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martes, 2 de abril de 2013

Notas sobre la insolencia: una réplica al cinismo







Puede que nuestro objetivo no sea otro que “(…) hacer aparecer en la práctica una línea divisoria entre los que quieren más de lo que existe y los que ya no quieren más” (1). Ese “más” es de otra especie; es un suplemento que, cualitativamente, exige una sociedad que no se resigne a los escombros.

Hay que decidir entonces en esa línea divisoria: a cada instante, tenemos que optar entre asaltar el orden del mundo o defenderlo. Quien declara no optar ya ha optado por su defensa: toma partido por los que, en las condiciones del presente, gozan los privilegios de su existencia.

El antagonismo no es electivo. La escalada que vivimos es de tal magnitud que nadie puede sustraerse a sus efectos. En una situación histórica semejante, lanzarse hacia aquello que parece inatacable es una apuesta de vida. Que las posibilidades de cambio social no estén aseguradas no nos exime de movernos hacia un horizonte que exige “más”  no sólo de los otros, sino también de nosotros mismos.

El riesgo de quedar atrapado es irreductible: “Es sabido que esta sociedad firma una especie de paz con sus enemigos más declarados cuando les ofrece un sitio en su espectáculo” (2). La catástrofe diaria del capitalismo nos desafía a no retroceder ante ese riesgo.

Nunca murieron tantos seres humanos como en la actualidad, a pesar de que las condiciones técnicas para evitarlo sean inéditas. La masacre pasa desapercibida sólo a quien cierra los ojos. No hay que buscar demasiado para encontrar cadáveres detrás de las grandes fortunas.

Se puede mirar hacia otra parte. Hacer del goce una justificación para el autismo o convertir la resignación y el conformismo en religión oficial.  Declarar los sueños en bancarrota, en nombre de un realismo que alza como infranqueables los límites del mundo actual. Reírse de los utopistas –denunciarlos por totalitarios, burócratas de lo imposible. Sospechar incluso cualquier proyecto que no se contente con lo menos, esto es, ingeniería social local, política reformista, sacrificio graduado. 

Como saben los situacionistas, no se trata de plantear fórmulas revolucionarias generales. El lenguaje formulaico, al uso, es parte del espectáculo de nuestros amos. Señuelos para los desprevenidos. La práctica del cambio se gesta en una pluralidad de agentes sociales, sin centro unitario. Lo que desafía lo espectacular no es un nuevo guionado, sino la ruptura activa de la lógica de los papeles: la práctica de lo imprevisible.
Eso no niega la necesidad de una articulación política de nuestra voluntad, a través de un proyecto emancipatorio que no significa nada distinto a una anticipación abierta de la instancia decisiva de la praxis. O, si se prefiere, el borrador colectivo para no claudicar ante lo inaceptable.

Incluso si el fuego nos devora, ¿qué otra salida podríamos imaginar que no sea dar vueltas en la noche? Cuando a plena luz del día el horror no espanta, la oscuridad puede ser una forma de guarecerse para luchar. No hay reposo ni reconciliación. Si llaman “inmadurez” a la negativa a dejar de cuestionar lo heredado, nuestra decisión más razonable es aceptar la condena y resistirnos a la normalidad de lo siniestro.

No vamos a negar que nuestra incompetencia para respetar el buen sentido es máxima. Demasiados sujetos competentes sostienen la actual estructura del mundo. ¿Estamos por ello desmantelados, girando sin saber ya qué hacer? Nada de eso: el incendio de lo visto podría ser una buena respuesta. La invención de otra cotidianeidad, el itinerario abierto de una «política nocturna» que se abre paso hacia lo excluido.

La osadía política consiste ante todo en mantener abierta la pregunta por el deseo colectivo mientras nos desplazamos. Ante la obscenidad cínica convertida en moneda de cambio, la réplica es la insolencia kínica: el sabotaje a una economía del cálculo, el desafío a la racionalidad del dominio que exhibe con buenos modales su potencia homicida.

Contra el pensamiento inocuo –volver a pensar. Querer más es una declaración de guerra a la idiotez convertida en norma moral. Es comprensible que alguien pregunte: ¿no somos ya irrevocablemente imbéciles? Puesto que no estamos fuera de nada, la pregunta se hace tanto más irrenunciable. Incluso si no pudiéramos escapar de esta imbecilidad del todo, el deseo de una salida sería tanto más imprescindible.

Tampoco cabe esperar nada fuera. Crear grietas es nuestro camino político. Cercados por una membrana cada vez más asfixiante, horadar su superficie es cuestión de vida, de otra vida (y no de sólo de mera supervivencia). El encierro no previene de nada sino que aísla de la alteridad.

Tampoco vendrá nadie. Los desposeídos no verán restituida la justicia en una experiencia mesiánica. El fin del mundo se aplaza a cambio de continuas catástrofes. La promesa sólo nace de estos escombros. Es la que alzan los albañiles de lo imaginario. No hay desencanto: contra el discurso de la seducción, tampoco tenemos que aceptar la futilidad del mundo. Si morar es parte de la trampa, nosotros nos lanzamos al exilio. Horadamos el baldío en el que se amontonan los desechos.

En una época en la que el cinismo es hegemónico, la insolencia es una actitud infrecuente: cuestionar la autoridad y las jerarquías, al fin y al cabo, exige una osadía intelectual y ética más bien atípica, incluso en una multitud de intelectuales y académicos reducidos a expertos del orden y a una infinidad de artistas convertidos en coleccionistas de minucias. En efecto, “(…) la insolencia es esa libertad que podemos expresar cuando nos liberamos de los vínculos que nos atan, una trascendencia que sólo se puede vivir durante un cierto tiempo, el que necesita lo real para atraparnos” (3).   

No bastará, desde luego, con ser insolentes. Cuestionar lo que hay de místico en la autoridad y de criminal en lo institucional es asumir un compromiso que exige un trastocamiento de lo real antes de que lo real (la prepotencia de los poderosos) nos atrape. Sospechar lo que hoy se inviste de un aura respetable forma parte de una insólita práctica de libertad. Llegados a este punto, ¿hay algo más insolente hoy día que una demanda de justicia que no se contente con obtener un sitio en el espectáculo?
 

Arturo Borra



(1)   Debord, Guy (2000): In girum imus nocte et consumimur igni, Anagrama, Barcelona, p. 48.
(2)   Debord, Guy, op.cit., p. 53.
(3)   Meyer, Michel (1996): La insolencia, Ariel, Barcelona, p. 134.

jueves, 7 de marzo de 2013

«Al sur de la frontera» -un documental de Oliver Stone sobre Hugo Chávez


Cuánta hipocresía mediática en las diatribas a Hugo Chávez... ¿Por qué asusta tanto el “populismo” chavista y no el “elitismo” de los gobiernos europeos? ¿Por qué se ensañan con su “retórica caudillista” y nada dicen sobre la “retórica militarista” de los gobiernos que componen la OTAN? ¿A qué libertad de prensa se refieren los que callan sobre los crímenes contra la humanidad que cada día perpetran los gobiernos occidentales (aunque no solamente), incluyendo atentados de falsa bandera, asesinatos selectivos y otras aberraciones éticas? ¿Por qué condenan en Venezuela lo que celebran en EEUU? ¿Por qué se ensañan con la “demagogia” de Chávez y apenas reparan en los fantoches que nos gobiernan con gesto solemne? Y para terminar, ¿por qué insisten tanto en el “autoritarismo” del expresidente venezolano y nada dicen sobre el que sufrimos cada día en los países democráticos cada vez que ejercemos el derecho a la disidencia?




jueves, 14 de febrero de 2013

Para una caracterización del ecosocialismo en diez rasgos -Jorge Riechmann




1. Frente al nihilismo contemporáneo, el ecosocialismo propugna una moral igualitaria basada en valores universales, arrancando en el primero de ellos: la dignidad humana. Más allá de la moral capitalista de poseer y consumir, más allá de su moral, la nuestra: vincularse y compartir. El pensador marxista franco-brasileño Michael Löwy, uno de los teóricos del ecosocialismo moderno, ha argumentado la necesidad de una ética ecosocialista con los siguientes rasgos: social, igualitaria, solidaria, democrática, radical y responsable.

