un capitalismo esclavista, que ya se ha hecho real en China y los emergentes, un modelo político del despotismo ilimitado; probablemente para producirse el salto cualitativo a ese nuevo paradigma será necesaria una guerra,  lo que vendrá después solo podemos intuirlo.

Más allá de preguntarnos si es posible hacer frente a una situación de catástrofe civilizacional  como la que padecemos deberíamos únicamente preguntarnos si es necesario… y hacerlo.

martes, 27 de marzo de 2012

Lo que nos lleva (más allá): huelga general y movilización colectiva permanente



El paro como mal endémico no da cuenta de la magnitud del daño que el capitalismo produce en nuestras vidas. Si una de las pocas industrias que todavía crece, de forma  descontrolada, es la pobreza y la marginación social, eso significa que una huelga general realizada por los trabajadores no logrará cubrir más que una parte (significativa pero radicalmente insuficiente) de nuestras reivindicaciones no sólo económicas sino también políticas.

Estamos en un umbral histórico en que el capital concentrado -en su alianza obscena con un estado reconfigurado como estado policial- “va por todas”: la precarización de la vida es una realidad palpable y el festín obsceno de nuestros amos no parece conformarse con eso. Ante esta reduplicación de sus apuestas más funestas, a menos que aceptemos el arrase de nuestros derechos, no podemos sino intensificar nuestras luchas, desafiar las políticas del miedo, movilizar nuestras voluntades hasta el punto donde ya no sea posible que “las cosas (incluyendo los humanos cosificados) funcionen”.

Si los sindicatos mayoritarios han terminado convocando a una huelga general no será solamente por el candado que les echaron en la puerta de La Moncloa, sino también por la presión que ejercen las luchas sociales crecientemente articuladas frente a una política de saqueo de conquistas vitales que, en otro tiempo, muchos imaginaron definitivas.  

Aunque el sentido de la huelga general del 29-M no es para todos los convocantes el mismo, en todos los casos hay un punto en común: quedarse inmóviles frente a esta arremetida neoconservadora es un suicidio colectivo. No es consuelo que los trabajadores «rompehuelgas», fieles vasallos de una derecha obediente a los mandatarios europeos del ajuste, también sufrirán en cuerpo propio los efectos nefastos de esta reforma laboral que, parodiando a Lenin, se limita a conceder todo el poder al empresariado.

Una huelga general, sin embargo, no bastará para frenar y subvertir la actual política gubernamental, a menos que sea el eslabón inicial de una cadena de movilizaciones permanentes, en la que se articulen diferentes modos de lucha. Puesto que la magnitud de la catástrofe social va mucho más allá de una tasa de paro elevada, una huelga general no puede tomarse más que como punto de arranque, como una actualización de un cierto espíritu de la revuelta que sólo puede materializarse en la radicalización de los antagonismos sociales, esto es, en la erosión de una hegemonía política que amenaza con institucionalizar lo peor en nombre de la urgencia.  

Pero lo sabemos bien: el actual sistema político-económico produce un excedente de vidas humanas condenadas a ser parias, sin acceso al empleo (no digamos ya de calidad), pero también sin acceso a la vivienda, a servicios públicos en proceso de privatización, en suma, a una vida digna. Las «periferias interiores» del capitalismo son cada vez más anchas y forman el punto muerto de una economía del excedente que desecha ingentes masas de seres humanos “no-reciclables”.

Que en España esta política económica agrava sin precedentes este drama, ampliando más todavía la desigualdad socioeconómica y generalizando el precariado es evidente.  La contrarreforma iniciada tiene capítulos diversos y la reforma laboral no será la última estocada a las clases populares. La huelga general no cambiará nada si no es principio de una movilización permanente. Porque no basta con que se conserven los derechos laborales conseguidos si estos no sólo se incumplen en multitud de ocasiones por parte de una casta empresarial rapaz sino que además ya contienen la marca del expolio y la explotación laboral.

