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jueves, 4 de julio de 2013

La edad del cinismo (IV): daños colaterales

                     


Extraño credo del exterminio: barrer con todo con la secreta pretensión de sustraerse de sus efectos, recluidos en paraísos vallados por gendarmes del orden. Extraña inversión, también, de los términos de la vida: que las máquinas excavadoras arrasen las chozas que sirven de habitáculos y los disparos aplaquen lo naciente; que se ahoguen en el océano los que huyen de la pesadilla que nunca soñaron y que unos amos invisibles cultivan en algún lugar recóndito; dejar que se mueran, hacinados, hambrientos, desahuciados; encerrarlos en los campos que se propagan por el desierto; asesinar cualquier atisbo de revuelta; criminalizar a los que no aceptan callar y anestesiar a los que callan para que no puedan despertar jamás; dispararles desde la altura, torturar a sus hijos para que confiesen delitos que no cometieron; reventarles el cráneo, la esperanza; echarlos a las perreras, meterles un bozal y pegarles hasta que, furibundos, puedan destrozar a otros perros inermes; inocularles sobredosis de miedo hasta que imploren la protección de sus verdugos; inyectarlos con morfina; señalarlos como causas del fracaso en vez de esquirlas del sistema. Que se destrocen; que se mueran; que se arrastren o supliquen algo a cambio de migajas, haciendo ademanes reverenciales y sonriendo sumisos sin mostrar los dientes. Que se arrojen al vacío, se pongan un revolver en la sien y disparen contra sí mismos, anulando cualquier vestigio de autonomía. Que conviertan el mundo en un páramo. Que acumulen cielos custodiados mientras el infierno, cada vez más frío, se extiende en el submundo planetario. Que mueran como moscas, rociados por lluvias tóxicas; que no puedan nunca imaginar otra tierra para sus huesos y la sobrevida no quede expuesta por la promesa de lo diferente. Dejar que se coman el corazón del enemigo.
 
Esas imágenes no describen alguna obra terrorífica: forman parte del inventario del crimen organizado en el que (sobre)vivimos. Efectos colaterales del sistema. Los lugares se multiplican. Cuando pasa Afganistán viene Irak; cuando Irak es una escombrera viene Libia, convertido en una jungla; cuando Libia ya no es más que el recuerdo efímero de un líder empalado (tras su captura y entrega por parte de un comando franco-británico a la “turba salvaje”) viene Siria, el apoyo militar de Europa y EEUU a los grupos de Al Qaeda que participan enfilados en las tropas “rebeldes”. Después, o simultáneamente, puede ser otro. Habrá más, en el inventario modificable de las enemistades. Siempre habrá “tiranías” que destronar, a condición de que no coincidan con los intereses geopolíticos del bloque político-militar hegemónico. El asunto de primer orden es la construcción de enemigos mortales e infinitamente intercambiables, la invención de nuevas dicotomías que permitan perpetuar la globalización de la guerra. Su condición espectacularizada, análoga a un video-game, no niega en lo más mínimo la materialidad de los cientos de miles de muertos. Más todavía: cualquier reducción de la guerra a espectáculo olvida la condición irreductible de los cuerpos destrozados. La verdad de la aniquilación. La invisibilización de esta verdad convierte el sufrimiento en el fundamento (oculto) del espectáculo siniestro de la guerra.   
 
Infundir terror es la política a domicilio: si internamente se criminaliza a los movimientos disidentes, externamente se los aniquila o neutraliza bajo una montaña de escombros. El magnicidio está garantizado. El asesinato indiscriminado también. Los daños colaterales son parte del nuevo orden del mundo. Los sobrevivientes suplicarán seguridad a cambio de entregar los restos de su libertad. Incluso si eso supone desplegar un desproporcionado aparato de control sobre las poblaciones o preparar atentados de falsa bandera para lanzar los planes que de otro modo no podrían legitimar. El negocio de la guerra es también la rentabilización del crimen. La industria del miedo tiene que fundar la promesa de seguridad en el terror que produce por todos los medios. No es sólo una incitación al consumo que pueda calmar de forma temporal un miedo incesantemente incentivado; es también creación de nichos de mercado regando devastación en numerosos territorios. Las empresas de reconstrucción, desde hace tiempo, son complementarias a las fábricas del exterminio. Drones y excavadoras son la ecuación perfecta.
 
«Globicidio» -por recuperar el término acuñado por Günther Anders- es un término que define de forma ajustada la magnitud de la catástrofe en la que nos movemos: la atrocidad no sólo posible sino probable. No en vano Zygmunt Bauman lo cita en un libro elocuente desde su mismo título: Daños colaterales (1). El «síndrome de Nagasaki» se resume en la idea de que lo hecho una vez puede repetirse con un grado creciente de naturalidad. La naturalización del horror es uno de los males que afecta nuestra sociedad.  
 
Para decirlo de otro modo: el “potencial de barbarie” de la “civilización moderna” (por mantener esta terminología ambigua) es amplio. Las atrocidades nazis “(…) fueron excepcionales sólo en el sentido de que sintetizaron numerosos medios de esclavización y aniquilación ya puestos a prueba, aunque por separado, en la historia de la civilización occidental” (Bauman, 2011: 195). La Europa liberal es también un laboratorio de violencias tanto contra otros (que han padecido los efectos duraderos de la colonización y el imperialismo) como contra sí misma. El habituamiento a lo atroz es así una condición cultural del cinismo moderno. Los buenos padres y madres de familia hacen bien su trabajo con una soberana indiferencia ante lo(s) extraño(s).
 
La omnipotencia tecnológica presumida nos devuelve la imagen de nuestra impotencia. De ahí la idea misma de «tragedia» que ronda nuestro tiempo: se nos anuncia la inevitabilidad del desastre y la responsabilidad de los gobiernos de no impedirlo… Sin embargo, aceptar sin más esta posición es una claudicación política inadmisible. Una estratagema para llamarse al silencio, a la calma apócrifa de los despachos, al retiro de la escena pública, al resguardo de los altares y las misas académicas, a la imposición de un orden policial que se nutre de la represión del disenso. Tomar en serio la tesis foucaultiana que plantea -invirtiendo la tesis de Clausewitz (2)- la política como continuación de la guerra por otros medios es, ante todo, interpretar las fuerzas políticas en pugna como un campo de relaciones de poder, marcadas por diversos antagonismos sociales. A partir de ahí podemos empezar a pensar algo sobre nuestra contemporaneidad. Interrogar nuestro desarme, producto de derrotas históricas reversibles pero irreductibles. Nuestro punto de partida es la crítica a la resignación a la que quieren reducirnos. Desafiar la «paz perpetua» del capital, es decir, la declaración de guerra a todo(s) aquello(s) que no acepta(n) la alianza entre estado plutocrático, economía de mercado y cultura de masas como la ascensión final de la verdad o realización final de la civilización (supuestamente post-ideológica y post-histórica).
 
No necesitamos, sin embargo, seguir con estas “historias” para pensar nuestra historia, la historia en su proceso formativo, la historia que construimos colectivamente en condiciones de existencia determinadas, contra un cinismo hegemónico que pretende coagularla como destino inexorable, cosa irreversible, derrota intemporal de cualquier proyecto político que no se contente con la servidumbre. Por supuesto que dirán que la guerra es inevitable. Es su eslogan repetido. Dirán que no hay opción, mientras construyen una amenaza inusitada, una catástrofe inédita con magnitudes imprevisibles: armas de destrucción masiva, masacre inminente, terrorismo global, uso de armas químicas, violación de derechos humanos, tortura y crímenes de guerra… En cierto  sentido, su propaganda o sus profecías son perversamente certeras: despliegan exactamente todos los medios que adjudican a sus enemigos, produciendo las realidades terribles que anuncian.
 
El discurso imperial produce, pues, sus metáforas performativas: un escenario apocalíptico de destrucción que contribuye de forma decisiva a construir. No deja de ser sorprendente que estos ideólogos del apocalipsis acusen de “alarmistas” a quienes cuestionan radicalmente su retórica pacificadora y su práctica belicista. Ante la acusación de alarmismo nuestra réplica es que nunca lo somos suficientemente. Puede que en las condiciones actuales ni siquiera escuchemos la alarma cuando suene sobre nuestras cabezas, una vez más, este extraño credo del exterminio.
 