2. Frente a la deriva biocida de las sociedades contemporáneas, el ecosocialismo apuesta por vivir en esta Tierra, “haciendo las paces” con la naturaleza. El socialismo, como sistema social y como modo de producción (sobre la base de la producción industrial), se define esencialmente por las condiciones de que el trabajo deja de ser una mercancía, y la economía se pone al servicio de la satisfacción igualitaria de las necesidades humanas. El valor de uso ha de dominar sobre el valor de cambio: esto es, la economía ha de orientarse a la satisfacción de las necesidades humanas (y no a la acumulación de capital). El ecosocialismo añade a las condiciones anteriores la de sustentabilidad: modo de producción y organización social cambian para llegar a ser ecológicamente sostenibles. (No mercantilizar los factores de producción –naturaleza, trabajo y capital—, o desmercantilizarlos, es la orientación que un gran antropólogo económico como Karl Polanyi sugirió en La Gran Transformación).

3. Frente a la pérdida de horizonte alternativo (tanta gente que ya sólo concibe la vida humana como compraventa de mercancías), el ecosocialismo es anticapitalista en múltiples dimensiones, incluyendo la cultural, y está comprometido con la elaboración de una cultura alternativa “amiga de la Tierra”. Hablaremos de “socialismo” en el sentido propio e histórico del término, un socialismo radicalmente crítico del capitalismo que busca sustituirlo por un orden sociopolítico más justo (y hoy hay que añadir: que sea sustentable o sostenible). No nos referimos, por tanto, a la profunda degeneración de la corriente política socialdemócrata que ha terminado desembocando en partidos políticos nominalmente “socialistas” aunque practiquen políticas neoliberales.

4. Frente a la tentación de refugiarse en los márgenes, el ecosocialismo mantiene la lucha por la transformación del Estado. Me impresionó, hace no mucho, un artículo de Ignacio Sotelo donde, tras decretar la inviabilidad de la revolución –“mitología decimonónica de una clase obrera supuestamente revolucionaria”− y también de la mera reforma –ya que “la rebelión y la protesta no van a cambiar el capitalismo financiero establecido”-- el catedrático de sociología –que se supone representa de alguna manera la izquierda del PSOE, no lo olvidemos− concluye que “no queda otra salida que trasladarse a otro país –la emigración vuelve a ser el destino de muchos españoles– o bien encontrar acomodo en la economía alternativa, saliéndose del sistema” . Es llamativa la coincidencia de esa propuesta de supervivencia en los márgenes, altamente funcional al desorden establecido, con la tentación de una parte considerable de los movimientos alternativos indignados: organicémonos por nuestra cuenta al margen del Estado (si destruyen la sanidad pública, creemos cooperativas de salud autogestionadas, etc.). Frente a esa tentación, el ecosocialismo afirma: no renunciamos a la transformación del Estado, de manera que llegue a ser alguna vez de verdad social, democrático y de Derecho.

5. Frente a la dictadura del capital que se endurece a medida que progresa la globalización, el ecosocialismo defiende la democracia a todos los niveles. Desmercantilizar, decíamos antes: y también democratizar. El ecosocialismo trata de avanzar hacia una sociedad donde las grandes decisiones sobre producción y consumo sean tomadas democráticamente por el conjunto de los ciudadanos y ciudadanas, de acuerdo con criterios sociales y ecológicos que se sitúen más allá de la competición mercantil y la búsqueda de beneficios privados.

6. Frente al patriarcado, ecofeminismo crítico. Como ha señalado Alicia Puleo, el ecofeminismo no se reduce a una simple voluntad feminista de gestionar mejor los recursos naturales, sino que exige la revisión crítica de una serie de dualismos que subyacen a la persistencia de la desigualdad entre los sexos y a la actual crisis ecológica. El análisis feminista de las oposiciones naturaleza/ cultura, mujer/ varón, animal/ humano, sentimiento/ razón, materia/ espíritu, cuerpo/ alma ha mostrado el funcionamiento de una jerarquización que desvaloriza a las mujeres, a la naturaleza, a los animales no humanos, a los sentimientos y a lo corporal, legitimando la dominación del varón, autoidentificado con la razón y la cultura. El dominio tecnológico del mundo sería un último avatar de este pensamiento antropocéntrico (que sólo otorga valor a lo humano) y androcéntrico (que tiene por paradigma de lo humano a lo masculino tal como se ha construido social e históricamente por exclusión de las mujeres). La negación y el desprecio de los valores del cuidado, relegados a la esfera feminizada de lo doméstico, ha conducido a la humanidad a una carrera suicida de enfrentamientos bélicos y de destrucción del planeta. Un ecofeminismo no esencialista y decidido a realizar una “ilustración de la Ilustración”, como el que propone Alicia Puleo , hemos de considerarlo imprescindible aliado del ecosocialismo que aquí se propugna.

7. Frente a la idea de un “capitalismo verde”, el ecosocialismo defiende que no tenemos buenas razones para creer en un capitalismo reconciliado con la naturaleza a medio/ largo plazo, aunque en el corto plazo sin duda serían posibles reformas ecologizadoras que permitirían básicamente “comprar tiempo” con estrategias de ecoeficiencia (“hacer más con menos” en lo que a nuestro uso de energía y materiales se refiere) . La razón de fondo de tal incompatibilidad es el carácter expansivo inherente al capitalismo, ese avance espasmódico que combina fases de crecimiento insostenible y períodos de “destrucción creativa” insoportable. Hoy ya estamos más allá de los límites, y por eso suelo decir que “el tema de nuestro tiempo” (o al menos, uno de los dos o tres “temas de nuestro tiempo” prioritarios) es el violento choque de las sociedades industriales contra los límites biofísicos del planeta. (y hoy “sociedades industriales” quiere decir: el tipo concreto de capitalismo financiarizado, globalizado y basado en combustibles fósiles que padecemos). Si se quiere en forma de consigna: marxismo sin productivismo, y ecologismo sin ilusiones acerca de supuestos “capitalismos verdes”.

8. Frente a la quimera del crecimiento perpetuo, economía homeostática. Una economía ecosocialista rechazará los objetivos de expansión constante, de crecimiento perpetuo, que han caracterizado al capitalismo histórico. Será, por consiguiente, una steady state economy: un “socialismo de estado estacionario” o “socialismo homeostático”. La manera más breve de describirlo sería: todo se orienta a buscarlo suficiente en vez de perseguir siempre más. En los mercados capitalistas se produce, vende e invierte con el objetivo de maximizar los beneficios, y la rueda de la acumulación de capital no cesa de girar. En una economía ecosocialista se perseguiría, por el contrario, el equilibrio: habría que pensar en algo así como una economía de subsistencia modernizada, con producción industrial pero sin crecimiento constante de la misma.

9. Frente al individualismo anómico y la competencia que enfrenta a todos contra todos, frente a la cultura “emprendedora” que convierte a cada cual en empresario de sí mismo presto a vender sus capacidades al mejor postor, el ecosocialismo defiende el bien común y los bienes comunes. Esta consigna apunta a priorizar los intereses colectivos (¡no solamente los de los seres humanos, y no solamente los de las generaciones hoy vivas!), y a gestionar las riquezas comunes más allá de las exigencias de rentabilidad del capital. Educación, sanidad, energía, agua, transportes colectivos, telecomunicaciones, crédito –ninguno de estos servicios básicos deberían ofrecerlos empresarios privados en mercados capitalistas. Tendrían que proveerse mediante empresas públicas y cooperativas gestionadas democráticamente.

10. Frente a la fosilización dogmática, ecosocialismo es socialismo revisionista. Pero es que, como decía Manuel Sacristán, “todo pensamiento decente tiene que estar siempre en crisis” . Aquí también es de utilidad la categoría pasoliniana de empirismo herético que le gustaba recordar a Paco Fernández Buey. Yendo a lo nuestro: lo esencial del marxismo, como repetían estos grandes maestros, es el vínculo de una idealidad emancipatoria con el mejor conocimiento científico disponible. Cada elemento teórico concreto del pensamiento socialista es revisable en función de lo que hayamos logrado saber recientemente: lo que resulta irrenunciable es la moral igualitaria que aspira a acabar con el patriarcado y con el capitalismo.


Artículo completo en Rebelión.

jueves, 27 de diciembre de 2012

Preguntas sobre el movimiento 15-M: la experiencia de la derrota




Un movimiento social identificado con fechas específicas, ¿no anticipa ya la tarea de ser confinado temporalmente y hacerse previsible, incluso si rebasa el momento en que se constituyó y hace de las apariciones esporádicas una modalidad de su existencia? También el movimiento 15-M (o 25-S o 15-O, entre otros), en las condiciones presentes, ha de luchar para no convertirse en un asunto del pasado o, algo que viene a ser equivalente, para no terminar siendo una práctica residual protagonizada por una minoría de activistas asediados.


