jueves, 18 de agosto de 2011

Operación «borrado»: ¿quién da cuenta del racismo y la xenofobia en España?



a) La invisibilidad de una problemática

Aunque decir que no conocemos la situación del racismo y la xenofobia en España sea una exageración, no es un asunto menor que no exista ninguna publicación de datos estadísticos oficiales relativos a denuncias y procesos penales de delitos racistas en territorio español. Semejante operación de borrado es una cuestión de primer orden, porque pone en juego, precisamente, la posibilidad de una convivencia intercultural satisfactoria.

La aproximación a esta problemática dista de ser sencilla, empezando por la propia delimitación de lo que constituye una práctica racista o xenófoba. En segundo lugar, las fuentes, precisamente por ser plurales, también implican algunas variaciones en lo que conceptualizan bajo estas categorías. Entre esas fuentes hay que tomar en consideración los informes anuales elaborados por el Observatorio Español del Racismo y la Xenofobia, dependiente de la Dirección Generalde Integración de los Inmigrantes y los informes elaborados por diferentes entidades sociales: entre algunos otros, el “Informe Raxen” (del Movimiento contra la Intolerancia), el informe “El racismo en el estado español” (de SOS Racismo), y el “Informe de Derechos Humanos” (de Amnistía Internacional). En conjunto, constituyen materiales imprescindibles para disponer de una aproximación diagnóstica –confiable aunque limitada- a una de las cuestiones más dramáticas en nuestro presente, esto es, para reconstruir un “mapa de la cuestión” sobre racismo y xenofobia en España.

Apenas hace falta decir que una problemática como el racismo y la xenofobia, más que remitirse a unas abstractas constantes antropológicas, debe reenviarse a las condiciones materiales del capitalismo avanzado, donde millones de personas son arrojados fuera de sus comunidades locales ante las fluctuaciones de los mercados de trabajo globales. En ese contexto, se producen asimismo respuestas sociales defensivas y retrógradas ante lo que algunos grupos sociales perciben como amenazas externas a sus formas de vida o sus condiciones de trabajo. La migración, sin embargo, no es reductible a una cuestión económica: simultáneamente, se producen reagrupamientos familiares, una creciente movilidad cultural y desplazamientos forzosos en masa.

En esas condiciones, es claro que estamos ante un problema político de primer orden. La extensión del racismo y la xenofobia exigen un debate público pendiente, que constituye una deuda estructural de cualquier sociedad que se autoconsidere democrática. Salvo excepciones en sentido contrario, reclama por parte de los agentes políticos, económicos e institucionales un grado de implicación radicalmente distinto al que muestran en el presente. No se trata sólo de indiferencia o reticencia; también asistimos al creciente uso demagógico de ciertos tópicos y prejuicios sedimentados sobre la inmigración en discursos de tinte xenófobo y racista y, en última instancia, a una cierta connivencia con consecuencias imprevisibles.   


b) Dos iniciativas abiertas

Como punto de partida hay que constatar la escasa difusión pública de información cualitativa y cuantitativa –cuando la hay- sobre casos de racismo y xenofobia, reforzado por un sistema judicial que no sólo tiende a desestimar las denuncias sino que además sólo de forma excepcional aplica la agravante de motivación racista contenida en el código penal. La falta de notoriedad pública no es un mero descuido o una omisión inocente: es una forma de borrar una problemática de la agenda pública, esto es, un modo de minimizar estos problemas graves y recurrentes tanto en el contexto nacional como mundial.

A pesar de las denuncias crónicas contra la falta de implicación del estado español en la lucha contra el racismo y la xenofobia, la pasividad estatal ante estos delitos persiste en el presente: el estado español no ha desplegado ni despliega los medios necesarios para transformar una situación en la que el racismo y la xenofobia en sus múltiples formas han crecido de forma indudable.

Doble problema entonces: 1) la carencia de información estadística oficial sobre este tipo de delitos y la falta de notoriedad pública de la información oficial relativa a racismo y xenofobia y 2) la falta de actuaciones en múltiples frentes que combatan de forma eficaz estas actitudes y prácticas en sectores sociales que desbordan la categoría de la “ultraderecha”, aunque sus rasgos criminales la tornen especialmente peligrosa y, por tanto, susceptible de medidas especiales inmediatas.

En síntesis, a pesar de la relevancia de ese doble problema en la vida democrática, la actual política de estado mantiene su opacidad informativa, reforzada con la obstrucción judicial y policial a la investigación de este tipo de delitos de odio. Ni siquiera los lazos entre ultraderecha y terrorismo de pequeña escala han modificado este bloqueo informativo que forma parte de las verdades (vergonzantes) de estado. Que a la fecha sigan considerándose las agresiones de este tipo como delitos comunes reafirma una permisividad estatal que hay que seguir cuestionando.

La reciente aprobación (27 de mayo de 2011), en el Consejo de Ministros, del “Proyecto de Ley Integral para la Igualdad de Trato y la no Discriminación” -pendiente todavía de discusión y aprobación parlamentaria- es producto de esos cuestionamientos recurrentes y de presiones constantes de sectores e instituciones de la sociedad civil. Dicho proyecto constituye una innovación jurídica relevante en un contexto donde las obligaciones de los poderes públicos al respecto siguen incumpliéndose. En particular, la obligación de promover las condiciones y remover los obstáculos para que la igualdad del individuo y de los grupos en los que se integra sea real y efectiva sigue constituyendo una deuda persistente del estado español: forma parte de los déficits democráticos que afectan a la sociedad en su conjunto.

Aunque es improbable que dicho proyecto de ley resuelva por sí solo la discriminación instalada tanto a nivel social como institucional, no deja de ser un paso valioso y necesario entre tanto inmovilismo. Con todo, en la medida en que esas prácticas sociales e institucionales se reproduzcan, no hay razones para no seguir incidiendo sobre unas demandas de justicia insatisfechas, así como en la demanda de visibilizar una problemática públicamente relegada. Las irresoluciones persisten desde luego. Por seguir incidiendo en la producción de información oficial sobre casos de racismo y xenofobia: si bien el proyecto mencionado contempla la elaboración de estudios y estadísticas al respecto (1) no deja de suscitar interrogantes el hecho de que sean las fuerzas y cuerpos de seguridad quienes deban recabar los datos sobre “el componente discriminatorio de las denuncias cursadas” y deban procesarlos “en los correspondientes sistemas estadísticos de seguridad” (Artículo 34, Inciso 2), habida cuenta del “componente discriminatorio” omnipresente en dichas fuerzas y cuerpos. Seguramente, sin planes de formación y supervisión efectivos destinados a la policía, los obstáculos a la producción de “sistemas estadísticos” válidos serán múltiples.

Por su parte, el despliegue del proyecto “Red Antena” (Red de Centros de atención a víctimas de discriminación por origen racial o étnico), iniciado en 2009 y del que forman parte diferentes ONG (2) no hace sino ratificar lo dicho: la necesidad de desplegar dispositivos públicos que permitan conocer y atacar estos problemas en toda su magnitud. Se trata sin dudas de una iniciativa intersectorial valiosa, en la que cabe prever la producción de información sobre casos de discriminación a nivel nacional, aunque sus logros hasta el presente sean escasos. Es demasiado pronto para saber si esta red contribuirá a corregir efectivamente estas falencias diagnósticas y contribuye a desarrollar intervenciones antidiscriminatorias eficaces.

Aunque la tarea sea difícil de dimensionar, debería formar parte de esas intervenciones, una reestructuración del propio aparato militar y policial español. La hipótesis justificada de que el aparato represivo montado en el período franquista sigue parcialmente activo décadas después no debería sorprender a nadie (y no sólo en lo referido al derecho de estas minorías, sino también en lo referido al respeto de los derechos humanos en todos los casos [3]). El cambio requerido, sin embargo, es ampliamente mayor: supone una revisión radical tanto del sistema político-judicial -en el que las rémoras autoritarias siguen operativas- como de las instituciones educativas, sanitarias, sindicales, religiosas, mediáticas y empresariales que han naturalizado, en cierta medida, la discriminación del otro.

