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jueves, 18 de julio de 2013

Resistencias ante el presente: cuatro notas sobre el sujeto

 
1. En la extensa entrevista audiovisual El abecedario de Gilles Deleuze (1988), producida y realizada por Pierre André Boutang, se le formula al autor la siguiente pregunta, refiriéndose a algunas figuras intelectuales (artistas, filósofos y científicos): “¿A qué resisten exactamente?”. Deleuze en su respuesta se encarga de matizar que no se trata invariablementede «resistencia». La posición ambigua de las ciencias en el actual contexto no parece ocultable, aunque sean muchos y muchas aquellos que resisten “(…) al arrastre y a los deseos de la opinión corriente, a todo ese dominio de interrogación imbécil”. Por su parte, también el arte [aunque mejor sería decir cierto arte] consiste “(…) en liberar la vida que el hombre ha encarcelado”.

 
La ecuación sería la siguiente: crear –en el sentido radical del término- es resistir. Citando a Primo Levi (superviviente de los campos de exterminio nazi), Deleuze señala que uno de los motivos del arte y el pensamiento es una “cierta vergüenza a ser un hombre”. No se refiere al tópico de que “todos somos asesinos”. La idea de una «culpabilidad colectiva» disuelve responsabilidades desiguales. Incluso si admitiéramos algún grado de complicidad con lo existente, ello no niega niveles asimétricos de responsabilidad en la construcción social del presente. Semejante generalización sería una confusión burda entre víctimas y verdugos. La vergüenza de ser humano, con todo, persiste incluso entre las víctimas del nazismo: vergüenza por que algo semejante al exterminio haya sido posible para otros humanos; vergüenza de por haber transigido ante lo que esos otros hacían: “No me he convertido en verdugo, pero he transigido bastante para haber sobrevivido”. Y, en tercer lugar, vergüenza por haber sobrevivido “yo” y no cualquier otro.
 

Reformulemos, pues, la afirmación de Deleuze en nuestro contexto discursivo: la creación intelectual puede devenir una forma específica de resistencia, esto es, un modo de afrontar la vergüenza que sentimos. Por lo demás, no tenemos por qué confinar la «creación» al campo artístico o al campo intelectual, aun si reclamáramos a sus participantes responsabilidades específicas en la actual configuración social. Podemos resistir creando otras posibilidades en cualquier campo de la actividad humana, al menos, en cuanto nos salimos de “ese dominio de interrogación imbécil” en el que habitualmente nos movemos. Así planteadas las cosas, no sólo no deberíamos dar por descontada esa resistencia -intelectual, ética o política- sino que sería preciso dar cuenta, simultáneamente, de otras respuestas sociales marcadas por la resignación, el conformismo y la indiferencia ante las atrocidades que se repiten en el presente.
 

2. La objeción es previsible: puede que esas víctimas se hayan sentido avergonzadas ante lo que (les) ocurrió. Pero, al fin de cuentas, los campos de exterminio son cosa del pasado, algo ignominioso que ha quedado atrás y que no nos atañe directamente. No bien mencionemos los CIE, los campos de refugiados, Guantánamo, las cárceles secretas de la CIA, nos replicarán que no es lo mismo. Si procuramos nombrar las vejaciones del presente –torturas, asesinatos selectivos o en masa, atentados, persecuciones ideológicas, guerras imperiales, espionaje masivo, etc.- insistirán en que, a pesar de todo, hoy se las condena de forma rotunda a diferencia de otros tiempos.

 
Es cierto que podríamos replicar que esa condena moral universal no existe o que es completamente insuficiente. El problema, sin embargo, es mucho más grave: además de persistir la «lógica del campo» (1), tras las variaciones fenomenológicas, la fuerza de lo atroz mantiene su vigor. Lanzados a este círculo de supervivencia, incluso lo mortífero –esto es, males sociales endémicos como la desnutrición infantil y las hambrunas, la destrucción medioambiental, el desempleo y la explotación, la marginación social y la pobreza, el incremento de las asimetrías de poder, etc.- termina siendo minimizado no sólo por los poderes estatales, mediáticos y económicos, sino también por buena parte de la propia ciudadanía, atrapada por el pánico a perder lo que (no) tiene. La globalización de la catástrofe convierte los pequeños desastres diarios en riesgos presuntamente inevitables de la vida. Puestosen la lógica binaria de la vida o la muerte, sobrevivir podría resultar para muchos un mal menor. Naturalizada la exclusión social, el problema suele quedar reducido a quiénes son los que quedan fuera, sin reparar siquiera en que se puede estar “dentro” de modos diferentes, incluyendo esos modos que excluyen la posibilidad de otra vida.

 
Situados en una perspectiva histórica, esta naturalización muestra una diferencia sustantiva: hasta tiempos relativamente recientes, las sociedades europeas mantenían intacta la ilusión de que todo ese horror innombrable estaba demasiado lejos para afectarlas. Lo atroz es lo que ocurría con el Otro, por no decir que, según esa percepción dominante, lo atroz era el Otro a secas. Pero también esa ilusión ha estallado: la otredad es parte de la mismidad. Los males se multiplican de manera irrefrenable en las propias periferias europeas. En la proliferación de la miseria, la estafa planificada, la transferencia de recursos públicos a las elites empresariales y bancarias, el latrocinio monumental propiciado por la alianza entre sistema político y sistema económico-financiero, la primacía de una cultura cínica que claudica en sus compromisos inclusivos a la vez que exacerba su individualismo hedonista.

 
Lo atroz quizás ya no puede nombrarse de forma exhaustiva. Escapa al concepto. No por exceso de profundidad sino por multiplicación de facetas, por su existencia banal y extendida. La enumeración falla. Siempre hay más. Lo relevante es la matriz que produce esas atrocidades en las que vivimos. Las que a fuerza de repetición dejan de escandalizar, las que se instalan como parte estable de un capitalismo en ruinas, que se reproduce haciendo estragos, abatiendo ingentes masas sociales de las que cada cual, de forma más ilusoria que real, se autoexcluye, como si estuviéramos a salvo en el reparto de las desigualdades.

 
 
3. Resistir es crear otras posibilidades vitales: convertir la vergüenza en un sentimiento revolucionario que nos permita dejar de transigir, esto es, no ceder a la política de resignación que hegemoniza nuestro presente. Por eso la indignación no puede bastar si no deviene rebelión. Mucho menos la queja privada que, además de pasivizar al sujeto, permite de manera indefinida su coexistencia con el malque lo aqueja. Desafiar esa resignación es movilizar nuestra energía política. Articular frentes de lucha en común en torno a proyectos colectivos que pongan en crisis la formación capitalista misma (y no sólo su variante neoconservadora).

 
La vergüenza es parte de nuestra experiencia social. No hemos hecho más que otros para evitar la maquinaria del sacrificio. No somos verdugos, pero permitimos que ellos sigan haciéndolo. Llámese saqueo visible, crimen organizado, expolio, corrupción sistémica, impunidad. Claro que no bien queremos identificar ese “ellos”, los rostros también se hacen múltiples. No están del otro lado. Ni lejos. No es una cuestión irrelevante si preguntamos a cada cual qué está haciendo (qué estamos haciendo) para no permitir lo atroz. Para no conformarnos con estar dentro, aunque se trate de un mal-estar, de una presencia al límite de lo presente. En particular, ante el déficit de reflexión en torno a lo que Bourdieu llama especialistas en el manejode los capitales simbólicos, resulta de vital importancia preguntarse qué están haciendo esos sujetos para no comportarse como verdugos. Puesto que los «intelectuales» no constituyen una categoría independiente y autónoma de individuos, sino que pertenecen a grupos sociales determinados, no sólo no es lícito presuponer su participación en prácticas sociales transformadoras, sino que también exige indagar cómo participan en la producción de hegemonía.