Arturo Borra
 
(1) Zygmunt Bauman (2011): Daños colaterales, s/n, FCE, Madrid, p. 192 y ss.
(2) Karl Von Clausewitz (2003): De la guerra, trad. Francisco Moglia, Astri, Buenos Aires. Si en Clausewitz “(…) la guerra es sólo un arma de la negociación política, y por ello, no es en absoluto independiente en sí misma” (op. cit., p. 239), en Foucault lo político es una forma de guerra: “La historicidad que nos arrastra y nos determina es belicosa, no es parlanchina. De ahí la centralidad de la relación de poder, no de la relación de sentido. La historia no tiene «sentido», lo que no quiere decir que sea absurda e incoherente; es, por el contrario, inteligible y se debe poder analizar en sus mínimos detalles, pero a partir de la inteligibilidad de las luchas, de las estrategias y de las tácticas” (Foucault, Michel [1999]: Estrategias de poder, trad. Fernando Álvarez Uría y Julia Varela, Paidós, Barcelona, p. 45).

sábado, 8 de junio de 2013

La edad del cinismo (III): ironía, conspiración e hipocresía. Tres confusiones persistentes

 
 
Referirse a la problemática del cinismo convoca diversas confusiones que bloquean un uso crítico del concepto. No parece vano procurar despejar algunas de ellas. Ante todo, porque la referencia al cinismo, convertido en calificativo, no da cuenta de su centralidad al momento de interpretar una de las dimensiones constitutivas del capitalismo: lo que Weber llama «organización racional del trabajo» (1), aunque se trate de una específica forma de racionalidad que, en función de parámetros de eficacia y eficiencia, se desentiende de los perjuicios éticos que dicha organización implica no de forma accidental sino necesaria. Procuremos clarificar esas tres confusiones entonces.
 
En primer lugar, la que liga «cinismo» e «ironía». La ironización de lo existente no necesariamente constituye una claudicación ante lo existente, aunque puedeconducir a la impugnación de cualquier otra alternativa política. La ambivalencia de la ironía resulta clara: por un lado, posibilita una operación crítica, usada para mostrar la particularidad de una presunta universalidad (acorde a lo que Sloterdijk llama «quinismo», emparentado al cinismo filosófico antiguo [2]). A través de la ironización de decisiones presentadas como acordes al interés general se ponen en evidencia los intereses privados a los que responden en un nivel latente. Sin embargo, la ironización puede conducir también a una forma de nihilismo que descree de cualquier tentativa de cambio social -reafirmando en última instancia la equivalencia general de las prácticas políticas y su reducción a un juego institucional de pugna de intereses particulares-. Si la ironía crítica parodia los poderes fácticos (cuestionando su aura de legitimidad, esto es, su autoridad como fuente de validez), la ironía nihilista deslegitima cualquier juego de poder (reduciéndolo a una simple disputa de autoridad). Sólo en el segundo caso emparentar cinismo e ironismo resulta válido.
 
 
Una segunda confusión remite a la asimilación de una «teoría del cinismo» a una «teoría de la conspiración». La primera, aunque admite la existencia eventual de “conspiraciones” (que podrían redescribirse de forma más plausible como planes estratégicos), no sitúa al sujeto como origen de dichas prácticas sino a un modo de producción cultural. Evita, por tanto,  las aporías del «conspiracionismo», especialmente la creencia en un gran Otro, un Genio maligno, más o menos omnipotente, que conocería desde el principio los planes y actuaría desde una voluntad unificada. Negar esta clave de inteligibilidad no equivale, sin embargo, a desconocer la existencia de proyectos que escapan al dominio público, elaborados y gestionados desde centros de poder diversos (3). Dicho lo cual, señalemos que la dinámica del capitalismo no se explica, en primera instancia, sobre la base exclusiva de unas decisiones centralizadas, sino por una formación discursiva hegemónica que produce identificaciones colectivas con respecto a la actual configuración política, económica y social. Que no exista un único «plan maestro» que tendría previsto cada paso, en suma, no evita el cruce de prácticas económicas planificadas racionalmente ni mucho menos un potencial de efectos que a menudo implican la producción de un daño sistémico. Incluso si aceptáramos -de forma eventual- la involuntariedad de ese daño sistémico en determinadas situaciones, no por ello el daño dejaría de ser la contracara necesaria de unas relaciones sociales marcadas por el «racionalismo económico».
 
 
La referencia a una «conciencia moral» no altera, en este sentido, las cosas. Desde Max Weber sabemos que la separación entre lo “doméstico” y lo “industrial” es una de las especificidades del capitalismo occidental, con su consiguiente contabilidad racional (4), posibilitada por la técnica. Dichaseparación permite la formación de un ethos económico (que Weber relaciona de forma primigenia con la «ética protestante») que no sólo no invalida la obtención de riqueza, sino que la plantea como un fin profesional legítimo (5). A nuestros fines, lo decisivo reside en la formación de una ética que “(…) destruía los frenos que la ética tradicional ponía a la aspiración de la riqueza, rompía las cadenas del afán de lucro desde el momento que no sólo lo legalizaba, sino que lo consideraba como precepto divino (…)” (Weber, 1999: 211-212).   

 
Retrospectivamente, podríamos radicalizar la tesis de partida de Weber: lo que desde hace algunas décadas se está destruyendo no es ya la “ética tradicional” sino la “ética industrial” en nombre de una nueva práctica empresarial ligada al mundo financiero: la desvinculación primaria del lucro de la actividad productiva. El nuevo dios juega a los dados: convierte el mundo en un casino planetario. Es un salto, sin embargo, dentro de una continuidad estructural: la práctica capitalista se produce con el objetivo primordial de obtención metódica de un beneficio o una plusvalía. Forma parte de sus principios constitutivos utilizar cualquier estrategia racional (con arreglo a fines) que, en las condiciones de la sociedad actual, incluye la planificación de catástrofes y la incitación infinita al consumo como promesa de protección ante la fragilidad humana.
 
 
Así, se trata de una práctica que excede (sin excluir) toda intencionalidad y, simultáneamente, presupone una conciencia moral que legitima la obtención de riqueza ilimitada en función de una profesión. Más allá incluso de Weber, podríamos intentar conceptualizar esa práctica como la compleja resultante no sólo de «intereses» deliberados sino, primariamente, de unas identificaciones colectivas (o unos imaginarios) que hacen que unos sujetos actúen en sentido compartido. Tomando distancia de una filosofía de la conciencia que plantea los actos como transparentes para los propios agentes, lo que necesitamos explicar es cómo una específica trama de relaciones sociales produce un régimen de saber que no sólo no funciona como impedimento ético de determinadas prácticas, sino que sostiene una racionalidad que las dota, a nivel interno, de cierta legitimidad (incluso si para ello necesita apelar a fórmulas eufemísticas).
 
 
La tercera confusión es la que liga «hipocresía» y «cinismo». El cinismo no se avergüenza de sí mismo, en tanto pone la causa en el exterior: el robo sistemático, la explotación continua, el saqueo legal, el holocausto diario, el estado de excepción en el que vivimos, son transformados en una retórica eufemística como rentabilidad, flexibilización, saneamiento, pacificación, democracia. La hipocresía todavía mantiene la idea de que hay actos que hay que ocultar porque quiebran los códigos. El cinismo no excluye la hipocresía, pero la subsume bajo una estrategia en la que la supuesta “mala conciencia” es la máscara del beneficio sin código. Si simula “escándalos” y admite “excesos” se debe ante todo como forma de hacerse admisible ante los otros y ante sí mismo. El cinismo atempera la hipocresía, no en nombre de una ética superior, sino en función de una radical indiferencia ética. Tal es su obscenidad. Estos desplazamientos, con todo, no suprimen sin más toda codificación moral: ésta sobrevive en su ruina, mantiene una vigencia local, porque a pesar de su impulso intrínseco, hay experiencias antagónicas (revueltas, protestas públicas, movimientos contestatarios, resistencias dispersas).
 
 
No es difícil advertir esta lógica cultural en los diversos campos de la vida social, incluyendo un plano político-económico: puesto que no hay decisión inocente, ampararse en un supuesto no-saber (esto es, en una suerte de ignorancia primera con respecto a las consecuencias de determinadas acciones) no deja de ser una forma de desentendimiento. No es que no se sepa del monto de sufrimiento diseminado a escala planetaria o de las masacres cometidas en nombre de valores como la “libertad”, la “democracia” o la “justicia”. Lo que está en juego es una auténtica indiferencia práctica, que implica y rebasa las conciencias individuales.
 
 
La referencia permanente a una supuesta “falta de alternativas” tiene como finalidad la justificación de lo injustificable: el abatimiento colectivo, la concentración de poder, la marginación sistémica, la destrucción de nuestro hábitat... En esa máquina están enganchados, sin dudas, no sólo sujetos políticos y empresariales, sino también economistas, agentes financieros, sindicales y clericales, así como un ejército de profesionales de lo más diverso (desde periodistas y abogados hasta profesores y jueces). Son partícipes necesarios de la ingeniería social del expolio.
 