En suma, en una formación social como la presente, que acentúa los procesos de normalización, la diversidad sociocultural es vivida (¿mayoritariamente?) como amenaza de lo propio o riesgo de autodisolución. Subestimar la dimensión de este problema más que una negligencia es un acto de absoluta irresponsabilidad: deja vía libre a un deseo irreconocido de supremacía que da lugar al fascismo. 


(c) Un mapa de la cuestión

Ninguna política de integración social puede ser efectiva sin un diagnóstico sistemático al respecto. Lo que es peor: ninguna política antidiscriminatoria puede ser mínimamente acertada sin un debido conocimiento acerca del mapa de la cuestión. Laoperación de borrado no suprime el problema, pero evita que adquiera notoriedad pública. Que esa operación no pueda eliminar las huellas reales de unas prácticas de segregación/ inferiorización de otros colectivos no niega su eficacia: impide que se conozca su verdadera magnitud, sus ramificaciones e implicaciones profundas, contribuyendo a su reproducción.

Si bien las estrategias oficiales pasan por recluir la cuestión en una ultraderecha minoritaria que “tolera” de varias maneras, dichas estrategias son falaces, en tanto minimizan retóricamente lo que amenaza con magnificarse en nuestra realidad social. El problema no se restringe desde luego a España: “Los crímenes de odio se han convertido en un fenómeno frecuente en muchos Estados participantes. Pero, por desgracia, la escasez de datos sobre estos delitos hace que sea difícil evaluar el verdadero alcance y la naturaleza del problema” (Informe Raxen 2010, pág. 92). En cualquier caso, el aumento de este “populismo neofascista europeo” es una conclusión corroborada. Nada señala que esta ofensiva racista y xenófoba (incluyendo la islamofobia, la gitanofobia y el antisemitismo) que recorre Europa vaya a detenerse en los próximos años, como no sea con un giro de las políticas públicas comunes.

Para el caso, me limitaré a repasar, de forma somera, lo que sabemos sobre esta situación en España. El conocimiento reducido sobre delitosdirigidos contra colectivos como inmigrantes, indigentes, homosexuales y prostitutas se lo debemos principalmente a los informes de la Red Europea de Información sobre Racismo y Xenofobia (RAXEN). En total, dicha red contabiliza unos 4000 casos de agresiones racistas al año distribuidas por todas las comunidades autónomas, propiciadas por miembros de la nueva ultraderecha, aunque dichos datos distan de dar cuenta de la magnitud del problema y no estén confirmados oficialmente (4). No hay dudas que los delitos de este tipo son significativamente más numerosos que los registrados, lo que significa que en España, cada día, al menos 10 personas sufren una agresión física o verbal por motivos de raza, etnia o nacionalidad (sin contar los que son víctimas de la homofobia, el sexismo y la aporofobia). A ello hay que sumar las más de 200 webs xenófobas que funcionan en territorio español, 23 conciertos racistas durante 2009, más de 10.000 ultras y neonazis y al menos 80 personas asesinadas desde 1992, víctimas del odio (5). Los más de 100000 votos que obtuvo la ultraderecha en las elecciones autonómicas y municipales del 22 de mayo señalan que se trata de una fuerza política activa y en ascenso.

Por lo demás, el Informe Racismo 2010 (6) de la DGII, desde una perspectiva conceptual más amplia y no circunscripta a actos delictivos sino en general a las actitudes de la población española, nos permite hacer una lectura más extensiva al respecto. Las conclusiones no son alentadoras. A pesar de la desaceleración de los flujos migratorios debido a la crisis económica, “(…) la percepción valorativa de la presencia inmigratoria se mantiene en parecidos niveles a los de 2008 (con un 46% de encuestados autóctonos que consideran “excesivo” el número de inmigrantes en España)” (pág. 359). Asimismo, un 42% considera que las leyes inmigratorias son “demasiado tolerantes” y un 32% “más bien tolerantes” (pág. 68), lo que en conjunto señala que 6 de cada 10 españoles consideran que las leyes (juzgadas por la mayoría como “muy permisivas”) deben endurecerse. Por otra parte, 4 de cada 10 encuestados considera que deben expulsarse a los inmigrantes en paro (pág. 359), y 2 de cada 3 considera que debe haber, especialmente en el ámbito laboral, preferencia de los nacionales frente a los foráneos. “A los inmigrantes se les sigue viendo como el colectivo más protegido, que perciben más de lo que aportan, que acaparan las ayudas escolares (aunque algo menos las sanitarias). Al igual que se les sigue atribuyendo responsabilidad en el deterioro de la calidad de la atención sanitaria y de la educación. Imágenes estereotípicas que, lejos de aminorarse, se han consolidado en este último año” (págs. 360-361). Finalmente, el informe señala que el 36% de los 2.836 encuestados en 2009 quedan clasificados como “reacios a la inmigración”, un 35% como “tolerantes” y el 29% como “ambivalentes”. En conjunto, aunque desde 2008 se han estabilizado estas tendencias, los resultados son muy preocupantes. El 64% de la población, en diferentes grados, no sólo no muestra una actitud de apertura hacia la inmigración sino que, en medidas variables, considera que la desigualdad entre nacionales y foráneos es legítima.

Ahora bien, ¿no es precisamente ese principio de desigualdad, esto es, la creencia etnocéntrica en la propia superioridad, lo que está en la base de todo acto discriminatorio, incluso si no asumiera formas manifiestamente violentas? Aunque hay muchas aristas para indagar al respecto, la sospecha de que el racismo y la xenofobia más o menos abiertos (según nos desplacemos en el arco político hasta la ultraderecha) forman parte de la cultura hegemónica española tiene cada vez un anclaje empírico más nítido.

Ante la afirmación de que el estado español ha dado algunos pasos para mejorar la convivencia igualitaria entre nacionales y foráneos y mitigar una discriminación que opera en todos los ámbitos (desde lo laboral hasta lo educativo), no tenemos más remedio que replicar: cuando se está al borde del abismo, dar un paso adelante no sólo es una obligación política básica sino también una forma de no despeñarse. Puesto que España es uno de los países europeos menos comprometidos con estas luchas, transformar esa situación inicial es apremiante (7). Dicho de forma más rotunda: puesto que “(…) el estado español se encuentra entre los cuatro únicos países de la UE que no tienen un órgano nacional de igualdad que publique datos estadísticos sobre denuncias de racismo” (Informe 2010 SOS Racismo, pág. 233/234 [8]), no hay razones para no seguir exigiendo la modificación de facto de esas falencias graves.

Por lo demás, son las propias políticas de estado las que cabe cuestionar de forma radical, empezando por su política de asilo restrictiva, sus políticas de detención y deportación y su política migratoria en conjunto, que tiende a criminalizar a los inmigrantes irregulares, a instalar y a refrenar las vías para la regularización (a partir de una nueva ley de extranjería que endurece las condiciones de acceso y estancia en España). Por tanto, es el propio estado quien debe rendir cuenta de su propia contribución activa a este mapa de xenofobia y racismo social e institucional y, en particular, a la legitimación de la desigualdad entre ciudadanos de distintas procedencias. Es esa legitimación política y jurídica la que habilita, asimismo, a negar siquiera el estatuto de “ciudadano” a cientos de miles de personas irregulares que sobreviven en la economía sumergida (de la sobreexplotación). 

En ese sentido, para que ese camino no se convierta en una aporía, los cambios institucionales deben empezar por una nueva visibilidad de la problemática. Dar cuenta del racismo y la xenofobia supone, en primer lugar, informar a la población de una realidad social que amenaza en convertirse en hegemónica. Es, asimismo, responder ante el Otro, asumir una responsabilidad y un compromiso en la erradicación de estos problemas endémicos que se agravan con la crisis. Recluiresa problemática en la ultraderecha es una estrategia tranquilizadora, que tiende a desconocer a una masa creciente de personas que por motivos raciales, étnicos y culturales considera legítima la desigualdad, aunque no necesariamente lo manifieste de forma expresa o no esté dispuesta a asumir de manera abierta todas las consecuencias de esa consideración.

Eso no niega, desde luego, las resistencias activas que diferentes sujetos colectivos ponen en acto: desde un tejido asociativo más o menos heterogéneo hasta grupos de activistas de derechos humanos y otros movimientos ciudadanos que perciben en este imaginario suprematista el retorno del fascismo. En esas luchas democráticas está cifrada nuestra esperanza política, en unas condiciones histórico-sociales que encarnan, probablemente, una de las peores regresiones europeas tras el 45´.