No seremos nosotros quienes nos apresuremos a celebrar su ritual fúnebre. La emergencia de este movimiento significó la posibilidad de una revuelta incipiente que, retroactivamente, ha sido sofocada. Si se compara con las protestas populares multitudinarias precedentes, el rodeo del Congreso el 20 de noviembre de 2012 por unos centenares de manifestantes (convocado por la coordinadora 25-S) muestra este giro: el “acontecimiento”, por así decirlo, ha perdido buena parte de su fuerza inicial, al punto de poner de manifiesto un despliegue policial completamente desmesurado. La policía ni siquiera ha tenido que apelar a la brutalidad que la caracteriza.


Lo imprevisible ha sido estabilizado bajo la forma de protestas discontinuas que no sólo no han sido atendidas en lo más mínimo por el gobierno nacional sino que, además, han sido desarticuladas de forma violenta y criminalizadas de distintas maneras. A nivel mediático, a menudo esta estrategia represiva fue planteada como recurso legítimo para “garantizar el estado de derecho” y las críticas al respecto se han centrado de forma tendencial en la actuación policial, tachada a lo sumo de “excesiva”, como si no mantuviera un vínculo orgánico con una cadena jerárquica de mando.


El repliegue involuntario, por lo demás, es evidente: si las acampadas constituyeron un gesto desafiante al orden público establecido, las manifestaciones actuales ya no parecen preocupar en exceso a un gobierno que hace tiempo definió su estrategia al respecto: dar el golpe de gracia “fuera de cámara”, incluso si para ello es necesario violar de forma descarada la escasa “libertad de prensa” que todavía queda, amedrentando a periodistas y confiscando sus materiales de trabajo.


No resulta extraño, pues, que nos preguntemos sobre una posible asimilación sistémica del movimiento 15-M, pensada no ya en términos de inclusión de sus demandas por parte del sistema político y económico vigente, sino por la vía del creciente aislamiento y fragmentación de sus reivindicaciones. El momento entusiasta en que lo “imposible” estaba ocurriendo se ha convertido en la constatación melancólica de las “oportunidades perdidas”. Sin embargo, ni antes fuimos ingenuamente optimistas ni ahora estamos dispuestos a entregarnos a la sabiduría del pesimismo. Precisamente porque percibimos en el movimiento signos de un agotamiento más que nunca necesitamos dar un nuevo impulso a aquello que nace de la rebelión contra un sistema que hay que calificar de criminal sin temor a la hipérbole.


Desde una perspectiva popular, el 15-M es probablemente uno de los acontecimientos políticos a nivel nacional más relevantes de las últimas décadas. Como irrupción de un sujeto colectivo heterogéneo, en una escena pública nacional marcada por un bipartidismo autista, rompió el anquilosamiento de la resignación. Confiábamos en que desde la pluralidad de sus líneas de fuerza pudiera elaborarse un proyecto político con capacidad de articular grupos heterogéneos. Lo reclamamos en varias ocasiones, no por encontrarnos ante una supuesta “falta de propuestas”, sino por el contrario, por toparnos con una verdadera explosión de sugerencias e iniciativas de acción. El problema aquí no estuvo nunca ligado a la escasez sino más bien a la sobreabundancia.


De ahí, quizás, lo que a mi entender han sido dos errores estratégicos fundamentales: la dispersión e indefinición de los objetivos de intervención y la multiplicación de apariciones sin confluencia en un frente popular común. En un contexto de creciente control de los participantes del 15-M, ¿no sería mejor centrarse en algunas reivindicaciones que permitan condensar el descontento popular y que sean, al mismo tiempo, imposibles de satisfacer dentro del orden hegemónico? Me temo que nada de ello está ocurriendo. Si desde el principio abogamos por una internacionalización de la revuelta, más bien aconteció lo contrario: la transnacionalización de una estrategia del miedo. En España, la resultante de esta escalada represiva se concretó no sólo en cargas policiales brutales sino también en un proceso de judicialización de la protesta pública que supuso, además de miles de imputados, detenidos y multados, millones de decepcionados.


Si desde el momento de su constitución reconocimos en el 15-M una «indignación» colectiva que reclamaba atención analítica y apoyo activo, quizás ahora debamos señalar el punto muerto en el que se está sumergiendo. El furor de los comienzos, cada vez más, está cediendo su lugar a un ritual rutinario, que apenas nos sacude del letargo por unas horas. El triunfo del miedo está convirtiendo la “primavera española” en un “invierno prolongado”.


El panorama no es alentador: si la marca profunda de este movimiento quizás haya sido, ante todo, la repolitización de diferentes grupos sociales, por otro lado es indudable que este proceso ha sido obstruido, sofocando su potencial subversivo. No es meramente un fracaso; el férreo control mediático y la consolidación de un estado policial son parte determinante de esta nueva derrota histórica en la que el saqueo sistémico sigue su curso indiferente. Los privilegios de casta apenas se han modificado. El orden jurídico vigente ha dado un nuevo giro reaccionario y el desmantelamiento del estado de bienestar y de derechos socioeconómicos básicos continúan su camino sin especiales dificultades. La marcha devastadora del neoconservadurismo ha sido reconducida sin más que modificaciones superficiales: una moratoria para una irrisoria minoría de desahuciados, un probable cambio nominal de los CIE, alguna cosmética para las redadas policiales.


Con ello no quiero sugerir que no estemos en una situación próxima a lo que Gramsci señalaba como «crisis de hegemonía»: en el último año, las protestas públicas no han cesado de multiplicarse inundando la calle de distintos colores. Sin embargo, pese a la gravedad de lo que está ocurriendo, algo no funciona: las mareas no confluyen, las aguas siguen sin confundirse y ningún proyecto político alternativo ha logrado hasta el momento orientar las energías colectivas hacia otra parte. La “agenda de lucha” parece limitarse a unos reclamos sectoriales y, a lo sumo, a unas resistencias fragmentadas ante una ofensiva ideológica y política que tiene un derrotero tan virulento como previsible: despidos masivos en el sector público, privatización de sectores estratégicos del estado (incluyendo el “negocio” de las pensiones y de los servicios de empleo), recortes drásticos del gasto social, consolidación de un sistema fiscal regresivo, incremento de la corrupción estructural y el sistema de prebendas, aumento de las desigualdades sociales y de la pobreza relativa y absoluta, creciente concentración de medios y alineación ideológica, etc.   


La proliferación de conflictos sociales en la actualidad política española no deja mucho margen de duda. Lo que no es claro es si, en una coyuntura como la presente, un movimiento como el 15-M está en condiciones reales de canalizar dichos conflictos en un sentido transformador. No hay indicios de que esté ocurriendo algo semejante, aunque nada invita al sarcasmo. La guardia desengañada que nos prevenía de este supuesto “error” nunca se preocupó de aportar su experiencia de lucha para rectificarlo. La restauración autoritaria del control tampoco les inquietó en lo más mínimo. Es lo que tiene mirar las cosas desde arriba: uno no tiene que pasar por la incomodidad de la experiencia. Pero precisamente porque son nuestras luchas, nuestros deseos de justicia, debemos apostar por la (auto)crítica radical, también hacia un movimiento que amenaza con anquilosarse más allá de sus apariciones públicas efímeras. Lo que hace pocos meses parecía una brecha todavía abierta, ahora parece cerrarse. La indignación, sin embargo, no hace más que aumentar. Habrá que persistir, entonces, en el “error” de seguir buscando construir nuevos caminos, incluso si buena parte de sus trayectos no pudieran ser más que subterráneos.


La constatación es doble: el espectro de una revuelta sigue merodeando las ruinas del presente, pero su encarnación parece otra vez conjurada. Puesto que luchamos contra lo probable, sabíamos que esta asimilación sistémica podía ocurrir, aunque confiábamos que no ocurriera. Lo imprevisible, con todo, sigue latiendo: los antagonismos sociales no dejan de multiplicarse y cada vez más seres humanos son arrojados a los márgenes del capitalismo. No podemos predecir qué haremos como sujeto colectivo ante esta máquina de arrasar vidas.


Construir una salida en la aporía del presente tiene algo de tanteo más o menos lúcido: nunca sabemos cuánto puede resistir un muro hasta que intentamos derrumbarlo. Los resultados a veces son decepcionantes pero nunca definitivos: ninguna derrota desmiente el deseo de cambio sino que señala, más bien, su grado de dificultad. La decepción puede incluso ser aleccionadora. Los muros están ahí y no basta el furor espontáneo de la mañana para su derribo. La memoria de la derrota es una forma de aprendizaje; aprendemos siendo derrotados. Y, en efecto, algo hemos aprendido: también es preciso dinamitar los pilares subjetivos que sostienen esos muros. Sólo puede advenir otro tiempo si se gesta desde el deseo colectivo y se articula en un proyecto en común. Ante la repetición de la dificultad, siempre estará la coartada de la huida, el retorno a la resignación. Sin embargo, ¿qué sería de la posibilidad siempre latente de otra sociedad sin esa voluntad de cambio capaz de sobreponerse a la experiencia de la derrota?


