Mostrando entradas con la etiqueta Mentiras persistentes. Mostrar todas las entradas
Mostrando entradas con la etiqueta Mentiras persistentes. Mostrar todas las entradas

miércoles, 17 de abril de 2013

La edad del cinismo (I): el neoconservadurismo como retórica de la necesidad


 
 
“El trabajo del pensamiento no es el de denunciar el mal que habitaría secretamente en todo lo que existe sino el de presentir el peligro que amenaza en todo lo que es habitual, y el de volver problemático todo lo que es sólido”.
                                                                                                                                                                                M. Foucault

 
“El cínico es el que hace las paces con el mal del mundo”.
                                                                                                                                                                                     I. Singer
 
Los argumentos económicos que articula el discurso neoconservador son fácilmente identificables: entre otros, la necesidad de flexibilización de los mercados de trabajo a efectos de garantizar la competitividad empresarial, la importancia de reducir el déficits público en vistas a la sostenibilidad del estado, la prioridad de la iniciativa privada por razones de eficiencia y eficacia, el rescate del sistema financiero para garantizar la expansión del crédito a las empresas y por añadidura a las familias, la necesidad de establecer un control máximo sobre la política monetaria que evite cualquier escalada inflacionaria, la desgravación fiscal y mejora de las condiciones a las rentas de capital que incentiven las inversiones y eviten su deslocalización, las reformas laborales para mejorar la productividad y la restricción de sus áreas de intervención a los “servicios básicos” para no interferir en la dinámica de los mercados (aunque la categoría de “servicio básico” sea significativamente inestable, a excepción de la universal reivindicación del ejército y la policía como funciones estatales indelegables). En pocas palabras: la necesidad de “desregular” los mercados en tiempos de prosperidad y de “rescatarlos” con recursos públicos en tiempos de crisis. La fórmula subyacente es simple: garantizar la rentabilidad privada más allá de las fluctuaciones económicas, siendo el estado quien asume las pérdidas del gran capital financiero y empresarial.

A nivel político, la retórica neoconservadora se liga a la defensa de un cierto modelo de estado como garante de la economía de mercado y del mantenimiento del orden público. La remisión de la democracia a un mero procedimiento ligado al sistema parlamentario (marcado por la alternancia en el gobierno de los partidos de masas y por el control de las minorías parlamentarias) es complementado con la exigencia universal de respetar las reglas de juego establecidas (o, lo que viene a ser lo mismo, la «seguridad jurídica», especialmente de cara a “inversores”). A esta caracterización sumaria cabría añadirle otros «argumentos de necesidad» invocados por el neoconservadurismo (como sustento ideológico de las mal llamadas «democracias liberales»): necesidad de regular los flujos migratorios según las demandas de los mercados de trabajo y bajo la supervisión policial y militar (de modo de filtrar la inmigración irregular y garantizar la “integración” pensada en términos de asimilación a “normas” y “costumbres” nacionales), necesidad de limitar el derecho de asilo y de racionalizar la cooperación humanitaria, necesidad de homogeneización educativa orientada al desarrollo de la empleabilidad o de cualificaciones profesionales en mercados laborales comunes, reivindicación de una política cultural tradicionalista (ligada a la promoción de fiestas y eventos locales que protejan la “identidad nacional”, al desarrollo de políticas de preservación del patrimonio histórico-cultural, al control de las industrias culturales públicas y la interrupción de cualquier forma de mecenazgo artístico) y despliegue de una política securitaria internacional como mecanismo de protección ante la globalización del terrorismo y de las mafias así como la defensa de alianzas bélicas ante presuntos “enemigos de la libertad” y de los “derechos humanos”. La enumeración podría ser más exhaustiva e incluir variantes más elaboradas de este discurso que, aunque se base en el neoliberalismo, transgrede de forma manifiesta el credo de la “autorregulación del mercado”.
 
En conjunto, estos argumentos de necesidad niegan la “libertad” que este discurso proclama como valor supremo. La paradoja del neoconservadurismo es que en nombre de la libertad termina negándola bajo la retórica de la necesidad. La amenaza del caos es usada sistemáticamente para legitimar lo que es considerado un imperativo de acción. Lo fundamental, en este contexto, es que esa formación discursiva no se propone tanto articular una justificación teórica consistente como elaborar una práctica política presentada como ineludible. La defensa coral del sentido común y el llamado a la responsabilidad constituyen variantes de un enunciado fundamental: las alternativas políticas y económicas, en rigor, además de ser contrarias al “interés general” y en última instancia producto de posiciones “radicales”, no pueden más que conducir al “desorden” o a la “anarquía”. En suma, la glorificación de lo presente se transforma en rechazo de otras alternativas. En el límite, para este discurso no hay alternativa alguna a la opción política presente. No es de extrañar que muchos grupos sientan ante esta presunta “fatalidad” un profundo desencanto, lo que no hace sino constatar que la política de la resignación tiene consecuencias materiales.  

Por lo demás, aunque esos argumentos tengan cierta eficacia en las políticas de gobierno dominantes, bajo la forma de programas concretos, a menudo entran en colisión con la propia práctica de gestión, en la que se adoptan decisiones que nada tienen que ver con la “austeridad” o incluso el “interés económico”. Por poner algunos contraejemplos: la negativa a reducir el gasto político, la amnistía fiscal a los grandes capitales, la transferencia de recursos públicos a la banca, la subvención a instituciones como la iglesia católica o la monarquía y la política fiscal regresiva no tienen ningún vínculo estable con esos argumentos. Más bien, ponen de manifiesto un pragmatismo ideológico en la que todo vale para salvar al capital concentrado o a sectores institucionales esclerotizados.

Dicho de forma más específica: saben perfectamente que el deterioro de las condiciones laborales no implica creación de empleo, que reducir el déficits fiscal en tiempos de contracción económica agrava la situación de exclusión social y contrae más el consumo, que la iniciativa privada en ciertos ámbitos no sólo no es más efectivo sino que puede convertirse en un auténtico desastre (como ocurre con la sanidad, los recursos estratégicos, las pensiones o la educación), que salvar a la banca no conduce a un aumento crediticio, que una política monetaria rígida es un obstáculo para reestructurar los tipos de cambio, que un sistema tributario más progresivo -complementario a la supresión de paraísos fiscales y a la aplicación de una tasa a las transacciones financieras- permitiría gestionar con más recursos la crisis sin arremeter contra los damnificados, que la productividad no depende de la precariedad laboral sino de condiciones satisfactorias de trabajo, que las regulaciones estatales sobre la economía son imprescindibles en múltiples planos o que los “servicios básicos” como la policía o las fuerzas armadas son aparatos represivos que podrían reducirse notablemente de cambiar las condiciones sociales mayoritarias. Saben perfectamente lo que hacen –y por eso lo hacen.