 
Por más declaraciones en sentido contrario que hagan, son conscientes de lo que están haciendo: la explotación no es un efecto indeseado, la plusvalía no es un error de cálculo, la pobreza y marginalidad no son efectos residuales de un pasado premoderno, el desempleo no es un accidente coyuntural, la distribución desigual de los ingresos y la propiedad no es un asunto de méritos individuales, el sistema tributario regresivo no es un producto del azar, el neocolonialismo belicista no es una necesidad de la paz ni la represión un espontáneo exceso policial, la destrucción del proyecto de estado de bienestar no es una consecuencia secundaria indeseada ni la criminalización de los movimientos sociales disidentes un imprevisto. Son mandatos explícitos de nuestros amos sin rostro.
 
 
 No necesitamos invocar la “mala conciencia” como fundamento del cinismo. La estratagema de situar la responsabilidad en una exterioridad puesta como impedimento evita, por parte de sus principales operadores, formularse siquiera algún cuestionamiento moral. La retórica de la libertad se manifiesta como suprema servidumbre: puesto que no hay alternativas, sólo resta la masacre generalizada, la elevación individual en el hundimiento colectivo, la guerra como relación con el otro, la sustracción colectiva como única vía de la supervivencia individual.
 
 
 Lo antedicho no implica arribar a conclusiones peculiarmente pesimistas. La hegemonía del cinismo coexiste con antagonismos sociales que no cesan de proliferar, cuestionando y alterando las decisiones de los grupos dominantes. La emergencia y persistencia de determinados «movimientos sociales» críticos es ejemplo de ello. Ante una máquina cínica que produce, simultáneamente, excedente y devastación, la resignación o el conformismo no constituyen ni mucho menos respuestas colectivas indiscutidas. Por el contrario, esa máquina tropieza con límites externos, más o menos potentes, incluso si la propia dinámica sistémica procura borrar esos límites, bajo la falsa promesa de una inclusión universal (en el caso de la socialdemocracia) o bajo la criminalización de la disidencia (en el caso del neoconservadurismo).
 
 
 En esa apertura histórica, el sabotaje a esa máquina no está garantizada por ninguna ley de desarrollo histórico. La “toma de conciencia”, por su parte, no es consecuencia suficiente para la articulación de una práctica subversiva. Como proceso abierto, las luchas sociales introducen indeterminación en esta dinámica. En esa dimensión antagónica de lo social se juega, sin más, nuestro porvenir compartido.
 
 

 Arturo Borra
 

(1)     Weber, Max (1999): La ética protestante, Albor, Madrid, pp. 31 y ss. 
 
2)     “Desde que la filosofía, sólo de forma hipócrita, es capaz de vivir lo que dice, le corresponde a la insolencia decir lo que se vive. En una cultura en la que los idealismos endurecidos convierten las mentiras en «formas de vida», el proceso de verdad depende de si hay personas que sean suficientemente agresivas y libres («desvergonzadas») para decir la verdad. (…) (Y cuando los poderosos, por su parte, empiezan a pensar quínicamente; cuando conocen la verdad sobre sí mismos y, a pesar de ello, «continúan» obrando de igual manera, entonces completan de una manera perfecta la definición moderna de cinismo” (Sloterdijk, Peter (2003): Crítica de la razón cínica, Siruela, España: 177). 
 
(3)     He desarrollado esta cuestión en “La economía política del sacrificio (V): el signo de la catástrofe”, disponible en versión electrónica en http://www.rebelion.org/noticia.php?id=158693.
 
(4)     Weber, Max (1999): op.cit., p. 29.
 
(5)     En este contexto argumentativo, no tenemos que asumir plenamente esa conexión histórica con una religión determinada -que conduciría a unos debates eruditos diferentes- para reconocer en este giro ético una de las claves centrales de la modernidad capitalista.

miércoles, 8 de mayo de 2013

La edad del cinismo (II): ¿quién dijo «conciencia»?




La fórmula de la «toma de conciencia» (basada en el principio platónico de que si alguien realmenteconoce el bien no puede dejar de practicarlo) encuentra su refutación más notable en el cinismo: los males que asedian el presente (1) no son accidentes imprevistos del capitalismo sino sus consecuencias previsibles, producto de unas decisiones que implican una plusvalía (económica, política, simbólica, libidinal).

El énfasis en la «concienciación» hace perder de vista aquello que pone en juego el proceso hegemónico: un tipo de conciencia (moral) que admite sin reservas la indiferencia práctica ante los otros. Por lo demás, aunque el pasaje de una “conciencia ingenua” a una “conciencia crítica” sea un paso necesario (y una progresión con respecto a la fórmula reductiva de la “toma de conciencia”), no es suficiente para pensar los resortes subjetivos de un proceso de transformación social. Los pasajes de La ideología alemana en los que Marx y Engels nos advierten sobre el idealismo que se limita a cambiar las conciencias sin cambiar el mundo son conocidos.

Para reformular la cuestión: el cinismo contemporáneo plantea una escisión entre «consciencia» -en su acepción epistemológica- y «conciencia» -en su acepción moral- que desmonta asimismo cualquier relación causal entre «conciencia» y «acción». Estos términos se articulan de forma contingente: el saber no vincula (en un sentido jurídico y moral) con la práctica ni la práctica puede deducirse (al modo de un silogismo práctico) de premisas morales. Comprender, pues, las prácticas sociales supone desplazarse de una «filosofía de la conciencia» (y de un modo diferenciado de una «teoría de la acción racional») al terreno de las significaciones sociales (o de los imaginarios) y al de los agenciamientos colectivos. La discontinuidad entre conciencia y acción podría ser planteada también como una específica discontinuidad entre saber y poder. Esto no significa, desde luego, que no se planteen relaciones recíprocas entre estos términos, sino que su articulación es variable e implica introducir en el análisis social y cultural lo «inconsciente» como fuerza configurativa. Paradójicamente, el «cinismo» muestra una ambivalencia humana central: por un lado, la persistente conciencia del daño que inflige y, por otro, la repetición del mismo, como si entre una y otra mediara un abismo. En efecto, ese abismo es lo inconsciente, en este caso, el «inconsciente reaccionario» al que Deleuze y Guattari se refieren en varias ocasiones.

La repetición conciente del daño sólo puede explicarse de forma plausible por la extracción de un goce, esto es, la obtención de una plusvalía de placer por parte del sujeto. Dado unos imaginarios sociales y unos agenciamientos colectivos específicos, la planificación estratégica y la previsión racional de beneficios -en suma, la racionalidad instrumental- no sólo no están excluidos de la práctica sino que pasan a ser parte de este automatismo en el que lo central es, como diría Hegel, el «goce de la cosa».

Referirse, entonces, a una cultura cínica no es una simple alusión a la desvergüenza de ciertos individuos peculiarmente astutos e inmorales –tal como es significado por el discurso periodístico dominante-, sino a unas prácticas que están sustentadas en significaciones sociales específicas que estructuran nuestra subjetividad. El término “cinismo” rebasa por tanto una categoría moral: se trata de pensar esta categoría en términos político-culturales, esto es, como aquella dimensión que afecta la entera institución de la sociedad y nuestras formas específicas de vida. La insolencia de la filosofía vital de Diógenes de Sínope, en este sentido, se ha invertido históricamente en una forma de servilismo ante lo existente. El cinismo actual no desafía el presente orden sino que acepta el juego del interés (individual y grupal) como único juego posible.

Sería, sin embargo, un error confinar el cinismo a la época actual. Reducir esa configuración a un síntoma del malestar de la cultura contemporánea (ávida de goce) y al neoconservadurismo (empeñado en preservar los privilegios de la gran burguesía empresarial y financiera) es clausurar la posibilidad de comprender su magnitud histórica. Sin negar algunas especificidades del actual discurso cínico, ello no debería hacernos olvidar la relación constitutiva del cinismo con la modernidad capitalista. Así, antes que una respuesta individualista más o menos inédita ante el creciente malestar en la cultura enraizada en vísperas del siglo XXI, se trata de remitir esta configuración cultural a la edad del capitalismo.

Lo antedicho supone una serie de precisiones. El cinismo neoconservador es una variante de un discurso político más general que utiliza la «lógica de la necesidad» como sentido común: dadas ciertas leyes extra-sociales de desarrollo (la Razón, la Historia, el Mercado), la significación de la autonomía humana queda disipada, cuando no anulada. Las luchas sociales, en este horizonte, no serían más que epifenómenos de un desarrollo histórico necesario: toda tentativa de cambio social radical por parte de agentes sociales concretos estaría destinada al fracaso histórico o a introducir perturbaciones arbitrarias en un sistema autorregulado.

El determinismo historicista o economicista no da lugar, en efecto, a concebir la práctica humana como el ejercicio de una libertad condicionada pero efectiva. La resultante de esta concepción es decepcionante: interpreta las instituciones sociales (incluyendo el sistema judicial, los mercados económicos, los órganos parlamentarios de gobierno, los medios masivos de comunicación, etc.) no como construcciones sociales contingentes sino como resultantes “naturales” o “lógicas” de un desarrollo objetivo, independiente a la voluntad política de los agentes. La trama de decisiones que estructuran la realidad actual es presentada como obediencia a unas leyes ineludibles que determinarían el curso independiente de la historia.