Arturo Borra



(1) Ver aquí. El inciso 1 del artículo 34 de dicho proyecto de ley incluye la producción de información al respecto: “1. Al objeto de hacer efectivas las disposiciones contenidas en esta Ley y en la legislación específica en materia de igualdad de trato y no discriminación, los poderes públicos deberán introducir en la elaboración de sus estudios, memorias o estadísticas, siempre que se refieran o afecten a aspectos relacionados con la igualdad de trato, los indicadores y procedimientos que permitan el conocimiento de las causas, extensión, evolución, naturaleza y efectos de la discriminación por razón de las causas previstas en esta Ley”. Queda pendiente evaluar metodológicamente las herramientas diagnósticas desplegadas, así como los logros conseguidos en este nivel de actuación, requisito indispensable para el desarrollo de políticas públicas que favorezcan la integración social e institucional y penalicen las prácticas discriminatorias.

(2) Ver aquí.

(3) El incumplimiento de los DDHH por parte del estado español es múltiple y ha sido denunciado por Amnistía Internacional: denuncias de tortura, restricción del derecho de asilo, aplicación del régimen de incomunicación a ciertos colectivos de presos, protección inadecuada ante la violencia de género y la trata de personas, escasos avances en la investigación del franquismo, medidas insuficientes ante el racismo, entre otros. Al respecto, Amnistía Internacional, Informe de derechos humanos 2010, pág. 179.

(4) Al respecto, el director de Amnistía Internacional en España, Esteban Beltrán, en 2008 señalaba: "¿Cómo es posible que en el Reino Unido se documenten oficialmente 50.000 ataques racistas al año y en España la Guardia Civilregistre entre 10 y 20 casos y la Policía Nacional entre 80 y 100?". Su conclusión, que no cabe más que ratificar en el contexto presente, es que  España es de los países europeos más rezagados en las luchas contra estas formas de discriminación (ver aquí)

(5) El informe completo puede consultarse en http://www.movimientocontralaintolerancia.com/html/raxen/raxen.asp

(6) El informe puede consultarse aquí.

(7) Para graficar lo dicho remito al lector al documental español elaborado en 2011 “Ojos que no ven” (http://youtu.be/y7CytqYLHQY).


Ultraderecha, racismo y xenofobia en el contexto político español



Al menos en ciertos discursos circulantes ya constituye un tópico asociar «ultraderecha»,  «racismo» y «xenofobia». Si por un lado, de manera bastante tibia, se llama a combatir esos grupos extremistas por todos los medios jurídico-policiales disponibles, por otro se muestra una permisividad estatal que raya la complicidad: desde la autorización de manifestaciones de movimientos como España 2000 hasta la lentitud e insuficiencia de las actuaciones policiales ante prácticas inadmisibles en una sociedad democrática, como es la incitación al odio racial o étnico o la vulneración de un principio de igualdad (1). Sigue pendiente una investigación a fondo acerca de los vínculos entre policía y empresas de seguridad (algunas de las cuales son propiedad de conocidos líderes de la ultraderecha). En cualquier caso, esos vínculos no son secretos y ponen bajo sospecha la legalidad y compatibilidad entre funciones públicas y prácticas privadas de estos presuntos “agentes de seguridad”.

Que la ultraderecha crece no sólo en España sino en toda Europa se hace patente con el giro político de gobiernos como el de Francia e Italia, con sus propuestas actuales de reformar -de forma más excluyente todavía- el de por sí cuestionable «tratado de Schengen» (2), luego de haber adoptado medidas tan deplorables como la deportación y persecución de personas de etnia gitana, la creación de ministerios de identidad nacional o grupos para-policiales que patrullen las calles. De forma similar, es la dirección adoptada por Dinamarca, con su negativa a respetar dicho tratado y reforzar los controles fronterizos internos a la Unión Europea. Dehecho, 19 países europeos tienen partidos políticos de ultraderecha con representación parlamentaria. En particular, en Holanda, Austria, Finlandia, Estonia, Dinamarca, Estonia, Lituania, Francia y Rumania esos partidos tienen una importancia significativa, superando el 10% de los votos totales en sus países respectivos.

Por su parte, en España, las elecciones municipales y autonómicas del 22 de Mayo de 2011 muestran que el número de votos de esos partidos ultraderechistas (que incluyen a España 2000, Democracia Nacional, Coalición Valenciana, Plataforma per Catalunya, Falange Española o Alternativa Española, entre otros), se ha duplicado en cuatro años, pasando de 47.000 votos a más de 100.000 (3).

Podría alegarse que, al fin y al cabo, aunque haya crecido de forma indisimulable el porcentaje de votantes de estos partidos, su posicionamiento sigue siendo lateral: entre el 1% o el  2% de los votos computados, según el territorio (con alguna excepción en municipios pequeños, como es el caso de Silla [Valencia], en los que se superó el 10% de los votos). Si se tiene en cuenta el total de votantes (22.971.350), la población abiertamente identificada con la ultraderecha es por el momento menor (lo que no significa en absoluto que no deba conducir a tomar medidas políticas y jurídicas correctivas y preventivas al respecto).

Dicho esto, ¿se agota el problema del racismo y la xenofobia en esta ultraderecha protofascista que apuesta a capitalizar demagógicamente una crisis económica y unos cambios culturales inculpando a la “inmigración” de estas realidades? La respuesta es una negativa rotunda, por cuatro razones al menos:

a) además de los votantes efectivos, no deberíamos perder de vista que la “representatividad” de unas elecciones como las del 22-M está seriamente limitada: el partido más votado (el PP) obtuvo casi 9.000.000 de votos, pero a su vez hay más de 11.000.000 de abstenciones y alrededor de 1.000.000 de votos nulos y en blanco. Suponer que esos doce millones de votantes (que optaronpor no votar a ningún partido político) tienen necesaria y uniformemente una orientación de izquierdas es una hipótesis errónea, incluso si aceptáramos que la abstención creció en este caso entre sectores desencantados del partido de gobierno (PSOE). En una medida que no sabemos, no es válido descartar que una parte de ese electorado tenga filiaciones que no dudaríamos en tachar de xenófobas y racistas.

b) El crecimiento real de partidos de derecha y de centro-derecha, por otra parte, también señala la consolidación de una hegemonía neoconservadora que, aunque no sea identificable a secas con un programa explícitamente xenófobo y racista, suele establecer en su gestión de la inmigración obstáculos más severos todavía que los ya instaurados por el gobierno actual. Aun cuando pudiera interpretarse este giro político desde el prisma del “voto-castigo” (a un partido de gobierno que no sólo no ha respondido con eficacia a la crisis económica sino que tampoco lo ha hecho de forma coherente con su proyecto social-demócrata) hay buenas razones para suponer que una de las expectativas de parte del electorado de derechas es que dichos partidos endurecerán las políticas inmigratorias, en ocasiones nutridas por las promesas xenófobas y racistas inequívocas de la campaña electoral de sus candidatos (4). En síntesis, puesto que el “rechazo a los extranjeros” (xeno-fobia) aumenta a medida que nos desplazamos hacia la derecha, el crecimiento electoral de partidos de esa orientación constituye un indicio preocupante de una posible radicalización de políticas inmigratorias de signo negativo.

c) Entre las preocupaciones principales de los españoles, según el C.I.S., la inmigración está en cuarto lugar (5). Aunque de esta información no puede deducirse un posicionamiento invariante con respecto a la cuestión racial, étnica y de nacionalidad, sí puede interpretarse como síntoma de que una proporción relevante de la población, irreductible a la “ultraderecha” y socialmente mucho más amplia, tiene actitudes negativas hacia el fenómeno migratorio. De forma general, la cultura de la segregación no es exclusiva a ningún partido político. Incluso en partidos que pasan por “centristas”, el llamado a una política de cupos de inmigrantes es cada vez más frecuente y aumentará a medida que avancemos hacia las elecciones generales del 2012 (6). 