Arturo Borra

domingo, 9 de diciembre de 2012

Lo imposible rehabilitado: el sentido de una huelga general indefinida



-I-
¿No es un anacronismo reivindicar la huelga general indefinida a nivel europeo en el siglo XXI, sabiendo que sólo unos grupos reducidos de activistas estarían dispuestos a hacerla propia? ¿No es pedirle demasiado a la “gente”, algo que no está en condiciones de cumplir, dadas sus urgencias económicas? ¿No estamos propiciando una nueva derrota en la pulseada contra el capital empresarial y financiero concentrado, arrojando al “común de la gente” al vacío con una medida que a la larga habrá que abandonar para “no morirse de hambre”? En suma, al “pedir lo imposible”, ¿no reforzamos nuestra frustración colectiva?
En efecto, la huelga general indefinida es un anacronismo. Viene de otro tiempo: un tiempo en el que la «revuelta» -como cuestionamiento político de lo heredado- vuelve a ser posible. En una época en la que la «resignación» constituye el vínculo hegemónico con la realidad histórica, el anacronismo como acto extemporáneo se hace pertinente: es reivindicación de otra temporalidad, en la que lo decisivo es la rearticulación en las condiciones del presente de un proyecto político emancipatorio.
Si la «huelga general indefinida» operó –especialmente, a principios del siglo XX- como mito para unificar a las clases obreras en sus luchas contra las patronales e incluso como una forma activa de sabotaje a la producción capitalista, su riesgo más actual no es otro que el de recaer en la mistificación de la “clase obrera” industrial europea (como si la cultura proletaria llevara inscripta alguna insignia revolucionaria). Para mayor escarnio, su poder de «interpelación» es dudoso, más todavía cuando el “sujeto” de dicha huelga parece desdibujado en la actualidad, habida cuenta de que muchos grupos ni siquiera se sienten parte, condenados como están al desempleo, el subempleo o la marginación sistémica.
Ante esos señalamientos, habría que enfatizar que elaborar una salida política del presente exige salirse de un esquema sustancialista que asigna a ciertos sujetos históricos algún valor privilegiado en los procesos de transformación social. La heterogeneidad es irreductible y debe ser tenida en cuenta como tal. En este sentido, constituye un error político fundamental suponer que el sujeto del cambio preexiste al proceso de lucha. Por el contrario, en cualquier acto de rebelión colectiva lo que se juega es la producción de un sujeto político emancipatorio que no preexiste ni está garantizado por ninguna pertenencia de clase, género, edad o etnia.
La persistencia de ese error está en la base de la acción sindical de los gremios mayoritarios: su falta de interés por articular sus luchas a movimientos sociales contestatarios es notoria. Apenas si han tomado nota de que las “clases trabajadoras” no son los únicos grupos sociales que cuentan. De forma inversa, la (auto)exclusión de muchos trabajadores y parados por parte de esos movimientos contestatarios no es menos sintomática: sigue recelando de la heterogeneidad social como condición de partida. La consecuencia de este error de base es, a mi entender, la multiplicación de luchas sociales sin una «articulación contrahegemónica» que permita ir más allá de unas protestas sociales de carácter defensivo.
En este contexto, se hace necesario elucidar el sentido de una «huelga general indefinida» y en qué podría contribuir a modificar la situación precedente. Al respecto, quisiera sugerir al menos tres dimensiones que entran en juego. En una primera dimensión, uno de los objetivos de una intervención de este tipo es el boicot del «proceso de acumulación»: cortocircuita la reproducción del capital y, con ello, mediante la generación de pérdidas millonarias, obliga a producir cambios reales en el sistema económico. En una segunda dimensión, establece una presión sistemática sobre los gobiernos para buscar soluciones alternativas a las irresoluciones colectivas del presente. Las condiciones de negociación, en ese contexto, se modifican de forma sustantiva, equilibrando las relaciones de fuerza. En una tercera dimensión, omitida muchas veces del análisis, este tipo de huelga crea instancias de reconocimiento mutuo entre los participantes, esto es, genera una acción colectiva en la que distintos grupos pueden representarse como miembros de una misma «comunidad de lucha». La centralidad de ese punto es clara: no hay proceso de cambio histórico sin la formación de una voluntad colectiva transformadora.
Ahora bien, a pesar de la tan mentada heterogeneidad, ¿no es una huelga general indefinida, por definición, una acción protagonizada por las clases trabajadoras? A mi entender, es precisamente este punto el que hay que poner en cuestión. Si esa medida de fuerza sólo fuera adoptable como movilización de los trabajadores,en efecto, carecería de fuerza articulatoria. La cuestión cambia radicalmente si la planteamos como punto nodal en una cadena de demandas sociales más amplias, imposibles de satisfacer dentro del orden hegemónico. Dicho de otra manera: una «huelga general indefinida» puede funcionar como punto de condensación de una pluralidad de reivindicaciones: no sólo de los trabajadores, sino también de parados, desahuciados, jóvenes, mujeres, indignados, jubilados, inmigrantes, minorías sexuales, etc.
La condición de esta articulación es la producción de un discurso político (de carácter extra-partidario) que signifique la huelga general indefinida como «medida unificadora» de un frente popular en su antagonismo radical con las oligarquías económico-financieras y políticas. Puesto que esas oligarquías afectan de forma directa a todos esos grupos, la «huelga general indefinida» puede ser representada no sólo como eslabón particular de una cadena, sino también como punto de articulación general: representar la interrupción de la «normalidad» del funcionamiento capitalista. Ello nos desplaza, desde luego, a otras medidas complementarias: huelgas de consumo, manifestaciones, acampadas, jornadas de reflexión, piquetes informativos, etc. Sin embargo, que esa pluralidad de medidas complementarias puedan estar contenidas en la representación unificada de la «huelga general indefinida» es crucial. Permite consolidar el reconocimiento mutuo de los participantes en un mismo horizonte de lucha política y, con ello, preparar las condiciones para una intervención política que subvierta las bases sistémicas del capitalismo.
Desde luego, nada garantiza que una huelga general indefinida pueda llevar más allá de un pacto de mejoras salariales y laborales o de un acuerdo tripartito entre sindicatos, gobiernos y empresas. Pero desde hace tiempo sabemos que no hay garantías metafísicas para nuestra voluntad de cambio. De hecho, el fantasma de una nueva derrota histórica es la contrapartida necesaria de la intensificación de las luchas colectivas, sea cuales sean los caminos que elijamos. La apuesta “imposible” por una sociedad que transforme de forma radical sus relaciones políticas y económicas siempre tiene final abierto: abre a un acontecer necesariamente imprevisible. Su posibilidad radical, sin embargo, es inocultable.
El “caos” irrepresentable que la derecha vaticina ante este “imposible” rehabilitado no es otra cosa que la irrupción de una práctica revolucionaria. La bancarrota del capitalismo es la oportunidad de una reestructuración de los espacios de trabajo siguiendo otras lógicas de organización y gestión (como es el caso del cooperativismo autogestionario y de una producción coordinada de trabajadores autónomos) y la oportunidad de un proceso político y cultural de transformación de las instituciones públicas y privadas, incluyendo desde luego los espacios educativos. Del mismo modo en que no hay proyecto comunitario deseable sin una distribución económica justa, tampoco podría darse tal proyecto sin unas estructuras políticas democráticas o una cultura en común que posibilite una existencia social igualitaria. 
-II-
Retomemos las preguntas iniciales. Con el  anacronismo de la huelga general indefinida no estamos pidiendo nada a la “gente”, entre otras cuestiones, porque no hay nada parecido a un “colectivo” sustraído de las divisiones sociales. Un llamado semejante opera en primer término en tanto interpelación a distintos grupos como sujeto político transformador. Si lo que tienen en común esos grupos no es su pertenencia al mundo del trabajo o a una clase obrera tradicional, sino su antagonismo con las oligarquías, entonces, la eficacia de este “mutuo reconocimiento” depende del grado en que cada parte integre sus reivindicaciones en un horizonte de luchas en común. La huelga general indefinida sólo puede ser agenciada por estos grupos heterogéneos en tanto sea significada como eslabón de unas demandas de justicia más amplias frente a unos poderes dominantes cada vez más opresivos. En síntesis, lo que cuenta en este contexto es la posibilidad de significar una determinada práctica como punto de condensación de unas reivindicaciones colectivas. De ahí la centralidad de una articulación discursiva que signifique las diferentes identidades grupales como solidarias ante el saqueo sistemático perpetrado por las elites hegemónicas.
Es evidente que ese proceso de articulación es complejo y sólo puede llevarse a cabo en condiciones adversas. Pero lo que para la “gente” es imposible no lo es por necesidad para este “sujeto popular”. La “urgencia económica”, por otra parte, no puede constituirse legítimamente en un pretexto para ser conservadores: la mejor manera de no poder satisfacer esa urgencia es aceptar la ofensiva actual del capitalismo, comenzando por las reducciones salariales en curso o los despidos masivos que dejan un saldo desastroso de desocupados y trabajadores precarios. Así pues, ¿no es, precisamente, la realidad actual el paisaje más evidente de lo que nuestras “urgencias” provocan?
Puesto que vivimos en el  paisaje de la derrota nuestro horizonte es hacer de ésta un punto de partida. Una huelga general indefinida no arroja al vacío a nadie, entre otras cosas, porque ya estamos en el vacío (de oportunidades vitales, de autonomía, de justicia). Millones de humanos están muriéndose de hambre e indiferencia. Optar por la certidumbre de la servidumbre no deja de ser un consuelo penoso.
Afortunadamente, no estamos condenados a esa decisión. Pedir lo “imposible” es abrirnos a otras posibilidades históricas. La posibilidad de la frustración no es exclusiva al deseo revolucionario; de hecho, nuestras añoranzas más profundas están siendo frustradas cada día. Si la normalidad no es nada distinto al crimen institucionalizado, la rehabilitación de lo imposible es, precisamente, esa promesa de libertad que necesitamos para que nuestra vida sea algo más que mera supervivencia en las ruinas del presente.