Para decirlo de un modo inclusivo: ante la ofensiva radical del capitalismo financiero, ¿qué estamos haciendo los sujetos académicos, científicos, artísticos y filosóficos? ¿Cómo resistimos, si lo hacemos, quienes participamos en el trabajo intelectual, incluyendo a los periodistas como supuestos “profesionales de la (des)información”? Las preguntas no se detienen ahí: ¿qué ocurre con los millones de trabajadores y trabajadoras, con los parados y paradas, con los movimientos estudiantiles, con los movimientos de gays, lesbianas, bisexuales y transexuales, con los diferentes sindicatos, los colectivos inmigrantes y refugiados, en suma, con los cientos de miles de humanos afectados por una política de lo atroz?

 
4. Sería un error suponer que la baja participación en las protestas públicas responde sola o principalmente a la desafección ciudadana, la despolitización y el escepticismo ante manifestaciones colectivas desoídas de forma sistemática por gobiernos autistas o el apoyo vergonzante a las actuales direcciones gubernamentales. No hay por qué descartar algo más desconcertante: la perplejidad extendida ante una «política de shock» globalitaria que no cesa de expandirse.

 
No es preciso disociar esas dimensiones. Probablemente, el irregular nivel de movilización sea síntoma de unos consensos mayoritarios erosionados pero persistentes y, simultáneamente, de una perplejidad política de los que, de formas diferenciadas, somos damnificados. ¿No es precisamente ese estado de ánimo colectivo lo que bloquea la articulación crítica de una práctica política radical, con fuerza suficiente para poner en crisis la hegemonía actual? ¿No habría incluso que ir más allá de lo que es inmediatamente reconocido como «político», para desplazarse al análisis crítico de nuestras formas colectivas de vida?

 
Tal vez sea preciso insistir en el punto: nadie escapa de ese estado como no sea mediante un trabajo (auto)crítico que nunca está asegurado. Dicho de otra manera, no hay posibilidad de rebelión sin el cuestionamiento radical del mundo, de nuestras formas de existencia y de nosotros mismos. Todavía seguiría siendo una mera coartada si a ese espectro de la crítica no le exigiéramos la encarnación en una práctica social transformadora. Ante la vergüenza de nuestracomplicidad que la crítica hace manifiesta, nos queda la posibilidad del acto: la creación de una praxis colectiva que interrumpa su permisividad, incluso aquella que se justifica teóricamente.

 
No se trata, en este sentido, de un llamado simple a la acción. No todo activismo es de por sí mejor. De forma complementaria, la tesis marxiana de la autodestrucción del capitalismo a partir de las contradicciones de su ley de desarrollo histórico es, de mínima, dudosa. No hay nada que indique que la formación capitalista no pueda reproducirse en medio de los escombros, incluso si ello supusiera una mutación histórica radical a partir de la institucionalización de una gobernanza supranacional sustraída a los poderes democráticos. En última instancia, la condición de existencia de nuestra formación social es la producción de un mundo arruinado en el que sobreabundancia y carencia coexisten.

En ese contexto, reflexionar sobre nuestras posibilidades de acción y su articulación con otras prácticas a nivel global se convierte en una necesidad política de primer orden. Es parte de nuestra responsabilidad ante una exigencia de justicia. No basta cuestionar las actuales estructuras políticas, económicas y culturales si no cuestionamos, simultáneamente, a los «sujetos» individuales y colectivos que las sostienen. Cuestionar ciertas teorías del sujeto, entonces, no habilita a clausurar la reflexión en torno a éste. El sujeto no es un mero soporte pasivo de estructuras cerradas, sino «agente» que participa en la reproducción/ transformación del presente. Demasiado a menudo olvidamos -a pesar de algunos filósofos- que no sólo la historia nos hace sino que también nosotros hacemos la historia efectiva. La concepción (objetivista) de una «historia sin sujeto» se limita a invertir el idealismo (subjetivista) de un «sujeto sin historia», pero no permite subvertir a los «sujetos históricos» que, en condiciones materiales específicas, plantean una relación determinada con lo que heredan. Incluso si fuéramos “moscas atrapadas en una telaraña”, nuestro deseo de salir no perdería fuerza.

La vergüenza sigue ahí. “Estamos auto-divididos, auto-alienados, somos esquizoides. Nosotros los-que-gritamos somos también nosotros-los-que-consentimos” (2). La vergüenza de consentir es también la que nos incita a gritar. Precisamente porque las grietas de la realidad social son cada vez más numerosas, es a nosotros a quienes atañe convertir esos gritos colectivos en nuevas intervenciones históricas que nos lleven más allá de la desolación del presente.

 

 Arturo Borra

 
(1) Para un análisis obre la «lógica del campo» puede consultarse Giorgio Agamben, Medios sin fin, Pretextos, Valencia, 2010.
 

(2) Holloway, John, Cambiar el mundo sin tomar el poder, El Viejo Topo, España, 2002, p. 201.

 

 

martes, 2 de abril de 2013

Notas sobre la insolencia: una réplica al cinismo







Puede que nuestro objetivo no sea otro que “(…) hacer aparecer en la práctica una línea divisoria entre los que quieren más de lo que existe y los que ya no quieren más” (1). Ese “más” es de otra especie; es un suplemento que, cualitativamente, exige una sociedad que no se resigne a los escombros.

Hay que decidir entonces en esa línea divisoria: a cada instante, tenemos que optar entre asaltar el orden del mundo o defenderlo. Quien declara no optar ya ha optado por su defensa: toma partido por los que, en las condiciones del presente, gozan los privilegios de su existencia.

El antagonismo no es electivo. La escalada que vivimos es de tal magnitud que nadie puede sustraerse a sus efectos. En una situación histórica semejante, lanzarse hacia aquello que parece inatacable es una apuesta de vida. Que las posibilidades de cambio social no estén aseguradas no nos exime de movernos hacia un horizonte que exige “más”  no sólo de los otros, sino también de nosotros mismos.

El riesgo de quedar atrapado es irreductible: “Es sabido que esta sociedad firma una especie de paz con sus enemigos más declarados cuando les ofrece un sitio en su espectáculo” (2). La catástrofe diaria del capitalismo nos desafía a no retroceder ante ese riesgo.

Nunca murieron tantos seres humanos como en la actualidad, a pesar de que las condiciones técnicas para evitarlo sean inéditas. La masacre pasa desapercibida sólo a quien cierra los ojos. No hay que buscar demasiado para encontrar cadáveres detrás de las grandes fortunas.

Se puede mirar hacia otra parte. Hacer del goce una justificación para el autismo o convertir la resignación y el conformismo en religión oficial.  Declarar los sueños en bancarrota, en nombre de un realismo que alza como infranqueables los límites del mundo actual. Reírse de los utopistas –denunciarlos por totalitarios, burócratas de lo imposible. Sospechar incluso cualquier proyecto que no se contente con lo menos, esto es, ingeniería social local, política reformista, sacrificio graduado. 

Como saben los situacionistas, no se trata de plantear fórmulas revolucionarias generales. El lenguaje formulaico, al uso, es parte del espectáculo de nuestros amos. Señuelos para los desprevenidos. La práctica del cambio se gesta en una pluralidad de agentes sociales, sin centro unitario. Lo que desafía lo espectacular no es un nuevo guionado, sino la ruptura activa de la lógica de los papeles: la práctica de lo imprevisible.
Eso no niega la necesidad de una articulación política de nuestra voluntad, a través de un proyecto emancipatorio que no significa nada distinto a una anticipación abierta de la instancia decisiva de la praxis. O, si se prefiere, el borrador colectivo para no claudicar ante lo inaceptable.

Incluso si el fuego nos devora, ¿qué otra salida podríamos imaginar que no sea dar vueltas en la noche? Cuando a plena luz del día el horror no espanta, la oscuridad puede ser una forma de guarecerse para luchar. No hay reposo ni reconciliación. Si llaman “inmadurez” a la negativa a dejar de cuestionar lo heredado, nuestra decisión más razonable es aceptar la condena y resistirnos a la normalidad de lo siniestro.

No vamos a negar que nuestra incompetencia para respetar el buen sentido es máxima. Demasiados sujetos competentes sostienen la actual estructura del mundo. ¿Estamos por ello desmantelados, girando sin saber ya qué hacer? Nada de eso: el incendio de lo visto podría ser una buena respuesta. La invención de otra cotidianeidad, el itinerario abierto de una «política nocturna» que se abre paso hacia lo excluido.