Finalmente, d) que la mayoría de los votantes se haya volcado típicamente hacia alternativas político-partidarias que no llaman expresamente a expulsiones masivas o al cierre absoluto de fronteras externas, apenas dice algo sobre sus filiaciones profundas al respecto. En sociedades en las que la creencia en la propia superioridad coexiste en el imaginario colectivo con una creencia en ciertos derechos humanos fundamentales, las prácticas abiertas de discriminación racial, étnica o por origen nacional tenderán a ser sustituidas por prácticas menos visibles, habitualmente eufemizadas por una retórica de la igualdad (formal) que puede ser (y habitualmente lo es) contradicha de hecho. Dicho de otro modo, que alguien no se declare abiertamente xenófobo y racista, por considerarlo vergonzante en muchos ámbitos sociales, no equivale a no discriminar.

De lo expuesto podemos extraer al menos dos conclusiones. 1) Recluir el racismo y la xenofobia a la ultraderecha es una falacia radical que esconde el grado de extensión o propagación de la xenofobia y el racismo tanto a nivel social como estatal. En particular, esta estratagema discursiva evita interrogarse tanto sobre unas estructuras institucionales y partidarias en las que esta constelación ha calado de forma escandalosa como acerca de un electorado mucho más vasto que, de forma más encubierta que abierta, mantiene disposiciones negativas hacia determinadas minorías étnicas, raciales y nacionales (gitanos, judíos, negros, rumanos, marroquíes, etc.). 2) Si bien es previsible que a medida que nos desplazamos en el arco político hacia la derecha encontraremos más propagadas estas posturas discriminatorias, ello no es óbice para señalar que el actual partido de gobierno (PSOE), lejos de elaborar políticas y medidas antidiscriminatorias, ha mostrado un desinterés tan manifiesto como persistente por estos problemas, tal como fue denunciado oportunamente por Amnistía Internacional (7). Apenas hace falta recordar las declaraciones de tintes xenófobos del ex ministro de Trabajo e Inmigración Celestino Corbacho, quien además de llamar a combatir la “inmigración ilegal”, manifestó en 2009 que España ya no puede absorber más inmigración, siendo el “mercado laboral” quien marca la “capacidad de acogida de un país” (8).

La visión absolutamente instrumentalista de la inmigración (reducida a recurso económico de bajo coste) tiene como contracara un discurso que no duda en plantear como solución una política expulsiva que vulnera los derechos de los colectivos de trabajadores inmigrantes y tiende a estigmatizarlos en el campo laboral (planteados como “sobrantes” o “amenaza laboral”). El correlato de esta visión se institucionaliza jurídicamente con la nueva Ley de Extranjería que profundiza la dirección restrictiva que puede reconocerse en otros ámbitos de actuación estatal (9). 

Dicho lo cual, el análisis sociológico de la estructura del electorado, aunque pueda constituir un apoyo empírico, es insuficiente para determinar el nivel de extensividad del racismo y la xenofobia tanto a nivel estatal como societal. Una lectura crítica tiene que abordar otras dimensiones de análisis: las prácticas económicas, políticas y culturales de diversos sujetos colectivos, reguladas por instituciones públicas y privadas de diferente índole (administración pública, sistema judicial y policial, mercado laboral, sistema de enseñanza formal, acceso a vivienda, sistema sanitario, etc.).

Si bien esa tarea difícil y apremiante excede estas breves reflexiones, lo dicho debería alcanzar para prevenirnos de un discurso que pretende confinar o identificar la problemática del racismo y la xenofobia a una ultraderecha tan peligrosa como minoritaria. Que el problema es mucho más grave se puede mostrar por caminos diferentes. Retomando el ya aludido Tratado de Schengen y por limitarme a ese ejemplo: contra una interpretación dominante que lo considera una apertura hacia el exterior, desde una perspectiva crítica, no constituye más que la expansión del perímetro común de Europa. El objetivo de dicha expansión no es otro que asegurarse provisión de mano de obra barata (proveniente de la periferia del propio continente) destinada a trabajos localmente indeseables, sin por ello dejar de hacer concesiones demagógicas a sentimientos xenófobos en aumento, esto es, sin dejar de plantear crecientes obstáculos hacia la inmigración extracomunitaria. Como corolario, el tratado permite institucionalizar el control sobre los ciudadanos en nombre de un nuevo régimen de seguridad interna y la encarcelación preventiva sin juicio previo de personas consideradas sospechosas. “Clasificar a las víctimas del engrandecimiento principalmente como una amenaza para la seguridad también permite la eliminación de las molestas restricciones que el control democrático ha impuesto o amenaza con imponer a las empresas, lo que se realizaría a través de la reclasificación de decisiones políticas (en última instancia eminentemente económicas) como necesidades militares” (10). En vez de repolitizar la economía, los estados europeos han optado por ahondar en la economización de la política, esto es, en la subordinación de sus políticas de gobierno a los mercados económico-financieros globalitarios.

En definitiva, del mismo modo que es un error conceptual grave suponer que la problemática del racismo y la xenofobia se reduce a una cuestión de violencia o agresión físicas a unas minorías o de incitación al odio por motivos de raza, etnia o nacionalidad, es un error similarmente grave identificar al conjunto de agentes discriminadores con esa ultraderecha que adopta en muchos casos rasgos auténticamente criminales. El tópico que restringe el alcance del racismo y la xenofobia a esa ultraderecha constituye, en última instancia, una coartada intelectual que mantiene a distancia la verdadera magnitud de estos problemas que ya son centrales dentro de Europa. Que las formas de segregación más extremas sean atizadas y utilizadas por estas fuerzas políticas renovadas no clausura un interrogante considerablemente más inquietante y sin embargo irrenunciable: tanto en Europa como en España, ¿cuál es el verdadero alcance que está adquiriendo el racismo y la xenofobia tanto en la sociedad civil como en las instituciones públicas?


Arturo Borra


(1) Por poner unos ejemplos concretos de un largo listado de actos de este tipo: a principios de julio de 2011, España 2000 y Coalición Valenciana boicotearon la presentación de un libro de Vicent Flor sobre el anticatalanismo en Valencia. La policía tardó más de 20 minutos para personarse en el acto y poner fin a los incidentes generados por estos grupos de ultraderecha, aunque sólo hubo 1 detenido (http://www.publico.es/espana/385541/la-ultraderecha-valenciana-revienta-un-acto-nacionalista). Tampoco debe olvidarse la manifestación de noviembre de 2010 en Benimaclet (Valencia) (http://www.kaosenlared.net/noticia/alerta-antifascista-espana-2000-manifiesta-19-benimaclet-valencia), en las que hubo amenazas sufridas por los vecinos de dicho barrio. Dicha marcha fue permitida por la  subdelegación de gobierno a pesar de las peticiones de 11 entidades barriales para que la prohíba (http://www.levante-emv.com/comunitat-valenciana/2010/11/19/once-entidades-benimaclet-rechazan-manifestacion-ultra-inmigrantes/758363.html). Mientras el crecimiento de estos discursos abiertamente xenófobos y racistas han inundado Internet, con más de 200 sitios web solamente en España, las autoridades estatales han mostrado y siguen mostrando una pasividad alarmante.

(2) El tratado de Schengen (en vigor desde 1995) es un acuerdo europeo que fija pautas comunes para suprimir controles fronterizos internos a la Unión Europea y unificar los controles fronterizos externos. Dicho tratado propone la libre circulación de personas dentro de la comunidad europea, reforzando el control de unas fronteras externas comunes.

(3) Los resultados electorales pueden consultarse en http://elecciones.mir.es/resultados2011/

(4) El caso del PP en Badalona (la tercera ciudad de Cataluña) es un inequívoco ejemplo del discurso claramente xenófobo que pueden adquirir, según los contextos locales, estas orientaciones ideológicas. Las imputaciones al actual alcalde Xavier García Albiol no dejan lugar a dudas:







(9) Para una crítica a esta ley me remito, entre otros, a http://sosracismo.es/, “INFORME ANUAL 2010. Sobre el racismo en el Estado español”  (págs. 43-59; 234-337).

(10) Bauman, Europa, una aventura inacabada, Losada, Buenos Aires, 2006, pp. 49- 50.