La realidad de los «trabajadores precarios» no es la excepción sino la regla en estas condiciones. De modo más general, la realidad de una ciudadanía de segunda mano global afectada por el deterioro de sus vidas es cada vez más indisimulable. La economía política del capitalismo es, de forma visible, la economía del reciclaje/eliminación de las vidas humanas reducidas a material de descarte. La muerte o supervivencia de millones no es asunto de su interés. Para atajar su “peligrosidad” están los estados como gestores de la crisis, con su ejército de expertos del ajuste (cómplices de un orden criminal que les llena los bolsillos y enflaquece sus sensibilidades).

La huelga general sólo nos llevará más allá de este paisaje arruinado si se articula a una práctica de disidencia radical. Esperar una simple restauración o conservación de la situación precedente, como querría una postura social-demócrata, es erróneo. Lo que está en juego no debería ser la mera defensa del estado de bienestar o de un mercado laboral capitalista que desde siempre aceptaron la desigualdad y la explotación como datos de partida. Lo que más bien se juega, aquí y ahora, es nuestro sentido de justicia: la posibilidad de que nuestras vidas no queden reducidas a la supervivencia entre escombros.


Arturo Borra

viernes, 9 de marzo de 2012

«La doctrina del shock», basada en el libro de Naomí Klein

Pretenden arrebatarnos nuestra historia, reescribirla según la gramática del miedo, privarnos de nuestra sensibilidad, sumirnos en el pánico. Todo ello facilita la aceptación de lo terrible en función de querer evitar lo peor. A su política que promueve la resignación, nosotros opondremos el llamado lúcido al sabotaje.