La osadía política consiste ante todo en mantener abierta la pregunta por el deseo colectivo mientras nos desplazamos. Ante la obscenidad cínica convertida en moneda de cambio, la réplica es la insolencia kínica: el sabotaje a una economía del cálculo, el desafío a la racionalidad del dominio que exhibe con buenos modales su potencia homicida.

Contra el pensamiento inocuo –volver a pensar. Querer más es una declaración de guerra a la idiotez convertida en norma moral. Es comprensible que alguien pregunte: ¿no somos ya irrevocablemente imbéciles? Puesto que no estamos fuera de nada, la pregunta se hace tanto más irrenunciable. Incluso si no pudiéramos escapar de esta imbecilidad del todo, el deseo de una salida sería tanto más imprescindible.

Tampoco cabe esperar nada fuera. Crear grietas es nuestro camino político. Cercados por una membrana cada vez más asfixiante, horadar su superficie es cuestión de vida, de otra vida (y no de sólo de mera supervivencia). El encierro no previene de nada sino que aísla de la alteridad.

Tampoco vendrá nadie. Los desposeídos no verán restituida la justicia en una experiencia mesiánica. El fin del mundo se aplaza a cambio de continuas catástrofes. La promesa sólo nace de estos escombros. Es la que alzan los albañiles de lo imaginario. No hay desencanto: contra el discurso de la seducción, tampoco tenemos que aceptar la futilidad del mundo. Si morar es parte de la trampa, nosotros nos lanzamos al exilio. Horadamos el baldío en el que se amontonan los desechos.

En una época en la que el cinismo es hegemónico, la insolencia es una actitud infrecuente: cuestionar la autoridad y las jerarquías, al fin y al cabo, exige una osadía intelectual y ética más bien atípica, incluso en una multitud de intelectuales y académicos reducidos a expertos del orden y a una infinidad de artistas convertidos en coleccionistas de minucias. En efecto, “(…) la insolencia es esa libertad que podemos expresar cuando nos liberamos de los vínculos que nos atan, una trascendencia que sólo se puede vivir durante un cierto tiempo, el que necesita lo real para atraparnos” (3).   

No bastará, desde luego, con ser insolentes. Cuestionar lo que hay de místico en la autoridad y de criminal en lo institucional es asumir un compromiso que exige un trastocamiento de lo real antes de que lo real (la prepotencia de los poderosos) nos atrape. Sospechar lo que hoy se inviste de un aura respetable forma parte de una insólita práctica de libertad. Llegados a este punto, ¿hay algo más insolente hoy día que una demanda de justicia que no se contente con obtener un sitio en el espectáculo?
 

Arturo Borra



(1)   Debord, Guy (2000): In girum imus nocte et consumimur igni, Anagrama, Barcelona, p. 48.
(2)   Debord, Guy, op.cit., p. 53.
(3)   Meyer, Michel (1996): La insolencia, Ariel, Barcelona, p. 134.

jueves, 24 de enero de 2013

Apuntes para seguir caminando (contra una política de la resignación)




-I-

Hablar de “derrota” del movimiento 15-M conduce, de forma inexorable, a una sucesión de malentendidos: dar por sentado que ya no tiene relevancia política, absolutizar su repliegue, sentirse obligado a abandonar sus filas o incluso condenarlo a una bella veleidad. Nada de ello está implicado cuando nos preguntamos sobre el momento actual de este movimiento y afirmamos que la experiencia de la derrota es parte del largo aprendizaje que hemos de atravesar todos aquellos que participamos, de formas y en grados diversos, en este movimiento.

Un pensamiento que se pretenda crítico, sin embargo, no puede eludir el malentendido si aspira a producir debates fecundos. Forma parte de ese debate preguntarse, ante todo, por los logros y deudas contraídas por el movimiento 15-M a fuerza de encarnar un impulso político transformador en una fase histórica marcada hasta entonces no sólo por el letargo y la apatía generalizadas, sino también por la desmovilización popular. En ese debate -cómo no- la reflexión sobre una posible derrota debe tener lugar, no para entregarse al derrotismo, sino para reactivar el momento fundante de la «indignación» y seguir pensando estrategias de acción más efectivas.

Dicho claramente: puesto que la «indignación» ante las injusticias repetidas de un sistema corrupto no ha mermado, tenemos que pensar qué medios y estrategias podemos darnos para que esa emoción colectiva no quede en un ritual catárquico (o en una simple queja privada) y pueda constituirse en fuerza impulsora de un proceso de cambio social. Esa posibilidad sigue siendo incierta y depende de nuestra práctica que las grietas abiertas en un pasado inmediato no se cierren. Señalar el riesgo de asimilación sistémica del movimiento 15-M es apostar por que eso no ocurra.

Lejos de cualquier resignación política, nuestra apuesta es seguir luchando de forma entusiasta contra una política de la resignación que presenta la actualidad (del saqueo) como una realidad ineludible, producto de “decisiones inevitables” (lo que no es más que un oxímoron). Para ahondar en esa lucha entusiasta es crucial llamar la atención sobre la peculiar eficacia que está teniendo la política del miedoinstitucionalizada a nivel gubernamental y elaborar opciones que nos permitan neutralizarla. Desde el momento en que ningún gesto es meramente constatativo, señalar que en los últimos meses ha habido un repliegue del 15-M y una restauración autoritaria del control basada en la propagación del miedo reclama, de nuestra parte, un esfuerzo adicional para pensar cómo podríamos intentar replicar a esa situación y retomar la iniciativa perdida.

Desde luego, articular la disidencia como movimiento político excede cualquier reflexión individual y sería un contrasentido que alguien se arrogara esa labor, máxime en un movimiento que carece de forma explícita de líderes. Esa responsabilidad es necesariamentecolectiva y elaborar una preceptiva abstracta (muy propia de las utopías diseñadas por filósofos) es tan inconducente como indeseable: sitúa al sujeto en la posición del amo que imparte mandatos que, por si fuera poco, no está en condiciones de hacer cumplir. No es extraño que todavía la vieja guardia siga recriminándole al mundo persistir en el error y no seguir obedientemente sus mandamientos redentores.

Lo antedicho, sin embargo, no nos exime de intentar elucidar algunas alternativas de acción, siempre que sean interpretadas como material abierto de discusión, apuntes de una lucha que sigue abierta a pesar de un cierto desaliento frente a unas autoridades gubernamentales sumisas al capital económico-financiero más concentrado. La negativa a sugerir algunas ideas en nombre del antiautoritarismo es de mínima discutible. ¿Por qué no podríamos contribuir, de forma tentativa, a la construcción de un proyecto político colectivo, ya en germen, por el que estamos dispuestos a luchar y que nos compromete de forma directa? 

-II-

En las últimas semanas, tres iniciativas asociadas al movimiento 15-M resultan de gran valor: a) la creación del “fondo de resistencia 2.0”, b) la presentación de querellas judiciales contra diferentes autoridades emblemáticas del actual régimen de privilegios, privatización y corrupción y, c) el apoyo técnico y moral a “Alfon” contra la criminalización acometida por el gobierno.

Resumamos la significación de estas iniciativas. En primer lugar, la consolidación de un fondo de resistencia permitirá afrontar algunas de las multas que afectan a miles de indignados por manifestarse de “forma ilegal”, según califica el gobierno nacional. La generalización de las multas forma parte de una estrategia disuasoria que bien puede neutralizarse si se dispone de una cobertura común. A eso hay que sumar otra medida sumamente atinada: apelar judicialmente las sanciones administrativas, lo que permite evitar el ahogo económico en el que quieren sumir al movimiento.

En segundo término, la ampliación de las querellas judiciales a distintas autoridades públicas, por delitos de malversación de fondos públicos y apropiación indebida, entre otros, constituye una réplica fundamental al proceso de judicialización del que son objeto muchos participantes del movimiento 15-M. Si la estrategia gubernamental está centrada en la criminalización del activismo –a golpes de reformas judiciales y represión policial-, la denuncia pública no basta y necesita ser complementada con una estrategia jurídica que permita contrarrestar de forma eficaz la “cruzada” del gobierno.