Acerca de los Centros de Internamiento de Extranjeros: la política del encierro




a) El miedo como política


Instituir el miedo como política, la política del miedo, como modo de vinculación con los otros es el juego peligroso en el que se ha embarcado Europa. La tendencia a criminalizar a los inmigrantes («irregulares» en primera instancia) tiene como contracara la consolidación de un estado policial que gestiona la promesa de protección contra la presunta inseguridad que crecería por la presencia de esta masa humana marginal. 


Tras la agitación del miedo no sólo asoma el fantasma xenófobo y racista; sobrevuela también la amenaza explícita de los estados europeos hacia esos sujetos especialmente vulnerables que logran sobrevivir como no-ciudadanosen un país extranjero. El problema no se limita a una capitalización partidaria de unos miedos sociales cada vez más extendidos ni a la poderosa industria de la seguridad. Lademagogia política que capta millones de votos y el negocio del miedo que mueve millones de euros son dos factores centrales que sólo pueden crecer en condiciones en las que la mayoría de la población autóctona vive al otro como sujeto antagónico, no integrable, que usurpa un espacio que no le pertenecería por derecho (servicios sociales, sanidad, educación, empleo, vivienda).
 

Sería miope negar que, tras los discursos de la inseguridad y la mercantilización de sus presuntas soluciones, subyace una percepción social relativamente generalizada de un “descontrol” o “desequilibrio” en la gestión de la inmigración. Interpretada a menudo en clave de “invasión”, el tabique y el encierro como políticas aparecen como modos privilegiados de la solución invocada: no se trata ya sólo de hacer más rígidos los ingresos de inmigrantes (separados rigurosamente de los turistas ávidos de consumir paisajes que dejan ingentes ingresos a los diferentes sectores de la hostelería y de los jubilados comunitarios que no implican competencia laboral alguna), sino de hacer permanente el control, de extenderlo a estos colectivos, de ejercer una vigilancia discontinua en su acción pero constante en sus efectos. Ciertamente, en las «sociedades de control» los poderes policiales no ejercen de forma homogénea su vigilancia; siempre habrá, en un momento dado, zonas más sensibles y sujetos especialmente sospechosos. Por poner un ejemplo, un musulmán procedente de Medio Oriente, incluso con relativa independencia a su nivel de ingresos, será blanco permanente de este control invisible pero certero sobre los cuerpos.


En este contexto cultural, no alcanza con responder al alarmismo social en un nivel jurídico, señalando que cualquier extranjero que delinque ya es expulsado de España y de otros países de Europa, en consonancia al código penal y a la ley de extranjería actuales. En última instancia, lo que está en juego es la construcción discursiva de la equivalencia entre «inmigración» y «delincuencia». Los C.I.E. (centros de internamiento de extranjeros) al penalizar con el encierro a inmigrantes irregulares no hacen más que alimentar esta tendencia en aumento a construir la inmigración como portadora de una peligrosidad intrínseca. Dicho de otro modo: al convertir a los inmigrantes irregulares en objeto de encierro, se contribuye al menosprecio encubierto (cuando no abierto) cada vez más extendido hacia esos colectivos, uniformizados a partir de categorías jurídicas abstractas.


b) Sobre la situación de los CIE en España

¿Qué ocurre con los CIE diseminados tanto en territorio español como en más de 20 países de la Unión Europea desde 1985? El conocimiento públicamente disponible al respecto no deja lugar a dudas: los inmigrantes irregulares están confinados en esa zona indiscernible donde no hay privacidad ni acceso al espacio público, en nombre de una política de seguridad que institucionaliza de factola categoría del fuera del derecho (1).

Las denuncias ampliamente documentadas relativas a los CIE españoles (distribuidos en ciudades como Madrid, Valencia, Málaga, Barcelona, entre otras) se repiten desde hace varios años y están avaladas tanto por asociaciones y ONG (ACSUR, APDHA, AEDIDH, CEAR, Convivir Sin Racismo, Federación Estatal de Asociaciones de SOS Racismo, Fundación Acción Pro Derechos Humanos, Grupo Inmigrapenal, Médicos del Mundo, entre otros), como por entidades europeas, comisiones del Parlamento Europeo e instituciones españolas como la Defensoría del Pueblo o la Fiscalía General del Estado. Entre esas denuncias, cuentan las palizas y torturas a internos, los castigos colectivos arbitrarios, registros nocturnos, insultos racistas, traslados y deportaciones repentinas e injustificadas, atención sanitaria deficiente, falta de identificación de los funcionarios policiales, falta de recursos e infraestructura suficientes, por mencionar las más recurrentes, aunque no deberíamos olvidar -habida cuenta de su gravedad- denuncias más puntuales tales como tratar de forma indigna a una enferma de cáncer (2), o los abusos sexuales a una mujer de origen marroquí que luego fue extraditada, archivándose el caso contra el policía acusado (3). 

Como información probada, alcanza con señalar que las instalaciones de los CIE tienen graves problemas (incluyendo la falta de espacios íntimos), no se permite el acceso a las organizaciones sociales, no existen servicios sociales en la mayoría de los casos, no hay dependencias para enfermos, se usan discrecionalmente las celdas de aislamiento sin notificación sistemática al juez, se utiliza la sujeción con grilletes o esposas para los internos y, en algunos centros, la luz se mantiene encendida las 24 horas (4). A esas infraestructuras deficitarias, hay que sumar el incumplimiento habitual de normas como la revisión sanitaria de los internos, la disponibilidad de ropa, el uso de las llamadas telefónicas, la falta de asesoramiento legal, la falta de mediadores y traductores y la vulneración de derechos básicos. Siguiendo el informe de CEAR, se considera una “convicción probada” las torturas a internos dentro de algunos CIE, así como la ausencia de sistemas de identificación de los policías, la existencia de zonas grises en el sistema de video-control, la negativa a elaborar partes médicos y a documentar lesiones por parte del personal médico del centro. De forma igualmente corroborada, también se señala la imposibilidad de acceso directo del interno al juez o fiscal para expresar quejas o denuncias. Podrían señalarse otros tantos problemas, pero lo dicho es suficiente para que no sorprenda por qué a estos centros se los ha bautizado como “pequeños Guantánamos”.

Las crónicas denuncias de maltrato, insultos y humillaciones sufridas en los CIE (5) forman parte de esas regularidades vergonzantes que buena parte de la “ciudadanía” prefiere desconocer, no obstante la movilización de algunas ONG, plataformas sociales y asociaciones que luchan por su cierre inmediato (6). Contra esa voluntad de ceguera mayoritaria, hay que recordar que a esas denuncias se suman también continuas redadas policiales que tienden a naturalizar el racismo como principio de selección de posibles irregulares (7). El hecho de que autoridades de algunos CIE se hayan negado a visitas de control por parte de ONG implicadas (8) muestra a las claras no sólo la opacidad de su funcionamiento sino además la certeza por parte de quienes los gestionan de estar cometiendo una violación sistemática de los derechos que reglamentariamente se les confiere a los confinados. 

Las falencias y problemas gravísimos que afectan a los CIE son la punta del iceberg que compromete a las políticas de inmigración y asilo del estado español en su conjunto. No hay ningún azar tras estas realidades: son producto de una política del encierro que produce maltratos físicos y psíquicos por parte de quienes detentan el monopolio de la ley y la violencia. No se trata, sin embargo, de una tendencia local contrarrestada por fuerzas globales. Por el contrario, este maltrato hacia los más vulnerables es una política de estado, elaborada por gobiernos que presuntamente combaten la xenofobia y el racismo.