Arturo Borra

miércoles, 14 de noviembre de 2012

Sobre una siniestra normalidad: por la huelga general indefinida


 
 

            Lo «normal» está construido sobre una multitud de omisiones. Garantizar la normalidad, tal como claman los profetas del miedo, no significa nada más que hacer cumplir de forma violenta la reproducción de un capitalismo indiferente a la catástrofe diaria que produce. Cuando lo patológico se instala como patrón social normalizado, nuestro camino debería apostar por la interrupción de todo aquello que resulta habitual. ¿Qué significa, en efecto, la “normalidad” en una sociedad que expulsa a sus márgenes a un número creciente e indefinido de “ciudadanos” considerados de segunda mano? Si el discurso hegemónico representa otras alternativas políticas como conducentes al “caos”, ¿no deberíamos insistir en que el actual “orden” se sostiene sobre el hundimiento de las mayorías sociales? ¿Qué clase de orden es éste que requiere dosis incrementales de violencia institucional y policial para sostener el desastre planificado?

 
            En un país como España lo único “normal” es el arrase de las clases subalternas. Más de 400.000 desahucios, casi 6.000.000 de parados, más del 25% de la población por debajo de la línea de pobreza, la desarticulación de un estado de bienestar de por sí trunco, el evidente retroceso de derechos sociales, económicos y culturales fundamentales –desde el acceso gratuito a la salud o la educación superior hasta el derecho a reunión y manifestación, sin olvidar la reforma laboral y de las pensiones-, la gravación regresiva sobre las rentas de trabajo y la amnistía fiscal a los grandes capitales evasores, los aranceles a las tramitaciones judiciales y la judicialización represiva de las protestas sociales, la corrupción estructural del sistema político y económico, las transferencias públicas millonarias a un sistema financiero que lucra con la adquisición de bonos de deuda, el expolio de las estructuras del estado y el endeudamiento social generalizado, por mencionar algunos ejemplos, son síntomas de esta normalidad de lo siniestro en la que (mal) vivimos. Claro que este cuadro podría ampliarse a otras dimensiones de la vida social: detenerse en la situación que hace que diez personas se suiciden a diario en España, en la escalada del racismo y la xenofobia a nivel europeo, en la imparable violencia de género que unas estructuras patriarcales producen de modo sistemático, en la incidencia retrógrada de la curia católica en las políticas de estado, en el aumento del tráfico y trata de personas, en la desfinanciación de una política cultural democrática y popular, en el anquilosamiento de una monarquía decadente, en la diáspora de miles de jóvenes hacia el exterior en busca de la “oportunidad perdida” y sería sencillo seguir hurgando en otros signos de deterioro.
 

            No se trata de ser exhaustivos: la magnitud del daño tiene ramificaciones por doquier. Garantizar la normalidad significa, sencillamente, que todo siga igual. Lo normalizado no es nada distinto al sufrimiento colectivo en plena implosión, mientras los beneficiarios de esta estafa sistémica siguen arremetiendo contra todo lo que represente la esfera pública, sea estatal o societal. Como dice el ministro de la banca De Guindos, todavía hay un trecho que recorrer en el sector público. Leáse: tras a sangría en las empresas privadas, ahora “toca” el negocio millonario y fraudulento de las privatizaciones a los servicios públicos en nombre de la sacrosanta “reducción del déficits” (a pesar de las evidencias en sentido contrario de empresas públicas sostenibles y de los beneficios sociales de prestaciones públicas universales), despidos escalonados a funcionarios del estado, mayor presión fiscal sobre sectores medios y populares, reducción drástica de las ayudas sociales y prestaciones ligadas al desempleo, reducción salarial, mayor precarización de las condiciones laborales, etc.

 
            En la normalidad de una existencia social opresiva, una huelga generalrepresenta una interrupción momentánea de los rigores de la fábrica o del espacio de trabajo. Sin embargo, esta interrupción sólo constituye un acto de desobediencia civil  en la medida en que hace imposible que “las cosas sigan su curso habitual”. En suma, sólo si cambia la estructura patológica que sostiene los síntomas adquiere un sentido político transformador, que rebase los rituales instituidos del malestar. Para decirlo de forma positiva: la única forma de paralizar esta escalada de signo autoritario, al servicio del capital concentrado trasnacional, es la movilizaciónpermanente y la huelga general indefinida. Más en general, la apuesta es multiplicar los frentes de lucha, diversificar sus medios de producción, en suma, subvertir la normalidad del expolio. Las huelgas de consumo periódicas y los boicots a las empresas que incumplen sus deberes y penalizan a quienes ejercen sus derechos, la extensión de jornadas de lucha, las manifestaciones sociales ligadas a demandas colectivas de largo alcance, la retirada de ahorros de la banca privada, por mencionar algunas posibilidades relativamente inmediatas, debe complementarse con una huelga general indefinidaque haga imposible el retorno al actual orden de cosas. Forzar un movimiento, no obstante, no podría bastar si no es tomado como un puntapié inicial para producir un cambio social radical, que exige intervenciones en diferentes dimensiones, incluyendo el despliegue de una política cultural y educativa que apueste a la formación de sujetos críticos o una transformación institucional profunda (1).

 
            En síntesis, si por un lado podría evaluarse la capacidad actual de esta convocatoria para generar adhesiones colectivas, por otra parte, sus posibles efectos de ruptura están fuera de duda. El llamamiento a una huelga general indefinida -ligada a la construcción social de alianzas intersectoriales, a la inclusión horizontal de sujetos heterogéneos y a una internacionalización de las luchas populares- no es una panacea política. Más bien, constituye un eslabón central de una cadena de luchas emancipatorias que necesitamos seguir articulando en común. Sumarnos a ese llamamiento es una forma de apostar por la ruptura con una normalidad que está arrasando nuestras vidas. Si hay una memoria de las luchas, nada está perdido definitivamente. Incluso el fracaso de ese llamado nos informa sobre el nivel de fragmentación que sostiene nuestra sociedad del malestar.


La retirada indefinida de nuestra energía de la producción económica no tiene nada que ver con la tontería de suponer que esta actividad política podría prolongarse al infinito. Se trata de una negativa rotunda a la globalización de la penuria que propicia el capitalismo. Suponer que están dadas las condiciones para un acontecimiento de esa magnitud sería ilusorio. Sin embargo, que hoy vuelva a resonar ese llamamiento con un mínimo de verosimilitud, esto es, que sea otra vez formulable a nivel público por parte del sindicalismo alternativo y de movimientos sociales como el 15-M, es indicio de una brecha políticaque sólo excepcionalmente se produce en la historia. Forma parte de nuestras luchas ensanchar esas brechas, no sólo para que la “restauración de la normalidad” ya no sea posible sino, fundamentalmente, para que su ruptura sea una opción colectiva deseable.