En tercer término, el apoyo técnico y moral a “Alfon”, visible a través de manifestaciones sociales y apoyo jurídico, es otro punto significativo. Tras ser acusado por “alarma social” –una figura aberrante que no consta en el código penal vigente- y encerrado en régimen de aislamiento, esa intervención a doble nivel ha permitido la  liberación de este activista luego de 57 días de cárcel. El amedrentamiento que mediante estos “castigos ejemplares” persigue el gobierno sólo puede ser neutralizado con la movilización continua de otros participantes y con el servicio profesional de un equipo de juristas y abogados que permitan interponer los recursos pertinentes.

En conjunto, estas prácticas constituyen intervenciones valiosas que es vital potenciar como réplicas al hostigamiento que el movimiento 15-M sufre por parte de las autoridades gubernamentales y policiales. Permiten imaginar líneas de continuidad del 15-M. Recuperar la iniciativa, sin embargo, supone dar un paso más allá: elaborar un proyecto político alternativo a partir de la integración conceptual de la multiplicidad de propuestas que se fueron elaborando en el último año y medio por parte de los diferentes colectivos en el interior de este movimiento.
En otras palabras, se trata de favorecer la articulación entre distintos grupos y sectores a partir de la producción de un horizonte de sentido en común. Hasta donde sé, la conversión de una multitud de demandas en un proyecto colectivo capaz de escalonar los objetivos de intervención, es algo pendiente y dificulta la construcción de vínculos más estrechos con otros sujetos (entre otros, parados, trabajadores de la salud y la educación, estudiantes, grupos feministas, sindicatos minoritarios, inmigrantes, jubilados, entre otros), así como con plataformas ciudadanas como la Plataforma contra la Pobreza y la Exclusión Social o la Plataforma de Afectados por la Hipoteca (PAH).

Dicho de otra manera: la condición de expansión y consolidación del 15-M está asociada a dos dimensiones centrales: el desarrollo de un proyecto colectivo (como mapa de unos objetivos y unas prácticas específicas) y la construcción de unos vínculos intersectoriales e intergrupales (no sólo a nivel nacional) que permitan radicalizar un frente común de lucha que, al menos en principio, no tiene por qué excluir la interlocución con partidos políticos de izquierda. Es evidente que ambas dimensiones están interrelacionadas y son mutuamente dependientes: exigen coordinación y trabajo colaborativo, además de una revisión crítica de lo realizado.

Hasta donde sé, el movimiento 15-M afronta en el presente una encrucijada, luchando más bien por su supervivencia. Globalizar la resistencia supone más que sostener la indignación: es darle un camino transformador que supone, entre otras cuestiones, una estrategia de comunicación que permita un posicionamiento crítico también en el campo de los medios de comunicación. La repolitización de decisiones planteadas como técnicas o económicas forma parte de su derrotero y este proceso sólo puede proseguir ante una “opinión pública” ambivalente en la medida en que las protestas confluyan y adquieran una mayor notoriedad a nivel colectivo. En ese contexto, la convocatoria a una «huelga general indefinida» a nivel europeo y la «movilización permanente» son parte del arsenal que también desde el 15-M se podría alentar.

-III-

Al nulo interés de los sindicatos mayoritarios por articular sus manifestaciones con las luchas de otros movimientos sociales contestatarios habría que contraponer la inclusión de las clases trabajadoras (incluyendo los parados) en un movimiento como el 15-M. Sólo una articulación contrahegemónica permitirá pasar de unas protestas sociales de carácter defensivo a una intervención democrático-radical que transforme las condiciones del presente. El planteamiento de una huelga general indefinida como punto nodal en una cadena de demandas sociales más amplias (imposibles de satisfacer dentro del actual orden hegemónico) podría unificar una multiplicidad de luchas sociales (1).

Desde luego, otras medidas complementarias, que promueven una legítima desobediencia civil, circulan desde hace tiempo en el seno del movimiento 15-M: huelgas de consumo, jornadas de reflexión, piquetes informativos, asambleas barriales, etc. Apenas hay que insistir en su importancia. En cambio, sí merece la pena enfatizar la necesidad estratégica de construir una «equivalencia general» en una cadena diferencial de reivindicaciones. Sólo entonces una multitud puede reconocerse como sujeto popular, esto es, como “pueblo”. Sugerí en otra ocasión que el significante de “indignados” era tan ambivalente como inclusivo, lo que de algún modo favorecela producción de identificaciones colectivas y la internacionalización de este tipo de movimientos disidentes (2). La lucha por las nominaciones nunca es algo meramente anecdótico. Forma parte de las luchas simbólicas en las que se juega el sentido y legitimidad social de un movimiento como el 15-M. 

Cualquiera sea la forma en que el movimiento se nombre a sí mismo, resulta central la recuperación discursiva de lo que hay de común en las experiencias de distintos grupos y seres humanos. Si es cierto que el porvenir de cualquier movimiento depende de la gestión de sus límites, mucho más cierto todavía es que sin la construcción de lazos ideológicos con otros grupos subalternos y plataformas ciudadanas el movimiento 15-M arriesga su potencialidad como agente transformador.

Ante una catástrofe social mundializada, no hay razones para detener lo que podríamos llamar la universalización de la indignación. Su devenir es impredecible, pero se nutre de la memoria de las injusticias. Forma parte de nuestra responsabilidad intelectual, política y ética que esa memoria se haga manifiesta en una praxis que interrumpa el saqueo sistémico al que estamos expuestos.



Arturo Borra


(1)  He desarrollado este punto en “Sobre una siniestra normalidad: por la huelga general indefinida” (http://www.rebelion.org/noticia.php?id=159181) y en “Lo imposible rehabilitado: el sentido de una huelga general indefinida” (http://www.rebelion.org/noticia.php?id=161048).  

(2) Remito a “Democracia y revuelta: la experiencia de ruptura del 15-M” (http://old.kaosenlared.net/noticia/democracia-revuelta-experiencia-ruptura-15-m).

jueves, 27 de diciembre de 2012

Preguntas sobre el movimiento 15-M: la experiencia de la derrota




Un movimiento social identificado con fechas específicas, ¿no anticipa ya la tarea de ser confinado temporalmente y hacerse previsible, incluso si rebasa el momento en que se constituyó y hace de las apariciones esporádicas una modalidad de su existencia? También el movimiento 15-M (o 25-S o 15-O, entre otros), en las condiciones presentes, ha de luchar para no convertirse en un asunto del pasado o, algo que viene a ser equivalente, para no terminar siendo una práctica residual protagonizada por una minoría de activistas asediados.


No seremos nosotros quienes nos apresuremos a celebrar su ritual fúnebre. La emergencia de este movimiento significó la posibilidad de una revuelta incipiente que, retroactivamente, ha sido sofocada. Si se compara con las protestas populares multitudinarias precedentes, el rodeo del Congreso el 20 de noviembre de 2012 por unos centenares de manifestantes (convocado por la coordinadora 25-S) muestra este giro: el “acontecimiento”, por así decirlo, ha perdido buena parte de su fuerza inicial, al punto de poner de manifiesto un despliegue policial completamente desmesurado. La policía ni siquiera ha tenido que apelar a la brutalidad que la caracteriza.


Lo imprevisible ha sido estabilizado bajo la forma de protestas discontinuas que no sólo no han sido atendidas en lo más mínimo por el gobierno nacional sino que, además, han sido desarticuladas de forma violenta y criminalizadas de distintas maneras. A nivel mediático, a menudo esta estrategia represiva fue planteada como recurso legítimo para “garantizar el estado de derecho” y las críticas al respecto se han centrado de forma tendencial en la actuación policial, tachada a lo sumo de “excesiva”, como si no mantuviera un vínculo orgánico con una cadena jerárquica de mando.