Un determinismo de este tipo exonera a los sujetos de la decisión. La historiografía, en vez de tener que documentar, como una de sus tareas irrenunciables, un inventario de la impunidad (y máxime en el contexto del presente), se limitaría a constatar el despliegue sin sujeto de una historia sustraída de la contingencia. Ahorabien, si el cinismo es una forma de heteronomía, ¿no contradice con ello lo que en la modernidad filosófica hay de promesa de autonomía humana? La respuesta es positiva: aunque no toda heteronomía es cínica, la modernidad económica inaugura una época en la que la referencia a una ley extrasocial no puede ser inocente: la modernidad filosófica, especialmente desde la Ilustración, es esa experiencia del sujeto en la que éste se reconoce como ser autónomo, incluso si ese reconocimiento coexiste con diversas formas de desconocimiento. Por tanto, lo que nos reencontramos en la problemática del cinismo es la disputa entre una filosofía emancipatoria moderna y una economía política que naturaliza unas relaciones productivas marcadas por la explotación (2).

La institución del “libre mercado” como espacio de construcción de vínculos sociales es presentado como parte de este «desarrollo objetivo», omitiendo la posibilidad de otras instituciones y de institución de otras posibilidades. El corolario de este discurso es, desde luego, la «globalización», como fase superior de la economía-mundo. Conesta operación, lo político en su sentido radical es clausurado en un discurso que presenta las decisiones como inexorables. En vez de un «régimen globalitario» (por utilizar una expresión de Ramonet [3]), se nos presenta el nuevo orden mundial como resultante necesaria de la historia y la «política» como «policía» en el sentido de Rancière (4).

No necesitamos, sin embargo, mantenernos en el interior de este discurso que sabe de sobra que la economía-mundo no es una fatalidad sino producto de unas políticas específicas, discutibles y rebatibles. Como ellos, también nosotros sabemos de sobra que la globalización capitalista se estructura sobre un daño sistémico, como contracara de una economía política basada en la concentración de la riqueza y el sacrificio de masas ingentes de población.

Incluso si aceptáramos la potenciación del cinismo en nuestra cultura contemporánea, sus prácticas son irreductibles al presente: cuestionar sólola cultura postmoderna sigue planteando el inaceptable dogma de una "inocencia" moderna. No hay razón, sin embargo, para circunscribir esas prácticas a nuestra contemporaneidad, como si acaso el capitalismo alguna vez hubiera asentado en una «creencia metafísica» en sí mismo y sus posibilidades de desarrollo igualitario universal. Nuestra formación social no exige convicciones profundas para funcionar: le basta la obediencia al principio de «equivalencia general» -la reducción cuantitativa de lo existente al patrón «mercancía»-, desacreditando cualquier política emancipatoria que ponga en cuestión esa obediencia.

La razón cínica opera precisamente como apuntalamiento del nihilismo: el devenir cínico forma parte de la institución política moderna (5). No deja de ser extraño que se haya pasado por alto con tanta frecuencia la enigmática puntuación de Deleuze y Guattari del capitalismo como «edad del cinismo» (Deleuze y Guattari, 1985: 232 [6]). El funcionamiento capitalista siempre ya es cínico, producido por un régimen de saber y poder que pretende explicar las desigualdades materiales como efectos de un diferencial de esfuerzos entre propietarios en las mismas condiciones de partida. De forma mágica, convierte la anatomía de la sociedad en un trazado de méritos individuales, borrando de una vez las asimetrías de poder entre las distintas clases y sujetos sociales. La prepotencia de la mercancía reaparece así como justificación de una ética del máximo rendimiento que se desentiende radicalmente del otro.

Ante el abatimiento social, nuestra época no empuña argumentos peculiarmente elaborados. El discurso hegemónico se limita a autoafirmarse en su pura acumulación de fuerza (económica, electoral, simbólica). Su tautología podría formularse así: puesto que tenemos que ejercer el poder, lo ejercemos discrecionalmente. Que en ese ejercicio se arrase con millones de vidas, se tomen decisiones que reafirman las desigualdades presentes o se intensifiquen los privilegios de clase no es impedimento alguno. Ante la crítica a esas prácticas el sujeto cínico se limita a invocar la necesidad histórica.

El capitalismo como “edad del cinismo” es el tiempo en que saber y ética, teoría y práctica, son disociados de manera compleja por una forma específica de «subjetivación» (que Guattari califica de «capitalística»). La tecnificación de la política no es sino el dominio de expertos en la gestión de lo público, sustituyendo la discusión sobre lo justo por el cálculo de éxito orientado al mercado: en la realidad del “excedente”, las carencias son asumidas como parte de ese cálculo supremo. Las referencias de El Antiedipo a esta cuestión son relevantes: 

Marx a menudo aludía a la edad de oro del capitalismo cuando éste no ocultaba su propio cinismo: al menos al principio no podía ignorar lo que hacía, arrebatar la plusvalía. Pero cómo ha crecido ese cinismo cuando llega a declarar: no, nadie es robado. Pues entonces todo descansa sobre la disparidad entre dos clases de flujo, como en una sima insondable en la que se engendran ganancia y plusvalía: el flujo de poder económico del capital mercantil y el flujo llamado por irrisión «poder de compra», flujo verdaderamente impotente que representa la impotencia absoluta del asalariado al igual que la dependencia relativa del capitalista industrial. La moneda y el mercado es la verdadera policía del capitalismo (Deleuze y Guattari, 1985: 246). 

Con el capitalismo comienza la era de lo inconfesable, la perversión intrínseca o el cinismo esencial. Utilizando la terminología de estos autores, la axiomática de flujos de trabajo y de capital siembra una deuda infinita en sus agentes. La “esencia subjetiva de la riqueza abstracta” es convertida en propiedad privada de los medios de producción.

Dicho lo cual, ¿cómo podríamos desmontar esta era sin subvertir al mismo tiempo nuestros imaginarios y agenciamientos colectivos? ¿Cómo propiciar un giro que transforme las prácticas sociales y las diversas instituciones económicas, culturales y políticas? Y puesto que es evidente que la actual indigencia de nuestro mundo no es producto de un error de cálculo, ¿cómo transformar nuestras subjetividades para concebir una «buena vida» que no se sostenga en las espaldas de los otros?


Arturo Borra


(1) Para una reconstrucción de las “plagas” que asedian el presente, remito a “Del sacrificio al cinismo: el mundo como mercancía”, disponible en versión electrónica en http://www.rebelion.org/noticia.php?id=163831.

(2) Esa naturalización, sin embargo, no debe atribuirse a un “núcleo premoderno” de la economía: es más bien, el sello de una modernidad económica “reflexiva” que a la vez que reconoce la «libertad de las fuerzas productivas», las realiena en un sistema económico del excedente marcado por relaciones de explotación.

(3) Ramonet, Ignacio (2009): La crisis del siglo, Icaria, Barcelona, p. 82.

(4) Rancière, Jaques (2006): Política, policía, democracia, trad. María Emilia Tijoux, Lom, Santiago de Chile. La distinción es conocida: lo policial refiere a un orden gubernamental establecido: “Este consiste en organizar la reunión de los hombres en comunidad y su consentimiento, y descansa en la distribución jerárquica de lugares y funciones” (op.cit., p. 16). Mientras lo político se ocupa de la igualdad que la policía daña, la policía se ocupa se naturalizar dicho daño bajo la forma de reglas que presenta como “leyes naturales de la sociedad”.

(5) Aunque la lógica política de la modernidad ha estado marcada de forma eventual por el «mesianismo», ello no niega la hegemonía del cinismo: no es claro que estas modalidades políticas puedan ser contrapuestas. En última instancia, si el mesianismo presupone su fracaso histórico, entonces, en su propia estructura ya hay un componente cínico.