Desde luego, si bien “argumentos de necesidad” de esa clase son manifiestamente falsos, seguirán siendo repetidos por el discurso hegemónico como una verdad de perogrullo, dogmas que no sería dado siquiera interrogar. Llegados a este punto, es claro que la función retórica de este argumentario es la legitimación ideológica de decisiones contingentes tomadas desde centros de poder sustraídos a cualquier control público. Saben de sobra del daño que están produciendo; sencillamente no les importa y ni siquiera contamos con medios de control democráticos para limitar estas decisiones basadas en cálculos de rentabilidad privada y no en criterios explícitos de bien público. Por centrarnos -a modo de ejemplo- en algunas instituciones supranacionales: ¿quién controla a organismos como la OMC, el BM, la OMS, el FMI, la CE, el BCE, entre otros? ¿Qué representan estas siglas sino la opacidad absoluta? ¿Qué sanciones están estipuladas ante los gravísimos “errores” de previsión de estas entidades y las pésimas recetas que han prescrito para gestionar la presente situación u otras similares en el pasado? ¿Quién supervisa, y bajo qué  criterios, el vínculo de la troika con los lobbies que marcan su agenda de reformas socialmente regresivas? Dicho de otro modo: ¿quién controla a estos mandatarios del gran capital?

El discurso neoconservador, pues, forma parte de la retórica cínica que esgrimen los ideólogos del orden instituido. Que encontremos expertos dispuestos a elaborar esa ideología de forma teórica habla, en todo caso, de una lucrativa alianza entre elites políticas y especialistas del ajuste, agentes financieros y académicos enriquecidos, pero no informa sobre las inconsistencias y perjuicios prácticos de ese argumentario (1), como el crecimiento de la pobreza, la destrucción de empleo, las restricciones impuestas en el acceso al sistema de prestaciones sociales públicas, el sobreendeudamiento de la población, el encarecimiento de bienes primarios o la pérdida de vivienda, por no ahondar en otros efectos menos visibles pero no menos devastadores como el éxodo juvenil, el suicidio o el aumento de distintas formas de violencia social.

El neoconservadurismo como cinismo, sin embargo, no se deja invertir: el cinismo contemporáneo –que apenas mantiene un remoto parecido de familia con el discurso filosófico griego homónimo- hunde sus raíces en la modernidad económica, en particular, en la disociación ética entre saber y poder. Comprender sus modalidades es condición para radicalizar una crítica al presente. Es de suponer que la eficacia simbólica de esa crítica se haga visible no sólo en la pérdida progresiva de legitimidad de la ideología neoconservadora sino también de una constelación cultural mucho más vasta, que sustenta la realidad histórica del capitalismo. Puede que entonces, aunque no logremos evitar que los grupos dominantes hagan las paces con el mal del mundo, al menos nosotros no las hagamos con ellos.

Arturo Borra
 

 (1) Aunque las críticas a este discurso no han cesado de multiplicarse, una refutación especialmente demoledora a la “racionalidad del capitalismo” ha sido desarrollada por Cornelius Castoriadis, en Figuras de lo pensable. Las encrucijadas del laberinto IV, trad. FCE, 2002, México, pp. 65-92.

 

viernes, 15 de marzo de 2013

Instantáneas del cinismo: obscenidad y resignación



  

-I-

            La repetición de lo obsceno tiende a instalarlo como cosa natural: lo que en un momento indigna en otro puede provocar resignación. A condición –claro- que se desmonte nuestra capacidad crítica. No es tarea fácil, pero se empeñan en hacerlo.
Difícil no recordar las imágenes de un político (implicado en una de las tramas corruptas más importantes que asedian el sistema político español) doctorándose hace un tiempo en una universidad pública con lauden, secundado por un séquito académico reverencial y obsecuente, mientras la policía cargaba contra algunos estudiantes que le espetaban. La afrenta moral de entonces es la misma que nos sigue hiriendo hoy; me refiero a aquella que producen algunos personajes siniestros ironizando sobre quienes no aceptan callar ante lo inaceptable. Que se manchen la boca con el “estado de derecho” (contribuyendo a erosionar más la ya devaluada credibilidad del sistema judicial español) no cambia nada.
Esa instantánea revela un rasgo cínico por excelencia: la obscenidad. No es simple hipocresía, en la que el acto inmoral se oculta por ser considerado públicamente reprobable. Es ir más allá de la máscara hipócrita: el gesto obsceno desafía un orden moral previo en el que tanto el robo o las prebendas como la mentira o el abuso de poder son socialmente reprobados. La primacía de lo obsceno se convierte en prepotencia de una práctica delictiva que se ampara en la impunidad; una práctica que, por si fuera poco, atraviesa instituciones políticas y económicas como el parlamento, los partidos políticos, la monarquía, las grandes empresas o la banca. Elgesto es una muestra desquiciada de fuerza: “soy un corrupto ¿y qué?” podría ser el subtexto de aquella instantánea en la que un político, en el momento de su mayor alarde, estaba anunciando al mismo tiempo su entierro como parte del pasado.
El problema, como siempre, es que aunque pueda barrerse con alguno de estos sujetos, la obscenidad persiste, se multiplica, encarna en otros dispuestos a llevarla más al extremo. Es cierto que, en determinadas coyunturas históricas, debe dosificarse con una retórica eufemística que construye el saqueo privado como beneficio público. Pero nada que se asemeje a una autolimitación ética: es una cuestión de estados de ánimo y relaciones de fuerza. Se sabe: son tiempos de indignación colectiva y apelar a la pantomima de la moderación –antes que a la provocación descarada- es un asunto de supervivencia. Lo que cuenta, sin embargo, es que siguen haciéndolo.