El repliegue involuntario, por lo demás, es evidente: si las acampadas constituyeron un gesto desafiante al orden público establecido, las manifestaciones actuales ya no parecen preocupar en exceso a un gobierno que hace tiempo definió su estrategia al respecto: dar el golpe de gracia “fuera de cámara”, incluso si para ello es necesario violar de forma descarada la escasa “libertad de prensa” que todavía queda, amedrentando a periodistas y confiscando sus materiales de trabajo.


No resulta extraño, pues, que nos preguntemos sobre una posible asimilación sistémica del movimiento 15-M, pensada no ya en términos de inclusión de sus demandas por parte del sistema político y económico vigente, sino por la vía del creciente aislamiento y fragmentación de sus reivindicaciones. El momento entusiasta en que lo “imposible” estaba ocurriendo se ha convertido en la constatación melancólica de las “oportunidades perdidas”. Sin embargo, ni antes fuimos ingenuamente optimistas ni ahora estamos dispuestos a entregarnos a la sabiduría del pesimismo. Precisamente porque percibimos en el movimiento signos de un agotamiento más que nunca necesitamos dar un nuevo impulso a aquello que nace de la rebelión contra un sistema que hay que calificar de criminal sin temor a la hipérbole.


Desde una perspectiva popular, el 15-M es probablemente uno de los acontecimientos políticos a nivel nacional más relevantes de las últimas décadas. Como irrupción de un sujeto colectivo heterogéneo, en una escena pública nacional marcada por un bipartidismo autista, rompió el anquilosamiento de la resignación. Confiábamos en que desde la pluralidad de sus líneas de fuerza pudiera elaborarse un proyecto político con capacidad de articular grupos heterogéneos. Lo reclamamos en varias ocasiones, no por encontrarnos ante una supuesta “falta de propuestas”, sino por el contrario, por toparnos con una verdadera explosión de sugerencias e iniciativas de acción. El problema aquí no estuvo nunca ligado a la escasez sino más bien a la sobreabundancia.


De ahí, quizás, lo que a mi entender han sido dos errores estratégicos fundamentales: la dispersión e indefinición de los objetivos de intervención y la multiplicación de apariciones sin confluencia en un frente popular común. En un contexto de creciente control de los participantes del 15-M, ¿no sería mejor centrarse en algunas reivindicaciones que permitan condensar el descontento popular y que sean, al mismo tiempo, imposibles de satisfacer dentro del orden hegemónico? Me temo que nada de ello está ocurriendo. Si desde el principio abogamos por una internacionalización de la revuelta, más bien aconteció lo contrario: la transnacionalización de una estrategia del miedo. En España, la resultante de esta escalada represiva se concretó no sólo en cargas policiales brutales sino también en un proceso de judicialización de la protesta pública que supuso, además de miles de imputados, detenidos y multados, millones de decepcionados.


Si desde el momento de su constitución reconocimos en el 15-M una «indignación» colectiva que reclamaba atención analítica y apoyo activo, quizás ahora debamos señalar el punto muerto en el que se está sumergiendo. El furor de los comienzos, cada vez más, está cediendo su lugar a un ritual rutinario, que apenas nos sacude del letargo por unas horas. El triunfo del miedo está convirtiendo la “primavera española” en un “invierno prolongado”.


El panorama no es alentador: si la marca profunda de este movimiento quizás haya sido, ante todo, la repolitización de diferentes grupos sociales, por otro lado es indudable que este proceso ha sido obstruido, sofocando su potencial subversivo. No es meramente un fracaso; el férreo control mediático y la consolidación de un estado policial son parte determinante de esta nueva derrota histórica en la que el saqueo sistémico sigue su curso indiferente. Los privilegios de casta apenas se han modificado. El orden jurídico vigente ha dado un nuevo giro reaccionario y el desmantelamiento del estado de bienestar y de derechos socioeconómicos básicos continúan su camino sin especiales dificultades. La marcha devastadora del neoconservadurismo ha sido reconducida sin más que modificaciones superficiales: una moratoria para una irrisoria minoría de desahuciados, un probable cambio nominal de los CIE, alguna cosmética para las redadas policiales.


Con ello no quiero sugerir que no estemos en una situación próxima a lo que Gramsci señalaba como «crisis de hegemonía»: en el último año, las protestas públicas no han cesado de multiplicarse inundando la calle de distintos colores. Sin embargo, pese a la gravedad de lo que está ocurriendo, algo no funciona: las mareas no confluyen, las aguas siguen sin confundirse y ningún proyecto político alternativo ha logrado hasta el momento orientar las energías colectivas hacia otra parte. La “agenda de lucha” parece limitarse a unos reclamos sectoriales y, a lo sumo, a unas resistencias fragmentadas ante una ofensiva ideológica y política que tiene un derrotero tan virulento como previsible: despidos masivos en el sector público, privatización de sectores estratégicos del estado (incluyendo el “negocio” de las pensiones y de los servicios de empleo), recortes drásticos del gasto social, consolidación de un sistema fiscal regresivo, incremento de la corrupción estructural y el sistema de prebendas, aumento de las desigualdades sociales y de la pobreza relativa y absoluta, creciente concentración de medios y alineación ideológica, etc.   


La proliferación de conflictos sociales en la actualidad política española no deja mucho margen de duda. Lo que no es claro es si, en una coyuntura como la presente, un movimiento como el 15-M está en condiciones reales de canalizar dichos conflictos en un sentido transformador. No hay indicios de que esté ocurriendo algo semejante, aunque nada invita al sarcasmo. La guardia desengañada que nos prevenía de este supuesto “error” nunca se preocupó de aportar su experiencia de lucha para rectificarlo. La restauración autoritaria del control tampoco les inquietó en lo más mínimo. Es lo que tiene mirar las cosas desde arriba: uno no tiene que pasar por la incomodidad de la experiencia. Pero precisamente porque son nuestras luchas, nuestros deseos de justicia, debemos apostar por la (auto)crítica radical, también hacia un movimiento que amenaza con anquilosarse más allá de sus apariciones públicas efímeras. Lo que hace pocos meses parecía una brecha todavía abierta, ahora parece cerrarse. La indignación, sin embargo, no hace más que aumentar. Habrá que persistir, entonces, en el “error” de seguir buscando construir nuevos caminos, incluso si buena parte de sus trayectos no pudieran ser más que subterráneos.


La constatación es doble: el espectro de una revuelta sigue merodeando las ruinas del presente, pero su encarnación parece otra vez conjurada. Puesto que luchamos contra lo probable, sabíamos que esta asimilación sistémica podía ocurrir, aunque confiábamos que no ocurriera. Lo imprevisible, con todo, sigue latiendo: los antagonismos sociales no dejan de multiplicarse y cada vez más seres humanos son arrojados a los márgenes del capitalismo. No podemos predecir qué haremos como sujeto colectivo ante esta máquina de arrasar vidas.


Construir una salida en la aporía del presente tiene algo de tanteo más o menos lúcido: nunca sabemos cuánto puede resistir un muro hasta que intentamos derrumbarlo. Los resultados a veces son decepcionantes pero nunca definitivos: ninguna derrota desmiente el deseo de cambio sino que señala, más bien, su grado de dificultad. La decepción puede incluso ser aleccionadora. Los muros están ahí y no basta el furor espontáneo de la mañana para su derribo. La memoria de la derrota es una forma de aprendizaje; aprendemos siendo derrotados. Y, en efecto, algo hemos aprendido: también es preciso dinamitar los pilares subjetivos que sostienen esos muros. Sólo puede advenir otro tiempo si se gesta desde el deseo colectivo y se articula en un proyecto en común. Ante la repetición de la dificultad, siempre estará la coartada de la huida, el retorno a la resignación. Sin embargo, ¿qué sería de la posibilidad siempre latente de otra sociedad sin esa voluntad de cambio capaz de sobreponerse a la experiencia de la derrota?