(6) Deleuze, Gilles y Guattari, Félix (1985): El Antiedipo. Capitalismo y esquizofrenia, trad. Francisco Monge, Paidós, Barcelona. Digamos, como salvedad, que las referencias al cinismo en El Antiedipo son tan inusuales como fragmentarias, difuminándose completamente en Mil mesetas.

viernes, 26 de abril de 2013

La ley de la discriminación: migración y mercados de trabajo en España

F
Fotografía de Juan Rulfo

Una breve contextualización

Referirse a la relación entre inmigración y mercados laborales en España exige al menos la referencia a cinco puntos específicos, en el contexto global de un proceso de reestructuración sistémica del capitalismo. Ante todo, i) la persistencia de una política de asilo restrictiva, ii) la consolidación de una política migratoria regresiva que ha dado un giro significativo a partir de 2008 y que el recambio de gobierno no ha hecho más que acentuar; iii) el cambio de ciclo migratorio a partir de 2012; iv) la extensión relativa de prácticas y discursos racistas y xenófobos en Europa y v) la pérdida de prioridad pública de la inmigración en general, en función de una agenda pública centrada de forma excluyente en el discurso tecnocrático de la superación de la crisis. Deforma sumaria, ampliemos estos puntos.

i)        En primer término, hay que referirse a una política de asilo restrictiva (1), tanto a nivel europeo como a nivel nacional. Según los últimos datos disponibles recopilados por CEAR, en España se presentaron sólo 3395 solicitudes, de las cuales se denegaron 2410, lo que significa que algo más del 70% de solicitantes de asilo o protección internacional en España quedaron en situación irregular, en consonancia al elevado porcentaje de solicitudes denegadas por el conjunto de la UE27, que asciende al 75% (2). En términos más amplios, el 90% de los refugiados son acogidos por los llamados “países en vías de desarrollo”, lo que no hace más que reafirmar la transferencia política de responsabilidad de los países más ricos hacia los más pobres. El informe “La situación de los refugiados en España” (3) es contundente: “El bajo índice de solicitudes en España se debe en buena parte a las enormes dificultades existentes para acceder al procedimiento de protección internacional en los CIE, puestos fronterizos y costas. Tanto en los CIE como en los aeropuertos se han detectado múltiples irregularidades que tienen que ver, esencialmente, con el derecho a una asistencia jurídica especializada. Además, la ausencia de un procedimiento de identificación de personas que puedan requerir determinada protección (menores de edad, víctimas de trata, solicitantes de protección internacional, etc.) hace que muchas de ellas no accedan al procedimiento de protección internacional” (pág. 180).

ii)      En segundo término, hay que referirse a la política migratoria española que de forma inequívoca endurece las exigencias y requisitos para residir y trabajar en territorio nacional. Esta política, aunque suele definirse como una “política de fronteras cerradas”, se caracteriza más bien por la segmentación que establece al interior de la población inmigrante, es decir, por la construcción jerárquica que establece entre diferentes categorías socio-económicas dentro de estos colectivos. Por un lado, se favorece la movilidad geográfica de inmigrantes con tarjeta azul (ejecutivos, universitarios, profesionales con alta cualificación) y, de manera más reciente, a un tipo de inmigrante de una franja de ingresos elevada (como es el caso de los compradores de viviendas de más de 160.000 €, que adquieren permiso de residencia y trabajo de manera automática), sumándose a los históricos privilegios de inversores y empresarios que, en muchísimos casos, gozan de exenciones fiscales de excepción para instalarse en el país. Por otro lado, se trata de vedar el paso a flujos migratorios que son juzgados por los estados europeos como “indeseables” -especialmente, procedentes de África y Medio Oriente- caracterizados de forma genérica por sus carencias económicas y cualificaciones más reducidas. En síntesis, la actual política migratoria se caracteriza por una fuerte selectividad de inmigrantes según su pertenencia de clase (o, si se prefiere, según su poder adquisitivo), instaurando un patrón selectivo que plantea una relación de apertura ante elites profesionales y económicas en simultáneo a la restricción de flujos migrantes de trabajadores manuales y personas en situación precaria. La supresión de fondos de integración, la reducción drástica del presupuesto para políticas de co-desarrollo y cooperación, la desfinanciación de partidas destinadas a asociaciones y ONG que trabajan con estos colectivos, el refuerzo de una política de control migratorio que incluye la militarización contra la inmigración irregular en África, la política persistente de redadas policiales y expulsiones, el mantenimiento de los CIE, la exclusión de los inmigrantes en situación irregular del sistema sanitario gratuito, etc., forman parte del arsenal de políticas que dificultan una inclusión igualitaria de estos colectivos, creando nuevas «ciudadanías periféricas» dentro de los llamados países centrales y la criminalización de personas en situación irregular. El objetivo de conjunto es claro: forzar el retorno de un “excedente” de extranjeros residentes y retener a quienes sigan “compitiendo” con salarios bajos, puedan atemperar la caída del consumo y sigan aportando, mediante contribuciones fiscales directas e indirectas, recursos económicos al estado español. 

iii)    También tenemos que referirnos al cambio de ciclo migratorio en España: en 2012, según el INE, se estima que 927.890 personas abandonaron el país, de las cuales 117.523 eran españolas y 810.367 extranjeras. En total, el saldo entre número de inmigrantes y emigrantes es negativo: 137.628 personas menos. Así, de ser predominantemente un país receptor de inmigrantes, España se ha convertido en un país productor de emigrantes. Este saldo negativo –que seguirá incrementándose en los próximos años- equivale a una fuga de trabajadores cualificados (ingenieros, investigadores, profesionales de la sanidad, técnicos con formación superior, jóvenes licenciados, etc.) que, probablemente, retrasará más cualquier reactivación económica, como no sea mediante la importación sustitutiva de mano de obra profesionalizada o la repetición de un modelo productivo que ha mostrado de sobra sus límites. La contradicción es clara: por un lado se expulsa indirectamente a muchos jóvenes españoles con educación superior (públicamente financiada) en situación de desempleo y, por otro, se priva al sistema económico de una de las franjas de la población activa que España más necesita para diversificar los mercados de trabajo y propiciar un cambio de modelo productivo. Si se tiene en cuenta el decrecimiento poblacional y el aumento relativo de la población pasiva, es previsible que esta ola de emigración también producirá efectos negativos en el sistema de la seguridad social (por no mencionar las consecuencias sociales y psíquicas de esta diáspora).

iv)    Asimismo, las prácticas discriminatorias por cuestiones de nacionalidad o raza también se han incrementado en los últimos años tanto en España como en el resto de países europeos, creando nuevas barreras culturales de ingreso a los mercados laborales y al desarrollo de una sociedad igualitaria. La xenofobia y el racismo, como operadores selectivos, aparecen como refugio no sólo de grupos de ultraderecha, sino también de una parte creciente de la población, expuesta a situaciones de exclusión social y a la caída de su calidad de vida. Ello crea las condiciones ideológicas propicias para que los discursos xenófobos y racistas tengan mayor calado (y la prueba más rotunda de este crecimiento es la consolidación electoral de una derecha que ha hecho de la restricción de la inmigración una de sus banderas). Desde luego, la visión instrumentalista y economicista de la inmigración tiene como contracara un discurso que plantea a este colectivo como “sobrante” o “amenaza laboral”. El tópico que restringe el alcance del racismo y la xenofobia a la ultraderecha es una mera coartada intelectual que mantiene a distancia la verdadera magnitud de estos problemas, tanto a nivel social como institucional: omite la discriminación racial y por origen en los mercados de trabajo. No es un asunto menor que no exista ninguna publicación de datos estadísticos oficiales relativos a denuncias y procesos penales de delitos racistas en territorio español (4). La extensión del racismo y la xenofobia exige un debate público pendiente, que constituye una deuda estructural de cualquier sociedad mínimamente democrática. Nada señala que esta ofensiva racista y xenófoba (incluyendo la islamofobia, la gitanofobia y el antisemitismo) que recorre Europa vaya a detenerse en los próximos años, como no sea con un giro de las políticas públicas comunes.

v)      Al panorama anterior hay que sumar la omnipresencia del discurso tecnocrático de la crisis que oculta problemas no menos graves, como ocurre con el de la inmigración. El «borrado» de la problemática migratoria en los discursos oficiales forma parte del desentendimiento con respecto a su bienestar. Al respecto, en los últimos cinco años puede reconocerse un giro: si desde los 90 la “inmigración” estuvo ligada a “mercados de trabajo” (asociada a una política de provisión de mano de obra barata para mercados subcualificados), el nuevo giro convierte en residual esta política: más que una fuerza instrumental relativamente valorada por su aportación laboral intensiva, en la actualidad la inmigración tiende a ser valorada especialmente por su aportación de capital o su aportación fiscal, lo que reconfigura radicalmente el mapa migratorio.

 
Mercado laboral formal: confinamiento sectorial, desigualdad y tasa de paro

Referirnos a la segmentación operada por la política migratoria no niega el efecto de homogeneizaciónque por casi dos décadas esa misma política produjo entre trabajadores inmigrados. Para circunscribirme al caso español: desde la década de los 90, el «confinamiento sectorial» de la mayoría de inmigrantes a puestos de trabajo precarizados, en posición subordinada y en sectores económicos de baja cualificación, resulta inequívoco: 8 de cada 10 inmigrantes sigue trabajando en hostelería, industria, comercio minorista, servicio a personas, agricultura y pesca y construcción.