-II-

Aunque nada los salve del escarnio público, el prontuario de sujetos de esta calaña puede “limpiarse” (es decir: olvidarse) por un sistema judicial políticamente conservador y con remanentes franquistas (piénsese en los homenajes funerarios a antiguos miembros del gobierno militar, las prácticas medievales de algunos miembros destacados del TSJ o los hábitos suntuarios de esta nobleza extemporánea).
Lo cierto es que las instantáneas del cinismo proliferan. Son innumerables: la aprobación por decreto de la peor reforma laboral en la historia contemporánea de España (afirmando de forma inverosímil que dicha reforma es imprescindible para crear empleo, cuando no ha hecho más que destruirlo); las dificultades estructurales para erosionar la impunidad monárquica; el retroceso legal iniciado contra los derechos de la mujer y de la ciudadanía en general; la arremetida presupuestaria e ideológica contra la educación, la sanidad y la investigación públicas (en simultáneo a la reivindicación de las fiestas taurinas como patrimonio cultural); la política de reducción de déficit empeñada en desmontar lo que queda de un estado de bienestar ya endeble, sin siquiera revisar la financiación millonaria de instituciones como la iglesia católica, las fuerzas armadas y policiales o la corona; la disminución de la presión fiscal sobre los niveles de renta más elevados y el aumento sobre las franjas sociales mayoritarias (reafirmando un sistema tributario regresivo); la escandalosa “tolerancia” del fraude fiscal, la economía sumergida y los paraísos fiscales, junto a medidas destinadas a salvar el sistema financiero a expensas del erario público; el recorte de ayudas a dependientes; la supresión ministerial de cualquier referencia a la inmigración; la reducción de una ya escuálida partida a “cooperación y desarrollo”; la criminalización y represión policial de las protestas sociales; el asalto a los medios de comunicación públicos por parte del partido gobernante; la vergonzante política de desahucios; la creación de nuevas tasas judiciales; las restricciones crecientes en el acceso a las prestaciones sociales… La enumeración no es exhaustiva; se trata apenas de algunas instantáneas que van delineando un cuadro deplorable que describe una España en recesión, asediada por la pobreza, la desigualdad, la corrupción impune, el paro y la precariedad laboral.

-III-

Que las políticas del actual gobierno neoconservador no sean sorprendentes no les resta su gravedad. En ese sentido, el tradicionalismo cultural, el autoritarismo político y el neoconservadurismo económicoconstituyen tres claves interrelacionadas para pensar las condiciones del presente en España, en la que el gobierno ha consolidado su alianza con la gran burguesía empresarial y financiera, con una cúpula eclesiástica retrógrada que encarna lo peor del catolicismo y una monarquía decadente. Sería un error, sin embargo, subestimar la capacidad del gobierno para legitimar un paquete de cambios de carácter reaccionario. Si por un lado es de prever que las luchas sociales no cesarán de multiplicarse, por otro lado, necesitamos reflexionar sobre los modos en que la actual fuerza dominante se propone construir hegemonía, esto es, producir consensos sociales en torno a las medidas centrales que ha puesto en curso. Es a partir de esa comprensión como podemos elaborar herramientas críticas no sólo para desmontar un discurso político marcado por el cinismo, sino para articular intervenciones que subviertan el actual estado de cosas.
En esa dirección, los varios inventarios de eufemismos al uso que circulan en la red señalan la dirección por la que pretende legitimarse el actual bloque gobernante: “regularización fiscal” en vez de “amnistía fiscal”; “ampliación de retenciones en el impuesto al valor” en vez de “aumento del IVA”; “reestructuración del sector público”  en vez de “destrucción del estado de bienestar”, “tercerización” en vez de “privatizaciones”, “ayuda financiera” a la banca en vez de “intervención bancaria”, “reformas estructurales” en vez de “recortes”, “desaceleración en la destrucción de empleo” en vez de “aumento de parados”; “ejecución hipotecaria” en vez de “desahucios”, “flexibilidad” en vez de “precarización” laboral; “nuevas facilidades para la contratación” en vez de “abaratamiento del despido”, “competitividad” en vez de “reducción salarial”, “ticket moderador” en vez de “repago”, son algunos de esos términos acuñados por una derecha obstinada en aplicar un recetario que ya ha fracasado estrepitosamente en América Latina, empeorando radicalmente las condiciones de vida mayoritarias. El inventario no deja de ampliarse: en general, apunta a presentar como “economía de libre mercado” una «economía oligopólica» que agrava las desigualdades socioeconómicas y la concentración obscena de la riqueza.

-IV-

El «discurso» no es un mero medio de reproducción de poder. Como ha estudiado Foucault, el «poder» se produce también ahí: en los modos de inteligibilidad y legitimidad que genera. El análisis de los discursos políticos abre camino a una política crítica del discurso. Desmontar la retórica eufemística sobre la que se sostiene la estrategia del neoconservadurismo, en este sentido, es insuficiente e imprescindible a la vez. Sibien identificar esa terminología aséptica no alcanza para transformar nuestra formación social, es sobre la base de esa crítica donde mejor podemos vislumbrar cómo lo obsceno se legitima evitando cualquier referencia a sus (funestos) efectos sociales.
¿Hace falta señalar que a nivel internacional la estrategia retórica del bloque dominante es similar? Si las intervenciones neocoloniales a nivel mundial son llamadas “misiones de paz”, tampoco sorprende que invoquen la “democracia” para la implantación de gobiernos corruptos que incumplen con los derechos humanos más básicos (como ocurre en Afganistán, Pakistán o Irak), celebren como “amigos de la libertad” a países teocráticos como Arabia Saudí o planteen como “legítima defensa” los ataques indiscriminados del estado israelí a la población palestina.
En cualquier caso, no basta denunciar lo obsceno si seguimos acuñando unas categorías del discurso que reintroducen subrepticiamente lo que querían expulsar. En una época marcada por el descreimiento radical acerca de las posibilidades de cambiar el mundo, necesitamos poner en crisis una cultura política hegemónica que juzga como cosa ilusoria –cuando no peligrosa y totalitaria- cualquier voluntad de cambio. Si en un plano político no se cansarán de recordar las experiencias totalitarias del siglo XX, a nivel económico enfatizarán la economía de libre mercado como el menos malo de todos los sistemas económicos conocidos y en una dimensión antropológica no cesarán de repetir la tesis de la naturaleza egoísta del ser humano. La insistencia en la “lógica del mal menor” (mientras intentan bloquear cualquier disidencia que permita imaginar otros mundos posibles) es signo de un dogmatismo inaceptable. La complicidad con lo ya-conocido no deja de suscitar incómodos interrogantes: ¿en qué sentido constituye un “mal menor” un sistema que arrasa diariamente millones de vidas, mientras proclama la utopía del mercado como única posibilidad realizable? ¿En qué consiste esta “lógica” que en nombre de la libertad (de mercado) produce holocaustos a diferentes escalas (1)? ¿Puede hablarse con un mínimo de seriedad de “economía de libre mercado” cuando lo que constatamos a diario es la concentración de las decisiones en unas elites económico-financieras globalizadas? ¿No sería infinitamente más preciso referirnos a la «dictadura de los mercados» y a las «servidumbres del estado»? Y ¿hasta qué punto puede seguir sosteniéndose el presupuesto de una «naturaleza humana» invariante, cuando histórica y culturalmente las prácticas sociales no sólo son diversas sino también divergentes?
A pesar de las evidencias lapidarias de un capitalismo de la catástrofe, la resignación sigue haciendo su trabajo. Puesto que la alteridad está jaqueada por los poderes dominantes, la coartada ideológica se hace nítida: no queda más alternativa que entregarse al goce en el lugar que se pueda dentro de este mundo social.
El deber del goce (2) significa hacerse un lugar en el no-lugar del presente, incluso si ello supone saltarse las normas más básicas de convivencia interhumana. ¿No deberíamos poner en crisis, precisamente, este discurso del goce que tiene como contrapartida lo obsceno, esto es, la exhibición de la potencia, incluso si ello supone avasallar a los otros? No es preciso tener convicciones profundas en el sistema para sostenerlo: el hedonismo, encerrado en su infinita incitación al goce, es la forma por excelencia de nuestra época de inmunizarse ante la obscenidad y postergar indefinidamente nuestras demandas de justicia.
En un mundo desdichado la instauración de un goce sacrificial no es una fatalidad sino un subterfugio individualista para aceptar lo inaceptable. En vez de eternizar lo histórico, como saben los materialistas, nuestra opción es historizar lo eternizado. Puede que entonces esa historización radical nos permita imaginar otras instantáneas de lo social, en las que lo obsceno no sea ya la política de la impunidad en la que malvivimos.  