Arturo Borra

viernes, 18 de mayo de 2012

Acerca de las profecías de defunción del movimiento 15-M: un año después de lo imprevisible




Para tratarse de un “muerto” -tal como los profetas mediáticos y gubernamentales se apresuran a señalar- habrá que reconocer que el movimiento 15-M se comporta de un modo bastante extraño. No parece haberse dado por enterado, mostrando una vivacidad e inquietud renovadas. Incluso cuando ha logrado encadenar cuatro días consecutivos de protestas multitudinarias y caceroladas en diversos puntos del país, las condolencias se han multiplicado: movimiento en declive, moribundo, debilitado por la disminución de su aceptación social, desinflado por el control que ejercen en su interior “radicales” y “antisistemas”, cuando no “vándalos organizados”, etc. Poco importa que, desde una cierta izquierda escéptica, se le reproche más bien lo contrario, esto es, no haber ido demasiado lejos en la crítica al capitalismo y en la apuesta por la transformación del presente. Mientras el discurso hegemónico quiere matar simbólicamente al movimiento de indignados por “radical”, desde un polo contrario se le cuestiona por contra su falta de “radicalidad”. Por derecha y por izquierda, ambos discursos coinciden en algo fundamental; a saber, que se trata de un movimiento social indeseable que, para bien de la “democracia” o la “revolución”, está muerto o agonizante, incluso si para ello fuera necesario empujarlo al precipicio, realizando así la profecía de su defunción.

Sin embargo, pese al aparato propagandístico que certifica dicha defunción y de una auténtica arremetida por parte de las autoridades públicas contra los derechos cívicos de los manifestantes (que esas mismas autoridades deberían garantizar), pese a la persecución de la que muchos de sus miembros son víctimas (sufriendo detenciones arbitrarias y una auténtica judicialización de sus reivindicaciones políticas), pese a la política del miedo que quieren imponer los gendarmes del orden y del asedio constante que padecen diferentes activistas, un año después de esa irrupción de lo imprevisible, el 15-M no sólo sigue vivo, sino afianzado en sus demandas de justicia, ligadas tanto a un reclamo de cambio en el sistema político como a la exigencia de una transformación profunda en una dimensión institucional y económico-financiera. La politización radical que este movimiento propició a nivel colectivo -en un contexto cultural adverso marcado por la resignación, cuando no el conformismo- es signo de su relevancia en la vida pública. Insistir en que se trata de una mera reacción social defensiva, entroncada a un ciudadanismo progresista pero falto de miras revolucionarias, es simplista, como lo es juzgar de forma homogénea un movimiento heterogéneo.

Nada de ello es óbice para indagar en sus limitaciones, a condición de tomarse el trabajo de buscar respuestas más allá de los propios prejuicios, de “salir a la calle” también con el pensamiento. Más aún, lo que habitualmente se le recrimina puede que no sea sino aquello que merece más bien destacarse como modalidades de una práctica política diferenciada y cualitativamente novedosa: un movimiento sin líderes, marcado por la horizontalidad y la organización policéntrica, así como por su negativa a inscribirse en el sistema de partidos políticos, su distancia con los sindicatos mayoritarios, su heterogeneidad constitutiva, su crítica radical a los medios (por momentos indiscriminada y reductiva), su rebasamiento político de las instituciones, etc. Todo ello, lejos de ser obstáculo para su devenir, parece ser más bien su andamiaje singular.

Quizás sus limitaciones estén en puntos menos señalados: una cierta discontinuidad en sus acciones colectivas de protesta (aunque sin desconocer las acciones específicas realizadas contra los desahucios, los CIE, las redadas policiales, entre otras cosas); una dinámica asamblearia valiosa pero a menudo ralentizada por el desencuentro entre posturas; ciertas divisiones entre diferentes grupos participantes; la multiplicación excesiva de convocatorias (con el efecto de dispersión y desgaste que suele producir entre los convocados); la multiplicación de frentes de acción sin escalonamientos estratégicos; la dificultad para articular respuestas eficaces ante la escalada autoritaria del estado policial; la proliferación de propuestas sin una elaboración suficiente como proyecto político común; la carencia de una estrategia comunicacional (sin excluir una estrategia mediática) unificada que de notoriedad pública a los puntos nodales reivindicados por el 15-M…

Puede que el porvenir de este movimiento esté indisociablemente unido a la gestión que haga de esas supuestas limitaciones. Sin embargo, resulta ilegítimo reclamar que un movimiento de estas características resuelva en pocos meses lo que las fuerzas de izquierda no han resuelto en décadas. No son pocas las intervenciones valiosas que ha efectuado en un año de existencia; entre ellas, impedir múltiples desahucios, impulsar las huelgas de consumo, boicotear las redadas, denunciar los CIE, participar en acciones directas contra los bancos, exigir la dación en pago, presionar para la reducción del gasto político y la sanción de la ley de transparencia, visibilizar otras plataformas ciudadanas, exigir cambios en la ley electoral, apoyar otros movimientos, coordinar acciones de protesta a escala internacional, por mencionar algunas cuestiones. Más allá de esta enumeración incompleta, quizás lo más relevante sea su incidencia en la reconfiguración parcial del debate intelectual y político -incluyendo los términos en que se formula- y el cuestionamiento que ha propiciado con respecto al sistema económico-financiero, político e institucional hegemónico. Desde una perspectiva crítica, no parece exagerado sostener que a escala nacional, en la última década, no ha habido ningún otro acontecimiento político equivalente en magnitud. Dicho en términos positivos: la irrupción del movimiento 15-M no tiene precedentes inmediatos y aunque sus logros son pírricos por el momento, eso no resta en lo más mínimo su importancia como acontecimiento de primer orden.

Nada de ello implica desconocer una multiplicidad de luchas sociales preexistentes. La historia del 15-M es la historia de una confluencia entre diversas plataformas ciudadanas y movimientos sociales disidentes y de ahí su peculiar fuerza. Que esa confluencia no esté exenta de tensiones y conflictos forma parte de su misma constitución plural. Dicha pluralidad, lejos de ser un obstáculo, ha sido uno de los rasgos que más ha facilitado la coordinación y articulación a nivel nacional e internacional con otros movimientos afines (algo que no se había conseguido desde las movilizaciones altermundistas de Rostock en Alemania en 2007). Tampoco debería inducir a engaño la merma real de adhesiones sociales: cualquier discurso político que reduzca sus ambigüedades necesariamente implica una divisoria de aguas. Razonablemente, la radicalización de un cuestionamiento al orden existente producirá un paulatino distanciamiento del sentido común hegemónico. Por lo demás, ni siquiera cabe descartar que esas irrupciones súbitas y discontinuas del 15-M en los espacios públicos no sean sino su peculiar modo de supervivencia: evitando estabilizarse; invisibilizándose cuando su aparición misma amenaza con convertirse en costumbre, parte del paisaje arrasado de un «capitalismo del desastre».

Los señalamientos anteriores, pues, no niegan la vigencia de un movimiento que se nutre de una indignación inlocalizable. Su ímpetu resiste las profecías de su extinción. El respaldo que cuenta a nivel social supera con creces la de cualquier partido político e, inversamente, los partidos que más han crecido están ligados a la recuperación (selectiva) de algunos de sus planteamientos. Sabemos que eso también puede ser un arma de doble filo. Pero esas tensiones e irresoluciones sólo pueden afrontarse en la historia efectiva. Razones para indignarse sobran ante un sistema político-económico que en plena crisis transfiere recursos públicos a la banca privada mientras, en una ofensiva brutal contra las clases populares, da el tiro de gracia a servicios públicos como la sanidad y la educación, prosigue un proceso de privatizaciones que beneficia a los responsables de la crisis o desmonta cualquier protección social. Estas políticas públicas regresivas, sin embargo, son apenas la punta del iceberg: condensan un proyecto social que apunta a consolidar las desigualdades estructurales, incrementar la rentabilidad de los poderes económico-financieros globales, reestablecer la legitimidad cultural del capitalismo y reorganizar el campo político de modo autoritario, a efectos de domesticar ese excedente de sentido que podría amenazarlo. En esa dirección, resulta claro que las políticas de criminalización de la protesta social no persiguen garantizar el efectivo cumplimiento de un supuesto “estado de derecho” que brilla por su ausencia, sino disciplinar a las clases sociales subalternas, esto es, amarrarlas a un modo de producción que las condena no sólo al paro o el empleo precario, sino también a la pobreza, la marginalidad y la restricción de las oportunidades vitales. Ante la debilidad de la hegemonía neoconservadora, la alianza  entre capital y estado tiene que echar mano a la coerción directa ante aquellos que la desafían.