De forma complementaria a este confinamiento, la «tasa de desempleo» de inmigrantes extracomunitarios supera en más del 12% la tasa de paro de trabajadores nacionales y comunitarios, situándose a la fecha en poco menos del 38% (5). La creciente marginación de estos colectivos está vinculada no sólo a las dificultades para acceder a los mercados laborales locales sino también al tipo de empleo y a las condiciones de contratación a los que accede. La categoría de “trabajador pobre” es una realidad cada vez más visible (que incluye desde luego tanto a personas inmigrantes como nacionales).

Como consecuencia de esta «crisis del trabajo», dentro de los colectivos de inmigrantes se está produciendo un doble fenómeno: retorno a los países de procedencia en algunos casos (especialmente, procedentes de América Latina) y la pérdida de los permisos de trabajo y residencia de miles de personas inmigradas, que necesitan trabajar al menos 6 meses por año para poder renovar su documentación. La imposibilidad de cumplir con este requisito supone el tránsito hacia una situación irregular, así como la exclusión del sistema sanitario gratuito, el deterioro de sus condiciones materiales de vida y la dificultad para asumir sus deudas hipotecarias o de otro tipo. De hecho, ya en 2011, según Eurostat, el 18% de los nativos estaba expuesto a la pobreza, mientras que esa cifra alcanzaba entonces al 32% de los inmigrantes.

Tras un análisis sistemático de las condiciones laborales de los inmigrantes extracomunitarios que acceden a un empleo y su comparación cualitativa con los puestos laborales reservados a españoles y comunitarios los resultados no dejan lugar a duda: tanto en términos salariales como en acceso a puestos jerárquicos dentro de empresas y otras organizaciones (incluyendo la administración pública), la desigualdad es notoria y relevante. En esta dimensión, no sólo cuenta la tasa de parados desigual, sino también la calidad desigual de los empleos a los que acceden respectivamente inmigrantes y locales. La referencia a una «inclusión subordinada» dentro de los mercados de trabajo resulta fundamental: no importa sólo la obtención de un empleo, sino la calidad del mismo. Basándonos en el informe “Inmigración y mercado de trabajo 2011”, a la par que la tasa de temporalidad de los inmigrantes disminuye a medida que la estancia es más duradera, se mantienen las diferencias salariales entre españoles y extranjeros (5). El salario medio anual de la población extranjera se sitúa en una franja entre el 51% y el 61% del correspondiente a la población española, dependiendo de la fuente estadística utilizada (6). Las causas de estas diferencias son diversas: variables laborales (tipo de contrato, tipo de jornada, el puesto de trabajo que se ocupa o la actividad productiva de la empresa en que se trabaja); variables sociodemográficas (sexo o lugar de nacimiento) y, según menciona el informe citado, la “discriminación” (p. 157). En última instancia, las tendencias de la participación de la inmigración en el mercado de trabajo español se mantienen, en particular, la «segregación ocupacional» y la «especialización por género». El informe es contundente: “La participación laboral de los extranjeros nacidos fuera de España sufre de sesgos terciarios y sesgos femeninos, concentraciones en puestos de trabajo de baja cualificación y mayor especialización en ramas y categorías laborales concretas” (p.158). En menor medida, esta situación es similar en el caso del colectivo de la población ocupada española nacida fuera de España.

Aunque a menudo suelen plantearse las desigualdades laborales como diferencias en las cualificaciones profesionales, un análisis comparativo de cualificación desmonta esta falacia. Según los datos publicados por Eurostat en 2011, si la sobrecualificación profesional en España alcanza al 31% de los trabajadores, el fenómeno de la sobrecualificación se acentúa entre los colectivos inmigrantes, con una tasa que alcanza el 58%. La amplia mayoría de la población inmigrante tiene una ocupación no cualificada por debajo de su nivel formativo, sumado a las dificultades en la homologación de sus títulos, obstaculizando una inserción laboral mínimamente satisfactoria y una cierta movilidad laboral ascendente.

Cualquier explicación meritocrática, al respecto, se derrumba: no existe correlacíón entre cualificación, puesto de trabajo y remuneración. La discriminación laboral por razones de origen o etnia, en suma, se hace manifiesta de diversas formas: bajo la forma de segregación ocupacional, desigualdad salarial, tasa de paro más elevada, temporalidad superior y asimetría en las oportunidades laborales. 

¿Qué cabe decir sobre la participación por parte de diversos inmigrantes en la economía sumergida, esto es, trabajadores privados de derecho? Según la estimación de carácter extraoficial del Ministerio de Economía y Hacienda ya en 2011 se calculaba que la economía sumergida en España representaba el 23% del PIB, mientras que en 2012 representó el 22, 5% del PIB, esto es, 212.125 millones que, entre otras cosas, no tributan ni aportan a la seguridad social. Aunque reflexionar sobre la economía sumergida exige un estudio pormenorizado que no puedo emprender en este contexto, señalemos que el empleo irregular implica más de 4.000.000 de personas, de las cuales al menos medio millón son extranjeras. Trabajar en la economía sumergida no sólo supone incumplir las normas laborales vigentes e incurrir en fraude, sino que expone a una manifiesta vulneración de los derechos de los trabajadores. Todo ello debería ser suficiente no sólo para incrementar de forma notable las inspecciones de trabajo y crear más controles a un sistema desenfrenado de lucro, sino para propiciar un giro radical en las políticas migratorias tanto en España como en el resto de Europa. Aunque es improbable que ocurra algo similar en los próximos años, debería ser una de las exigencias fundamentales de un horizonte político de izquierdas.

A modo de conclusión

Lo anterior permite sostener que el cambio de las condiciones económicas a partir de 2008 en España, si bien afecta de forma general a las clases trabajadoras, ha golpeado con particular rigor a inmigrantes extracomunitarios, de forma similar a otros colectivos especialmente vulnerables. Si bien el deterioro de los mercados de trabajo no afecta solamente a estos colectivos, dicho deterioro se hace peculiarmente visible en la población inmigrante, siendo los menos afectados aquellos que disponen de una mayor cualificación.

Hay buenas razones para suponer que las prácticas discriminatorias son sistemáticas y sistémicas, aunque ningún indicador aislado permita sostenerlo de forma inequívoca. Sin embargo, la convergencia de múltiples indicadores en un mismo sentido permite interpretar algunas realidades como manifiestamente discriminatorias: la tasa de desempleo, la tasa de temporalidad, las desigualdades salariales, la movilidad laboral, etc., señalan un trato desfavorable hacia los inmigrantes extracomunitarios que obstruye seriamente cualquier proyecto de integración. Por recuperar lo dicho en el Informe “Inmigración y Mercado de Trabajo 2011”(pág. 160): “Apenas existen estudios que hayan determinado con rigor la discriminación que sufren los trabajadores extranjeros en el mercado laboral, pero hay indicios claros de que tal discriminación existe. Por el momento, la discriminación no ha merecido una atención especial en el proceso de inserción laboral de la población inmigrada, porque la simple legalización de tal inserción ha sido prioritaria. Ahora, sin embargo, combatir la discriminación es ya asunto inaplazable y ello demanda, en primer lugar, cierto aprendizaje para detectarla y calibrarla. La lucha contra la discriminación requiere una vigilancia específica que comienza por el acceso al trabajo, asegurando que se cumple el principio de igualdad de oportunidades y sigue con las condiciones laborales y los procesos de promoción interna en las empresas. La discriminación en algunos casos puede ser burda, pero en otros es muy sutil, y es por ello por lo que no puede ser detectada ni corregida sin mecanismos específicos establecidos a tal efecto”.

Sería apresurado suponer que la discriminación opera de forma indiscriminada. Aunque apenas hay estudios sobre esta materia, hay indicios suficientes para mostrar que tal discriminación laboral (abierta y encubierta, social e institucional) está extendida, no sólo en cuanto a la falta de igualdad de oportunidades, sino también en las condiciones laborales establecidas y los procesos de promoción interna en las empresas.

Desde luego, que esta discriminación sistémica ni siquiera esté reconocida como tal no hace sino agravar el problema. Queda todavía por saber si en la próxima década Europa afrontará esta fractura en términos de derechos económicos y sociales o si se conformará con disimularla bajo una altisonante retórica de la igualdad.

Arturo Borra 
 
 
(1)     Para una reconstrucción más amplia de la situación de refugiados y desplazados en el mundo, remito a “Más allá de un proyecto de bienestar cercado: refugiados y desplazados en el mundo”, en http://www.rebelion.org/noticia.php?id=131170.

(2)     Dichos datos pueden consultarse en el resumen estadístico de CEAR,  http://www.cear.es/files/up2012/asilo%20en%20cifras%202011vr%20web.pdf.

(3)     Puede accederse al informe completo en http://www.cear.es/files/up2012/Informe%202012.pdf.