Arturo Borra


(1) Ante la falsa armonía entre democracia y mercado que ese discurso plantea, deberíamos recordar las dictaduras militares latinoamericanas de los 70 como experimentos políticos precursores en la implantación de “economías de mercado”, así como las experiencias posteriores de empobrecimiento generalizado que advinieron tras las presuntas panaceas neoliberales de los 90. El fetiche de la globalización no hace más que derramar miseria. Conviene entonces invertir la premisa: un mercado global des-regulado, en la medida en que conduce a la concentración y centralización de la propiedad y de los ingresos, instala la distopía antidemocrática del capitalismo.

(2) “La gran paradoja es que el deber de nuestros días no impone la obediencia y el sacrificio, sino más bien el goce y la buena vida. Y quizá se trate de un mandato mucho más cruel. Probablemente el discurso psicoanalítico es el único que hoy propone la máxima: “gozar no es obligatorio, te está permitido no gozar”. La paradoja de la sociedad permisiva es que nos regula como nunca antes” (Zîzêck, Slajov (2003): “Contra el goce”, entrevista realizada a S. Z. en diario “Clarín”, 29-11-2003, Versión digital en  http://old.clarin.com/suplementos/cultura/2003/11/29/u-666509.htm.

jueves, 7 de marzo de 2013

«Al sur de la frontera» -un documental de Oliver Stone sobre Hugo Chávez


Cuánta hipocresía mediática en las diatribas a Hugo Chávez... ¿Por qué asusta tanto el “populismo” chavista y no el “elitismo” de los gobiernos europeos? ¿Por qué se ensañan con su “retórica caudillista” y nada dicen sobre la “retórica militarista” de los gobiernos que componen la OTAN? ¿A qué libertad de prensa se refieren los que callan sobre los crímenes contra la humanidad que cada día perpetran los gobiernos occidentales (aunque no solamente), incluyendo atentados de falsa bandera, asesinatos selectivos y otras aberraciones éticas? ¿Por qué condenan en Venezuela lo que celebran en EEUU? ¿Por qué se ensañan con la “demagogia” de Chávez y apenas reparan en los fantoches que nos gobiernan con gesto solemne? Y para terminar, ¿por qué insisten tanto en el “autoritarismo” del expresidente venezolano y nada dicen sobre el que sufrimos cada día en los países democráticos cada vez que ejercemos el derecho a la disidencia?




sábado, 22 de septiembre de 2012

La economía política del sacrificio (IV): «El triunfo de la voluntad»


 

-I-

En 1935, la directora Leni Riefenstahl estrenaba El triunfo de la voluntad, la película más destacada de propaganda nazi que se haya realizado jamás. Encomendada por Hitler, este largometraje -a medio camino entre el documental y la ficción- basado en el congreso del partido nacionalsocialista de 1934, pasa revista por las múltiples dimensiones del nazismo, no sólo como “poderío militar”, sino ante todo, como “poder popular”: cientos de miles de seguidores coreando el nombre del Führer, en tanto líder absoluto del “renacer alemán”.

Poco comprenderíamos si redujéramos el fascismo a su faceta belicista o a una suerte de racismo exacerbado. El despliegue estético y simbólico que efectúa El triunfo de la voluntad, en la víspera de la segunda guerra mundial, rebasa claramente esas facetas: irradia un optimismo radical con respecto al nacionalsocialismo alemán como fuerza redentora, garante de la restitución mesiánica de la nación y de su misión esencial en el mundo. En tanto renacimiento alemán se trata ante todo del poder de la voluntad como fuerza ilimitada, emanación de un presunto Sujeto pleno que quiere imponer su impronta en el mundo por el “mandato cardinal” de dios y reparar, así, el sufrimiento del pueblo causado por la primera guerra.

La primera escena ya nos sitúa en esta proximidad del Líder con lo divino: a través de diversos planos de las nubes, la directora muestra el viaje de Hitler a Nuremberg (donde tendrá lugar el mencionado congreso). El líder está literalmente en el cielo. Cerca de dios, como un águila guerrera capaz de proyectar su sombra majestuosa sobre la tierra. Desde el descenso del Führer, una multitud ferviente lo aclama de forma incesante, mientras las familias desde los balcones honran al recién llegado con banderas nazis extendidas. Los primeros planos abundan: niños sonrientes, mujeres fascinadas por el talante del líder, jóvenes que reencuentran la figura del Padre… Desde los primeros compases, los fragmentos discursivos seleccionados por Riefenstahl ahondan en esta dirección: el Führer no es sino la divina encarnación del Pueblo Alemán: “Cuando usted juzga, el pueblo juzga; cuando usted actúa, el pueblo actúa” sentencia uno de los jerarcas nazis en uno de los tantos panegíricos del film.

Cuatro años antes del estallido de la segunda guerra mundial, el sueño de una Identidad Absoluta es presentado como Gran Cuerpo Orgánico, dispuesto al sacrificio heroico, en el que ya no queda individualidad posible. Ejércitos de obreros con palas al hombro, como si fueran armas, desfilan por las calles, preparados para llevar a Alemania a la nueva era imperial. La “comunidad del Pueblo” –basada en la exclusión de elementos juzgados como “degenerados” y “débiles”, incluyendo viejos, enfermos, gitanos, judíos o comunistas- es establecida a partir del trabajo manual tanto agrícola como fabril. El industrialismo es significado como punto basal del proyecto nazi: una multitud homogénea, como la referencia a una mítica juventud que “no sabe de clases ni de castas” es elevada a categoría metafísica, capaz de acometer, con infinita lealtad y de forma desinteresada, el “más alto autosacrificio en pro de esta Nación”, empezando por el Führer.