Más allá de las intencionalidades manifiestas, los efectos de esta política no dejan lugar a dudas: además de crear sujetos sometidos a un régimen de excepcionalidad sin garantías, crea las condiciones para que parte de los irregulares, tras el período máximo de retención, sean liberados con orden de expulsión, lo que equivale a vedarles toda posibilidad de acceder a una regularización posterior (y por extensión, de acceder a un permiso de trabajo). Objetos de un sistema de encierro, constituidos como sujetos delictivos –aunque sin las garantías de las cárceles ni personal competente para atender sus necesidades físicas, psíquicas y sociales-, los “internos” difícilmente quedan rehabilitados para afrontar una exterioridad no menos amenazante en las condiciones en que son devueltos. Los “sospechosos de siempre” son también los “eternos condenados”: “sudacas”, “negros”, “moros”, “amarillos”, parias sin país…


c) Los CIE como «campos»

Si cualquier «campo» (de internamiento, de  concentración, de exterminio), como espacio de excepción, se sitúa fuera del orden jurídico normalizado, apenas puede afirmarse con un mínimo de honestidad que el desprecio de las vidas que allí se produce de forma sistemática es un hecho accidental. Por implicación, los padecimientos de los internos de los CIE no es un mero incidente producto de algunos excesos policiales, más o menos aislados. Su estructura jurídica de excepción, da pie a que lo excepcional sea la regla: vejaciones, insultos, abusos de autoridad. Como «máquina letal» el maltrato no es transgresión de su funcionamiento, sino su puesta en práctica, en la que los sujetos son reducidos a cuerpos regulados a través de una violencia crónica, ejercida discrecionalmente por un poder policial soberano.


Ahora bien, ¿cómo es posible que una persona que no ha cometido ningún delito pueda ser encerrada en nombre de un “estado de derecho” más o menos espectral? ¿Qué clase de racismo y xenofobia institucionalizados permiten legalmente que algunos seres humanos sean recluidos por una falta administrativa como es el caso de estar indocumentado?  Incluso si las condiciones e infraestructura de los CIE fueran las apropiadas, el proceder mismo es indefendible: si cometer una falta administrativa es razón suficiente para ser recluido, entonces, la amplia mayoría de la población debería estarlo (y no hablemos ya de los imputados por delitos de gravedad como la corrupción, el tráfico de influencias, el cohecho, asociación ilícita, etc.).


¿Debemos concluir, entonces, que el racismo se pone en práctica de forma selectiva, especialmente con los desposeídos? La pregunta es puramente retórica: en última instancia, sólo podemos explicar estas prácticas en las que están implicados los estados europeos no sólo a partir de prejuicios xenófobos y racistas, sino también de un clasismo radical que adquiere estatuto jurídico en las “fianzas”. Paradójicamente, nuestro régimen político permite que unos imputados por delitos graves estén en libertad si tienen poder para pagar su fianza y a su vez sujetos que han cometido faltas administrativas estén encerrados por no disponer de recursos económicos suficientes para su defensa.


La conclusión que se deduce es que lo que vale para ciertos colectivos no vale para todos, esto es, el trato de excepcionalidad que se aplica a los inmigrantes irregulares, de generalizarse, nos instala en una situación totalitaria en la que las faltas administrativas son tratadas como delitos jurídicos. Desde luego, la gravedad de esta regularidad de la excepción no disminuye por afectar a menos personas (en este caso, “no-ciudadanos”) sino que la (mal)disimula. Porque el procedimiento sigue siendo arbitrario y no hace más que reafirmar un doble rasero de los estados europeos en los que los derechos humanos son desechados en cuanto el ser humano no es ciudadano. Se plantea así una dualización perversa: al reconocimiento de los derechos de ciudadanía se le superpone una denegación de tales derechos a los no-ciudadanos.


Sostener que la institución policial es racista no es ninguna acusación desmesurada; sin embargo, cuando se intentan borrar las huellas de sus prácticas el problema se agrava, porque se da un cariz institucional a ese racismo, indiscutiblemente enlazado a un clasismo de larga data. Es precisamente ese ocultamiento cínico lo que desde hace varios años el estado español ha instalado como moneda de cambio, constituyendo a sujetos irregulares en ilegales, esto es, objetos de persecución y encierro. Que esta práctica estatal se considere “normal” no hace sino agravar el problema: señala el grado de patologización de las estructuras sociales e institucionales en las que mal vivimos.

                                                                                                         
 Arturo Borra



Para firmar la iniciativa: "Que el derecho no se detenga a la puerta de los CIE", aquí. 


(1) Según el Ministerio del Interior de España, la detención –con una duración máxima de 60 días- procede “en casos de denegación de entrada, devolución, inicio de expediente sancionador por el procedimiento preferente y expulsión” a “petición del instructor del procedimiento, del responsable de la unidad de extranjería del Cuerpo Nacional de Policía ante la que se presente el detenido o de la autoridad gubernativa que hubiera acordado dicha detención” (http://www.mir.es/SGACAVT/extranje/regimen_general/centro.html).



(4) Me remito al informe hasta el momento más sistemático que existe al respecto:  “Situación de los centros de internamiento para extranjeros en España” (informe técnico realizado por la Comisión Españolade Ayuda al Refugiado (CEAR) en el marco del estudio europeo DEVAS). http://www.icam.es/docs/ficheros/200912110006_6_1.pdf

(5) Estas denuncias son de conocimiento público. Al respecto, puede consultarse:
http://www.publico.es/127183/muros-opacos-centros-de-internamiento-para-sin-papeles

(6) La campaña por el cierre de los CIE puede seguirse aquí: http://ciesno.wordpress.com/

(7) Con respecto a las redadas policiales, puede consultarse la nota “Acoso policial contra los inmigrantes” en http://www.diagonalperiodico.net/Acoso-policial-contra-los.html



Más allá de un proyecto de bienestar cercado: refugiados y desplazados en el mundo


 -I-

El 20 de junio de 2011 se conmemoró el Sexagenario Día Mundial del Refugiado, como forma de recordar la drástica realidad que padecen más de 43 millones de personas forzadas a desplazarse de sus lugares de origen, aunque jurídicamente apenas 15 millones cuenten con la protección internacional en condición de «refugiadas». Según la Convención de Ginebra, «refugiada» es la persona que sufre algún tipo de persecución por motivos de raza, religión, nacionalidad, pertenencia a un determinado grupo social u opiniones políticas. A esos motivos hay sumar recientemente la orientación sexual como factor de persecución. En términos más concretos: un refugiado es una persona obligada a desplazarse fuera de su país o su ciudad natal, al peligrar su vida o su integridad física y psíquica. Ninguno de nosotros debería permanecer indiferente a esos desplazamientos forzosos. Europa los conoce bien: los ha sufrido en varias ocasiones, especialmente en el siglo XX, incluyendo el éxodo de millones de españolas y españoles a otros países de Europa y América Latina.

El “olvido”, sin embargo, merodea al estado español. En 2009, a pesar del aumento del número de personas refugiadas y desplazadas, en España apenas se solicitaron 3000 peticiones de protección, un 33% menos que en 2008. Esta cifra –la más baja que se conoce en España desde que existen estadísticas al respecto- señala una restricción grave del derecho de asilo. Al número ya reducido de peticiones, hay que sumar el hecho de que cada 100 solicitudes de asilo, sólo 3 se admiten a trámite. Eso equivale a decir que apenas el 3% de las personas que solicitan asilo tienen alguna posibilidad de obtener la condición de refugiada en territorio español (1).

La conclusión es inequívoca: el estado español está implementando una política de asilo de signo claramente restrictivo, que desconoce de hecho la realidad de cientos de miles de personas desplazadas de forma obligada. Las consecuencias de estas restricciones son múltiples. La primera es que la amplia mayoría de personas desplazadas no acceden a ningún tipo de protección internacional, pasando a formar parte del ejército de inmigrantes irregulares que subsisten malamente en la economía sumergida española, siempre y cuando no sean confinados en un CIE (Centro de Internamiento de Extranjeros), recluidos en campos de desplazados… o, en una medida que no sabemos, expulsados a los mismos países donde sus vidas peligran. La segunda consecuencia, no menos drástica: al impedir los accesos legales a esta masa de personas desplazadas, se crean las condiciones propicias para que las redes de tráfico y trata de personas se instalen como realidades paralelas a los ya mermados estados de bienestar. Que estas redes mafiosas viven de la extrema vulnerabilidad de estas personas para lucrar (violando los derechos humanos más elementales) ya lo sabemos. Lo que es menos evidente es que esa “industria” se nutra de las políticas de control de fronteras cada vez más rígidas e impermeables.