 
Arturo Borra
 

(1) Podríamos seguir debatiendo acerca de si la «huelga general indefinida» constituye una “fórmula revolucionaria”, un “mito movilizador” o una “mistificación popular”, por poner tres posibilidades contrapuestas aunque no necesariamente excluyentes entre sí. Sin embargo, ese debate no debería hacernos perder de vista que se trata, ante todo, de una «situación ideal». Además de determinar en términos tácticos si esta opción resulta factible en un momento dado, lo central es analizar sus potenciales de ruptura, planteando la posibilidad de un cortocircuito radical con el modo de producción dominante. En otras palabras, lo que se plantea en torno a una huelga semejante es una auténtica «politización de la economía» que, de llevarse a cabo, nos enfrenta a lo inédito. Que lo inédito sea interpretado como “caos” por parte de las clases dominantes es previsible: supone una alteración radical de una estructura productiva sustentada en relaciones sociales de explotación. Eso no debería ser un impedimento para reflexionar sobre la relevancia de la intervención de sujetos colectivos que no participan de forma directa en el aparato productivo ni pueden ser identificados a secas con la “clase obrera” tradicional. La posibilidad misma de que otros grupos e individuos puedan reconocerse en ese llamado depende de un trabajo discursivo que articule esas diferencias en un mismo horizonte: la particularidad de la “huelga general” puede funcionar, de este modo, como punto nodal de unas demandas sociales más vastas (capaces de integrar en un mismo discurso a parados, jóvenes, inmigrantes, trabajadores, estudiantes, jubilados, autónomos, movimientos altermundistas, feministas, entre otros). Cualquier apuesta “inmanentista” -“nosotros los trabajadores somos los que tenemos la responsabilidad fundamental”, “la clase obrera es la protagonista”, etc.- corre el riesgo de ser asimilada y replicada con algunas concesiones sectoriales más o menos irrelevantes.

lunes, 22 de octubre de 2012

Ciclo "Cercanías", Sevilla (octubre y noviembre de 2012)

También las experiencias poéticas ayudan a respirar. Contra lo improbable. Construyendo comunidades (in)imaginadas, en la proximidad con aquellos que intentan vivir en la intemperie, afrontando su vulnerabilidad sin falsos resguardos.
 
La poesía también también supone la cercanía de lo indecible. Quizás no haya nada más mágico que esa experiencia compartida en la que tras lo dicho se asoma la promesa de otro decir. Un decir que es mundo, desafío a la distancia instituida en el presente.
 
El ciclo Cercanías. Reflexiones abiertas sobre poesía contemporánea, en su pluralidad, quizás no sea sino una forma de seguir horadando las brechas que separan los discursos poéticos de otras formas de comunicación social.
 
 
 
 
 

miércoles, 5 de septiembre de 2012

Apuntes sobre «La desaparición del exterior» de Antonio Méndez Rubio



I

Hay libros llamados a pasar en puntas de pie, casi inadvertidos, tanto por la propia exigencia de invisibilidad como por el desajuste que producen con respecto a las lecturas hegemónicas sobre el presente. Ese desajuste, producido a fuerza de un sostenido y consistente trabajo crítico con respecto al campo de la comunicación y la cultura, es el que reaparece en (otra) escena en La desaparición del exterior: Cultura, crisis y fascismo de baja intensidad  (Eclipsados, Zaragoza, 2012), el nuevo libro del ensayista Antonio Méndez Rubio, en continuidad con trabajos precedentes como La apuesta invisible: Cultura, globalización y crítica social (Montesinos, Barcelona, 2003) o Encrucijadas: Elementos de crítica de la cultura (Cátedra, Madrid, 1997).

En este nuevo libro, Méndez Rubio reúne ensayos heterogéneos escritos entre 2001 y 2009, además de tres entrevistas recientes. Con su ya característico estilo lúcido, mordaz y provocativo el autor retoma el tejido problemático que enhebra a partir del borrado de una «exterioridad» tan incierta como necesaria para imaginar (y, por ende, instituir) otra forma de sociedad. Un tejido, por otra parte, capaz de asfixiar si se le da crédito. La misma dedicatoria a Joaquín Herrera Flores es elocuente con respecto al alcance de las tesis de partida: lo que está en juego (en riesgo, mejor) en nuestras sociedades contemporáneas no es sólo un asunto de derechos humanos, sino la vida misma.   

Para Antonio Méndez Rubio vale lo que decía Edmond Jabès: “Preguntar es estar sin pertenencia el tiempo que dura la pregunta; es estar sin pertenencia en la pertenencia, sin lazos en el lazo. Desatarse a fin de atarse mejor para volver a desatarse; es, del dentro, hacer un fuera perpetuo; es liberarse y, de esa libertad, disfrutar y morir” (1984: 24 [1]). Exactamente lo contrario a lo que produce el capitalismo: convertir el afuera en una interioridad perpetua que, paradójicamente, expulsa hasta los sueños, la imaginación, las añoranzas. Su poder de asimilación podría describirse como fuerza de interiorización neutralizadora de un exterior significado como amenazante. Esta deglución tendencial que produce el capitalismo es goce de muerte que plantea el lazo como imposible de desanudar. Estrictamente: la lógica de la esclavitud, que acepta como dados los vínculos, esto es, nudos “naturales” (en verdad, naturalizados) que no podrían desatarse. ¿Qué otra cosa podrían perseguir los imperativos hegemónicos que repiten de forma incesante la presunta inexistencia de alternativas ético-políticas a un presente cada vez más desolado? ¿Y cómo podría todavía cuestionarse ese poder asimilador, ese gran interior que se presume omnipotente e inalterable, como no sea a través de una interrogación interminable? 

La desaparición del exterior dispara en ese sentido, tal vez como una reivindicación no tan silenciosa de la intemperie. Con ello, se extraña del mundo social al que pertenece y, desde la libertad de crítica que ejerce, acepta el desafío de atravesar el desierto. El carácter perturbador de esta “desaparición” es claro:

En este mundo (no mundo-otro sino mundo-uno), la pauta de orden parece reproducirse a sí misma de manera obscena, autoevidente, como una negación del afuera, como un borrado de cualquier exterior (Méndez Rubio, 2012: 19).

La autoafirmación ilimitada de ese mundo-uno se hace patente, en primer lugar, en la difuminación de la distinción entre lo «público» y lo «privado» de la primera modernidad, así como en la totalización que el presente hace de sí mismo, avanzando en el viejo sueño totalitario de un «mundo clausurado», como décadas atrás denunciaran algunos intelectuales ligados al círculo de Frankfurt.

Los efectos claustrofóbicos que el actual orden globalizador produce son indisimulables, pero esa claustrofobia no es crítica todavía si no permite elucidar formas de análisis e intervención que contribuyan a fisurar esa membrana que se proyecta como invulnerable, incluso si para ello debe erigir un escudo que nos protegería de la presunta amenaza de la alteridad. Ante este espacio totalizado, Méndez Rubio enfatiza las claves culturales de cuño libertario que anclan las prácticas críticas a su condición (de)constructiva, poiético-política, que apunten a un movimiento diaspórico, capaz de quebrar esa frontera fijada entre un interior plácido y un exterior peligroso que mejor sería evitar.

La toma de distancia de un cierto progresismo reformista es nítida: no hay capitalismo de “rostro humano”. Por tanto, no se trata meramente de cuestionar supuestas “perversiones de la democracia” sino de trazar una crítica y unas luchas contra “una renovada y legalizada forma de fascismo histórico” (2012: 23). Tras las huellas de diversos autores ligados a un horizonte crítico –desde Adorno y Bauman hasta Sloterdijk o Virilio- Méndez Rubio procura reconstruir la filiación entre fascismo y modernidad e incluso, de forma más concreta, entre holocausto, industrialización y estatalismo. Si la cultura de masas instala como prototipo del fascismo al nazismo alemán (reduciéndolo así a un caso único, localizable y rentable), La desaparición del exterior avanza en sentido contrario: tanto el nazismo como la modernidad oficial comparten un industrialismo desenfrenado y un nacional-estatalismo que los emparenta de modo indisimulable.

Dicho lo cual, se plantea la hipótesis polémica que sostiene “(…) la existencia de un vínculo pragmático e inercial entre el ambiente social actual y un fascismo de baja intensidad” (2012: 25), entendiendo por «baja intensidad» una “presión mínima” pero en el contexto de una opresión constante, extensa y profunda. El autor apoya esa hipótesis al menos en cuatro bases: la “desaparición del espacio público”, la “neutralización expansiva de la información como propaganda y publicidad”, la “invisibilización del otro” construido como amenaza y la “producción adictiva de pobreza a gran escala”. Sobre esos escombros, se alzaría un orden social autoconcebido como “régimen inconstestable” que normaliza por consenso el control y la violencia extendidos.