Bajo esos imperativos, en una escala nacional, el Ministerio del Interior afronta un callejón sin salida. Por un lado, tiene que hacer el ridículo aportando cifras claramente falseadas de las manifestaciones del 12-M a efectos de minimizar la magnitud de la protesta y crear las condiciones para su deslegitimación. Por otro, tiene que ceder parcialmente a esos imperativos que pretende imponer, para evitar una situación más explosiva aún. En esa línea entre el autoritarismo y la contención producto de su debilidad, el gobierno procura atenazar al movimiento estableciendo constantes restricciones jurídico-policiales a las libertades de reunión y manifestación.  Ni siquiera así ha logrado detener la marea humana que sigue inundando las calles. Precisamente porque el gobierno nacional sabe de esa indignación creciente continúa con su plan de criminalización, ordenando unos desalojos violentos, unas detenciones aleatorias y unas imputaciones falsas que no tienen más objetivo que el amedrentamiento basado en el castigo ejemplar (en simultáneo al blindaje de impunidad de las clases dominantes, responsables del saqueo sistémico). A la par que quedan eximidos de culpa los verdaderos agentes criminales -corrompidos y corruptores-, la amenaza cernida sobre los manifestantes se intensifica: hasta cuatro años de cárcel por ejercer el derecho constitucional a manifestarse, inclusive si ese derecho es transfigurado ante la “opinión pública” como “resistencia y atentado a la autoridad” o alguna farsa semejante. La fachada democrática de un sistema así, más pronto que tarde, se derrumba con estrépito, no bien uno se niega a someterse a los mandatos del mercado, esto es, no bien la ciudadanía considerada de segunda mano ejerce su disidencia democrática.

Estamos, en efecto, ante una democracia secuestrada por el capitalismo globalitario. Aún si hubiera que ir más allá del movimiento de indignados, si en el camino hubiera que convertirlo en algo diferente, aún en esas condiciones de aceptación condicional, constituye un punto de arranque ante un sistema injusto que está triturando nuestras vidas. En su marcha por momentos subterránea alza la promesa de otro mundo posible. Como promesa, no podría no estar rodeada de incertidumbres (esas mismas que un cierto dogmatismo pretende clausurar con certezas perimidas, incapaces de elaborar el duelo que supone toda derrota histórica). Al menos quienes sabemos de la impostergabilidad de esa promesa, deberíamos proteger estos gérmenes que anticipan otra forma de existencia social, cuidándonos de llenar lo incierto con nuestros temores.

Un año después de este movimiento social emergente es difícil anticipar cuáles serán sus derroteros, pero en ningún caso deberíamos olvidar desde dónde partió. La evidencia multitudinaria de las plazas está ahí, aunque su significación siga resultando opaca. No sabemos siquiera si habrá en su seno un «devenir-revolucionario» o una «asimilación sistémica» que disuelva su potencial subversivo. El empeño que las autoridades gubernamentales ponen para matar al 15-M debería ser de mínima tomado como un indicio de que algo significativo se juega ahí: un acontecer político tan promisorio como incontrolable. Y si logran asesinarlo, desde luego, quedará todavía el espectro de una revuelta que seguirá rondando las ruinas del presente. Esa memoria de las derrotas también ayuda a imaginar nuevas intervenciones históricas que hagan posible lo (vivido tantas veces como) imposible.

En el umbral en el que estamos no sobran los debates, pero mucho menos los combates cuerpo a cuerpo, por simbólicos que sean, capaces de abrir grietas en el presente. En esa frontera, necesitamos desplegar todas nuestras armas intelectuales y políticas para consolidar un frente de lucha amenazado por todas partes. Tanto las descalificaciones de una derecha reaccionaria que desprecia cualquier vestigio de democracia participativa como un falso radicalismo que denosta aquello que no encaja con sus modelos prefabricados de acción política, son síntomas de la incomodidad que produce un movimiento que no se ajusta al imaginario político heredado. Mientras ellos se apresuran a enterrar estas luchas emergentes en el pasado, una multitud -a veces sin saberlo- va escribiendo la historia del presente.


Arturo Borra

domingo, 13 de mayo de 2012

El 12-M en Valencia

Mientras el Ministerio del Interior vuelve a hacer el ridículo dando cifras absurdas sobre el número de asistentes -mintiendo de forma descarada para minimizar el 12-M- aquí compartimos unas fotos de la verdadera magnitud de la protesta social del 12-M en Valencia. Las columnas de manifestantes eran interminables y si queremos tener una mínima noción de este acontecimiento popular, tenemos que buscar información fuera de los dispositivos de la propaganda oficial.

Al menos 100.000 personas se manifestaron ayer en Valencia. Lo relevante, sin embargo, no son tanto las cifras como la convicción de que el 15-M es un movimiento que sigue su marcha, por momentos subterránea, con la promesa de otro mundo posible. 

 
















Al llegar la plaza, un vallado impedía el paso. Por extrañas razones, habían decidido trasladar a último momento la mascletá que suelen disparar desde el antiguo cauce a la plaza del ayuntamiento.







Poco tiempo duró el vallado. Muchos de nosotros comenzamos a gritar: "La plaza es del pueblo" y poco a poco, la gente se fue animando. Algunos comenzaron a tumbar las vallas, desafiando el cordón policial. De forma imprevista para la policía, una marea humana anegó la plaza, saltando la prohibición, arrancando las mascletás que ocupaban su centro.



Fue quizás el momento con más carga simbólica: la plaza como espacio público fue recuperada, a pesar de la estrategia del gobierno para impedirlo. 






Ellos seguirán mintiendo y criminalizando la protesta social. Mientras tanto, sin saberlo, una multitud va escribiendo la historia del presente.

miércoles, 9 de mayo de 2012

Por la internacionalización de la revuelta



No hay nada que esperar. La devastación planificada no se detendrá a sí misma. El arrase es la consecuencia necesaria de una voluntad ilimitada de lucro, en el que millones de vidas humanas se han tornado desechables. Al proyecto de un mundo como mercancía sólo lo frenará la propia humanidad -a menos que acepte resignada ser arrasada por este delirio genocida.

Como decía Gramsci: "la indiferencia es el peso muerto de la historia". En la lucha contra ese pulso indiferente está nuestra promesa de vida. La de todos aquellos que cada día procuran construir otro mundo posible.

domingo, 29 de abril de 2012

Diez preguntas sobre el anarquismo: una entrevista a Emilia Moreno de Arturo Borra



1) Al menos en la Europa de la última década algunos movimientos sociales –tal como ocurre con el movimiento 15-M- han reactivado de forma más visible un cierto espíritu libertario. ¿Qué factores inciden en este retorno del anarquismo? De forma inversa: ¿por qué ese espíritu libertario no cuenta con apoyos sociales más amplios?

El deseo de las personas por vivir en libertad, de forma solidaria y en sociedades donde la solidaridad, el comunitarismo y el apoyo mutuo rijan es tan antiguo como la de dominar e imponerse; es una dialéctica que siempre ha estado presente y, en este último siglo, no sólo el 15M, sino los movimientos okupa, los antiglobalización y otros han sido la cara de la primera. ¿Por qué no son más quienes se suman? Quizás sea una pregunta para quienes no comparten el ideal libertario como el que impulsa la mejor de las organizaciones humanas; lo que sí es cierto, es que son muchas y muchos quienes lo vienen buscando de una u otra manera, y el que sea difícil encontrarse no debe ser un obstáculo para seguir intentándolo.

2) Admitamos que no hay garantías para la promesa de otro mundo posible. En esas condiciones de incertidumbre, ¿cómo movilizar a diferentes sujetos colectivos en la construcción de un porvenir deseado?