La historia de los refugiados y desplazados se repite en el presente, bajo formas diversas, en numerosos países. Según ACNUR, la lista está encabezada por Afganistán, Irak, Afganistán, Somalia, R. D. Congo, Myanmar, Colombia, Sudán, Vietnam, Eritrea y Serbia, sin contabilizar los 5 millones de refugiados palestinos. A esa lista hay que sumar los desplazados de Costa de Marfil, Libia, Túnez, Siria… y la lista se modifica cada vez que, en algún rincón ignoto del planeta, reaparecen los conflictos armados, las guerras interétnicas, las teocracias, las dictaduras militares y, en definitiva, la supresión de libertades fundamentales. Borrar de nuestra memoria esa historia sangrante no ayuda en absoluto a solucionar este drama colectivo.

La política de avestruz que la Unión Europea ha asumido no sólo es vergonzante: agrava el problema, entre otras cuestiones, porque de un plumazo convierte a esos cientos de miles de personas en “inmigrantes irregulares” susceptibles de expulsión y repatriación, privados de todo acceso a la ciudadanía y, por tanto, excluidos de derechos básicos tales como el derecho a trabajar o a disponer de una atención sanitaria satisfactoria.


-II-


A pesar de los prejuicios extendidos en esta materia, las personas refugiadas tienen serias dificultades de acceder a la protección internacional en los países industrializados: sólo el 20% es acogida por estas naciones. Eso significa que cuatro de cada cinco damnificados o bien deambulan por países económicamente subdesarrollados (improbablemente, en “vías de desarrollo”) o bien terminan en algún campo de desplazados en condiciones infrahumanas.

La creciente reticencia, cuando no hostilidad, de las sociedades y estados europeos hacia los refugiados, atizada por la fábrica de estereotipos que circulan en los medios de comunicación, contrasta con su presunta defensa incondicional de los derechos humanos. En particular, la política europea de asilo entierra la historia de sus sociedades ligadas a movimientos forzados. Lo que es igualmente grave: anticipa un porvenir en el que los «muros blancos» terminan siendo la realidad más consistente.

Si, por lo demás, los estados europeos (y estadounidense) buscaran la democratización de países gobernados despóticamente, sea apoyando revueltas populares o incluso interviniendo de forma militar, tal como ocurre en Libia, ¿cómo pueden desentenderse de uno de sus efectos inmediatos, como es la diáspora forzosa de miles de personas que quieren salvar sus vidas? En el terreno, la preocupación de Unión Europea es menos por el fenómeno que por sus efectos: asegurarse que no llegue ninguna “avalancha” a sus costas. Y si llega, dosificarla por la cuadrícula del vallado policial. Los que logran atravesar esa cuadrícula, desde luego, no tienen demasiadas garantías. Con suerte, se estará en ese irrisorio porcentaje del 3% a los que se les acepta a trámite la solicitud de asilo; con algo menos de suerte, terminará formando parte de la cuadrilla de “indocumentados” que no sólo están expuestos a una segura sobreexplotación laboral, sino también a una nueva criminalización: ser uno más de los “sin papeles” susceptibles de ser confinados hasta 18 meses en un centro de internamiento, según dicta la “directiva de retorno de los inmigrantes” (conocida como “directiva de la vergüenza”), aprobada en 2008 (2).

Volvamos, sin embargo, a los que quedan en el camino. A los cientos de miles que terminan en los campos de refugiados. Para formularlo con una pregunta tan penosa como necesaria: ¿cuál es la distancia que separa los campos de refugiados de los campos de concentración? No sugiero, desde luego, que sean idénticos. Sin embargo, si consideramos que en ambos casos se produce la suspensión temporal de derechos básicos, la privación de libertades no menos básicas, así como el hacinamiento y la precariedad material, la brecha se reduce de forma escandalosa.

Quizás debamos tomar más en serio lo que sugiere Agamben sobre la filiación entre campos de internamiento, campos de concentración y campos de exterminio. Incluso si planteáramos que no hay una línea de continuidad inexorable entre unos y otros, es innegable que en los tres espacios se constituyen espacios de control en los que el sujeto, al ser estigmatizado, está bajo sospecha permanente. Hasta el nazismo alegó como motivo de estos campos la necesidad de una “custodia protectora”, esto es, el desarrollo de una policía preventiva con independencia a cualquier contenido penal significativo que pudiera imputársele a una persona (3). Sin negar la existencia de especificidades irreductibles, en el interior de cualquiera de esos campos -tal como Hannah Arendt advirtió hace décadas en referencia al «totalitarismo»-  “todo es posible” a plena luz del día. Si esto es cierto, no estamos tan lejos como quisiéramos de un «núcleo totalitario» en el corazón mismo de las democracias parlamentarias de Europa y EEUU.

Pero, ¿no eran precisamente esas potencias las garantes últimas de un régimen que iba a protegernos, precisamente, del riesgo totalitario? En la economía binaria del discurso hegemónico ese núcleo totalitario no puede ser concebido: es un “impensable” que no impide la producción de experiencias como Auschwitz, Guantánamo o. de forma más próxima, los C.I.E. Puede que no haya un encadenamiento necesario entre estas experiencias, pero incluso si no lo hubiera, la mácula de cualquiera de estas variantes sobre una formación social democrática es tan inaceptable como indeleble.

Lo dicho, por lo demás, tampoco niega la distinción entre «democracia» y «totalitarismo». Más bien, socava las bases de un discurso hegemónico que se representa como encarnación plena de un régimen político democrático, amenazado de hecho tanto por los estados policiales como por los mercados económico-financieros que se desentienden del excedente de refugiados y desplazados que han fabricado.

-III-

Para explicar esta situación inaceptable, no es preciso poner el énfasis en la «mala fe» -o alguna otra falta ética- de los agentes estatales y económicos. Con lo que nos enfrentamos, en última instancia, es con la incapacidad crónica de las políticas europeas para dar una solución global a un problema que, sin lugar a dudas, los países industrializados han contribuido a crear. La realidad-límite de los refugiados pone de manifiesto el fracaso radical de los organismos internacionales –en particular, la Unión Europea, EEUU y la ONU- para dar una respuesta efectiva a un fenómeno de masas. La existencia de organizaciones humanitarias (compensando parcialmente las carencias de una gestión policial de estos flujos de personas) no refuta lo dicho; por el contrario, es producto de la constatación más directa de este fracaso.

Mientras no cambiemos las condiciones de sufrimiento y persecución en las que viven esos millones de personas, lo que una fecha conmemorativa nos recuerda no es más que nuestra actual incapacidad para impedir que “todo sea posible” a la luz del día. Duplicar nuestros esfuerzos para dar notoriedad pública a esta realidad injusta -en la que un ejército invisible debe abandonar sus hogares, sus patrias, sus gentes, con la incertidumbre a cuestas y el dolor del destierro- es un primer paso, insuficiente y necesario. Insuficiente, desde luego, porque la notoriedad pública no necesariamente se traduce en políticas transformadoras de esas injusticias. Necesario, asimismo, porque a pesar del incremento en número total de desplazados y refugiados en el mundo, la visibilidad de esta problemática no ha aumentado en nuestras sociedades europeas.

Lo que es peor: los discursos y prácticas racistas, xenófobas y discriminatorias en los últimos años se han propagado de forma alarmante, en consonancia a una crisis económica grave, pero también a una crisis ético-política en la que la actitud dominante es soltar la mano a los otros, reducidos a “deshechos” de los derechos humanos. Alguien nos recordará con razón que sustraernos del sufrimiento de los demás presagia que otros se desentenderán, a su debido momento, de nuestro propio sufrimiento. El punto decisivo, sin embargo, no es defender una «política de reciprocidad» en nombre de esa anticipación negativa, sino de reivindicar la solidaridad y la justicia como valores universales que tenemos que respetar más allá de las conveniencias coyunturales.

Pretender resolver problemas globales con soluciones locales no es otra cosa que querer apagar un incendio con gasolina. Del mismo modo, construir nuevos campos de internamiento no revierte en absoluto la proliferación de sujetos humanos fuera de campo (en el sentido cinematográfico del término), excluidos de toda ciudadanía. La consecuencia de esta exclusión es grave: impedir que esos sujetos puedan vivir más allá de los umbrales de supervivencia.