Siguiendo a Foucault, Méndez Rubio define el actual espacio como una “(…) especie de espacio total, sin exterior, donde la amnesia ocupa el lugar tradicional de la memoria, la actualidad ocupa el protagonismo que tuviera la historia, y el mundo se traduce a códigos acelerados de interconectividad sin límite, de inmediatez comunicativa, donde, como se cansan de repetir eslóganes comerciales y políticos, todo es posible” (2012: 34). Ante esta realidad histórica, que coincide con lo que Hannah Arendt llamaba «totalitarismo», La desaparición del exterior contrapone un «antipoder de raíz crítica o todavía revolucionaria» que abogue por la producción de espaciamientos o aperturas imprevistas.

Sin embargo, difícilmente podemos cambiar esa realidad histórica si no atendemos a las especificidades de la actual fase postmoderna y globalizada del capitalismo, en la que lo cultural adquiriría una relevancia estratégica sin precedentes. Eso convierte nuestra vida en común en un campo de lucha decisivo y también habilita a una revalorización política y cultural de lo popular-subalterno, en tanto condición de alteridad y alteración de lo hegemónico. Tal vez en ese modo de producción podrían rearticularse unos conflictos que abran los espacios de poder hacia un exterior que, paradójicamente, no existiría. 

II

Sugerente en distintos sentidos, La desaparición del exterior también incide en la crítica a una sociedad del espectáculo que sobreproduce imágenes ante el vaciamiento del exterior, en una suerte de “virtualización de lo vivido” o “(…) espectacularización de un afuera que de alguna forma escópica suture la herida dejada abierta por la desaparición del exterior” (2012: 45). Antes que invitar al optimismo, el autor advierte sobre los peligros que se ciernen sobre la «comunicación» en un mundo que se presume plenamente intercomunicado y que, más bien, desplaza a una zona de “solipsismo interactivo” que pocas semejanzas guarda ya con la experiencia del diálogo.

En las condiciones de este “cercado existencial”, los espacios públicos son reconvertidos en espacios publicitarios, lugares de paso por un territorio sin límite que encarna en un mundo televisivo tan fascinante como virtualizado. Las implicaciones de ese espectáculo son graves; ante todo, el borrado de aquellos sujetos sufrientes entre los que cuentan los refugiados, los pobres, los esclavos, “los desechos sin valor del mercado global”.

Frente a una cultura que pone en crisis los vínculos comunitarios y nos encierra en un “ensimismamiento compartido” resulta de vital importancia la interrogación por lo común. Méndez Rubio ahonda en esa dirección, remitiendo tanto a la comunicación como “exposición con el afuera” (Nancy) como a la necesidad política de crear espaciamientos críticos (incluyendo la apertura simbólica de cierta producción artística, creadora de una “zona de incertidumbre”) en un espacio social que se pretende suturado.

Tal vez en esas indagaciones el lector sienta que puede respirar. El libro, sin embargo, no da tregua. De forma elíptica y polémica, Méndez Rubio advierte incluso sobre un cierto “activismo” que da por evidente la posibilidad de una acción crítica en el espacio público actual. Contra las “llamadas fáciles a la acción” que involuntariamente tienden a reproducir el orden existente, el autor insiste en la necesidad de revisar los propios presupuestos (o definiciones) del hacer, parafraseando a Zîzêk y su llamado a “hacer nada” –que de lugar a otro hacer y, en primer término, a otro modo de vivir. Y aunque ante un posicionamiento así uno se ve tentado de preguntar si no estamos ya “haciendo nada”, la puntuación crítica es más que pertinente en un contexto histórico en el que incluso las prácticas políticas más contestatarias corren el riesgo de ser asimiladas sin excesiva dificultad.

Cualquiera sea la respuesta a la cuestión previa, Méndez Rubio nos instala en un campo tan incómodo como imprescindible al momento de hacer una reflexión política radical. Si el valor de un trabajo crítico no reside en su novedad sino en su capacidad de perforación -o, si se prefiere, en su fuerza para desenlazar esos nudos que nuestra actualidad ha atado con violencia-, entonces, no hay dudas que La desaparición del exterior opera en ese sentido de un modo lúcido y ejemplar. Lejos de limitarse a repetir, persiste en la interrogación de una problemática de primer orden: el giro histórico de un  «fascismo clásico» ligado al nacional-socialismo a un «fascismo de baja intensidad» (2). Su tesis es tan clara como inquietante: el actual sistema global(itario) en el que vivimos puede caracterizarse precisamente por esta segunda variante fascista, en absoluto ajena a la realidad de un holocausto permanente:
           
Mientras tanto, la identificación de la política con la lógica del terrorismo y de la guerra sigue su curso afable, indiferente. Así que la subversión apenas perceptible, silenciosa, le queda aún el desafío de desbordar el esquematismo y el absolutismo autista del sistema, el reto de transgredir los límites secretos de una propaganda ilimitada. Esto es: la necesidad de encontrar las fisuras improbables de una realidad sin exterior (2012: 70).

En una época de “mirada sin visión”, la referencia a una “política nocturna” es ineludible; se trata de aprender a mirar contra la obviedad de la propaganda que incita al consumo mientras la información y la guerra se convierten en mercancías cada vez más rentables. Esa obviedad propagandística no sólo absolutiza y totaliza su punto de vista; también instala un discurso monológico y estandarizante que censura matrices discursivo-críticas, asimilando la producción de orden a la producción de miedo a gran escala. Correlativamente, la «guerra» aparece como “medio de reproducción de las alianzas entre mercado y estado, capitalismo y gobierno”, planteando la disidencia como una “amenaza sistémica”.

El diagnóstico es lapidario: tras el 11-S, vivimos en un estado de excepción permanente, bajo la hegemonía de un fascismo de baja intensidad. Si el fascismo clásico constituye una variante comparativamente más letal en el plano de los cuerpos, en este caso se trata de una variante que a través de la «ideología de la no ideología» apuesta a desarticular cualquier vestigio de una existencia autónoma y su apertura a la alteridad. A ese desplazamiento, que no niega rasgos comunes (el espectáculo, la propaganda, el aislamiento, la movilización masiva), le corresponden operaciones diferenciales: mientras el fascismo clásico opera predominantemente a través de un estado militarizado que administra el genocidio, el fascismo de baja intensidad opera de forma predominante a través de «golpes de mercado», con consecuencias no menos funestas para cientos de millones de vidas.

Ahora bien, si hay estructuras fascistas en la “vida democrática”, si la modernidad misma tiene como contracara el holocausto, entonces, cualquier proyecto de reingeniería social no hace más que agravar las cosas. Con ello, el reformismo como intervención política deja indemnes las bases socioculturales e institucionales que producen una masacre más o menos silenciosa: el racismo, el autoritarismo centralizado, la estabilización del estado de excepción, la pasividad de la población civil terminan institucionalizando el mundo como “campo de concentración”. En tanto nuevo fascismo no se plantea aquí una “solución final” puesto que ya no la necesita: la alteridad, gestionada como amenaza, está sometida al riesgo de la desechabilidad. Alcanza con observar lo que ocurre con tantos inmigrantes o grupos marginados para saber que ese riesgo regularmente se convierte en una sangrante realidad.

III

No es propósito de estos breves apuntes resumir un libro estrictamente irresumible. Como aventura intelectual y política, exige ser transitada en su complejidad y sus aristas más punzantes. Sus afirmaciones son suficientemente graves como para que el lector ahonde en sus implicaciones. No se trata, desde luego, de generalidades difusas: cada ensayo de Méndez Rubio, como un poliedro, aborda en profundidad diferentes dimensiones de un presente neofascista que (nos) amenaza de muerte: la guerra, la inmigración, los mass-media, la alianza entre mercado, estado y cultura masiva, la ciudad imposibilitada y algunas formas de resistencia cultural ante un presente devastador, son abordados de manera incisiva, con una argumentación implacable y luminosa. Pero Méndez Rubio no se limita a constatar el desastre: invita a “una travesía que empieza desde la derrota”. Puesto que “estamos dentro”, nuestra labor no puede ser sino el de intentar inventar una salida.

La desaparición del exterior recapitula unas tesis previas que ya anticipaban la ofensiva capitalista en curso desde hace una década, a escala planetaria. Sin embargo, en las condiciones históricas de producción de esas tesis, diez años atrás, la afirmación de que social-democracia y fascismo de baja intensidad mantenían una relación más estrecha de lo que en general se estaba dispuesto a admitir estaba destinada a ser desoída. La promesa de acceso ilimitado al consumo (a partir del endeudamiento) en el contexto de una democracia de masas, celebrada como el “fin de la historia” y articulada por los massmedia, parecía confinar esas tesis al desasosiego de la teoría crítica tardía, las más de las veces descalificada de manera simplista por «apocalíptica» en los términos de Eco.