sábado, 18 de febrero de 2012

La criminalización de la protesta social: la escalada autoritaria en España



No hay política de ajuste que no implique, simultáneamente, como su contracara necesaria, una política represiva orientada a la domesticación de la protesta social. Al ineludible incremento de la conflictividad social ante decisiones radicalmente desequilibradas en la distribución de privilegios y perjuicios, el gobierno nacional arremete contra libertades cívicas como el derecho a manifestación y reunión. Medidas antipopulares como la reforma laboral, el brutal recorte del gasto social simultáneo al mantenimiento de los privilegios presupuestarios de la corona, la iglesia católica y las fuerzas armadas, la acentuación de un sistema fiscal regresivo, el retroceso en términos de derechos de las mujeres, la inhabilitación judicial de un juez emblemático como Garzón (por su investigación de crímenes de lesa humanidad y de una de las tantas tramas corruptas existentes) o el rescate público a la banca privada, entre otras medidas, tienen como corolario la instauración de un estado policial que se sustrae de las leyes de excepcionalidad que institucionaliza para actuar al margen de todo control democrático, generalizando la suspensión temporal de derechos en nombre de una situación de urgencia.
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En efecto, en nombre de esa urgencia, la derecha gubernamental española -presionada internamente por sus facciones más ultraconservadoras y a nivel externo por una unión europea cooptada por el poder financiero global- no tiene más respuesta ante las diversas demandas sociales que la criminalización de los participantes en las manifestaciones sociales y la usurpación policial del espacio público en nombre del orden social. El propio emplazamiento ideológico sitúa al partido gobernante en el dilema de cargar contra los manifestantes y atizar la indignación colectiva o de permitir su movilización y contrariar los deseos de una parte significativa de su electorado.
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La resolución al dilema no ha tardado demasiado en llegar: la apuesta por judicializar los conflictos sociales resulta clara. Que para esa tarea la policía se emplee a fondo, imputando a los manifestantes delitos de desorden público, resistencia y desobediencia a la autoridad (a pesar de las evidencias en sentido contrario), no debería hacernos perder de vista algo mucho más grave: no sólo que el aparato represivo estructurado durante el franquismo nunca fue desmontado sino que lo que está en curso es una política transversal en Europa, producto del desplazamiento de una variante social-demócrata más o menos benevolente del capitalismo a una variante neoliberal mucho más virulenta. 
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La adquisición millonaria de materiales antidisturbios ya hacía prever esta intensificación de las políticas represivas en España. Que enfrente estén miles de ciudadanos protestando (desde parados y estudiantes, pasando por políticos de izquierda y miembros de sindicatos minoritarios hasta trabajadores del sector público o jubilados) no parece conmover en lo más mínimo al nuevo bloque gobernante. La escalada autoritaria acaba de empezar. Bajo la supervisión de unas instituciones políticas europeas subordinadas a las oligarquías financieras, el partido gobernante tiene vía libre para proseguir la dirección que ya se figuraba en el anterior gobierno nacional: destruir los últimos restos del estado de bienestar, disciplinar a las clases trabajadoras y consolidar el gran capital financiero y empresarial.
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Erigido en mayoría absoluta por una ley electoral antidemocrática que suelda legalmente el bipartidismo como política de estado y a pesar de ser una primera minoría (recuérdese que el PP apenas obtuvo el 30 % de los votos del censo electoral), el gobierno actual sabe que las políticas de ajuste y el rescate de los agentes financieros no se producirá sin resistencias sociales relevantes. De ahí la decidida apuesta por criminalizar a los grupos y movimientos sociales contestatarios que ponen de manifiesto el malestar colectivo. Su objetivo político no es tanto suprimir de lo público las protestas sociales (objetivo que no puede sino fracasar estrepitosamente) sino domesticarlas, esto es, regular sus movimientos y encauzar sus apariciones, en suma, procurar controlar un devenir que, de otro modo, podría dar lugar a lo imprevisible, a la puesta en acto del fantasma de la revuelta o de lo que hay de excedente incontrolable en el acontecimiento.
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No es sólo un problema de arrogancia amparada en una mayoría parlamentaria (manifiesta por lo demás en cargas policiales tan desproporcionadas como torpes en la previsión de sus efectos negativos); lo que está en marcha es la construcción de un poder soberano para-estatal que consolide un modelo de acumulación basado en la concentración de la riqueza y en el disciplinamiento social. Que para ese fin se produzca una “movilización total” del bloque dominante no debería extrañar, empezando por el despliegue de una retórica cínica que recuerda las peores anticipaciones de Orwel en 1984: desde esa perspectiva, no hay vacilación alguna en presentar de forma invertida la reforma laboral como una “garantía de empleo”, la destitución vergonzosa de Garzón como un “ejemplo del estado de derecho”, el recorte (selectivo) como una “medida para preservar el estado de bienestar” o el salvataje de entidades bancarias privadas como una “defensa del interés general”. Que los portavoces de las clases dominantes insistan en la limitación del derecho de huelga sin el más mínimo pudor democrático forma parte de esta escalada autoritaria requerida para alterar la anatomía de una formación social capitalista habituada hasta fechas relativamente recientes a un régimen de pequeños privilegios (basado en la promesa de un acceso ilimitado al consumo). Que ese régimen se haya sostenido históricamente por la transferencia del malestar a los países periféricos, tal como la izquierda más lúcida viene anticipando desde hace décadas, no niega el carácter ilusorio de esa promesa. El endeudamiento crónico, el empobrecimiento extendido y la metamorfosis de los mercados de trabajo (arrojando a millones de personas al paro y sobreexplotando a tantos otros) hacen visible lo que en una fase previa operaba de forma latente; a saber, que el modelo de crecimiento capitalista estructuralmente presupone la desigualdad de clases y, en última instancia, la pauperización de franjas sociales cada vez más vastas.  