(4)     Basándonos en informes de la Red Europea de Información sobre Racismo y Xenofobia (RAXEN), en España, cada día al menos 10 personas sufren una agresión física o verbal por motivos de raza, etnia o nacionalidad, además de más de 80 personas asesinadas desde 1992, víctimas de delitos de odio. El “Informe Racismo 2010” de la DGII, desde una perspectiva conceptual más amplia, muestra que una parte significativa de la población española, superior al 60 %, no sólo no muestra una actitud de apertura hacia la inmigración sino que, en medidas variables, considera que la desigualdad entre nacionales y foráneos es legítima. Para información relativa al campo laboral, remito al Informe de “Inmigración y mercados de trabajo 2011”, http://extranjeros.empleo.gob.es/es/ObservatorioPermanenteInmigracion/Publicaciones/archivos/OPI_28_Inmigracion_y_Mercado_de_trabajo-Informe2011.pdf

(5)     Me remito a los últimos datos de la EPA: http://www.ine.es/daco/daco42/daco4211/epa0211.pdf

(6)     Estas diferencias han sido puestas de manifiesto con datos de la Estadísticadel mercado de trabajo y pensiones y de la EAES (Encuesta Anual de Estructura Salarial). La primera fuente la sitúa en 9.950 euros a favor de los españoles en  2010 y la segunda estima la ganancia salarial media de los españoles en 23.019 euros frente a una ganancia de 14.058 euros en el caso de los latinoamericanos y de 14.690 en el de asiáticos y africanos en 2009.

miércoles, 17 de abril de 2013

La edad del cinismo (I): el neoconservadurismo como retórica de la necesidad


 
 
“El trabajo del pensamiento no es el de denunciar el mal que habitaría secretamente en todo lo que existe sino el de presentir el peligro que amenaza en todo lo que es habitual, y el de volver problemático todo lo que es sólido”.
                                                                                                                                                                                M. Foucault

 
“El cínico es el que hace las paces con el mal del mundo”.
                                                                                                                                                                                     I. Singer
 
Los argumentos económicos que articula el discurso neoconservador son fácilmente identificables: entre otros, la necesidad de flexibilización de los mercados de trabajo a efectos de garantizar la competitividad empresarial, la importancia de reducir el déficits público en vistas a la sostenibilidad del estado, la prioridad de la iniciativa privada por razones de eficiencia y eficacia, el rescate del sistema financiero para garantizar la expansión del crédito a las empresas y por añadidura a las familias, la necesidad de establecer un control máximo sobre la política monetaria que evite cualquier escalada inflacionaria, la desgravación fiscal y mejora de las condiciones a las rentas de capital que incentiven las inversiones y eviten su deslocalización, las reformas laborales para mejorar la productividad y la restricción de sus áreas de intervención a los “servicios básicos” para no interferir en la dinámica de los mercados (aunque la categoría de “servicio básico” sea significativamente inestable, a excepción de la universal reivindicación del ejército y la policía como funciones estatales indelegables). En pocas palabras: la necesidad de “desregular” los mercados en tiempos de prosperidad y de “rescatarlos” con recursos públicos en tiempos de crisis. La fórmula subyacente es simple: garantizar la rentabilidad privada más allá de las fluctuaciones económicas, siendo el estado quien asume las pérdidas del gran capital financiero y empresarial.

A nivel político, la retórica neoconservadora se liga a la defensa de un cierto modelo de estado como garante de la economía de mercado y del mantenimiento del orden público. La remisión de la democracia a un mero procedimiento ligado al sistema parlamentario (marcado por la alternancia en el gobierno de los partidos de masas y por el control de las minorías parlamentarias) es complementado con la exigencia universal de respetar las reglas de juego establecidas (o, lo que viene a ser lo mismo, la «seguridad jurídica», especialmente de cara a “inversores”). A esta caracterización sumaria cabría añadirle otros «argumentos de necesidad» invocados por el neoconservadurismo (como sustento ideológico de las mal llamadas «democracias liberales»): necesidad de regular los flujos migratorios según las demandas de los mercados de trabajo y bajo la supervisión policial y militar (de modo de filtrar la inmigración irregular y garantizar la “integración” pensada en términos de asimilación a “normas” y “costumbres” nacionales), necesidad de limitar el derecho de asilo y de racionalizar la cooperación humanitaria, necesidad de homogeneización educativa orientada al desarrollo de la empleabilidad o de cualificaciones profesionales en mercados laborales comunes, reivindicación de una política cultural tradicionalista (ligada a la promoción de fiestas y eventos locales que protejan la “identidad nacional”, al desarrollo de políticas de preservación del patrimonio histórico-cultural, al control de las industrias culturales públicas y la interrupción de cualquier forma de mecenazgo artístico) y despliegue de una política securitaria internacional como mecanismo de protección ante la globalización del terrorismo y de las mafias así como la defensa de alianzas bélicas ante presuntos “enemigos de la libertad” y de los “derechos humanos”. La enumeración podría ser más exhaustiva e incluir variantes más elaboradas de este discurso que, aunque se base en el neoliberalismo, transgrede de forma manifiesta el credo de la “autorregulación del mercado”.
 
En conjunto, estos argumentos de necesidad niegan la “libertad” que este discurso proclama como valor supremo. La paradoja del neoconservadurismo es que en nombre de la libertad termina negándola bajo la retórica de la necesidad. La amenaza del caos es usada sistemáticamente para legitimar lo que es considerado un imperativo de acción. Lo fundamental, en este contexto, es que esa formación discursiva no se propone tanto articular una justificación teórica consistente como elaborar una práctica política presentada como ineludible. La defensa coral del sentido común y el llamado a la responsabilidad constituyen variantes de un enunciado fundamental: las alternativas políticas y económicas, en rigor, además de ser contrarias al “interés general” y en última instancia producto de posiciones “radicales”, no pueden más que conducir al “desorden” o a la “anarquía”. En suma, la glorificación de lo presente se transforma en rechazo de otras alternativas. En el límite, para este discurso no hay alternativa alguna a la opción política presente. No es de extrañar que muchos grupos sientan ante esta presunta “fatalidad” un profundo desencanto, lo que no hace sino constatar que la política de la resignación tiene consecuencias materiales.  

Por lo demás, aunque esos argumentos tengan cierta eficacia en las políticas de gobierno dominantes, bajo la forma de programas concretos, a menudo entran en colisión con la propia práctica de gestión, en la que se adoptan decisiones que nada tienen que ver con la “austeridad” o incluso el “interés económico”. Por poner algunos contraejemplos: la negativa a reducir el gasto político, la amnistía fiscal a los grandes capitales, la transferencia de recursos públicos a la banca, la subvención a instituciones como la iglesia católica o la monarquía y la política fiscal regresiva no tienen ningún vínculo estable con esos argumentos. Más bien, ponen de manifiesto un pragmatismo ideológico en la que todo vale para salvar al capital concentrado o a sectores institucionales esclerotizados.

Dicho de forma más específica: saben perfectamente que el deterioro de las condiciones laborales no implica creación de empleo, que reducir el déficits fiscal en tiempos de contracción económica agrava la situación de exclusión social y contrae más el consumo, que la iniciativa privada en ciertos ámbitos no sólo no es más efectivo sino que puede convertirse en un auténtico desastre (como ocurre con la sanidad, los recursos estratégicos, las pensiones o la educación), que salvar a la banca no conduce a un aumento crediticio, que una política monetaria rígida es un obstáculo para reestructurar los tipos de cambio, que un sistema tributario más progresivo -complementario a la supresión de paraísos fiscales y a la aplicación de una tasa a las transacciones financieras- permitiría gestionar con más recursos la crisis sin arremeter contra los damnificados, que la productividad no depende de la precariedad laboral sino de condiciones satisfactorias de trabajo, que las regulaciones estatales sobre la economía son imprescindibles en múltiples planos o que los “servicios básicos” como la policía o las fuerzas armadas son aparatos represivos que podrían reducirse notablemente de cambiar las condiciones sociales mayoritarias. Saben perfectamente lo que hacen –y por eso lo hacen.

Desde luego, si bien “argumentos de necesidad” de esa clase son manifiestamente falsos, seguirán siendo repetidos por el discurso hegemónico como una verdad de perogrullo, dogmas que no sería dado siquiera interrogar. Llegados a este punto, es claro que la función retórica de este argumentario es la legitimación ideológica de decisiones contingentes tomadas desde centros de poder sustraídos a cualquier control público. Saben de sobra del daño que están produciendo; sencillamente no les importa y ni siquiera contamos con medios de control democráticos para limitar estas decisiones basadas en cálculos de rentabilidad privada y no en criterios explícitos de bien público. Por centrarnos -a modo de ejemplo- en algunas instituciones supranacionales: ¿quién controla a organismos como la OMC, el BM, la OMS, el FMI, la CE, el BCE, entre otros? ¿Qué representan estas siglas sino la opacidad absoluta? ¿Qué sanciones están estipuladas ante los gravísimos “errores” de previsión de estas entidades y las pésimas recetas que han prescrito para gestionar la presente situación u otras similares en el pasado? ¿Quién supervisa, y bajo qué  criterios, el vínculo de la troika con los lobbies que marcan su agenda de reformas socialmente regresivas? Dicho de otro modo: ¿quién controla a estos mandatarios del gran capital?