Las ilusiones de un capitalismo benevolente, sin embargo, han estallado en muchos de los países que estaban presuntamente resguardados de sus riesgos. Con ese estallido, la tesis del fascismo en las llamadas democracias occidentales contemporáneas adquiere una renovada fuerza interpretativa. El régimen de pequeños privilegios del que antaño gozaban las presuntas “sociedades opulentas” se desvaneció en el aire y con éste la promesa social-demócrata de una sociedad del bienestar en un mundo arrasado. El giro hacia la derecha política en Europa –giro que precede claramente al ascenso electoral de partidos explícitamente neoconservadores- muestra lo que el conformismo cultural de principios de milenio quiso omitir: que el modelo de bienestar europeo se basó -y sigue basándose donde sobrevive- en un orden internacional criminal que transfiere el malestar a las periferias (interiores). La primacía de fuerzas económicas globales sustraídas de cualquier control público -suficientemente poderosas como para cambiar de modo drástico lo que en décadas anteriores se suponía, no sin cierta arrogancia, la “herencia de Europa”- es tan notable como inadmisible siquiera desde una perspectiva que se pretenda mínimamente democrática.

Ante estas transformaciones histórico-políticas, las condiciones ideológicas de recepción de las tesis formuladas en La desaparición del exterior quizás pueden resultar menos hostiles para algunos de los sujetos damnificados, esto es, disponer mejor a la escucha de lo que el discurso hegemónico quisiera borrar de modo definitivo: el recuerdo desequilibrante de un afuera improbable, que supone ante todo “mirar” de otro modo. Retroactivamente, la tesis sobre el fascismo no sólo tiene validez histórica en unas condiciones que predisponían a su rechazo apresurado, sino que muestra su poder anticipatorio: el capitalismo actual no puede sustentarse sin abatir a las mayorías sociales, sea a través de la eliminación y el confinamiento de masas marginales crecientes, sea a través del exterminio a gran escala mediante la guerra terrorista contra el Terror que para este interiorismo encarnaría el “afuera”.

La validez de esta tesis, sin embargo, no nos impide preguntar acerca de sus variaciones contemporáneas. ¿Podemos seguir describiendo en términos de magnitudes fijas o intensidades invariables lo que ocurre en la actual fase del capitalismo a nivel mundial? Para arriesgar una reformulación: la articulación específica de «guerra mundializada», «golpes de mercado» y «cultura masiva» puede dar lugar a intensidades diferenciales según los contextos históricos locales o incluso glocales. Quizás lo que en nuestro presente se está planteando con fuerza esté ligado a una articulación hegemónica elástica y multifocal entre estado de excepción, mercado capitalista y cultura fascista, capaz de producir y legitimar, alternativa o simultáneamente, según el caso, la criminalización y marginación de determinados grupos sociales, las guerras preventivas, las hambrunas de gran escala, la segregación in situ o el confinamiento en campos de encierro (incluyendo campos de refugiados o centros de internamiento), por mencionar sólo algunas de las aristas más estridentes de esta poderosa máquina de trituración. Dicho de otro modo: según imperativos inmanentes a esta articulación dinámica y la correlación de fuerzas sociales, la “presión” sobre las poblaciones puede variar de forma significativa. Así pues, cabría indagar sobre el vínculo entre este «fascismo de intensidad variable» y un recalcitrante neoconservadurismo convertido en ideología del capital trasnacional desterritorializado. Según las coyunturas histórico-concretas, habrá que investigar esas intensificaciones relacionadas, en cierta medida, a la magnitud de los antagonismos sociales que se plantean localmente y que, por definición, horadan esa interioridad sistémica que se pretende irresistible.

Desde luego, que esa operación hegemónica reclame según los contextos locales intensidades diferentes no nos hace olvidar que, globalmente, estamos ante la misma potencia fascista, productora en masa de residuos humanos o, para decirlo de una forma más sencilla, de un soberano desprecio hacia el Otro. El «capitalismo del desastre» -tal como insiste Naomí Klein- está entre nosotros. Méndez Rubio no se limita a constatarlo, sino que específica de forma crítica algunos de sus rasgos constitutivos, empezando por esa ideología triunfante que proclama la muerte de todas.

En este sentido, el interés por indagar en las grietas de esta gran membrana, por ver lo que a pesar del borrado persiste, es mucho más, y quizás algo esencialmente distinto, que una preocupación académica (legítima por otra parte). Allí se nos juega un modo de vivir, una apuesta invisible. Las encrucijadas son diversas y esa interrogación por lo que a pesar del borrado persiste resulta demasiado decisiva en la hora insegura como para no tener que volver sobre ella. Es cierto que no alcanza con mirar afuera cuando el muro está por todas partes o cuando ni siquiera sabemos si hay afuera. Pero ¿qué es la teoría crítica sino esa promesa más o menos explícita de ver más allá de la ceguera planificada de la masacre, partiendo de sus límites, acaso con la expectativa más o menos tácita de una emancipación nunca definitiva, rodeada de incertidumbres? Sin retorno posible a un bienestar cercado, a pesar del muro blanco, tal vez no todo sea motivo para el pesimismo. Y si lo es, se tratará en todo caso de un «pesimismo organizado» que no implica claudicación práctica. Como dice Méndez Rubio (2012, 240):

Precisamente porque el espacio se ha resquebrajado y abierto de una forma singularmente nueva, crítica, ahora las opciones se abren y reinventan también sin límite. Todos somos por una vez tan extras como protagonistas. Porque todo está en juego, y eso no se podía decir con la misma claridad en otros momentos o contextos. Un fascismo de baja intensidad produce un holocausto de baja intensidad, y reclama, entre otras cosas, una lucha de intensidad máxima.



Arturo Borra


(1)     Jabès, Edmond (2004): El libro de los márgenes II, trad. Begoña Díaz Zearsolo, Arena Libros, Madrid.
(2)   Otro de los intelectuales en el ámbito español que contribuyó a forjar este concepto es Carlos Taibo, quien en 2001 publicara un breve artículo llamado “Fascismo de baja intensidad” (en El Viejo topo, Nº 158, 2001, págs. 6-7).

jueves, 16 de agosto de 2012

El laboratorio Roche podría ocultar 15.161 muertes por sus fármacos (por Miguel Jara) y video denuncia Industria Farmacéutica



Publicado por Miguel Jara el 23 de junio de 2012
extraído de su más que recomendable blog  http://www.migueljara.com/

El laboratorio Roche podría no haber comunicado a la Agencia Europea de Medicamentos (EMA) miles de reacciones adversas provocadas por sus medicamentos en Estados Unidos. Es escandaloso. Otro escándalo, a los que nos tiene acostumbrados esta compañía, pues podrían haber ocultado hasta 15.161 muertes relacionadas con sus fármacos. En estudios postcomercialización realizados en EE.UU. -o resto del mundo-, en ensayos clínicos, en programas de farmacovigilancia del propio laboratorio se recogen muchos datos relacionados con las Reacciones Adversas de los Medicamentos (RAM). Estos datos se ocultan y/o se pintan de otra manera a la EMA, como parece que ha hecho Roche (y si lo ha hecho Roche qué no harán otros).

Es lo que el abogado Francisco Almodóvar, con el que me he asociado entre otros motivos por todo esto, denuncia desde hace tiempo con ejemplos concretos como el del medicamento Fosamax, del laboratorio Merck Sharp & Dohme. Parece que se están dando pasos positivos en farmacovigilancia en Europa pero la farmacovigilancia debe tener carácter mundial; no tiene sentido de otro modo.

Así que fijaos en cómo las gastan. Es un claro ejemplo de ocultación de información desde la central de EE.UU. sobre los daños que provocan muchos medicamentos. El artículo no explica nada sobre si ha habido también errores en el sistema de notificación de sospechas RAM a la agencia de medicamentos de Estados Unidos, la poderosa FDA. Esto también ocurre, que la FDA tenga datos y por error de comunicación o coordinación no los comunique a la EMA. Habrá que estar atentos a esto porque es una bomba en cuanto que es la primera vez que la EMA se pone seria realmente. Es un noticia positiva, veremos hasta dónde llegan las investigaciones de la agencia europea.

http://www.migueljara.com/2012/06/23/el-laboratorio-roche-podria-ocultar-15-161-muertes-por-sus-farmacos/




Y un video acerca del fraude de la Industria Farmacéutica a través del testimonio de la doctora Gwen Olsen que trabajó en ese sector durante 15 años