En ese sentido, el día mundial del refugiado es más que una conmemoración: es una oportunidad para reflexionar sobre esta injusticia histórica y hacer un llamamiento a cambiar ese núcleo inaceptable. El proyecto del bienestar cercado, rodeado de muros, está destinado al desastre. No podemos ser dignos mientras otros padecen una vida indigna. Apenas somos conscientes de la travesía que emprenden aquellos que ya no tienen lugar. Comprender esa travesía es mirar lo desapercibido, en particular, a quienes se embarcan en una aventura donde se está dispuesto a dar la muerte por otra vida. Conmemorar el día de los refugiados, para que no se convierta en un gesto hipócrita, debería ser también un grito colectivo, grito que no puede silenciarse incluso si no se lo escucha, porque detrás están los cuerpos despojados que lo sostienen. Es ese grito lo que nos interpela en el centro de nuestra responsabilidad política y ética.

Porque –hay que recordarlo- nuestras sociedades opulentas crecen bajo la sombra de miles de “vidas desperdiciadas” como lanza con dureza Zygmunt Bauman: “(…) la nueva plenitud del planeta significa, en esencia, una aguda crisis de la industria de eliminación de residuos humanos. Mientras que la producción de residuos humanos persiste en sus avances y alcanza nuevas cotas, en el planeta escasean los vertederos y el instrumental para el reciclaje de residuos” (4).

La realidad de los refugiados debe analizarse no sólo teniendo en cuenta las crecientes desigualdades Norte-Sur o la inadecuación de las políticas de asilo predominantes, sino también con el análisis de los actuales vertederos humanos que el “primer mundo” produce, convirtiendo una multitud des-rostrada en recurso superfluo. Paradójicamente, esa referencia al otro contribuye a interrogar ese nosotros del que formamos parte, en la responsabilidad de lo que sabemos y de lo que preferimos no saber para evitar la responsabilidad que tenemos ante los demás. A esa responsabilidad infinita con el otro Emanuel Levinas lo llamaba «justicia».

Puesto que no hay neutralidad posible, tomar parte por los “sin-parte” es enfrentar, en primer lugar, el miedo ante otros sujetos culturales, construidos de forma reduccionista -desde una perspectiva etnocéntrica- como “barbarie”. A ese prejuicio hay que replicar con Todorov: “El miedo a los bárbaros es lo que amenaza con convertirnos en bárbaros” (5). A pesar de los repudios, del otro lado, no hay más que sujetos semejantes, demandando lo que les han usurpado. Contra toda naturalización de ese sufrimiento anónimo, tenemos que recordar que ninguna de estas situaciones, que han convertido lo excepcional en norma, es inevitable. Y puesto que no cedemos a la amnesia que termina haciendo del naufragio de muchos el espectáculo de pocos, no podemos sino volver a preguntar: ¿cómo gestionamos nuestra disconformidad para que esta geografía de la fractura no sea nuestra última residencia?
Arturo Borra 


(1) Para un análisis de la política de asilo en España, puede consultarse el “Informe Refugiados CEAR 2010”, disponible en http://issuu.com/movicecapesp/docs/cearnforme2010  
(2) Conviene recordar que la Comisión Europea en la directiva mencionada, a la par de “unificar” las regulaciones sobre inmigración ilegal, endureció sus condiciones de retención, ampliando el tiempo de confinamiento de las personas en situación irregular. Puede consultarse el texto completo de la “Resolución legislativa del Parlamento Europeo, de 18 junio de 2008, sobre la propuesta de Directiva del Parlamento Europeo y del Consejo relativa a procedimientos y normas comunes en los Estados miembros para el retorno de los nacionales de terceros países que se encuentren ilegalmente en su territorio”, en http://register.consilium.europa.eu/pdf/es/08/st03/st03653-re03.es08.pdf  
(3) Agamben, G., Medios sin fin, Pretextos, Valencia, 2010, p. 27 y siguientes. Con rotundidad, señala Agamben: “El campo es el espacio que se abre cuando el estado de excepción empieza a convertirse en regla. En él el estado de excepción, que era esencialmente una suspensión temporal del orden jurídico, adquiere un sustrato espacial permanente que como tal, se mantiene, sin embargo, de forma constante fuera del orden jurídico normal” (op.cit., p. 38).
(4) Bauman, Z., Vidas desperdiciadas, Debate, España, 2008, p.17.
(5) Todorov, T., El miedo a los bárbaros, Galaxia Gutenberg, España, 2008, p.18.

viernes, 12 de agosto de 2011

Las cosas de palacio...

Eso ya lo sabemos todos, las cosas de palacio van despacio. Es así, en todas partes te marean con los papeles que hay que entregar y tardan mucho en dar una resolución, pero es que este país me parece que está empezando a llevarse la palma.

Yo, muy absurdamente creía que en Alemania no había problemas, tú entregas tus cosas, esperas un poco y listo. Pero nooooo, ¡que va! aqauí son la cosa más inflexible que he visto yo en la vida. Para la tramitación de la plaza en la universidad como estudiante regular, es decir, dejando de ser Erasmus, no he tenido más que problemas, además de no querer aceptar mi solicitud, porque decían no cumplía los requisitos necesarios al no tener la forma que ellos esperaban.

Aquí no te informan de nada, claro esperan a que sea tarde y no puedas reclamar en caso de que no estés de acuerdo con la resolución. Además de hacerte esperar un montón, ¡se equivocan! Acabo de mirar mi perfil en internet para ver qué datos tienen mios, y resulta que se han equivocado y en vez de tramitar mi solicitud para el segundo ciclo en la universidad, los están tramitando cómo si yo quisiera empezar de cero, vamos, sin tener en cuenta los que ya he hecho en España. ¡¡¡Apaga y vamonos!!!

martes, 9 de agosto de 2011

Criticar por criticar

Yo siempre he creído que la crítica constructiva es alguno bueno, puede ayudarnos a ver fallos o errores que nosotros mismo no vemos o que no los percibimos como tal. Ese tipo de critica está bien, a ver, a todos nos puede molestar ser criticados, porque queramos que no, es ver un fallo, reconocerlo y se supone que intentar cambiarlo.

Hay otro tipo de crítica que yo considero mala, es que lo que todo el mundo llama crítica destructiva. Con este tipo de crítica no se busca solucionar un problema o mejorar algo, lo que se busca es dannar a la persona o gente que comete algo que a los ojos de los demás es un fallo.

Lo que más me toca la moral es la gente que creyendo saber, no tienen ni punnetera idea y critican porque sí, a lo loco, sin saber, sin pensar, sin conocimiento de causa. Lo peor de todo, es que este tipo de "criticadores" suelen ser bastante maestro liendre, de estos que todo sabe pero nada entiende.

Desde que estoy en Alemania he hoy criticar a los Alemanes (ojo, no todos son así) sobre todos los temas posibles, sobre todos los fallos que se cometen en Europa y sobre todo les he visto y oído poner a caldo a los países del sur de Europa, entre ellos como no, Espanna.

Para lo que sepáis alemán os dejo una muestra de esta sabiduría criticona germana

sábado, 6 de agosto de 2011

De vuelta al infiernos, digo a España

Habrá a quien le suene exagerado, habrá quien diga que soy una melodramática, sin embargo, es así como yo lo veo. Aquí no dan su brazo a torcer ni atienden a razones. Nos mandan de un sitio para otro, contándonos cada vez una milonga distinta. Después de dar más vueltas que una noria, me ha quedado claro que mis papeles no van a llegar a la facultad de la HU, donde deberían de ser estudiados, y donde tiene lugar la convalidación de las asignaturas cursadas en España.

Me veo volviendome a España por lo menos cuatro meses. Económicamente mi ruina total, porque aquí apurando pero llego a fin de mes, además con el trabajo en la dietética, más algo que tengo ahorrado, más lo que algún mes podrían darme mis padres, podría quedarme aquí. En España ni tengo, ni tendré trabajo y el hecho de acabar la carrera allí me cuesta un dinero que no tengo, y que desgraciadamente no voy a tener, porque tal y como está el patio dudo mucho que vaya a encontrar cualquier tipo de trabajo.

Sólo me queda dar las gracias  toda la gentuza de uni assist y a la oficina de admisión de la HU. Sepan ustedes que me mandan al infierno. Espero que tengan la concienca muy intranquila y que no puedan dormir por las noches, porque desde luego, son ustedes calaña.