El discurso neoconservador, pues, forma parte de la retórica cínica que esgrimen los ideólogos del orden instituido. Que encontremos expertos dispuestos a elaborar esa ideología de forma teórica habla, en todo caso, de una lucrativa alianza entre elites políticas y especialistas del ajuste, agentes financieros y académicos enriquecidos, pero no informa sobre las inconsistencias y perjuicios prácticos de ese argumentario (1), como el crecimiento de la pobreza, la destrucción de empleo, las restricciones impuestas en el acceso al sistema de prestaciones sociales públicas, el sobreendeudamiento de la población, el encarecimiento de bienes primarios o la pérdida de vivienda, por no ahondar en otros efectos menos visibles pero no menos devastadores como el éxodo juvenil, el suicidio o el aumento de distintas formas de violencia social.

El neoconservadurismo como cinismo, sin embargo, no se deja invertir: el cinismo contemporáneo –que apenas mantiene un remoto parecido de familia con el discurso filosófico griego homónimo- hunde sus raíces en la modernidad económica, en particular, en la disociación ética entre saber y poder. Comprender sus modalidades es condición para radicalizar una crítica al presente. Es de suponer que la eficacia simbólica de esa crítica se haga visible no sólo en la pérdida progresiva de legitimidad de la ideología neoconservadora sino también de una constelación cultural mucho más vasta, que sustenta la realidad histórica del capitalismo. Puede que entonces, aunque no logremos evitar que los grupos dominantes hagan las paces con el mal del mundo, al menos nosotros no las hagamos con ellos.

Arturo Borra
 

 (1) Aunque las críticas a este discurso no han cesado de multiplicarse, una refutación especialmente demoledora a la “racionalidad del capitalismo” ha sido desarrollada por Cornelius Castoriadis, en Figuras de lo pensable. Las encrucijadas del laberinto IV, trad. FCE, 2002, México, pp. 65-92.

 

martes, 2 de abril de 2013

Notas sobre la insolencia: una réplica al cinismo







Puede que nuestro objetivo no sea otro que “(…) hacer aparecer en la práctica una línea divisoria entre los que quieren más de lo que existe y los que ya no quieren más” (1). Ese “más” es de otra especie; es un suplemento que, cualitativamente, exige una sociedad que no se resigne a los escombros.

Hay que decidir entonces en esa línea divisoria: a cada instante, tenemos que optar entre asaltar el orden del mundo o defenderlo. Quien declara no optar ya ha optado por su defensa: toma partido por los que, en las condiciones del presente, gozan los privilegios de su existencia.

El antagonismo no es electivo. La escalada que vivimos es de tal magnitud que nadie puede sustraerse a sus efectos. En una situación histórica semejante, lanzarse hacia aquello que parece inatacable es una apuesta de vida. Que las posibilidades de cambio social no estén aseguradas no nos exime de movernos hacia un horizonte que exige “más”  no sólo de los otros, sino también de nosotros mismos.

El riesgo de quedar atrapado es irreductible: “Es sabido que esta sociedad firma una especie de paz con sus enemigos más declarados cuando les ofrece un sitio en su espectáculo” (2). La catástrofe diaria del capitalismo nos desafía a no retroceder ante ese riesgo.

Nunca murieron tantos seres humanos como en la actualidad, a pesar de que las condiciones técnicas para evitarlo sean inéditas. La masacre pasa desapercibida sólo a quien cierra los ojos. No hay que buscar demasiado para encontrar cadáveres detrás de las grandes fortunas.

Se puede mirar hacia otra parte. Hacer del goce una justificación para el autismo o convertir la resignación y el conformismo en religión oficial.  Declarar los sueños en bancarrota, en nombre de un realismo que alza como infranqueables los límites del mundo actual. Reírse de los utopistas –denunciarlos por totalitarios, burócratas de lo imposible. Sospechar incluso cualquier proyecto que no se contente con lo menos, esto es, ingeniería social local, política reformista, sacrificio graduado. 

Como saben los situacionistas, no se trata de plantear fórmulas revolucionarias generales. El lenguaje formulaico, al uso, es parte del espectáculo de nuestros amos. Señuelos para los desprevenidos. La práctica del cambio se gesta en una pluralidad de agentes sociales, sin centro unitario. Lo que desafía lo espectacular no es un nuevo guionado, sino la ruptura activa de la lógica de los papeles: la práctica de lo imprevisible.
Eso no niega la necesidad de una articulación política de nuestra voluntad, a través de un proyecto emancipatorio que no significa nada distinto a una anticipación abierta de la instancia decisiva de la praxis. O, si se prefiere, el borrador colectivo para no claudicar ante lo inaceptable.

Incluso si el fuego nos devora, ¿qué otra salida podríamos imaginar que no sea dar vueltas en la noche? Cuando a plena luz del día el horror no espanta, la oscuridad puede ser una forma de guarecerse para luchar. No hay reposo ni reconciliación. Si llaman “inmadurez” a la negativa a dejar de cuestionar lo heredado, nuestra decisión más razonable es aceptar la condena y resistirnos a la normalidad de lo siniestro.

No vamos a negar que nuestra incompetencia para respetar el buen sentido es máxima. Demasiados sujetos competentes sostienen la actual estructura del mundo. ¿Estamos por ello desmantelados, girando sin saber ya qué hacer? Nada de eso: el incendio de lo visto podría ser una buena respuesta. La invención de otra cotidianeidad, el itinerario abierto de una «política nocturna» que se abre paso hacia lo excluido.

La osadía política consiste ante todo en mantener abierta la pregunta por el deseo colectivo mientras nos desplazamos. Ante la obscenidad cínica convertida en moneda de cambio, la réplica es la insolencia kínica: el sabotaje a una economía del cálculo, el desafío a la racionalidad del dominio que exhibe con buenos modales su potencia homicida.

Contra el pensamiento inocuo –volver a pensar. Querer más es una declaración de guerra a la idiotez convertida en norma moral. Es comprensible que alguien pregunte: ¿no somos ya irrevocablemente imbéciles? Puesto que no estamos fuera de nada, la pregunta se hace tanto más irrenunciable. Incluso si no pudiéramos escapar de esta imbecilidad del todo, el deseo de una salida sería tanto más imprescindible.

Tampoco cabe esperar nada fuera. Crear grietas es nuestro camino político. Cercados por una membrana cada vez más asfixiante, horadar su superficie es cuestión de vida, de otra vida (y no de sólo de mera supervivencia). El encierro no previene de nada sino que aísla de la alteridad.

Tampoco vendrá nadie. Los desposeídos no verán restituida la justicia en una experiencia mesiánica. El fin del mundo se aplaza a cambio de continuas catástrofes. La promesa sólo nace de estos escombros. Es la que alzan los albañiles de lo imaginario. No hay desencanto: contra el discurso de la seducción, tampoco tenemos que aceptar la futilidad del mundo. Si morar es parte de la trampa, nosotros nos lanzamos al exilio. Horadamos el baldío en el que se amontonan los desechos.

En una época en la que el cinismo es hegemónico, la insolencia es una actitud infrecuente: cuestionar la autoridad y las jerarquías, al fin y al cabo, exige una osadía intelectual y ética más bien atípica, incluso en una multitud de intelectuales y académicos reducidos a expertos del orden y a una infinidad de artistas convertidos en coleccionistas de minucias. En efecto, “(…) la insolencia es esa libertad que podemos expresar cuando nos liberamos de los vínculos que nos atan, una trascendencia que sólo se puede vivir durante un cierto tiempo, el que necesita lo real para atraparnos” (3).   

No bastará, desde luego, con ser insolentes. Cuestionar lo que hay de místico en la autoridad y de criminal en lo institucional es asumir un compromiso que exige un trastocamiento de lo real antes de que lo real (la prepotencia de los poderosos) nos atrape. Sospechar lo que hoy se inviste de un aura respetable forma parte de una insólita práctica de libertad. Llegados a este punto, ¿hay algo más insolente hoy día que una demanda de justicia que no se contente con obtener un sitio en el espectáculo?
 

Arturo Borra



(1)   Debord, Guy (2000): In girum imus nocte et consumimur igni, Anagrama, Barcelona, p. 48.
(2)   Debord, Guy, op.cit., p. 53.
(3)   Meyer, Michel (1996): La insolencia, Ariel, Barcelona, p. 134.