Los enfoques contrapicados no hacen sino reforzar la jerarquía del que se presenta como enviado para liderar la tarea de construir un “pueblo” alemán: “Queremos ser un pueblo y a través de ustedes, llegar a ser este pueblo” declara Hitler. El sujeto popular, en este discurso, se construye a partir de la obediencia incondicional de los individuos, “amantes de la paz y valientes”, capaces de sostener el imperio a partir de una fortaleza resistente a la adversidad. Elllamado al endurecimiento se consuma en la disposición al sacrificio. Es precisamente ese «sujeto» el elegido para realizar en la historia la misión superior de Alemania. El optimismo, llevado a este extremo maquínico, no es sino la confianza ciega en la propia capacidad de dominio del sujeto, su poder para dejar su sello en el mundo, mucho más allá de sus manifestaciones militares.

Quizás por eso el poderío militar del nazismo sólo irrumpe tardíamente en la película, como una demostración de fuerza que adquiere sentido a través del respaldo del Pueblo (definido por la hermandad de sangre) fluyendo en un mar de banderas con la cruz-insignia nazi. Decenas de legiones militares y paramilitares de las SS y las SA mantienen filas frente al discurso del Führer, rodeado de simbolismos que convierten el acto en una liturgia planificada. Las formaciones armadas son presentadas como una unidad sin grieta, irrompible e incorruptible, que corona la lucha de Alemania, ligada al “porvenir del partido” en su estricta aristocracia. No se trata, pues, de un “pueblo” en el que las jerarquías hayan desaparecido; sólo los mejores tienen lugar como “camaradas” del partido nacionalsocialista, “eterno e indestructible pilar” del futuro que “pertenece enteramente” al Imperio. 

En síntesis, en la película de Riefenstahl la exaltación del nacionalismo corre pareja a la cancelación de cualquier vestigio de (auto)crítica con respecto al modo de concebir la nación en términos suprematistas. Aunque es indudable que el despliegue retórico del entonces canciller alemán es una evidente declaración de hostilidad ante los que son declarados como “no integrables” al gran Cuerpo Orgánico (similar, en eso, a líderes políticos mucho más recientes), quizás lo más perturbador en este discurso cinematográfico sea el despliegue espectacular de un dispositivo de identificación de gran escala, capaz de movilizar a millones de conciudadanos y de construir una voluntad colectiva orientada a la expansión ilimitada de la nación (lo que conocemos típicamente como «imperialismo»). En otras palabras, lo que quizás más inquieta en el film es la envergadura de un ritual colectivo en el que cada parte (reducida a partícula) manifiesta su sumisión incondicional a un presunto Todo cerrado, omnipotente y homogéneo.

Los primeros planos que hace Riefenstahl retratan una euforia esencial: la de estar presenciando lo increíble. Y, en efecto, la incredulidad misma cede ante la evidencia de que lo imposible se ha convertido en posible: la fragua de un “ejército invencible” de soldados-obreros, llamados a cumplir su misión dominadora en el mundo. Lo irresistible del espectáculo entra en escena; se convierte en un «optimismo ilimitado». La supuesta restitución de la plenitud del Sujeto (borrada en el plano simbólico su falta constitutiva) se manifiesta así en la certeza de la potencia, en la autoconfianza como base imperturbable del triunfo.

Resulta llamativo que apenas se haya reparado en este optimismo ilimitado al momento de interpretar el fascismo. Y, sin embargo, está implicado necesariamente: si el vínculo con el Otro es de desprecio absoluto ello es así, ante todo, porque este sujeto de dominio se auto-encumbra como esencialmente superior, en tanto encarnación plena del triunfo de la voluntad, potencia invulnerable ante los “obstáculos” humanos y técnicos que la ponen a prueba. Desprecio por el Otro y auto-exaltación -que rechaza lo que pudiera haber de otro en el sí mismo- son solidarios: como «proyección» de lo repudiado, la alteridad aparece en tanto imagen invertida. Cuanto más omnipotente me concibo, más despreciable me parece el Otro (1). La fantasía de omnipotencia del sujeto, representado como voluntad ilimitada, se cobra su saldo en el repudio generalizado de los otros reducidos a la impotencia.

No hay razones para suponer que esa solidaridad entre este desprecio hacia el exterior (proyectado sobre una “raza”, una “religión”, una “etnia” o una “nación”) y la autoexaltación (en última instancia, como autodesprecio reprimido) sea exclusiva al nazismo. Puede que esta suerte de odio primario hacia una exterioridad forme parte de lo que Castoriadis denomina «mónada psíquica». Tampoco es exclusivo al nazismo ese optimismo ilimitado: como autoconfianza plena, está presente en las fantasías más primarias del ser humano. En tercer lugar, la construcción discursiva de un “pueblo” tampoco es privativa a esta ideología; forma parte de cualquier discurso político con pretensiones hegemónicas.

Lo singular del fascismo, más bien, hay que buscarlo en la específica articulación que produce entre lo psíquico y lo sociohistórico: en la apropiación que hace de estos elementos inconscientes reaccionarios y en la modelización de este pueblo como sujeto fiel, valeroso, obediente y desinteresado, capaz de autosacrificarse en nombre de la Causa alemana. En pocas palabras, si hay algo específico al fascismo es su poder para articular en su producción discursiva un deseo de omnipotencia y una promesa de restitución de una unidad social desgarrada. El sufrimiento padecido por más de dos décadas tras la primera guerra, mediante esta perspectiva redentora, adquiere una significación suprema: llevar a la nación a un destino de grandeza. Sobre ese transfondo, resulta menos sorprendente que este discurso político no sólo haya resultado verosímilpara una multitud contemporánea, sino también que haya sido capaz de producir una identificación colectiva de gran magnitud (2).

Contrariamente a quienes sostienen el carácter esencialmente único e irrepetible del nazismo y del holocausto judío, habría que insistir en que no hay nada “esencial” en esta forma de totalitarismo. Dicho de otro modo, fuera del carácter performativo de este discurso fascista no hay nada. Su poder de interpelación está ligado, simultáneamente, a la apelación a deseos profundos del ser humano y a la promesa mesiánica de un orden (la “comunidad popular”) capaz de restaurar la unidad primigenia de la sociedad. Comoformación discursiva, a través de una estética meticulosa y una estrategia propagandística efectiva, escenificó (produjo como escena real) la fantasía delirante del poder de la voluntad, a través de una interminable exhibición de fuerza. La historia del fascismo (que desborda con creces el “fascismo histórico”) es la historia de la encarnación del delirio de un funcionamiento maquínico ilimitado, en la que el propio mundo social es administrado racionalmente en función del dominio del sujeto.