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En cualquier caso, el sesgo autoritario de la derecha gobernante señala la debilidad de su poder hegemónico al momento de legitimar unos cambios que ya vienen predeterminados por los organismos de crédito internacional y sus portavoces comunitarios. El salvataje de la burguesía financiera y empresarial tiene como contrapartida la precarización no sólo del trabajo sino de las condiciones de vida de las clases populares y medias españolas, precedida por la marginación y discriminación laboral e institucional de la población inmigrante y refugiada. La destrucción de múltiples derechos económicos, sociales y culturales, las fuertes restricciones al acceso a los servicios públicos y la tendencia a su privatización (incluyendo la gestión de las pensiones, de la sanidad y de la educación terciaria), son otras tantas consecuencias necesarias de un sistema político cada vez más subordinado a los imperativos sistémicos. Que esa metamorfosis salvaje de la “sociedad” se haga en nombre del “interés público” no cambia las cosas. Como enfatiza Laclau, “la sociedad no existe” en tanto presunto orden unificado. Lo que persiste, más bien, es un tejido social escindido, en el que las clases dominantes han iniciado una ofensiva global sin precedentes. No cabe descartar que estemos llegando a un punto de no retorno, en el que la destrucción del medioambiente y la pauperización de las mayorías sociales se articula a la eliminación del considerado “excedente humano”, no sólo a través de guerras a medida del complejo industrial-militar trasnacional sino también a través de hambrunas locales, perfectamente evitables con controles mínimos sobre el sistema de especulación mundial.  
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Que ese punto de no retorno sea sistemáticamente desconocido por parte de los medios masivos de difusión, esto es, que las políticas informativas hegemónicas no sean sino otra forma de desinformación crónica, funcionales a un complejo mediático-empresarial cada vez más concentrado, es otro signo de la escalada autoritaria que aludíamos previamente. La crisis de legitimidad se transforma en planificación del engaño. Al neoliberalismo económico –lo sabemos al menos desde las dictaduras latinoamericanas de los 70- siempre le sentó bien la “mano dura”. El autoritarismo político y el neoconservadurismo cultural son sus mejores aliados. Que en España esas tradiciones remiten a la perversa herencia franquista no parece dejar mucho margen de duda, pero eso no es óbice para recordar que la dinámica político-económica rebasa esa herencia histórica y compromete al capitalismo en su fase actual, no sólo como modo de producción de excedentes sino también como modo de destrucción planetaria.
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Si lo que está en curso en una dimensión económica es una vertiginosa concentración de la riqueza social, lo que se hace manifiesto en el sistema político es, por usar la expresión de Rancière, un auténtico «odio a la democracia». Además de una afrenta radical contra las demandas de justicia, el nuevo (des)orden mundial ha activado una gigantesca máquina de trituración de vidas humanas, indiferente a cualquier regulación (o limitación) externa. Que esa máquina tenga sus beneficiarios concretos no niega el estado de descontrol en que se encuentra. Sus beneficiarios, en última instancia, no son más que engranajes o enganches atrapados en su funcionamiento maquínico.
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En última instancia, ante esa dinámica, ni siquiera la derecha más totalitaria se propone clausurar toda manifestación de disidencia. No podría conseguirlo aunque se empecinara. La lógica del terror es demasiado onerosa y, en consecuencia, está reservada para aquellos colectivos que el poder económico-financiero soberano dictamina como no “integrables” por otros medios. Cuando no alcanzan los golpes de mercado, se los complementa con un uso controlado de la violencia policial. Im-poner el miedo en los cuerpos, fijarlos a la cuadrícula de lo políticamente previsible, en suma, taponar su energía revolucionaria, son algunas de las tantas modalidades sistémicas de atemperar esa disidencia, asimilándola como parte de la representación (teatral) del “juego democrático” (reducido a la lógica de alternancia de las élites parlamentarias).
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En las condiciones del presente, resulta cada vez más plausible la tesis de que estamos viviendo en un umbral en el que las fronteras entre “estado democrático” y “estado totalitario” tienden a hacerse cada vez más difusas (lo que no significa que coincidan plenamente). Hay motivos más que razonables para sospechar que estamos internándonos en esa zona indiscernible donde “democracia” y “totalitarismo”, “autogobierno” y “dictadura”, ya no forman alternativas formales de una dicotomía política sino elementos de una conjunción sistémica. Podría incluso argumentarse que no se trata en absoluto de una conjunción sino de una fagocitación creciente del primer término por el segundo. Lo que está en peligro, en ambos casos, es el proyecto de una sociedad en el que la autonomía individual y colectiva no sea una mera pantalla de una sociedad administrada.
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Aunque este peligro no sea estrictamente novedoso, su intensificación presente en el contexto europeo quizás sea indicio de una ofensiva sin precedentes. A la política del miedo que quieren institucionalizar, la réplica de la izquierda radical no puede ser otra que la politización radical de las actuales formas institucionales. Ante la reestructuración del capitalismo nuestra apuesta debería ser la desestructuración de su hegemonía, haciendo visible su violencia cotidiana. Desafiar el miedo, en este punto,  deviene práctica de la disidencia.
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Arturo Borra