Pienso que el error está en intentar movilizar; eso ya lo hace el poder.  Dirigir y decir a las personas qué es lo que deben hacer no tiene por qué ser  el objetivo. Es lógico el temor a los cambios profundos, es más fácil irse adaptando a las circunstancias e intentar mejorar desde dentro,  es fácil caer en el buenismo; y de este temor se vale el poder para someter. Por ello, admitiendo la dificultad de alcanzar ese “mundo nuevo que llevamos en nuestros corazones” lo mejor es echar a andar y demostrar andando sus posibilidades. Y hoy en día son muchos y muchas quienes han comenzado a caminar.

3) La frontera entre marxismo heterodoxo y anarquismo no siempre resulta nítida, aunque sus diferencias con respecto al estado son conocidas. En este punto, ¿qué puede aportar ese discurso marxista al movimiento libertario?

No me siento muy autorizada a contestar sobre el marxismo heterodoxo, entre otras cosas porque para mí son un enorme crisol de organizaciones y siglas muy diversas y heterogéneas.
En sus bases existe mucho de ideal utópico, y por ello, al igual que en el anarquismo, es imprescindible el encontrar puntos de encuentro para en la diversidad ser capaces de construir en positivo.

4) ¿De qué forma podría concebirse la transición desde los actuales estados-nación a una sociedad sin estado, dando por sentado que los grupos hegemónicos ya despliegan todos los medios disponibles –sin excluir la violencia- para retener su régimen de privilegios? ¿Cómo se regularían los conflictos tanto en la vida pública como privada en esa sociedad autogobernada?

Está claro que el poder no va a ceder sus privilegios. La actual organización, regida por entes netamente económicos y ultra nacionales, donde los conceptos de Estado y Nación sirven como instrumentos desde los que someter,  tiene un enorme aparato represor, en el que la propaganda y el control intelectual es una de sus mejores herramientas; consigue con ella convencer a buena parte de la sociedad del peligro que supone cualquier intento de cambio y que ésta le haga el trabajo sucio de su neutralización en la mayoría de las ocasiones.

Es necesario que seamos capaces de combatir esta propaganda, y aunque con dificultad, internet se está demostrando una buena herramienta tanto en la transmisión de la información, como en la difusión de las ideas y su debate. Sólo se precisa ir despertando el hambre de saber y conocer, y últimamente tanto recorte y tanta restricción está llevando a muchas personas a buscar. Hemos de ser capaces de tener las respuestas.

Y en cuanto a la última cuestión: sólo la experiencia nos podrá responder a estas preguntas, será maravilloso poder contestar algún día, pero como decía Lucía Sánchez Saornil, serán otras quienes alcancen el sueño, nosotras bastante hacemos con caminar hacia él.

5) Uno de los reproches más repetidos con respecto a la izquierda es su dificultad de construir frentes de lucha en común. ¿Qué responsabilidades históricas tiene el anarquismo en la fragmentación de esos movimientos que buscan activamente una transformación social radical?

Bueno, cada uno tiene su versión en cuanto a responsabilidades a lo largo de la historia, pero tanto en la primera internacional, como en la guerra civil española no hay muchas dudas de quién fue la damnificada, y cómo a su costa y por perseguir meramente el poder se perdió la oportunidad de hacer realidad una utopía que podría haber cambiado la historia del mundo.

Y en cuanto a la actualidad, una buena amiga dice que todo partido u organización de izquierda, por pequeña que sea, es susceptible de dividirse por dos. Siempre me ha hecho sonreír la ocurrencia, pero no deja de ser una de las grandes lacras con la que nos hemos de enfrentar. Quienes nos decimos herederos y herederas de organizaciones nacidas a finales del siglo XIX y principios del XX, nos hemos aferrado en muchas ocasiones a la literalidad de sus planteamientos, creados para una sociedad muy diferente a la actual, con medios y condiciones de vida inimaginables entonces, y nos hemos olvidado de aplicar su espíritu. La rigidez ha propiciado desencuentros en ocasiones absurdos, provocando un fundamentalismo diametralmente opuesto al objetivo y el pensamiento de las organizaciones originarias.

6) ¿Por qué deberíamos renunciar a abrir un frente de lucha también (aunque no solamente) en las instituciones del estado, considerando que sus políticas nos afectan de forma directa? ¿Qué posibilidades reales hay de articular «representación parlamentaria» y «democracia directa»?

Representación parlamentaria y democracia directa son términos absolutamente opuestos e irreconciliables; participar en las instituciones es reconocerlas, reconocer su poder para decidir sobre nuestras vidas. Pretender incidir en ellas es legitimarlas y como dice  Ricardo Flores Magón “las revoluciones fracasan porque, una vez triunfan, los hombres delegan el poder en el gobierno revolucionario”. Nunca nadie debe delegar en un gobierno.

7) Una lectura habitual de la célebre expresión “pasar del gobierno de los hombres a la administración de las cosas” es que ese pasaje equivale a una clausura de lo político, esto es, a una sociedad reconciliada, libre de antagonismos. En caso que resulte válida esa lectura, ¿hasta qué punto no se reintroduce un principio teológico en la historia humana, esto es, una dimensión mesiánica en la que el Otro es plenamente integrado a la comunidad?

Nunca he compartido esta expresión, al margen del valor que pueda tener por el momento y la voluntad del Saint-Simon, creo que el gobierno nunca puede pasar de las personas a las cosas, dado que quien tiene capacidad de incidir sobre el mundo son las personas y para su bien y provecho es que se han de tomar las decisiones. Las propuestas de Saint-Simon, reconociéndole el mérito de lo novedoso en su momento, han quedado totalmente sobrepasadas. Es obvio que la organización industrial por sí sola no redistribuye la riqueza, y por tanto es necesario algo más, o diferente, al gobierno de las cosas.

8) En algunas variantes ácratas, de modo similar a lo que ocurre en el liberalismo, la noción de «poder», circunscripta al estado, es concebida en términos negativos y represivos. Ahora bien, ¿qué implica desistir de toda forma de poder? ¿Qué puede hacer el antipoder ante poderes imperiales globales, despreocupados de la injusticia cotidiana y de la violencia que ejercen sobre millones de seres humanos?

El anarquismo no defiende el anti-poder o la falta de poder, sino su ejercicio responsable y colectivo, defiende la autoridad de quien la tiene desde el conocimiento y el respeto, defiende el poder de las personas y su coherencia, y su única forma de luchar contra el poder constituido es la justicia, la coherencia y la suma de la mayoría a la que defiende;  una utopía quizás, pero también el motor que mueve a muchas personas.

9) La abolición de todo principio de jerarquía a menudo choca contra el reclamo de autoridad por parte de una subjetividad que con Guattari podemos denominar  «capitalística». ¿Cuáles serían los espacios estratégicos fundamentales para cambiar esa subjetividad dominante y qué papel deberían jugar los intelectuales en este proceso de cambio?

Solo hay un espacio de cambio posible: la base; para que haya un cambio sólido y real, que no acabe en una nueva decepción y en una operación de maquillaje es imprescindible comenzar desde abajo, desde cada una de las personas, su familia, su entorno…No podemos construir otra sociedad si cuando volvemos a casa repetimos los roles mercantilistas y patriarcales que denunciamos; sólo comenzando por uno mismo podemos aspirar a otra sociedad y en esta tesitura cada cual ha de ser coherente en su ámbito, incluido el intelectual

10) La actual arremetida del capitalismo mundializado, facilitada por la institucionalización del estado de excepción, parece estar conduciéndonos a un punto de no retorno en el que el desastre ecológico y social es una posibilidad cierta, nada remota. ¿Cómo reinventar las luchas libertarias en el siglo XXI, considerando esta dinámica económico-política que nos enfrenta a una situación inédita en nuestra historia?

Se está reinventando cada día en las asambleas de barrios, en las plazas tomadas, en las cooperativas autogestionadas, en los huertos ecológicos…Es mucha la tarea que hay que hacer para conseguir detener el desastre ecológico. La primera de todas: asumir que este estilo de vida absurdo al que nos han acostumbrado es imposible de mantener y que la austeridad no tiene por qué aportarnos menos felicidad, sino al contrario hacernos sentir mucho mejor con nosotros y nosotras mismas.