Si la construcción de una «sociedad democrática» depende, en primer término, de mantener a raya esos delirios mediante la autolimitación ética y política, esto es, de la posibilidad de darnos normas comunes que permitan un juego transaccional equilibrado entre los otros y nosotros, lo peculiar del fascismo quizás sea el haber llevado más lejos de lo que se había hecho nunca en la historia la institucionalización de ese optimismo ilimitado de sí -mediante la técnica de la guerra y la industrialización de la masacre- en el que la voluntad del otro ya no cuenta. La cámara de gas y los campos de concentración, en este sentido, constituyen la contracara siniestra de esta confianza plena en el triunfo de la voluntad (transindividual): puesto que todo nos está permitido como pueblo, la voluntad de los otros queda reducida a cenizas, literalmente. El mismo hecho de que esas existencias puedan ser reducidas a nada las convierte, en esta lógica circular, en “despreciables”.

Así, la resultante de esta investidura psíquica y social es doble: por un lado, la expectativa inquebrantable de dominio por parte de este sujeto hacia el mundo, dominio que compromete simultáneamente la voluntad y la técnica. Por otro lado, un objeto de dominio constituido sobre lo repudiado, expulsado a la exterioridad, despojado de sus derechos de ciudadanía, de sus derechos humanos, de su condición humana. La primera dimensión de esta investidura puede ejemplificarse con la actitud persistente de Hitler ante las sucesivas batallas perdidas en el frente de Moscú (al punto de que la mera posibilidad de la derrota le fuera insoportable); la segunda dimensión queda ilustrada por el despojamiento a judíos y gitanos, entre otros, de su nacionalidad alemana, convirtiéndolos en extranjeros, para luego ser confinados a campos de exterminio. Apenas hace falta insistir que en la estructura misma de esos campos, la humanidad de los confinados queda reducida a la pura animalidad, lo que explica de cierta manera su constitución como objetos de experimentación y eliminación en serie.

La tenacidad de este proyecto suprematista, en cualquier caso, rebasa cualquier análisis psicológico e incluso psicoanalítico. Lo que entra en juego es el deseo colectivo de instituir una sociedad como invulnerable, incluso si para ello debe expulsar a crecientes masas sociales de su interior, a partir de algún rasgo identitario juzgado como “degenerado” (ser judío, comunista, homosexual, gitano, deficiente mental…). En este contexto, la aceptación de la propia vulnerabilidad hubiese supuesto la frustración de esa “expectativa inquebrantable de dominio” omnipresente en el fascismo. Como contrapartida a esta ceguera ideológica, dar al otro una posibilidad de existencia autónoma, una mínima consideración de su humanidad, hubiese significado la interrupción definitiva de este optimismo voluntarista. La ceguera, sin embargo, no es algo que pueda rectificarse con evidencias en sentido contrario: si el otro resiste como puede ante el poder de mi voluntad, tanto peor para el otro. Para invertir una expresión de Benjamin: la contratara del fascismo como «optimismo organizado» -que institucionaliza una fantasía delirante de omnipotencia- no es otra que la de los campos de exterminio y de la guerra mundial.     

-II-

Si es cierto que en la raíz del fascismo se halla el discurso de la omnipotencia que desprecia todo aquello que podría limitarlo/alterarlo, ¿qué cabría decir sobre ciertas matrices discursivas actuales? Por poner dos ejemplos, ¿qué habría que decir con respecto a esa jerga empresarial en la que sólo hay “ganadores” y “perdedores” o a la retórica belicista de los estados imperiales en la que sólo hay “demócratas” y “terroristas”?

Sería erróneo suponer que el fascismo intrínseco de estos discursos reside en la construcción de una dicotomía (o una separación binaria) entre la propia comunidad y los otros (habitualmente juzgados como inferiores). Puesto que no hay cultura que no instituya de forma específica esa frontera dicotómica, lo distintivo del fascismo reside más bien en el tipo de relación que construye con el Otro (en primer término, como sujeto racializado, pero más en general, como sujeto inconvertible).

Dicho lo cual, si hay un fascismo presente en el discurso capitalista (tanto en su variante empresarial como en su variante imperial) debe rastrearse en su ilimitada voluntad de lucro y poder, institucionalizada como práctica: literalmente, el Otro y los otros no constituyen un límite que habría que respetar. No es difícil adivinar que, en el discurso empresarial dominante, el “perdedor” está secretamente emparentado con el no-consumidor, el pobre por excelencia. A menos que se trate de un consumidor -y entonces el otro no es Otro-, la alteridad –lo que no se deja reducir a una equivalencia general- es considerada absolutamente despreciable. Su voluntad es indiferente: puedo experimentar con él, someterlo a hambrunas y enfermedades, imponerle una deuda infinita, condenarlo al desempleo estructural y a la marginalidad, apropiarme de su producto, encarcelarlo o hacerlo partícipe de una guerra; en suma, sacrificarlo en aras de la rentabilidad. Porsu parte, el discurso imperial desde su misma génesis declara su voluntad ilimitada de destrucción: no se trata de negociar o intentar construir con esos otros unos consensos mínimos sino sencillamente de aniquilarlos, incluso si para legitimar esta práctica terrorista contra el Terror necesita crear pánico entre los presuntos protegidos. La cuestión no se limita a los métodos usados contra el terror (tortura, encierros preventivos, control ilegal de las personas, asesinatos selectivos) sino también a los fines que tras esa guerra se urden: en primer término, la instauración de un estado de excepción permanente en el que todos los otros son sospechosos y potenciales enemigos.

Por lo demás, referirse al discurso capitalista no debería inducir a engaños: se trata de un dispositivo material que produce realidades históricas efectivas, reactivando una práctica totalitaria que tal vez haya que redescribir como «fascismo de intensidad variable» (3): el desprecio absoluto del Otro, según contextos sociohistóricos diferenciados, puede manifestarse en distintas magnitudes o intensidades, incluyendo su abandono o su eliminación. Puesto que este Sujeto de la Voluntadse erige en Amo, la voluntad de los otros constituye un obstáculo. Habría que apresurarse a señalar que sólo en el límite la posición del amo coincide con este polo fascista: mientras el amo necesita preservar al otro como esclavo, en el caso del fascismo esa amarra ya no resulta imprescindible, en la medida en que hay un Pueblo dispuesto a auto-sacrificarse. El punto de intersección parece claro: en ambos casos, el valor del Otro es puramente instrumental. Debe ser sometido si ha de triunfar la voluntad. La diferencia es que mientras en la dialéctica del amo y del esclavo este último conserva su vida a cambio de la pérdida de autonomía, en el devenir-fascista la pérdida de autonomía no supone necesariamente la preservación de la vida.

No hay garantía alguna: como metafísica del sacrificio exige una rendición absoluta y, simultáneamente, declara inútil dicha rendición: Auschwitz, los gulags, Guantánamo están ahí. El mismo sujeto popular que se auto-sacrifica está condenado a servir a una Voluntad trascendental de la que él no es más que su instrumento. Como en El Proceso de Kafka, la decisión sobre nuestra culpabilidad es inescrutable. No hay defensa posible. El poder de muerte (la «tanatopolítica») es ejercido de forma discrecional por una autoridad mística que se sustrae de cualquier control público y, en consecuencia, de la posibilidad de su cuestionamiento radical. Como encarnación del triunfo de la voluntad, esta autoridad encumbrada como soberana se arroga la potestad del exterminio. El fascismo como institucionalización de la voluntad ilimitada es la operación que borra los vestigios de otras posibilidades representadas como imposibilidad. Su optimismo radical consiste en una autoafirmación incondicional, perfectible a condición de que se la acepte como el fundamento mismo del Ser. El correlato objetivo de esa subjetividad es la de un mundo mejorable pero insustituible.

Llegados a este punto, ¿no estamos llevando demasiado lejos esta analogía entre «optimismo organizado» y «fascismo»? ¿No incurrimos en un error teórico fundamental al confundir este proyecto totalitario con la realidad histórica? Y más en general: ¿no estamos confundiendo un rasgo común a toda política –la gestión de la promesa- con una característica específica al fascismo? A mi entender, las tres preguntas deben ser contestadas de forma negativa.

La tesis de partida no es que todo voluntarismo optimista sea fascista, sino que el fascismo retoma e intensifica esa dirección práctica al punto en que no cabe ya la reflexión sobre los límites posibles y deseables de la propia acción. Sostener entonces que el fascismo promueve una acción autoafirmada incondicionalmente, fuera de toda limitación ética y política (en la que el Otro es cosificado, reducido a puro obstáculo) no es llevar “demasiado lejos la analogía”. Si todo antagonismo social tiende a construir una dicotomía entre “nosotros” y “ellos”, el fascismo plantea como forma específica de gestionarlo la imposición unilateral de la propia voluntad de dominio mediante la creación y organización de un sistema que abate a las mayorías, incluso si ese abatimiento no significara de forma inmediata el exterminio físico de los otros sino su confinamiento y marginación sistémicos. 

En segundo lugar, la “realidad histórica” no es nada por fuera de los proyectos políticos que la construyen. Como institución efectiva, esa realidad histórica no es una fatalidad sino resultante de la disputa (desigual) entre esos proyectos relativamente elucidados. Si un proyecto totalitario tiende a confundirse con la realidad histórica ello se explica, ante todo, por su carácter hegemónico. Eso no es negar, desde luego, resistencias sociales relativamente organizadas o prácticas sociales ancladas a otros imaginarios políticos. Pero esas resistencias no deberían hacernos perder de vista la hegemonía de un proyecto político que se basa en la construcción de la alteridad como amenaza sistémica que hay que suprimir a toda costa (asumiendo, además, ciertos “daños colaterales” planteados como “inevitables”). Como proyecto que encarna lo que Gramsci llamó una «voluntad colectiva», el fascismo actual pretende justificarse en nuevos fundamentos extra-sociales: no ya la Raza o la Nación, sino el Mercado, la Civilización o incluso la Democracia.

Finalmente, no toda promesa se gestiona como «redención» a partir de la autoafirmación ilimitada de la voluntad y por extensión del sacrificio de los otros. Lo peculiar del fascismo –como variante del mesianismo- es que esgrime una promesa de plenitud basada en la restitución mítica de la organicidad del cuerpo social, en la supresión del antagonismo eliminando arquetípicas identidades “parasitarias”. En este caso se trata de una promesa construida como certeza de un futuro reconciliado: la erradicación del Otro como reparación de las desgarraduras de la sociedad.  

 
                                                      -III-

En su texto sobre “El surrealismo, la última instantánea de la inteligencia europea”, Walter Benjamin destacaba un peculiar optimismo social-demócrata al que contraponía la «organización del pesimismo» por parte de una política revolucionaria (1988: 59 [4]), caracterizada por una desconfianza múltiple: 

Desconfianza en la suerte de la literatura, desconfianza en la suerte de la libertad, desconfianza en la suerte de la humanidad europea, pero sobre todo, desconfianza, desconfianza, desconfianza en todo entendimiento: entre las clases, entre los pueblos, entre éste y aquel (1988: 60).

En efecto, ¿cómo podríamos abogar por una sociedad diferente sin “pesimismo organizado”? Contra el optimismo social-demócrata, Benjamin invoca la «desconfianza» no como forma de eximirse de la propia responsabilidad política ante los otros, ni mucho menos como restauración de una política beligerante sino, por el contrario, como reconocimiento de una dificultad en la construcción de un  “entendimiento” común entre clases, pueblos, individuos. De ahí esta desconfianza frente a las expectativas triunfalistas que el reformismo introduce. No hay nada seguro en una “política revolucionaria”. La literatura, la libertad, la humanidad europea, el mutuo entendimiento no pueden darse por firmes sin más, como si estuvieran aseguradas de una vez, desterrada al fin la “barbarie”.

Sólo nos queda nuestra voluntad (limitada) de intentar un cambio social radical, sin falsos triunfalismos ni esperanzas escatológicas. Antes que la ilusiónsocialdemócrata de que las “cosas funcionan a pesar de todo” (llámese mercado, estado, democracia o instituciones sociales a secas), esta política antifascista debe partir de un cierto pesimismo organizado, capaz de cuestionar radicalmente la herencia de la masacre industrializada.

En nuestros términos: mientras el reformismo socialdemócrata pretende regular el “sacrificio” que el fascismo produce a diario, una política revolucionaria buscará cuestionar de base la misma economía política del sacrificio que presupone el capitalismo y sus ideólogos neoconservadores. Ahora bien, ¿no son los defensores de la socialdemocracia profundamente cínicos cuando declaran que no saben del sacrificio, de la muerte planificada, del desprecio absoluto que el capitalismo instituye ante los no-consumidores, los disidentes, los parias, en definitiva, los «suicidados de la sociedad»? Si toda burocracia fascista ya es cínica al ocultar su impotencia en un desenfrenado optimismo, ¿no se es infinitamente más cínico cuando se nos llama a mantener un optimismo moderado por este sistema, cuando sabemos que no hay ninguna razón para hacerlo? ¿Qué podrían decir, por lo demás, los profetas neoliberales que no sea una prepotente racionalización del mal ajeno en función de los propios beneficios (simbólicos y económicos), incluso si para ello precisan ocultar el punto de no-retorno que estamos traspasando como humanidad?  

Puede que el devenir del capitalismo no tuviera por qué habernos conducido, de forma inevitable, a esta forma de fascismo en la que vivimos (aunque es indudable que su estructura misma ya presupone la desigualdad de clases). Puede incluso que «modernidad» y «holocausto» no estuvieran enlazados de forma constitutiva y se trate de un lazo contingente que se institucionalizó a fuerza de diferentes metamorfosis culturales, políticas y económicas. Si hubiera un devenirineludible, entonces, no habría estrictamente devenir sino una ley inmanente de desarrollo histórico: el “origen” ya contendría su principio de transformación interna. Pero que ese devenir no fuera la resultante necesaria del capitalismo no niega en lo más mínimo que la «significación imaginaria social» del dominio racional del mundo –para volver a Castoriadis- no haya adquirido una supremacía inédita en la historia humana, al punto de apartar de forma violenta la significación de la autonomía individual y colectiva, central en la modernidad (5). La radicalización de ese “dominio racional” (que desata, por lo demás, fuerzas incontrolables) sobre el mundo y los otros es, precisamente, lo que hemos llamado el optimismo ilimitado del fascismo. En este sentido, nuestra sociedad contemporánea está regida cada más por la locura que supone la voluntad de instauración de un orden racional transparente, regido por imperativos unidimensionales de eficacia y eficiencia.

Si esto es cierto, el reformismo no es en absoluto un antídoto contra esa “somnolencia dogmática” en la que quieren sumirnos a fuerza de repetición mediática. Si el fascismo implica la autoexaltación voluntarista –incluso si para ello hunde en un irrevocable pesimismo a cada vez más seres humanos-, la ideología socialdemócrata es el llamado cínico a moderar esas expectativas, sin poner en cuestión los basamentos de este sistema de abatimiento al que nos hemos referido. Una política revolucionaria, antes que proponerse restituirel optimismo entre esos miles de millones de humanos representados como cuerpos descompuestos o como descomposición del Cuerpo Orgánico, tiene que hacerse cargo del pesimismo: organizarlo para articular una promesa que necesariamente parte de la desesperación a la que nos arrojan. En otras palabras, no es nuestra tarea invitar a una confianza en el futuro, enarbolando falsos consuelos, una especie de esperanza metafísica a resguardo de la historia. Más bien, se trata de sumergir en la historia un horizonte de fuga, enganchar –por decirlo así-  pesimismo y esperanza. Del pesimismo puede y quizás debe nacer otra forma de promesa: la que sostiene que otro mundo es posible. La que emerge de la negación de que “las cosas funcionan a pesar de todo”.

Precisamente porque en primer lugar no se trata de que las cosas funcionen -como si los parámetros instrumentales fueran fines-, ni mucho menos de “volver a lo de antes” o esperar a que “todo se resuelva” (como si las soluciones tecnocráticas actuales no fueran formas de reducir a la nada lo que escapa a ese “todo” deseado). Nada se resuelve: ya no podemos ni queremos aguardar. No tenemos más que el deseo de darnos lo que no tenemos. No es que nutramos secretamente un optimismo futuro. No tenemos certeza de que alguna vez la realidad histórica sea más justa; y si hay lucha, si luchamostodavía, es porque esa realidad no está asegurada ni puede estarlo de una vez. En ese punto, es cierto, siempre fuimos pesimistas. Pero aun así, si luchamos todavía, es porque en esa incerteza, la promesa de una salida revolucionaria nos permite sustraernos de una ética de la resignación. Esaesperanza incierta, minúscula, sustraída del mesianismo (al que tampoco Benjamin escapa) es la que quizás nos atañe en un tiempo en el que, en nombre del optimismo, están aplastando de forma literal nuestras vidas.


Arturo Borra
 
(1) Este componente proyectivo fue planteado pocos años después del holocausto nazi por Adorno y Horkheimer en “Elementos del antisemitismo” en Dialéctica del iluminismo (1997), trad. H.A. Murena, Sudamericana, México DF.

(2) Al respecto, resulta esclarecedora la reflexión de Castoriadis: “La disolución, en las sociedades capitalistas, de todas las instancias de colectividades intermedias significantes y, por lo tanto, la supresión de posibilidades de identificación alternativa para los individuos, seguramente tuvo como efecto una crispación identificatoria sobre las entidades religión, nación o raza y, por ende, exacerbó inmensamente la tendencia al odio al extranjero en todas sus formas” (Castoriadis, C. [2002]: Figuras de lo pensable op. cit, pág. 195).  

(3) Esta redescripción, por lo demás, parte de las reflexiones que Méndez Rubio ha ahondado como «fascismo de baja intensidad», en Méndez Rubio, A. (2012), La desaparición de lo exterior: Cultura, crisis y fascismo de baja intensidad, Eclipsados, Zaragoza.

(4) Benjamin, W. (1988): Imaginación y sociedad. Iluminaciones I, Taurus, Madrid.

(5) Castoriadis, C. (1993): El mundo fragmentado, Altamira, Buenos Aires.

 

lunes, 10 de septiembre de 2012

11 años después del 11-S

Después del dramático acontecimiento del 11-S, no sabemos exactamente qué ocurrió. Sin embargo, sí hay indicios y evidencias suficientes para saber que la versión oficial del 11-S es absolutamente insostenible, como ocurrió con tantos otros casos, incluyendo la segunda guerra contra Iraq, acusada de disponer de armas químicas que jamás fueron halladas.
 
La versión oficial -un atentado terrorista a gran escala perpetrado por cuatro aviones comandados por terroristas que apenas sabían volar, tres de ellos exitosos- es inverosímil por donde se la mire. Teorías de la vaporización, del derrumbe repentino de 3 de las torres del WTC por el calor de las llamas, caída inesperada de un cuarto avión por la lucha entre pasajeros y secuestradores, etc., arrojan una explicación de lo ocurrido que subestima profundamente la capacidad de indagación y contrastación de cualquier persona mínimamente inteligente.
 
Aunque las incertidumbres son muchas, la tesis de un atentado de falsa bandera -con la incontable colaboración activa de la elite político-militar de la administración Bush (J)- es una alternativa para nada descabellada . Los documentales aquí seleccionados, con testimonios de algunos protagonistas, entrevistas a expertos de diferentes materias y recopilación de distintos estudios técnicos, sugieren esa posibilidad.

¿Hasta cuándo aceptaremos explicaciones completamente incongruentes que sólo se hacen creíbles a fuerza de una incansable repetición mediática? ¿Cuándo exigiremos que se eluciden las responsabilidades del 11-S y podemos conocer a los criminales que lo perpetraron?